Poesía joven en español: Nicté Toxqui (México)
Nicté Toxqui
Una pareja se besa frente a la procesión
en el puente Nihonbashi de Edo
Van formando parte del tumulto
que me atraviesa por el frente
y se quedan ahí
e ignoran
que yo estoy parada
desde no sé cuánto
esperando que suceda
no sé qué.
Nihonbashi es el punto donde los japoneses y yo
medimos las distancias.
Quisiera mover a la pareja,
separarlos.
Me imagino que nadie más cabe en esta escena.
Observo al hombre que va solo en una barca,
navegando por debajo de la muchedumbre.
El Monte Fuji oscurece a lo lejos.
Yo también me siento opacada
por el brillo del puente
y las grullas que sobrevuelan el cuadro.
Un muchacho me explica cómo manducar Guayas
Yo lo dejo hablar porque el sur brilla
en nuestro vocabulario
y nunca será tarde para volver a casa
si nombramos
lo que nos hace agua la boca.
Olvido cómo se llama
por prestarle atención a la cáscara
verde y delgada que se riega
por la comisura de sus labios.
Él no pregunta cómo me llamo.
La guaya es una fruta a la que quisiera
pedirle prestado un nombre.
Guarda la cáscara y la siembras, dice,
a ver si entendiste cómo
pelar la guaya
hasta sacarle jugo.
Y me da tres frutitas.
No recuerda que llevarse los objetos a la boca
es una forma de reconocer el mundo.
No encuentro el silencio para decirle
que yo desde niña reconozco
el sabor vinoso y agridulce
de la guaya
y otras cosas.
Saco dos semillas de mi boca.
Las observo en mi mano
Y observo al muchacho.
Imagino un árbol de guaya
alzándose en el centro de la casa,
quebrando el piso.
Me pregunto si tendré la suficiente buena mano
para hacer que todo crezca en medio
de la nostalgia,
si la cuchilla para recolectar los frutos
no será usada para tajar el árbol
con el pretexto de una plaga.
Él no sabe que yo sé
que el árbol de guaya es hospedero
de la mosca negra de los cítricos.
Me pregunto si a todo lo que se puede llevar a la boca
le corresponde un precio.
Estoy cansada de masticar
mis propias palabras.
La carencia es tan peligrosa
como la saliva de la mosca negra,
que anestesia y muerde
en los días más calurosos.
Engullo la última fruta.
Prefiero al árbol de guaya
dentro de mí.
No soporto la felicidad de mi amiga porque no puedo reflejarme en ella
La panza de mi amiga crece a una velocidad desconsiderada.
Yo la observo caminar entre serpentinas y señoras
que juegan a medirle el vientre con papel higiénico.
Su casa se vuelve una paleta de colores
pastel y futuras abuelas.
Sus regalos amarillos y yo nos parecemos
en muchas incómodas maneras,
el amarillo y yo
intentamos ser neutros
a toda costa.
Lo que más odio de las protuberancias
es que toman por sorpresa.
Debajo del relieve, de toda su hinchazón
hay algo que quiere contagiarme
a mí también, de paso
quiere enredarme.
Las pestañas de mi amiga han crecido,
se ha vuelto voluminosa
y toda ella resplandece bajo el proyector de luces
mientras un payaso bromea sobre su cuerpo,
su marido ríe y todos ríen y la mesa
donde estoy sentada me asegura
que mi sentido del humor
todavía tiene esperanza.
Mis planes de ser sola
me hostigan tanto como la ensalada
que sirven cautelosamente
antes de que acabe el juego.
Mi madre es la vencedora absoluta
y le han regalado un portarretratos,
le dicen, para poner la foto de sus nietos.
A las perdedoras nos dan un premio de consolación.
Ahora nos piden a las más jóvenes
poner mejor cara,
colocarnos un huevo entre las piernas
y caminar de un extremo a otro,
embarrarnos de líquidos
olorosos, ajenos.
Mi amiga ríe su marido ríe
mi madre las primas.
Pronto serás tía, me dicen,
cuando te vayas no te olvides de escribir
tus buenos deseos
en el pañal gigante de la entrada.
Lecciones de cocina
Después de varios años
estoy aprendiendo a cocinar.
Convivir con cuchillos, tijeras y otros
objetos punzantes
tiene consecuencias.
Preparo las verduras.
Intento hacer una sopa común,
las zanahorias son tan parecidas
a mis dedos. Cada pliegue se hunde
entre el filo y la tabla de picar.
Recuerdo los consejos de mi abuela:
evita cualquier distracción y céntrate
únicamente en cortar los alimentos,
asegúrate del filo, elige un cuchillo
que sea apropiado para ti,
evita sostener otras cosas en tu mano
mientras cortas, hay veces
en que no podrás sostenerlo todo,
guárdalos en un cajón o estante
específico para ellos.
Pero no hay suficientes advertencias
que reduzcan la probabilidad
de un accidente:
lo peor que me ha pasado
fue tratar de preparar la cena
para dos.
El sangrado no cesa.
Todavía debo hacer presión
sobre la herida.
En la mañana me clavé una astilla.
Para sacarla tomé una aguja
y empecé a descoserme la piel
poco a poco hasta llegar
a la superficie
debajo
de mi superficie.
No sé nada de leer la mano
pero la astilla atravesaba
la línea de la vida.
Tampoco sé de premoniciones,
pero todavía me arde y punza.
A mi epidermis pertenecen
limbos con traspatios
donde la sangre no logra
llenar mis líneas largas
que prometen años, amor
y otras cosas menos esenciales.
Aún con tantos intentos
la astilla no quiere salir
por completo. Se asoma
y se esconde
como si quisiera pertenecer
a otra cacerola.
Pero no soy tan tibia
como se piensa,
y sobre todo
soy ajena
a los hervores y quemaduras.
Sucede que las cosas
me atraviesan
o al menos intentan
aferrarse a mis lugares
más sensibles.
Yo también poseo
algunas astillas sueltas.
Es la fascinación
de mis heridas
y su cicatrización
lo que hoy descubro
cotidiana, sin extrañeza.
Nicté Toxqui, (Orizaba, 1994). Es autora de Errata (Sangre Ediciones, 2017) y Melamina (IMAC, 2015). Fue acreedora de los premios Dolores Castro de Poesía 2015 y Carlos Fuentes de Ensayo 2017. Sus textos aparecen en revistas nacionales impresas y digitales. Actualmente es becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de poesía.