Jaime Labastida (Los Mochis, Sinaloa, 1939): Las cuatro estaciones
Jaime Labastida (Los Mochis, Sinaloa, 1939)
Las cuatro estaciones
1
Queda el rumor del tiempo, tal vez
el eco del derrumbe o el polvo aquel
que aún se agita bajo la sombra espesa
de los álamos, un vaho geométrico,
imposible, algo podrido, nauseabundo,
la vida, el mar, su luz, una corona
encima de las aguas, quieta.
Sólo unas cuantas olas, sólo
un plomo que es plata, mineral, fundido,
sólo dos lágrimas, espuma tan lejana,
allá, donde se abaten pájaros en un final
glorioso. Mediodía mortal, de fuego
y agua. Nada se mueve en la techumbre
oscura de las aguas. Un eco del rumor:
yo mismo el tiempo, incrédulo,
sonámbulo. La luna en pleno día
recuerda un perro deshojado, una pupila
hueca. Sólo la espuma sangra
y el sol es la moneda que nadie puede
ver. Hundo la mano en esas aguas
puras.. extraigo líquenes, tragedias.
La memoria es la horca: de ella,
estrangulados, cuelgan los recuerdos.
Reviven ya los muertos. Si fuera
piedra el mar, la red del pescador,
¿para qué sirve? Si fuera sangre el mar.
Cargado de preguntas, echo una red
en esas aguas oscuramente atroces.
Los átomos, heridos ellos mismos,
presagian ya la sangre, la futura
sazón de la vid o la espiga.
La vértebra del tiempo
deshace un pez espada o edifica
el silencio. La imagen se repite
y la antigua película, una vez más,
nos muestra helechos y mandíbulas,
carne y quijadas, peces
y dientes poderosos.
Cuando los primeros signos del amanecer,
entonces, cuando un camión
en las calles vacías o un remoto chillido
de gaviotas, cuando la puerta ciega
de algún cuarto, aquí, vecino, o las olas
de luz, una tras otra, cuando los primeros
trazos de la sangre brotan y nubes altas,
la primera ausencia, la nostalgia y el sol
desnudo y el invierno y hambre. Hundo
otra vez las manos en el agua. Cuando
el ojo del pez, casi de hueso, cartílago
quizá, torpeza, miope, cuando busca
otro pez en la penumbra o atrapa
un calamar en la corriente opaca,
cuando construye él mismo, con su propio
cuerpo, la imagen más perfecta
de la muerte, su ojo de aserrín,
abierto, insomne, vidrio lleno de polvo
y nebuloso. Abajo está el rumor,
podrida permanencia del objeto.
Porque todo se altera. ¿La luz
acaso no penetra despacio, ella,
la criatura veloz, en el cuerpo
del árbol y se hace verde o se prodiga
en fuego, en luciérnagas turbias,
asustadas quizá por un oscuro
resplandor postrero?
Apareces entonces y derribas
la puerta. Es la congoja misma,
el floreciente pez en tránsito
devorando el oro líquido del plancton.
¿Cómo ve, qué sombra de plata
y luz lo atrae en contra de otro pez,
qué cetáceo inhumano lo devora?
Nunca inmóvil. Todo él sangre
desnuda y fría y vencidas raíces,
la soledad, el cerco, las paredes.
Tan lejos de tu voz, tan lejos.
Tan ausente tu cuerpo, sin objeto
mis ojos. Yo mismo un pez
en aguas de sombra y de ceniza
y un corredor vacío. Apenas ojos
torpes en la penumbra incierta,
en las paredes de aire. El podre
y el cobalto y el insomnio.
Otros muertos también, sí, hay otros
muertos. Entre los hombres paso
como piedras que arden. De todos
me separo. Amigos que murieron,
ilusiones destruidas, cada día
más lejana la acción y la delicia
de una muerte guerrera. La figura
del fuego y el deseo. El mar combate
entonces contra sus peces todos,
destruye sus organismos
amargos, vegetales. Y en él se mueve
un pez muy alto, adentro de la cámara
de vidrio, engullendo un aire sucio,
a bocanadas, silencioso, abriendo
a voz de angustia la boca insomne,
por respirar ahora contra el mar,
para vivir en golpes de aire,
una, mil veces, mil veces mil
mil veces respirar y vivir,
mil veces mil, mil veces, mil.
2
Es la abundancia, la terca floración,
el húmedo graznido de las hojas, el rumor
vegetal y putrefacto, los helechos
junto a los musgos junto a la orquídea
junto a la planta parásita, parásita
también de otra parásita, el techo
debajo de otro techo debajo de otro techo
verde, ya negro de humedad e insectos
insistentes, y el río profundo que desciende
con árboles y frutos y cadáveres,
la vida, la selva oscura
en cuyas aguas verdes puede mirarse
una tranquila variedad, una muerte
excesiva. Mediodía vegetal, lujoso,
extraño. Ahí estoy yo, soy otro fruto
del tiempo amargo que fermenta.
