Poesía joven en español: Lucía Rueda
Lucía Rueda
Escenas alrededor de una jarra de naranja
y el crecimiento de distintas flores.
Mi abuela, la de pies moradores;
plantó la casa en sus zapatos,
la naranja bajo la mesa
y en el vestido púrpura sembró sus años
para sacarlos al sol y sentir las espigas
que le brotaban. En su herida de balcón
mi abuela con voz de bisagra
enterraba el tiempo, coleccionaba arañas
y paredes para su adornos.
[Si la visitábamos teníamos que colgar
la insistencia de algún recuerdo,
un golpe en la espinilla o un huevo
para que ella remendara sus medias
o les quitara el susto a los árboles.
Mi abuela, a cambio de esto,
nos invitaba a verla bailar].
A cambio de su olor a canela
y sus secretos del mar de Veracruz,
nos pedía con una voz de telaraña
que no abriéramos el armario.
Mi abuela volteaba inmediata a la esquina
más cercana, más cóncava al presente
y se echaba a llorar un pentagrama
de hilo y seda.
Arrancaba gardenias
del tálamo de la casa
para curarse el resfriado,
para aún bailar con el recuerdo de los abrigos,
el humo y las abejas.
Mi abuela, con su voz de niña,
sólo quería bailar. Nos decía,
mientras convertía en sus cuentos
las calles en lagos inmensos
llenos de cocodrilos.
con su voz de raíz. Y después de sembrarnos
en aquella realidad, en su vida,
nos devolvía a la noche al persignarnos
con sus dedos; una combinación de leche y pimienta,
nos depositaba el sueño sosegado.
El sueño de pasos parsimoniosos
que vino a romper el crisantemo,
esa flor de septiembre
que a mi mamá le duele tanto.
Ese resfriado de hojas caídas
cuando se rompió entonces la maceta
de su casa; el balcón de su herida,
y sus dientes cayeron en la última almohada.
Cuando a mi abuela le creció el tiempo
de ser una piedra blanca en el centro del mar.
De todos los sueños
tiene la voz de las puertas;
del crisantemo que bosteza
de otoño; de la jarra de naranja
que coloca a la mesa para beber
del hilo de su telaraña, de su vestido
tan morador de esta casa
que cultivó en nosotras.
Síncope
Pasaron una piedra. Por los huesos
de mi papá era noche. Su cuerpo grávido,
como la luna que insta al lobo ser lobo
y le repite que no dormirá
la locura. Llegó a su mano enajenada
la parálisis de no asistir,
no ser presente en las quinientas horas,
ni escribir el cambio de fechas.
Cada que despierta, el sudor es tanto
que mi mamá sueña con un barco
donde las amuras ya no resisten
ventoleras
que quieren derribar las puertas.
Donde exista una migaja segura
el lobo sopla a las paredes.
De su locura, mi papá dice que es triste.
Me lo dijo de noche,
con la mirada que crea lunas.
Con su nariz desafortunada
da miedo acercar nuestra mano
y no saber quién. Debajo del disfraz,
¿la edad no es triste?
Pregunta mi papá mientras
se desplaza por la sala
persiguiendo las fotos familiares
y su propia cola que confunde
con la del perro que tiene prohibido
lamer su mano en reposo.
Da miedo acercarse.
Mi papá no sabe en qué momento
se metió una piedra en sus huesos,
me dice aullando. Con la mirada que crea bosques
mi mamá repite que la locura
entra por la puerta y hay que mantener la calma
mientras se repite la canción lunar.
Tumbas para mecedoras
Quién iba a decir, cuando se compró la mecedora,
que aquella sería la única en arrullar nuestra edad.
Verme llegar de la escuela con una boca manchada de chocolate,
para luego verme salir con una maleta.
En los bolsillos el recuerdo
del sueño donde mi mamá soñaba que me esperaba
para decirme que estaba soñando con el pasillo
donde al final no era ella, sino la mecedora
que se había aprendido su voz al final de las escaleras.
La mecedora se movía con los ecos
de quienes estuvimos ahí. Pero aun estando ya nadie es
quien era al pintar su altura en la pared, ¿verdad, mamá?
Sabíamos que esa línea me dispararía de la casa.
Al darme cuenta que no crecía más
la pared se llenó de estrías y luego yo.
Me mecía entre los brazos de la mecedora
para descifrar mi edad en su vaivén,
para que me contara la historia
de las niñas que salieron de su casa
y el pan que tiraban al suelo se volvía rescoldo.
Un crujir de hojas y platos
en la casa tras oler el humo
de las lentejas que nadie cuidó,
porque nadie tiene la tarea de cuidar el fuego.
¿Verdad, mamá?, ¿verdad que fue el humo
cuando desconocí mis manos al tomar los cubiertos?
