Poesía

Gabriel Jiménez Emán (Venezuela)

 

 

 

 

Gabriel Jiménez Emán (Venezuela)

 

 

SOLARIUM

 

Cae el rayo sobre la tierra, sobre el pavimento reseco,

el cielo se despierta de sí, cuaja su azul como una mermelada entre palmeras,

se va abriendo paso entre el follaje de colinas y alborotando pájaros,

lagunas, iguanas, ríos descabellados, aves migratorias.

Se ensaña el sol en derretir cualquier presencia, destellar

en los espejos de agua, produce el parpadear imposible

/de las culebras, imanta con su amarillo las cuerdas vocales del turpial,

y al caer en el mar revuelve las olas con sus manos,

busca los ojos del pez para volverlos tornasol,

saca chispas de los mástiles de los barcos,

inunda con su saliva de oro el átomo de los metales,

se introduce poco a poco en el maderamen de la materia viviente

para hacerla crujir adentro, en su fibra última,

en el dialogo que tiene con sus semejantes vivientes,

llámense hojas, llámense piedras o palos,

flor, cauce, ulular de vientos.

El sol dilata la pupila del caballo y las ubres de la vaca,

despierta a los asnos al borde de los precipicios,

alborota a los insectos que se cuelan por los intersticios terrosos,

resguarda a las hormigas y a las larvas que se cocinan en

el caldero de la mañana, y les ofrece alas.

Por la tarde sale a vigilar huertos y fincas,

los árboles despiertan con cada aletazo del follaje,

con cada rebote en la materia,

con cada cuchillazo que clava en el corazón de la tarde.

Ahí va el astro rey a asumir su imperio,

a apoderarse de su reino antes de que llegue la noche,

la sombra que arropa lentamente la tarde para volverla tiniebla.

Todavía el sol reposa en su cama de nubes pegajosas,

nubes que se adhieren a su piel de leopardo,

a su ojo ciego que parpadea en la penumbra

y quiere ver más allá, penetra con su pupila enorme

el centro de lo desconocido y ahí descubre tantas cosas,

tantos enigmas solitarios.

La tierra del solárium se abona para la visita del alba,

al mediodía cae como una navaja depredadora sobre el ecuador,

inventa el verano y el sudor de la canícula,

mata de sed a los animales en el llano y la pampa,

quema y reseca los arbustos y los convierte en charcos,

en ciénagas nauseabundas que tragan pantanos y pozos,

ejecuta esqueletos de animales muertos hasta calcinarlos

y volverlos amasijos de moscas que luego se vuelven cenizas,

que son sopladas por el viento hasta convertirse en paisaje,  

incorporadas al aliento de las bestias,

de caballos que bufan bajo la fusta de los jinetes

y éstos las arrean a corrales o al borde de los ríos para que beban agua,

sorban el néctar cristalino antes de ser sacrificadas,

y luego esa carne desangrada y tierna se abra con sal gruesa atravesada

por varas de madera, carne suculenta color crepúsculo

que va a dar a la boca de humanos que la esperan para saciar su hambre

y recobrar la fuerza que le donarán al espacio, al campo abierto,

al celofán de la amargura, a la dicha de existir sin saberlo.

El sol se ha metido en cada válvula del paisaje,

en cada forma viviente para transfigurarla,

para hacerla brillar desde su potencia sagrada.

El solárium regado por el espacio iluminado,

el trópico atravesado por sus diminutas hojillas

que hieren la piel del firmamento, y se quedan allí sembradas

para decirnos lo que somos o fuimos,

lo que deseamos ser, aquello que buscamos a la vuelta de los cielos,

al otro lado del amarillo que ruge para volverse llamarada,

fiesta de incendio, devastación maravillada de todo lo existente.

 

Los días se agrupan en el solárium como rajaduras cegadoras,

de súbito abiertas al asombro de las noches y días,

rodando por los desfiladeros del mundo.

