Poesía

Dancizo Toro-Rivadeneira (Ecuador): Arribo y defaunación del fuego

 

 

 

La presente selección forma parte del libro Arribo y defaunación del fuego  (Calambur. Valencia, 2021).

 

 

 

Dancizo Toro-Rivadeneira (Ecuador)

 

 

 

I

 

Los músculos del fuego

aprietan desde el párpado

―no es necesario abrirse―

este árbol incendiario

 

que surge hacia la tierra y se sustrae,

que dura lo que un lampo en sumergirse,

medra y ardua sus yemas desde adentro.

 

 

 

 

II

 

Como nada inmortal

crece, siente o habita.

Los altísimos dioses

prosperan en las yemas,

 

tensan sus círculos en el camino viviente,

son celestiales en la hondura del músculo,

son infinitos en la brevedad de la hierba.

 

 

 

 

III

 

Cada viviente tiene

un modo de conceder.

Unos murmullan su luz

o pulsan un incienso.

 

Cada lenguaje, también diríamos, escoge

su oscuridad tentante, su silencio, su aroma

y se alza feraz desde los núcleos del planeta.

 

 

 

 

IV

 

Mas, los reyes del mundo

profanaron la marcha

que a su pulso libraban

las movientes criaturas,

 

impusieron sus ojos al ciego destino,

su lanza hendieron en la carne flagrante,

su hoz apuraron para rasar las alturas.

 

 

 

 

V

 

Amplia será la noche

cuando animal alguno,

salvo el audaz trampero,

more la vasta tierra,

 

abra su luz hacia los violados nidos

y, constatando el humeante abandono,

abrase en su forjado seno la ceniza.

 

 

 

 

VI

 

El desamparo ofreció

lo silente y la forma,

el espacio ambulacral,

la carne en su conjunto.

 

Represó las aguas de las crecientes cosas;

con su afligida envoltura de plástico y formol

nos obsequió la ciencia de no saber morirnos.

 

 

 

 

VIΙ

 

La conciencia dispuso

el nombre y el número;

lo dado atento a vagar

con su gesto de abismo.

 

Mares ciegos y la bullente lava,

el pacer con su llanto y su risa,

el porvenir y el recordar dispuso.

 

 

 

 

I

 

¿Qué es lo eterno? Sino los primeros, dulces brotes,

que arribaron a la tierra con sutil llovizna;

la primordial raigambre componiendo el nido

antes que palabra alguna fuera un soplo estable.

 

¡Oh raíces primigenias! Diosas venerables,

vosotras llegasteis promovidas del sin tiempo

a encepar la roca madre con elementales,

hifas puras y anhelantes de ulterior simbiosis.

 

Abristeis el campo prístino del velado ser

al crecimiento original que fundamenta

los circinados tallos, las espirales conchas.

 

Con el temperamento de las aguas y el fuego

cultivasteis la carne, la palpitante hierba

y las criaturas fueron el ámbito del ente.

 

 

 

 

II

 

Cubriéronse entonces los ardientes hontanares

de la pujante tierra con parvífloros ritmos.

Perfumadas manos arpegiaron los latidos;

acordaron las pieles, el rubor, las nervaduras.

 

El primer canto fue una bruma de espesa selva,

una lira vegetal que no tañía el tímpano

ni propalaba su dulce potencia en el aire;

era la música de las esferas vivientes.

 

Las edades cargaban en los primeros árboles

con redondos destinos curvados por su fuente.

El tiempo manaba como una segunda carne.

 

Juntando, a nado, el desove con la muerte

cada pez remontaba el agua de su río

y el amanecer fue el envés en las hojas nocturnas.

 

 

 

 

III

 

Danos la visión interna ¡Telúrico Éter!

para cantar la pulpa de los maduros frutos:

El engendrarse y el morir, la caduca rueda

que impone su anémona en las colmadas células.

 

Nosotros que, para conocer, predecimos,

y con pulmones fríos plantamos en un campo

sidéreo, lo tocado en fuga por tu terrena luz

no podríamos cantar sin sufrir el pasado.

 

El ayer es un cargado seno de calostro

entibiar en él, la lengua y los dedos, quisiéramos

pues han quedado fríos al señalar las cosas.

 

Yo acudo a tu ámbar terreno, nutricio manto,

tu vientre laternario de brillantes esferas

en el que orbitan las vivientes melodías.

