Los Celestiales, de José Agustín Goytisolo (España)

 

Este poema es tomado de la revista de poesía El Corno emplumado, número 19, julio de 1966, pp. 143-144 cuyos editores son Margaret Randall y Sergio Mondragón.

 

 

 

Los Celestiales

 

No todo el que dice: Señor, Señor,
entrará en el reino…

                                                                       (MAT., 7, 21)

 

Después y por encima de la pared caída,

de los vidrios caídos, de la puerta arrasada,

cuando se alejó el eco de las detonaciones

y el humo y sus olores abandonaron la ciudad,

después, cuando el orgullo se refugió en las cuevas,

mordiéndose los puños para no decir nada,

arriba, en los paseos, en las calles con ruina

que el sol acariciaba con sus manos de amigo,

asomaron los poetas, gente de orden, por supuesto.

 

Es la hora dijeron de cantar los asuntos

maravillosamente insustanciales, es decir,

el momento de olvidarnos de todo lo ocurrido

y componer hermosos versos vacíos, sí, pero sonoros,

melodiosos como un laúd,

que adormezcan, que transfiguren,

que apacigüen los ánimos, ¡qué barbaridad!

 

Ante tan sabia solución

se reunieron, pues, los poetas, y en la asamblea

de un café, a votación, sin más preámbulo,

fue Garcilaso desenterrado, llevado en andas, paseado

como reliquia, por las aldeas y revistas,

y entronizado en la capital. El verso melodioso,

la palabra feliz, todos los restos,

fueron comida suculenta, festín de la comunidad.

Y el viento fue condecorado, y se habló

de marineros, de lluvia de azahares,

y una vez más, la soledad y el campo como antaño,

y  el cauce tembloroso de los ríos,

y todas las grandes maravillas,

fueron, en suma, convocadas.

 

Esto duró algún tiempo, hasta que, poco

a poco, las reservas se fueron agotando.

Los poetas, rendidos de cansancio, se dedicaron

a lanzarse sonetos, mutuamente,

de mesa a mesa, en el café. Y un día,

entre el fragor de los poemas, alguien dijo: Escuchad,

fuera las cosas no han cambiado, nosotros

hemos hecho una meritoria labor pero no basta.

Los trinos y el aroma de nuestras elegías,

no han calmado las iras, el azote de Dios.

 

De las mesas creció un murmullo

rumoroso como el océano, y los poetas exclamaron:

Es cierto, es cierto olvidamos a Dios, somos

ciegos mortales, perros heridos por su fuerza,

por su justicia; cantémosle ya.

 

Y así el buen Dios sustituyó

al viejo padre Garcilaso, y fue llamado

dulce tirano, amigo, mesías

lejanísimo, sátrapa fiel, amante, guerrillero,

gran parido, asidero de mi sangre, y los Oh, Tú,

y los Señor, Señor, se elevaron altísimos, empujados

por los golpes de pecho en el papel,

por el dolor de tantos corazones valientes.

 

Y así perduran en la actualidad.

 

Ésta es la historia, caballeros,

de los poetas celestiales, historia clara

y verdadera, y cuyo ejemplo no han seguido

los poetas locos que, perdidos

en el tumulto callejero, cantan al hombre,

satirizan o aman el reino de los hombres,

tan pasajero, tan falaz y en su locura

lanzan gritos, pidiendo paz, pidiendo patria,

pidiendo aire verdadero.

José Agustín Goytisolo. (Barcelona, 1928 - id., 1999) Poeta español de la Generación del 50 cuya obra fundió la experiencia individual y el compromiso social. Integrante de la llamada Escuela de Barcelona, junto con Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma, cursó estudios en las universidades de Barcelona y Madrid, licenciándose en derecho. Hermano mayor de los novelistas Luis Goytisolo y Juan Goytisolo, destacó especialmente como poeta, aunque también llevó a cabo una importante labor como traductor, además de escribir artículos sobre literatura y unos pocos cuentos. Su obra ha sido profusamente estudiada por ensayistas y críticos literarios. José Agustín Goytisolo es uno de los poetas de los años cincuenta (entre los cuales destacan Jaime Gil de BiedmaCarlos Barral, José Ángel Valente y Claudio Rodríguez) en los que aparece con mayor claridad una nítida conciencia generacional, que se caracteriza por el rechazo estético de la primera posguerra y la afirmación ética de entronque machadiano, como puede apreciarse en el poema Homenaje en Colliure, perteneciente a Claridad.

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