Nueva poesía costarricense: Juan Carlos Olivas (Turrialba, Costa Rica, 1986)
Carlos Sánchez Emir, editor de contenidos, prepara una serie nueva de poesía de Costa Rica. La selección de esta muestra es de José Ignacio Aru
Juan Carlos Olivas (Turrialba, Costa Rica, 1986)
LA CASA EDIFICADA
No tenemos la casa todavía,
tenemos piedras.
Eduardo Langagne
Tengo treinta años y aún no tengo casa propia.
Quizás sólo este puñado de piedras que se agolpan,
como dedos sobre el vidrio que separa
mi corazón de mi silencio.
He vivido en los suburbios de la fiebre,
saltando de un lado al otro
de algún reloj humeante entre las lluvias
y no he podido encontrar una mañana
el camino hacia el umbral,
la impávida puerta
que pueda en su paciencia recibirme.
Conté los escalones de la errancia
y aunque no venía solo
el viaje se fue colmando de rosas
que abrían hacia adentro;
de puñetazos sobre la negra arteria de la noche,
de galerías de paredes de piel
y retratos que convalecían en el polvo.
Si por mí fuera me quedaría a la intemperie
pero ya tuve un hijo al que legar ni nada,
me nació una esposa en la humedad
que me demandan estrellas y una vida decente,
que me fatigan hacia la autoexploración
y a cantar con marimbas, risas insanas,
aquello que me finja doler o que me duela.
Porque merodeé bastante la locura,
porque le creí a la luz su gloria obscena,
porque tuve que dormir en el baño de un bar,
porque las cuentas no me salen
y vuelvo a contar con algo de esperanza
ayúdame, Señor,
a encontrar un sitio en qué vivirme,
a estrechar mis ligaduras con la tierra,
a sumergirme en el barro de unos ojos tranquilos.
Un puñado de piedras
no es suficiente para edificar la casa.
Tendría que traer mi voz contraria al mar,
comerciar la madera por el fuego,
escupir el cemento de los años gastados,
medir la claridad del día
como una ausencia prodigiosa,
poner estacas en las esquinas de todo lo vivido
y con estas manos empezar,
obrero de mí mismo,
a darle forma a esa casa incorpórea
en la que habitan desde ya
todos mis muertos.
CANCIÓN DEL POBRE
Los pobres son muchos
y por eso
es imposible olvidarlos.
Roberto Sosa
Es cómico ser tan pobre
no poder comprar el Golden Gate
y salir a la calle empecinado
en arrojarle tu miseria a las palomas,
escupir en los ventanales de la muerte,
orinar con rabia entre la niebla.
Es cómico nunca haberse preguntado
la diferencia entre el apetito y el hambre
y descubrirlo como una cita a ciegas,
cualquier día
desempleado,
parecido a un estudiante de lo abyecto,
mientras tus amigos juegan a la Quija
y se parten a carcajadas al conocer tu suerte.
Mírate ahí, tú no mataste,
seguiste al pie de la letra
lo que decían tus mayores,
amaste a una mujer,
tuviste un hijo,
por ellos luchaste y aun así,
la vida no fue buena.
Te carajearon, te hicieron zancadillas,
colgaste de un puente
y te pisaron los dedos.
Fuiste a una iglesia
y el Cristo se rió al verte así,
demacrado,
vistiendo la misma ropa
en los crucifijos de siempre,
enemistado con la felicidad,
escribiendo un poema
en los resquicios de la lluvia.
Y ahora tienes que volver a una casa
que conoce la palidez
de tus manos vacías,
darle un beso seco a tu esposa,
abrazar al hijo con vergüenza
y mirar esa pared que se cae a pedazos,
porque es muy cómico ser pobre
cuando también se ha nacido
con el signo de la belleza en la frente,
porque es muy cómico ser pobre
y trabajar una tierra que no dará sus frutos,
saber que has hecho de tripas corazón con la poesía
y ponerse a cantar,
pese a todo,
cuando ha muerto la música solar
y el único,
raro instrumento,
es tu confianza.
LA PECERA
Contemplo la pecera vacía, sin agua,
con unas cuantas piedras secas de colores
y un naufragio que me remite al mar.
La he escondido en el patio para que mi hijo no la vea.
Jack, su pez beta, ha muerto la semana pasada.
Él mismo lo encontró flotando, y sin llorar
tomó al pez putrefacto y lo lanzó al inodoro.
Al jalar la cadena se despidió de él diciéndole:
Adios Jack, ve al cielo de los peces.
Luego me dio la pecera
y siguió jugando como si no hubiese pasado nada.
Su frialdad y ecuanimidad me resultan sorprendentes.
La manera en que afrontó esa pequeña muerte
ha sido una enseñanza para mí,
que cada pérdida me pesa igual
sin importar su tamaño;
que a cada tanto me duelen los muertos propios,
los ajenos, los anónimos,
los que nadie despedirá antes de ser sumergidos
en un océano calmo o en el enjambre verde de la tierra.
La pecera permanecerá vacía en algún rincón del patio,
sus piedras secas, casi vivas.
Su naufragio me recordará algo
que no recuerdo ahora,
y los peces seguirán poblando el cielo
como nubes barrocas e intocables.
Juan Carlos Olivas (Turrialba, Costa Rica, 1986). Estudió Enseñanza del Inglés en la Universidad de Costa Rica (UCR). Se desempeña como docente. Ha publicado los poemarios La Sed que nos Llama(Editorial Universidad Estatal a Distancia; 2009) Premio Lisímaco Chavarría Palma 2007; Bitácora de los hechos consumados (Editorial Universidad Estatal a Distancia; 2011) por el cual obtuvo el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría de poesía 2011 y el Premio de la Academia Costarricense de la Lengua 2012; Mientras arden las cumbres (Editorial Universidad Nacional; 2012), libro que le valió al autor el Premio de Poesía UNA-Palabra 2011, El señor Pound (Editorial Universidad Estatal a Distancia, 2015; Instituto Nicaragüense de Cultura, Nicaragua, 2015) acreedor del Premio Internacional de Poesía Rubén Darío 2013, Los seres desterrados (Uruk Editores; 2014), Autorretrato de un hombre invisible (Antología personal)(Editorial EquiZZero, El Salvador; 2015), El Manuscrito (Editorial Costa Rica; 2016) Premio de Poesía Eunice Odio 2016, En honor del delirio (El Ángel Editor; 2017) Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero 2017 en Ecuador, La Hija del Agua(Amargord; Madrid, 2018), El año de la necesidad (Ediciones Diputación de Salamanca; Salamanca, 2018), Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador, Colección Particular – Antología personal (Nueva York Poetry Press; New York, 2018) y Las verdades del fuego –Antología breve- (Ediciones Municipalidad de Lima; Perú. 2020). Su obra ha sido traducida parcialmente a 18 idiomas.
Foto: Jacqueline Alencart.