Y las personas de la mesa decían palabras inventadas
y se reían. Imitando el chirrido de la mecedora
yo corrí con el impulso de saltar,
salvar el rechinido que se volvía moho
el regreso a la casa que nunca era la casa
y me recibía con otro nombre.
Con el chirrido de la mecedora que sigue esperando
en el último peldaño a que las lentejas se terminen de soledad;
que la mesa se llene de la falta de plegarias. A la hora de la cena,
que la mecedora se lance a bruces por las escaleras, que se rompa la columna.
Pero no yo.
Ni tú.
Pues no hay tumba, mamá, para las mecedoras,
ni para su nimio movimiento que cargó con nuestro peso
de estaturas, de años, de nombres
que no me avisaban sobre la comida
porque ya sólo era pavesa
lo que guardé en mis bolsillos
para tener presente el horror de regresar
a lo que deja de ser mi casa,
mi mesa, mi pared, mi diente.
Mamá, el día que llegué de la escuela
me dieron un chocolate porque perdí un diente.
Era el primero y supe que ahí inició
la necesidad de irnos, expulsarnos.
Que no hay tumba para las mecedoras,
porque no hay tumba para los dientes
ni para las casas. Pero yo guardé las lentejas
porque no quería vomitar en la mecedora,
pero me salieron todas las vocales y las paredes se ofendieron
y supe que vomitar es el estado más vulnerable,
y comer sin hambre es fingir
tener un estómago, así como un nombre,
un sexo, o un gusto distinto al guiso de las ocho,
como vomitar sólo verdades
En la cena
escuchaba cómo el chirrido de la mecedora
se internaba en mi voz para que dijera
que la casa,
que yo,
que no podía callarme,
que a veces era una mujer
y otras una quimera
y que las mujeres y yo.
Y la casa
era un rechinido constante de todo lo que no se decía.
Quién iba a decir, mamá, que quemarían la mecedora
el día que me fui. Mis bolsillos se rompieron
y perdí las lentejas para regresar a casa.
Sobre la tiricia
Tengo la tristeza del agua,
el piélago se viste como yo.
Con la sed del mar,
mi espalda en su barco dorsal
se sumerge todo el tiempo;
navegantes se lanzan al abismo
del malecón de mis costillas
Se rompe la ola de mis ojos
llena de sal
separo mis labios que aguardan
la perla
del collar. De mi abuela
heredé la fascinación por lo lejano
y el lenguaje de la espuma
me enseña lo acuático del tiempo
que no se puede mencionar
como la quemadura de las medusas
o los corales que dan suerte
si te cortan entre los dedos del pie,
entre los días del año que te corta la tierra
para adentrarte al más mar
donde se encuentra el agua dulce
que corta la sangre
que bombea el pez
al sentir que le pasan el señuelo aletargado
por encima y las burbujas son tantas
que cómo hablar
con mi boca, nada
mi bocanada
mi boca nada en un océano intranquilo
Hasta incrustarse en las madréporas
de todas mis edades
Mi abuela vive en el mar
con mis huesos de agua,
llenos de tiricia
nunca de calcio
he crecido para escuchar el escarceo
y los viajes del pleamar
con su leyenda que deja caracoles blancos
como remedio para navegantes
que zarpan de mi espalda
hasta el delirio de la marea
que termina llena de esos moluscos
que germinan en mi piel.
Un lago interminable
Como remedio de mi tristeza
devoro barcos
para zambullirme en el más mar
donde se encuentra el agua dulce.
Y las perlas que mi abuela usó como dientes
me los coloco para hablar con los peces
hasta convencerlos de mi nacimiento
bajo la estrella de mar.
Hasta convencerlos que mi cuerpo anda suelto
doblado hasta mi sequía.
Cuando salgo del mar
La tiricia es el dolor de comer tanto barco
que apenas desembarca.
La tiricia es el calambre de mirada
cuando se olvidan las olas.
La tiricia es mi abuela tirando sus cuencas
hasta quedarse muda.
La tiricia:
hablar, allá, afuera, en la más tierra
donde mi boca nada
¿Dónde mi boca?
Nada.
Sólo en la marea.
Lucía Rueda, egresada de la Universidad del Claustro de Sor Juana en la licenciatura Escritura Creativa y Literatura, ha participado en diversas lecturas de poesía a través de la República Mexicana, en congresos como: Foro de Estudiantes de Lingüística y Literatura, Sonora (2018); Congreso Nacional de Estudiantes de Lingüística y Literatura, Michoacán (2018); Congreso Nacional de Creadores Literarios, San Luis Potosí (2018); Congreso interuniversitario de estudios literarios y lingüísticos, Yucatán (2018/ 19) y en el primer y segundo encuentro Fronterizo de Literatura y lingüística, Tijuana (2018/19). Ha sido publicada en el Periódico de Poesía, Tierra Adentro y Sin embargo, tanto poemas como ensayos.