 

 

 

 

IV

 

Cuanto más se aleje uno, de este ahora, en el recuerdo

más piel tiene la hondura; el abrigo es más terrestre.

El hogar de antaño tiene larvas sosegadas que aún maduran con la savia,

lémures benevolentes que desde antiguas ramas aún nos guían.

 

¿Dónde aguardas hermana luz de los verdores y las faunas?

¿En qué lente o papel te sostienes y haciendo qué arrebatos de belleza,

te levantas del abrigadero en el que te guarda mi presente violento

hasta que acudo a ti para besarte con mis cielos serenos y primeros?

 

Yo te bendigo Costa por el péndulo que en ti la Luna vivifica

y a ti lecho de Océano por el jardín mineral que cultivas.

Con el obsequio de las dulces aguas que destilan el tiempo de la tierra;

yo te recuerdo Río por tu naciente; por tu delta y tu nube, te bendigo.

 

Y a ti horizonte, por tus esferas perladas de musgo y tu voz de cedrones,

por tu audaz infinito que me enseñó la jornada inocente de la abeja

la dignidad de la hierba en la que corderos y vacas se alborozan.

Por tu manto de recuerdos, mi horizonte, por mirarme, te bendigo.

 

 

 

 

V

 

No todo lo puede aquel que no conserva un coral

en el mar del tiempo; en el árbol de la tierra

quien no anida sobre el canto de uno de los dioses,

tiene menos que el mudo eco de una cárnea bulla.

 

No todo lo podemos los eternos mortales.

En el recuerdo está aplazado por la ley del calor

como en un álveo de aguas jadeantes, todo aquello

que luego de fundarnos tibios nos olvida.

 

No podemos ser llovidos y apurar la tierra

hacia las costillas profundas del océano

o solarizarnos como el árbol cuando crece.

 

Somos ciegos más allá de la luz que nos toca

pacientes más allá de la guerra que nos mueve

por ello cantamos como a la luz, al olvido.

 

 

 

 

VI

 

Los cautos dioses no tensan arcos ni bruñen liras

sus inútiles esferas, facilitan o crecen:

ponen al árbol de la noche junto al árbol del día

y, en tanto mueren, los divinos vivientes trinan.

 

Pero tú, Hombre, nombre otorgado en el sueño

de las brasas al ángulo punzante del metal;

carne anclada en la sombra de las pulpas heridas

a la serpenteada provocación de los cofres.

 

Afinas las cuerdas o pules, lo mismo el arma

para la danza, que al cordófono en la sangría

y en tus huertos desfallecen las flores y los asnos.

 

Quizá alguna vez festejamos como una boda

la elevación de la raíz o la cigarra, mas

entonces no había escardillas ni alabardas.

 

 

 

 

VII

 

Amar es brotar, florecer y curvar el tiempo.

Las vértebras, los pétalos providentes, aman.

Ese cielo que agita su astro al alabearse

es quizá, un girasol creciente que nos cuida.

 

¡Oh! Floración y vuelo de las pulsátiles ramas,

al sol no abren todas las flores al mismo tiempo.

¿Con nuestros candelabros y marmitas del pecho

qué abriremos en la altura y en qué momento del aire?

 

Esa potencia, que espirala al grave péndulo,

la luz que rompe lo eterno en medrantes anillos

es un dios que nos ama, que se oculta y nos mira.

 

Del velamen profundo ascienden noche y otoño

y a las raíces vuelven las doradas semillas.

¿Quién entre nosotros de tal modo amó la tierra?

 

 

 

 

Dancizo Toro-Rivadeneira (Quito, 1985). Biólogo (CAECE Buenos Aires, 2010). Magíster en Biología de la Conservación (PUCE Quito, 2012); Epistemología de las Ciencias Naturales y Sociales (UCM Madrid, 2014) y Biología Evolutiva (UCM Madrid, 2016). Doctor en Filosofía (UCM Madrid, 2021) e investigador predoctoral en Biología Evolutiva (CSIC-MNCN, desde 2018). Poemarios publicados: Litotelergia, o sobre el ímpetu de los cantos fugaces (Ed. Vinciguerra. Buenos Aires, 2008); Recusaciones (Ed. El mono armado. Buenos Aires, 2009); La esputación de los alienados (Ed. Casa de la Cultura Ecuatoriana. Quito, 2012) y Arribo y defaunación del fuego (Ed. Calambur. Valencia, 2021).