Ernesto Cardenal: El Estrecho Dudoso (fragmento)

 

 

Este fragmento es tomado de la nueva y más reciente edición de Poesía completa (Trotta, 2019), de Ernesto Cardenal, cuya edición y estudio preliminar corresponden a la poeta María Ángeles Pérez López.

 

 

 

El estrecho dudoso

(Fragmento)

 

 

De quinientos cincuenta que pasaron con Cortés

No quedan vivos más que cinco en toda la Nueva España.

¿Y sus sepulcros? Son los vientres de los indios

que comieron sus piernas y sus muslos y sus brazos,,

y lo demás fue echado a los tigres y a las sierpes

y halcones que tenían enjaulados.

Esos son sus sepulcros y allí están sus blasones.

Su nombres debían estar escritos en letras de oro.

Ahora solo cinco están vivos, muy viejos y enfermos,

y con hijas por casar, y nietos, y poca renta,

sin dinero para ir a Castilla a reclamar.

Y ninguno de sus nombres los escribió Gomara,

ni el doctor Illescas, ni los otros cronistas.

Solo del marqués Cortés hablan esos libros.

Él fue el único que descubrió y conquistó todo,

y todos los demás capitanes no cuentan para nada.

 

Por eso comenzó a escribir la “Verdadera Historia”.

Las cosas que él vio y oyó, y las batallas

en las que él estuvo peleando. Tal vez se alabe mucho…

¿Y por qué no?¿Lo dirán acaso las nubes

o los pájaros que en aquellos tiempos pasaron por alto,

que cuando peleaban en las batallas pasaron volando?

¿Lo escribieron Gomara, o Illescas en su Pontificial

o Cortés, cuando le escribía a Su Majestad?

 

Pero ha leído lo que escribieron Gomara e Illescas

y Jovio, y ve que escriben con elegancia,

mientras sus palabras son groseras y sin primor.

Menajan la pluma como él manejaba la espada.

Él es solo un soldado.

                                     Y dejó de escribir…

 

Pero las cosas no fueron como las cuenta Gomara…

Cortés no hundió los barcos secretamente,

como lo dice el Gomara. Todos ellos lo pidieron.

Dijeron que ellos los pagarían si los cobraban.

Y les quitaron las anchas y los cables y las velas.

¿No eran acaso españoles para no ir delante?

 

Y después la larga marcha, subiendo,

                                                           hacia Tenochtitlán.

 

En Tlaxcala un viento frío venía de las sierras

y no tenían para abrigarse más que las armas.

Cholula con sus torres blancas parecía Valladolid.

El Popocatépetl echaba fuego y la tierra temblaba.

Y Diego de Ordaz vio Tenochtitlán desde la cumbre,

allá lejos

                 una ciudad sobre el agua,

                                                               como Venecia.

 

Los embajadores de Moctezuma llegaron con presentes

a decirles otra vez que no pasaran adelante, que no

llegaran a México. Y cuando se iban acercando a México

iban con miedo.

                                 ¡La entrada en la gran calzada!

La laguna llena de palacios con terrazas

y las torres y los grandes cúes blancos

reflejados en el agua, las torres de Coyoacán

y las torres de Texcoco y las Torres de Tacuba

temblorosos sobre el agua,

                                                 como cosa de encantamiento,

como las que se cuentan en Amadís de Gaula.

Y creían que soñaban.

                                      Puentes de trecho en trecho,

y la calzada derecha a México llena de gente,

unos que entraban y otros que salían de México,

y las torres y los cúes también llenos de gente.

y la laguna llena de canoas que iban y venían,

y grandes ciudades en la tierra y en el agua,

y delante la gran ciudad de México.

 

¡Y ellos no eran más que cuatrocientos!

Ahora todo está en el suelo, todo está perdido.

Ahora no hay ni laguna sino siembras de maizales.

Las calzadas estaban llenas de señores y caciques

Con ricas mantas de colores y plumas y libreas:

el señor de Texcoco, y el señor de Ixtapalapa,

el señor de Tacuba y el señor de Coyoacán.

