Los Mayores de la poesía: París: Bactra: Skíros, de Octavio Paz

 

 

Este poema, de Octavio Paz, se pública a propósito del ensayo Cornelius Castoriadis y Octavio Paz: reflexionar sin desfallecer y vivir por la belleza, de David Noria, que pueden leer en nuestra sección de Ensayo [https://tallerigitur.com/ensayo/]. El poema está dedicado al filósofo Kostas Papaioannou y es la evocación de una larga amistad.

 

 

 

París: Bactra: Skíros

Octavio Paz

 

A Nitsa y Reia

In this monody the autor bewails a

learned friend, unfortuntely drowned in

his passage from Chester on the Irish Seas,

1637. And by occasion foretells the ruin of

Our corrupted clergy.

John Milton, Lycidas, 1638

 

 

Yo tenía treinta años, venía de América y buscaba entre las pavesas de 1946 el huevo del Fénix,

tú tenías veinte años, venías de Grecia, de la insurrección y la cárcel,

nos encontramos en un café lleno de humo, voces y literatura,

pequeña fogata que había encendido el entusiasmo contra el frío y la penuria de aquel febrero,

nos encontramos y hablamos de Zapata y su caballo, de la piedra negra cubierta por un velo, Deméter cabeza de

       yegua,

y al recordar a la linda hechicera de Tesalia que convirtió a Lucio en asno y filósofo

la oleada de tu risa cubrió las conversaciones y el ruido de las cucharillas

       en las tazas,

hubo un rumor de cabras blanquinegras trepando en tropel un país de colinas quemadas,

la pareja vecina dejó de decirse cosas al oído y se quedó suspensa con la mirada vacía

como si la realidad se hubiese desnudado y no quedase ya sino el girar silencioso de los átomos y las moléculas,

hubo un aleteo sobre la onda azul y blanca, un centelleo de sol sobre las rocas,

oímos el rumor de las pisadas de las aguas nómadas sobre las lajas color de brasa,

vimos una mariposa posarse sobre la cabeza de la cajera, abrir las alas de llama y dispersarse en reflejos,

tocamos los pensamientos que pensábamos y vimos las palabras que decíamos,

después volvió el ruido de las cucharillas, creció la marejada, el ir y venir de las gentes,

pero tú estabas a la orilla del acantilado, era una ancha sonrisa la bahía y allá arriba pactaban luz y viento:

         Psique sopló sobre tu frente.

 

No fuiste Licidas ni te ahogaste en un naufragio en el mar de Irlanda,

fuiste Kostas Papaioannou, un griego universal de París, con un pie en Bactriana y el otro en Delfos,

y por eso escribo en tu memoria estos versos en la medida irregular de la sístole y la diástole,

prosodia del corazón que hace breves las sílabas largas y largas las breves,

versos largos y cortos como tus pasos subiendo del Puente Nuevo al león de Belfort recitando el poema de Proclo,

versos para seguir sobre esta página el rastro de tus palabras que son cabras que son ménades

saltando a la luz de la luna en  un valle de piedra y sólidos de vidrio inventados por ellas,

mientras tú hablas de Marx y de Teócrito y ríes y las miras bailar entre tus libros y papeles

-es verano y estamos en un atelier que da a un jardincillo en el callejón Daguerre,

hay un emparrado del que cuelgan racimos de uvas, condensaciones de la noche: adentro duerme un fuego,

tesoros quemantes, ¿así serían las que vio y tocó Nerval entre el oro de la trenza divina?-

tu conversación caudalosa avanza entre obeliscos y arcos rotos, inscripciones mutiladas, cementerios de nombres,

abres un largo paréntesis donde arden y brillan archipiélagos mentales, sin cerrarlo prosigues,

persigues una idea, te divides en meandros, te inmovilizas en golfos y deltas, tu idea se ha vuelto piedra,

la rodeas, regresas, te adelgazas en un hilillo de frías agujas, la horadas

y entras –no, no entras ni sales, no hay adentro ni afuera, sólo hay tiempo sin puertas

y tú te detienes y miras callado al dios de la historia: cabras, ménades y palabras se disipan.

 

Fuiste a la India, de donde salió Dionisos y adonde fue rey el general Meneandro, que allá llaman Milinda,

y como el rey tú te maravillaste al ver las diferencias entre el Uno y la Vacuidad resueltas en identidad,

y fue mayor maravilla –porque tu genio bebía no sólo en la luz de la idea sino en el manantial de las formas-

ver en Mahabalipuram a una adolescente caminar descalza sobre la tierra negra, su vestido era un relámpago,

y dijiste: ¡Ah, la belleza como en tiempos de Pericles! y te reíste y Marie José y yo nos reímos contigo

y con nosotros tres se rieron todos los dioses y los héroes del Mahabhárata y todos los bodisatvas de los Sutra,

rayaban el espacio naciones vehementes: una tribu de cuervos y, verde tiroteo, una banda de loros,

el sol se hundía y hasta la piedra del ídolo y la espuma del mar eran una vibración rosada;

otra noche, en el patio del hotelito de Trichi, mientras servías whisky al bearer atónito que

         nos servía:

-¿Hay puertas? Hay tierra y en nosotros la tierra se hace tiempo y el tiempo en nosotros se piensa y se entierra,

pero –señalando a las constelaciones babilonias- podemos contemplar a este mundo y los otros y regocijarnos,

la contemplación abre otras puertas: es una transfiguración y es una reconciliación,

también podemos reírnos de los ogros y sonreír ante el inicuo con la sonrisa de Pirrón o con la de Cristo,

son distintos pero la sonrisa es la misma, hay corredores invisibles entre la duda y la fe,

la libertad es decir para siempre cuando decimos ahora, es un juramento y es el arte de enigma

       transparente:

es la sonrisa –y es desatar al prisionero y al decir no al monstruo decir al sol de este

       instante, la libertad es

-y no terminaste: sonreíste al beber el vaso de whisky. El agua del alba borraba las constelaciones.

 

El hombre es sus visiones: una tarde, después de una tormenta, viste o soñaste o inventaste, es lo mismo,

caer sobre la doble cima del monte Parnaso la luz cenital en un torrente inmóvil, intangible y callado,

árboles, piedras y yerbas chorreaban luz líquida, el agua resplandecía, el aire podía tocarse, cuerpo sin cuerpo,

los elementos y las cosas obedecían a la luz apacible y reposaban en sí mismos, contentos con ser lo que eran,

poco a poco salieron de sus refugios y madrigueras los toros y las vacas, las cabras, las serpientes, los perros,

bajaron la tórtola, el águila y el tordo, llegaron caballos, asnos, un jabalí, un gato y un lince,

y todos, los animales salvajes y los domados por el hombre, en círculo pacífico bebían el agua de la lluvia.

 

Kostas, entre las cenizas heladas de Europa yo no encontré el huevo de la resurrección:

encontré, al pie de la cruel Quimera empapada de sangre, tu risa de reconciliación.

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