Dámaso Alonso (Madrid, España, 1898-1990). Selección de Regina Checa Peña
Dámaso Alonso (Madrid, España, 1898-1990)
Selección de Regina Checa
Insomnio
Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres
(según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo
en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros,
o fluir blandamente la luz de la luna.
Y paso largas horas gimiendo como el huracán,
ladrando como un perro enfurecido,
fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.
Y paso largas horas preguntándole a Dios,
preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día,
las tristes azucenas letales de tus noches?
En la sombra
Sí: tú me buscas.
A veces en la noche yo te siento a mi lado,
que me acechas,
que me quieres palpar,
y el alma se me agita con el terror y el sueño,
como una cabritilla, amarrada a una estaca,
que ha sentido la onda sigilosa del tigre
y el fallido zarpazo que no incendió la carne,
que se extinguió en el aire oscuro.
Sí: tú me buscas.
Tú me oteas, escucho tu jadear caliente,
tu revolver de bestia que se hiere en los troncos,
siento en la sombra
tu inmensa mole blanca, sin ojos, que voltea
igual que un iceberg que sin rumor se invierte en el
agua salobre.
Sí: me buscas.
Torpemente, furiosamente lleno de amor me buscas.
No me digas que no. No, no me digas
que soy náufrago solo
como esos que de súbito han visto las tinieblas
rasgadas por la brasa de luz de un gran navío,
y el corazón les puja de gozo y de esperanza.
Pero el resuello enorme
pasó, rozó lentísimo, y se alejó en la noche,
indiferente y sordo.
Dime, di que me buscas.
Tengo miedo de ser náufrago solitario,
miedo de que me ignores
como al náufrago ignoran los vientos que le baten,
las nebulosas últimas, que, sin ver, le contemplan.
Dolor
Hacia la madrugada
me despertó de un sueño dulce
un súbito dolor,
un estilete
en el tercer espacio intercostal derecho.
Fino, fino,
iba creciendo y en largos arcos se irradiaba.
Proyectaba raíces, que, invasoras,
se hincaban en la carne,
desviaban, crujiendo, los tendones,
perforaban, sin astillar, los obstinados huesos,
durísimos
y de él surgía todo un cielo de ramas
oscilantes y aéreas,
como un sauce juvenil bajo el viento,
ahora iluminado, ahora torvo,
según los galgos-nubes galopan sobre el campo
en la mañana primaveral.
Sí, sí, todo mi cuerpo era como un sauce abrileño,
como un sutil dibujo,
como un sauce temblón, todo delgada tracería,
largas ramas eléctricas,
que entrechocaban con descargas breves,
entrelazándose, disgregándose,
para fundirse en nódulos o abrirse
en abanico.
¡Ay!
Yo, acurrucado junto a mi dolor,
era igual que un niñito de seis años
que contemplara absorto
a su hermano menor, recién nacido,
y de pronto le viera
crecer, crecer, crecer,
hacerse adulto, crecer
y convertirse en un gigante,
crecer, pujar, y ser ya cual los montes,
pujar, pujar, y ser como la vía láctea,
pero de fuego,
crecer aún, aún,
ay, crecer siempre.
Y yo era un niño de seis años
acurrucado en sombra junto a un gigante cósmico.
Y fue como un incendio,
como si mis huesos ardieran,
como si la médula de mis huesos chorreara fundida,
como si mi conciencia se estuviera abrasando,
y abrasándose, aniquilándose,
aún incesantemente
se repusiera su materia combustible.
Fuera, había formas no ardientes,
lentas y sigilosas,
frías:
minutos, siglos, eras:
el tiempo.
Nada más: el tiempo frío, y junto a él un incendio
universal, inextinguible.
Y rodaba, rodaba el frío tiempo, el impiadoso tiempo
sin cesar,
mientras ardía con virutas de llamas,
con largas serpientes de azufre,
con terribles silbidos y crujidos,
siempre,
mi gran hoguera.
Ah, mi conciencia ardía en frenesí,
ardía en la noche,
soltando un río líquido y metálico
de fuego,
como los altos hornos
que no se apagan nunca,
nacidos para arder, para arder siempre.