Y Moctezuma en sus andas ya venía cerca,

debajo del palio de plumas verdes y de oro,

vestido de oro, plata, perlas y pedrerías,

y le iban barriendo el suelo donde iba a pasar.

¡Todo se le representa ahora como si lo estuviera viendo!

 

Y la plaza: los gritos de los vendedores de oro y plata,

Piedras preciosas, plumas, mantas, cosas labradas,

esclavos y esclavas, algodón, henequén, cacao,

cueros de tigres y leones y venados, y los vendedores

de chía, frijoles, legumbres, yerbas, gallinas,

gallos, conejos, liebres, venados, perrillos,

las fruteras con sus frutas, las tinajas pintadas,

los cañuros de olores con liquidámbar y tabaco…

—Como eran los días de feria en Medina de Campo.

Las acequias con canoas que tenían flores y frutas,

y el gran cu en medio de los grandes patios

(más grandes que la plaza de Salamanca)

el gran cu con las gradas llenas de sangre,

y desde el cu se veía toda la ciudad, y las ciudades

blancas, en la laguna y alrededor de ella,

con las tres calzadas que entraban en México

y el acueducto recto y largo de Chapultepec,

y los canales con sus puentes y canoas,

unas que venían y otras que volvían con sus cargas,

y los cúes y los adoratorios y las torres

blancas bajo el sol. Y abajo en la gran plaza

el gentío que compraba y vendía, y subía el rumor

y se oía a una legua de distancia. Y arriba del cu

Huichilobos con los ojos hechos de espejos

cubierto de pedrerías y oro y aliófar y sangre,

y todo el piso y las paredes bañadas de sangre.

Y más arriba estaba el tambor, el gran tambor

de cueros de sierpes, que cuando sonaba

su sonido era tan triste como si fuera del infierno

y se oía a más de dos leguas de distancia.

 

Y los españoles oían de noche desde sus lechos

los espantosos silbidos de las serpieintes,

los temerosos bramidos de los leones,

los aullidos tristes de los lobos

y los gritos de las onzas y tigres del emperador Moctezuma

que gritaban cuando tenían hambre

o se acordaban de que estaban encerrados.

 

Y cuando huyeron de Tenochtitlán a media noche,

en silencio, pasando despacio por los puentes,

bajo la lluvia ¡cómo sonó el tambor aquella noche!

De pronto en el silencio el gran tambor empezó a sonar

y la oscuridad se llenó de gritos y de flechas

y la laguna de canoas. No había luna

y no veían a los que disparaban desde las azoteas

y desde el agua. Llovía, y los caballos resbalaban

y caían en el agua. Habían levantado los puentes,

y cruzaron los canales sobre los caballos muertos,

indios muertos y petacas, y por el peso del oro

los españoles caían al agua, abrazados al oro.

Siguieron por la calzada avanzando entre las lanzas,

dando cuchilladas en la oscuridad sin saber a quién,

y arriba en el gran cu el tambor tocando y tocando.

Cortés lloró cuando vio venir a Pedro de Alvarado,

a pie, con la lanza en la mano, bañado de sangre,

con cuatro soldados, y detrás de él no venían más.

 

Y lloró en Tacuba bajo el Árbol de la Noche Triste

mirando Tenochtitlán de noche bajo la luna,

con sus torres y sus puentes y el gran cu de Huichilobos.

¡Y qué doloroso el sonar del tambor de Huichilobos

Las noches en que llevaban a sacrificar los compañeros

por las gradas del gran cu, y los hacían bailar

delante de Huichilobos, y los ponían sobre piedras

y con cuchillos de pedernal les abrían el pecho

y ofrecían el corazón bullendo a Huichilobos

y los cuerpos iban rodando por las gradas

y los indios abajo se los comían con chilimole,

y las sobras se las daban a los leones y los tigres!

Y en las torres los tambores y atabales tristes

no dejaban de sonar, y el maldito tambor

con el sonido más triste que se podía inventar

se oía desde muy lejos. Él temía la muerte.

Lo habían ya dos veces llevado a sacrificar

y antes de entrar en batalla se le ponía

una como grima y tristeza en el corazón

y le temblaba el corazón, porque temía la muerte.

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