 

 

 

 

ESTE HOMBRE CRISTO

 

este hombre llamado el Cristo

me ha donado su imagen

desde que yo era niño

ha instalado su bondad

en medio de mis ojos

me ha soplado sus palabras al oído

palabras tan delicadas como esos murmullos

de algunos pétalos

en tardes solas

este hombre Cristo

me ha dado de beber

un agua fresca

que calma mis agobios

e ilumina a veces mi tiniebla

va con su túnica de pastor de cabras

a ver las nubes de este desierto

se queda mirando el horizonte

hasta hacerle brotar centellas

este hombre llamado Jesús

me ha mirado desde el fondo

de su capucha oscura

con esos ojos que descifran tinieblas

ellos me han dejado un poco mareado

y también sin embargo

me han regalado una esperanza

este hombre Jesús llamado el Cristo

ha venido a pasear esta tarde

por la tierra de mi alma

esta alma mía que a veces es como una playa

donde él dejó un día sus sandalias olvidadas

yo corrí a devolvérselas

y él me hizo una seña

para que le dejara dibujar unas palabras en la arena

palabras que después las olas espumantes borraron

y él contempló con alegría

cómo eran depositadas en el cielo

este hombre Jesús

tiene buenos modales

y un burrito que le sigue a todas partes

un burro de pelambre gris

amigo de un pequeño pájaro juguetón

que se pone a cantar

sin permiso de nadie

a la felicidad

el sol tuesta el rostro de Jesús

la brisa saluda sus jóvenes oídos

que buscan palabras en las piedras

este hombre me ha llenado de palabras

dichas frente al mar

en esta tarde minada por un salitre

que come costras de barcos

esas palabras

como pequeñas gotas de agua

se sostienen en las nervaduras de las palmeras

revelan mundos allá adentro

mundos que se abren como constelaciones cariñosas

estaba yo en medio de un letargo

aquella tarde en que él vino de lejos

a invitarme una soda en la pulpería del pueblo

para pasar luego a tocar mi corazón

como a la espina de una flor

se adentró en él

y yo le dije:

pase señor Jesús pase usted adelante

y él lo hizo con una pequeña reverencia

aceptó y se sentó en la más flaca de mis sillas

dio un largo suspiro

como agradeciéndome aquel trago de agua

me hizo una seña de acercarme

colocó su mano en mi cabeza

y me dijo

hijo mío te bendigo

tienes una magia solitaria en esa cabeza tuya

no la desperdicies hijo mío en cosas tontas

luego me dio un beso en el pelo

y desapareció de mi casa

sin darme tiempo a despedirme

 

 

 

 

 

 

Gabriel Jiménez Emán (Caracas, 1950) es autor de diversos títulos entre novelas y cuentos. De sus obras en el campo del relato destacan Relatos de otro mundo (1988), Tramas imaginarias (1990), La taberna de Vermeer y otras ficciones (2005), Cuentos y microrrelatos (2012), Divertimentos mínimos (2011), Consuelo para moribundos (2012) y Fábulas, ficciones y microrrelatos (2016), mientras que de sus novelas sobresalen Una fiesta memorable (1982),  Mercurial (1994), Averno (2007), Paisaje con ángel caído (2004) y Hombre mirando al sur (2014). Como ensayista es autor de los libros Diálogos con la página (1984), Provincias de la palabra (1995), El espejo de tinta (2007) y La palabra conjugada (2016)  y de los volúmenes sobre cine Espectros del cine (1998) e Impreso en la retina (2010). Ha incursionado en la poesía (Balada del bohemio místico, 2010; Solárium, 2015) Es autor de varias antologías del cuento y el microrrelato venezolano, y de autores clásicos de la ciencia ficción; director de la revista Imagen (Ministerio de la Cultura), fundador de las editoriales  y revistas Rendija (Yaracuy), Imaginaria (Caracas),  Fábula (Falcón), y colaborador de páginas web y blogs en España, Portugal, Brasil, Argentina, Colombia y Venezuela. Sus microrrelatos figuran en antologías de varios países y han sido traducidos a diversos idiomas.