No hay luna aquí. Apenas dos, tres
gotas de sudorosa luz penetran
hasta esta gruta vegetal, caliente.
Hundo el machete en estos troncos
duros y mana el caucho igual que la memoria,
con esa misma obstinación, herida.
El porvenir se acuerda de la danza.
La cicatriz fugaz, la cuerda tensa,
el tucán presagia la tesitura posterior del canto.
Hay aquí un tiempo que es memoria
de un tiempo por venir, por siempre sido.
Cuando los primero signos del verano,
entonces, cuando se escucha una tremenda
y ya espantosa garganta criminal,
un río salido siempre de su cauce,
y la turbulencia espesa de las aguas
atraviesa la pared de mi cuarto
y desciende con un ímpetu brusco,
escucho aquí también el crecimiento
inquieto de los músculos, una tranquila
digestión nocturna. Todo es distinto
aquí, todo es presente, los líquenes,
los vermes, las consabidas algas
y los musgos. Hundo otra vez
la daga en estos árboles.
Cuando la lengua de la boa
calmadamente baja de los árboles,
cuando su cuerpo todo, rama casi también
pero de sangre, un vientre entero
en movimiento, cuando ese látigo
de escamas torturadas, frío,
antiguamente acecha y cae con lentitud,
relámpago ondulado, detenido,
silencioso, cuando desciende
omnímoda, terrible, construye al propio
tiempo una imagen certera de la muerte,
su puño destructor de siete metros,
esa tranquila obstinación
de anillos y rompe así, despacio,
el pulmón y las vértebras del tapir
enemigo y abre luego sus fauces
imposibles para tragarse al animal
completo, su látigo furor entra
en descanso y se duerme en el vaho
matinal. Abajo, en el pantano,
está una voz, el movimiento
animal de los objetos. Todo es
entonces combustión y oscura
fauce que devora. La palmera
deglute el mineral sonoro,
el pequeño electrón de un modo
orgánico se funde a otra órbita
más alta y destructiva, desde el helio
al oxígeno, al horno crematorio.
Tan fósil es el hueso o el sangrante
equidna y el microbio azul
hace morada en la herida del ciervo.
Apareces entonces en el quejido
torpe de la puerta, en esos goznes
que son también los propios goznes
de tu cuerpo, tu desgarrado, dulce,
recorrido cuerpo, tan lejos en verdad,
tan lejos. Yo mismo esa serpiente
dura que atrapa un animal y lo deglute.
Acuden los fermentos, salgo sucio del sueño.
La sombra espesa, entonces,
la serpiente, todo, inclusive
el cristal, en esa selva
de aflicción y espanto, en medio
de los ritmos vegetales, junto al estanque
turbio, entre las calles y el asfalto,
al lado de los árboles de caucho,
oscila, lucha y desarrolla y muere.
Estoy desnudo y tenso, con un hacha
en la mano, trabajando, golpeando
la memoria, puerta cegada y pura,
yo mismo ese cuchillo, yo mismo
la boa constrictor, fauce que devora
en la hojarasca,
una, mil veces, mil veces mil
mil veces, con lentitud y obstinación,
por vivir y comer, mil
veces mil mil veces, mil.
3
Apenas en el cielo derretido, dos
nubes a ras de tierra y sin destino
cierto, una extensión del polvo, sin medida,
las biznagas, tan sólo cinco plantas
esparcidas en el monte magro,
una liebre asombrosa, un venado
tal vez, y la tarántula, el escorpión
artero, las hormigas gigantes,
los coyotes, los animales pobres
empujados por el avance terco
de los hombres hasta el límite
último, la vida, este desierto
cobre en la memoria, la luz
que hecha metal delira. Mediodía
sin fronteras, seco, duro,
un viento y este polvo decisivos.
Ahí estoy yo, hecho un terrón
del tiempo, con la garganta ardida
a puñaladas. La luna es un coyote
ciego. Hundido el arado de esa tierra
airada. Extraigo hierbas, minerales
ciertos. Los fósiles tragados
por el ámbar, la sangre y su corriente
de amapolas. Aquí yace la muerte,
pero nace el idioma, está aquí
el español, sus consonantes,
la suave voz susurro, el poema
San Juan, esos colores ávidos
del Greco, todas las letras fricativas,
la luna palatal, el tiempo, el sacrificio.