Yo
Mi portento inmediato,
mi frenética pasión de cada día,
mi flor, mi ángel de cada instante,
aun como el pan caliente con olor de tu hornada,
aun sumergido en las aguas de Dios,
y en los aires azules del día original del mundo:
dime, dulce amor mío,
dime, presencia incógnita,
45 años de misteriosa compañía,
¿aún no son suficientes
para entregarte, para desvelarte
a tu amigo, a tu hermano,
a tu triste doble?
¡No, no! Dime, alacrán, necrófago,
cadáver que se me está pudriendo encima
desde hace 45 años,
hiena crepuscular,
fétida hidra de 800.000 cabezas,
¿por qué siempre me muestras sólo una cara?
Siempre a cada segundo una cara distinta,
unos ojos crueles,
los ojos de un desconocido,
que me miran sin comprender
(con ese odio del desconocido)
y pasan:
a cada segundo.
Son tus cabezas hediondas, tus cabezas crueles,
oh hidra violácea.
Hace 45 años que te odio,
que te escupo, que te maldigo,
pero no sé a quién maldigo,
a quién odio, a quién escupo.
Dulce,
dulce amor mío incógnito,
45 años hace ya
que te amo.
Solo
Como perro sin amo, que no tiene
huela ni olfato, y yerra
por los caminos...
Antonio Machado
Hiéreme. Sienta
mi carne tu caricia destructora.
Desde la entraña se eleva mi grito,
y no me respondías. Soledad
absoluta. Solo. Solo.
Sí, yo he visto estos canes errabundos,
allá en las cercas últimas,
jadeantes huir a prima noche,
y esquivar las cabañas
y el sonoro redil, donde mastines
más dichosos, no ignoran
ni el duro pan ni el palo del pastor.
Pero ellos huyen,
hozando por las secas torrenteras,
venteando luceros, y si buscan
junto a un tocón del quejigal yacija,
pronto otra vez se yerguen:
se yerguen y avizoran la hondonada
de las sombras, y huyen
bajo la indiferencia de los astros,
entre los cierzos finos.
Preparativos de viaje
Unos
se van quedando estupefactos,
mirando sin avidez, estúpidamente,
más allá, cada vez más allá,
hacia la otra ladera
otros
voltean la cabeza a un lado y otro lado,
sí, la pobre cabeza, aún no vencida,
casi
con gesto de dominio,
como si no quisieran perder la última página de un
libro de aventuras,
casi con gesto de desprecio
cual si quisieran
volver con despectiva indiferencia las espaldas
a una cosa apenas si entrevista,
mas que no va con ellos.
Hay algunos
que agitan con angustia los brazos por fuera del
embozo,
cual si en torno a sus sienes espantaran tozudos
moscardones azules
o cual si bracearan en un agua densa, poblada
de invisibles medusas.
Otros maldicen a Dios,
escupen al Dios que los hizo
y las cuerdas heridas de sus chillidos acres
atraviesan como una pesadilla las salas
insomnes del hospital,
hacen oscilar como viento sutil
las alas de las tocas
y cortan el torpe vaho del cloroformo.
Algunos llaman con débil voz
a sus madres
las pobres madres, las dulces madres
entre cuyas costillas hace ya muchos años que se
pudren las tablas del ataúd.
Y es muy frecuente
que el moribundo hable de viajes largos,
de viajes por transparentes mares azules, por
archipiélagos remotos,
y que se quiera arrojar del lecho
porque va a partir el tren, porque ya zarpa el
barco.
(Y entonces se les hiela el alma
a aquellos que rodean al enfermo. Porque
comprenden.)
Y hay algunos, felices,
que pasan de un sueño rosado, de un sueño
dulce, tibio y dulce,
al sueño largo y frío.
Ay, era ese engañoso sueño,
cuando la madre, el hijo, la hermana
han salido con enorme emoción, sonriendo,
temblando, llorando,
han salido de puntillas,
para decir: «¡Duerme tranquilo, parece que duerme
muy bien!»
Pero, no: no era eso.
... Oh sí; las madres lo saben muy bien: cada niño se
duerme de una manera distinta...
Pero todos, todos se quedan
con los ojos abiertos.
Ojos abiertos, desmesurados en el espanto último,
ojos en guiño, como una soturna broma, como una
mueca ante un panorama grotesco,
ojos casi cerrados, que miran por fisura, por un trocito
de arco, por el segmento inferior de las pupilas.