Arriba, en la montaña, las aguas turbulentas,
Dominadas. Abajo está la luz a borbotones,
dura. Se acerca la hora del panal,
el día del labrador, el vaticinio
exacto y el viñedo,
la floración risueña de la abeja.
Cuando la tarde entonces se reclina
en la nube mortal, cuando en mi cuarto
se estaciona un crepúsculo antiguo
y ronda un tigre por la cama opaca
y acosa mi garganta, la memoria
traiciona, te descubro en la sombra,
busco tu centro vegetal, nocturno,
hundo el arado en esa tierra amada.
Cuando ese tigre, entonces, se presenta
con su boca tremenda, destructora,
cuando mastica el cuerpo magro
del venado, él, implacable, solo,
en mitad de ese llano de cobalto,
edifica en pleno día, bajo este sol
salobre, una imagen nocturna
de la muerte. Acaso entonces
sus estrellas puras brillen un poco más
con esa sangre. Abajo está el silencio,
a estructura cristal de los objetos.
Porque todo se agita en una prisa
de carroñas puras. Y los diamantes
mismos, por decirlo así, se pudren
y el hierro se derrite o grazna.
Apareces entonces en el eco de otro
eco perdido, recobrado ya en mí.
Tan ausente tu risa, tan lejos
toda tú, tan lejos. Yo mismo
el ciervo devorado, yo ese tigre
también de luz y de congoja.
Ya no puedo dormir, me yergo,
Frío. Cuando la cama, pues,
la cama misma es un lecho de cactus
y se escucha en la calle el pavor
de mandíbulas y yo sólo recuerdo
el sol aquel, su llaga cierta,
cuando la cama toda se levanta
conmigo porque el insomnio mismo
la rebela, quiero tocarte
entre la luz y el polvo, como una abeja
azul, y es imposible.
La luz del occidente y la tarántula,
las hormigas guerreras que desarman
los élitros del grillo o el ojo seco
de la mosca que ve diez veces diez
el mismo objeto, se refugian adentro
de sus cuevas, cuando el silencio
entonces se retira adentro de los cactos
del desierto y el tigre duerme
junto a la carne seca de su víctima,
ahí, en ese mismo espacio abierto
por los vientos, estoy también,
enterrando el arado, tocándote
sensual, furiosamente, masticando,
una, mil veces, mil veces mil
mil veces trabajar y vivir,
mil veces mil mil veces, mil.
4
Sólo el desnudo espacio, un agua casi
luz que apoya sus pies apenas de aire
en las piedras magníficas, lejanas,
o que asciende, jadeante, como un silbido
gris entre los pinos, un cielo ya metal,
muy claro, sólo un abierto pozo de sonrisas,
transparente, un frío geométrico, terrible,
algo que muere y se conserva, siempre,
la vida, la cordillera en cuya piel
añeja vibra la más serena agitación.
Sólo unas cuantas, imposibles
gotas de luz contra las piedras
degolladas, aullando más allá,
en la nieve, sólo dos aves solitarias
en el techo altísimo, buscando inútil,
lentamente, un animal, su sangre. Mediodía
feroz, de luz y piedras. Nada se mueve
en ese espacio abierto por el fuego.
Ni nubes hay siquiera, ni horizonte:
todo es abierto y decisivo y blanco.
Aquí yazgo destruido, fruto tal vez
de un tiempo mineral y antiguo.
Es tan claro el destino, tan fuerte
la mirada de esta luz, tiesa
de frío. La luna es una pupila
congelada. Hundo herramientas
en la roca turbia, extraigo cuerpos,
minerales puros. Se escucha aquí
ya el eco, el golpe de los cuerpos
degollados, rodando abajo, contra
la escalinata de los templos, el ruido
que produce el caco del caballo
cuando aplasta un cráneo, ese sonido
sordo de la sangre cuando la bebe el sol
a cambio de agua, en Tulum y en Chichén,
en Texcoco y Kabah, en Tzintzuntzan
y en México. Es Tonatiuh feroz.
Al matar, me yergo. El hijo
del guerrero busca con una lanza
acaso la verdad antigua
para entrar en posesión más cierta
de su objeto. Ese combate lo construye,
entero. Tal edad de los héroes
está cerca, verdad, verdad oscura así
la del martillo.
Cuando las primeras sombras
de la noche, entonces,
cuando en las calles se anuncia
el estropicio, y todo mundo
abandona la oficina o la fábrica,
y los parques y los edificios
se vacían lentamente y una multitud
de nubes viene a cubrir la espesa
luz nocturna, vuelvo hacia el núcleo,
la raíz, hacia ti vuelvo. Escarbo
el horizonte. Encuentro ya el residuo,
la memoria. Cuando el águila arpía,
que volaba como un punto de sal
en la distancia, con sus garras
siniestras, amarillas, descubre
ese otro punto en la floresta,
el cordero pascual, y se abalanza
con la prisa del hambre, con la tensión
exangüe de sus alas, e iza
hacia el nido altísimo su víctima
y la suelta desde ese cielo inmaculado,
calmo, para que los huesos se quiebren
con un ruido espantoso y despedaza
luego la yugular, el pecho,
el intestino y come, vorazmente
come, edifica la imagen decisiva
de la muerte. Adentro de la tierra
está el dolor, la causa, el origen
tal vez, o las escorias,
la estructura vital de los objetos.
¿Pues si nosotros, quienes hoy cantamos,
fuéramos encontrados, serenos ya,
petrificados en la lava,
o nos devorara un animal continuo?
Apareces entonces en las calles.
es el negro fugaz de una mirada,
un cabello ya herido en la memoria
y su juego de espejos. Un pájaro
atraviesa el cielo gris del cuarto.
Tan lejos de tu piel, tan lejos.
Yo mismo ese cordero torpe
devorado. La escoria acude
y el deseo del sueño.
La luz inquieta se destroza entonces
en las piedras, queda
ya helada en esta altura grave.
No hay distancia entre el criminal
y su víctima. También él se aniquila
y un gusano de espanto se instala
en su conciencia y roe. Escarbo
entonces, dije, en esas piedras.
Destruyo los objetos, interpongo
mis manos, un martillo, un sílex
quizá, o la dinamita, un punto muerto,
no, un punto vivo, un medio vivo
entre la piedra y yo, me despedazo.
Es la derrota oscura de las aguas.
Un animal metálico perfora
La gruta eléctrica en el fondo
del cerro. Y en ese espacio
inmóvil se mueve un pájaro rapaz,
un organismo hecho por siempre
de raíces, golpeando el aire,
la montaña, con un martillo
trágico, para vivir ahí, en esa altura,
engullendo ese aire escaso, escarbando
una, mil veces, mil veces mil
mil veces, con un golpe continuo
de herramientas, por vivir y luchar,
para construir la vida, y para amar,
y la turba risueña de los niños
atacada por los golpes obscenos
de la muerte, y la delicia
de tu piel y la serena
lucha una vez más y siempre,
mil veces mil mil veces, mil.
Jaime Labastida fue director de la corporación de febrero de 2011 a febrero de 2019. Es doctor en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha incursionado en el periodismo como colaborador de Excélsior y Revista Siempre!; durante veinte años fue director de Plural. En la radio también ha colaborado, en especial en los programas “Plural a la carta” y “Descifremos al mundo con Excélsior”. Es miembro de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), y fue fundador y presidente de El Colegio de Sinaloa (2006-2011). Desde 1990 es director de la Editorial Siglo XXI. Es miembro de número de la Asociación Filosófica de México y miembro correspondiente de la Real Academia Española, de la Academia Cubana de la Lengua y de la Academia Norteamericana de la Lengua Española.
Su obra poética cuenta con los libros: El descenso, 1960; La feroz alegría, 1965; A la intemperie, 1970; Obsesiones con un tema obligado, 1975; Las cuatro estaciones, 1981; Dominio de la tarde, 1991; Animal de silencios, 1996; Elogios de la luz y de la sombra, 1999; La sal me sabría a polvo, 2009; En el centro del año, 2012; Atmósfera. Negaciones, 2017. En sus libros de orden filosófico o de crítica literaria e histórica sobresalen Estética del peligro, 1986; La palabra enemiga, 1996; Humboldt: ciudadano universal, 1999, y Cuerpo, territorio, mito, 2000; El edificio de la razón, 2007; El universo del español, el español del universo, 2014.
Ha sido galardonado con diversos premios, entre los que cabe citar el Tuxtla Gutiérrez, 1980; de poesía Jaime Sabines, e Internacional de Poesía Ciudad de la Paz, 1981; Nacional de Periodismo, 1984; Nacional de Literatura José Fuentes Mares, 1987; Xavier Villaurrutia 1996; el Premio Nacional de Ciencias y Artes, en Ciencias Sociales y Filosofía, 2008; Medalla de Oro de Bellas Artes, 2009; Premio Mazatlán de Literatura, 2013; el premio Homenaje nacional de la Feria del libro de Tijuana 2018. Es doctor honoris causa por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, la Universidad de Sinaloa y la Universidad Autónoma Metropolitana y más recientemente, en 2017, por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha sido distinguido como Caballero de la Orden de las Artes y las Letras por el Gobierno de Francia y con la Cruz al Mérito por el Presidente de la República Federal de Alemania. En 2018 recibió el Premio Juan José Arreola de la Universidad de Colima y de la Secretaría de Cultura de ese estado.