No hay mirada más triste.
Sí, no hay mirada más profunda ni más triste.
Ah, muertos, muertos, ¿qué habéis visto
en la esquinada cruel, en el terrible momento del
tránsito?
Ah, ¿qué habéis visto en ese instante del encontronazo
con el camión gris de la muerte?
No sé si cielos lejanísimos de desvaídas estrellas, de
lentos cometas solitarios hacia la torpe nebulosa
inicial,
no sé si un infinito de nieves, donde hay un rastro de
sangre, una huella de sangre inacabable,
ni si el frenético color de una inmensa orquesta
convulsa cuando se descuajan los orbes,
ni si acaso la gran violeta que esparció por el mundo la
tristeza como un largo perfume de enero,
ay, no sé si habéis visto los ojos profundos, la faz
impenetrable.
Ah, Dios mío, Dios mío, ¿qué han visto un instante
esos ojos que se quedaron abiertos?
Monstruos
Todos los días rezo esta oración
al levantarme:
Oh Dios,
no me atormentes más.
Dime qué significan
estos espantos que me rodean.
Cercado estoy de monstruos
que mudamente me preguntan,
igual, igual que yo les interrogo a ellos.
Que tal vez te preguntan,
lo mismo que yo en vano perturbo
el silencio de tu invariable noche
con mi desgarradora interrogación.
Bajo la penumbra de las estrellas
y bajo la terrible tiniebla de la luz solar,
me acechan ojos enemigos,
formas grotescas me vigilan,
colores hirientes lazos me están tendiendo:
¡son monstruos,
estoy cercado de monstruos!
No me devoran.
Devoran mi reposo anhelado,
me hacen ser una angustia que se desarrolla a
sí misma,
me hacen hombre,
monstruo entre monstruos.
No, ninguno tan horrible
como este Dámaso frenético,
como este amarillo ciempiés que hacia ti clama con
todos sus tentáculos enloquecidos,
como esta bestia inmediata
transfundida en una angustia fluyente;
no, ninguno tan monstruoso
como esta alimaña que brama hacia ti,
como esta desgarrada incógnita
que ahora te increpa con gemidos articulados,
que ahora te dice:
”Oh Dios,
no me atormentes más,
dime qué significan
estos monstruos que me rodean
y este espanto íntimo que hacia ti gime en la noche.”
Dámaso Alonso (1898-1990). Nació y murió en Madrid. Se le puede considerar bajo tres categorías: la de profesor, la de crítico literario y la de poeta. Como Profesor universitario tuvo gran renombre. Como crítico se le considera el principal investigador de la Generación del 27. Y como poeta, no alcanzó a lograr la trascendencia de los que forman el grupo de su generación: Federico García Lorca, Luis Cernuda, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Gerardo Diego, etc. Fue director de la Real Academia y obtuvo el Premio Cervantes en 1978. Sus estudios de Estilística son de gran trascendencia y sus trabajos críticos se basan en un análisis fundamentalmente lingüísticos. En cuanto a su poesía se podrían distinguir fácilmente dos períodos claves: el primero, a imitación de Juan Ramón Jiménez, se distingue por la fase de la “poesía pura”. Aquí se preocupa más de la forma que del contenido, una poesía más bien sencilla sin grandes compromisos sociales. En el segundo período, Dámaso Alonso rompe con estos moldes para entregarse y lanzarse de lleno a una nueva modalidad formal versolibrista y de unos contenidos sociales y morales desgarradores. Estamos en la época de la Guerra Civil española y el poeta se hace eco de los disturbios y atrocidades humanas de la misma. Esto se refleja en particular en sus dos obras maduras: “Los hijos de la ira” y “Hombre y Dios”.
Regina Checa (Ciudad de México, 1999) es estudiante de Escritura Creativa y Literatura en la Universidad del Claustro de Sor Juana, donde ha participado en la revista digital de esta institución: Celdas literarias. Sus cuentos Hechizo de bote de basura y Venivá subterráneoformaron parte de los números fundadores de la revista independiente Los de la secta en 2019. Desde junio de 2020 forma parte del consejo editorial del proyecto artístico y literario Estroboscopio y actualmente está trabajando en su primera novela.