Criollo a caballo. Himno reaccionario: José Filadelfo García Gutiérrez (México)
Criollo a caballo. Himno reaccionario
José Filadelfo García Gutiérrez
Nació degenerado
y creció como un árbol
en el insomnio
de lo posible,
indignado y laxo
en las tupidas fronteras
de lo que hoy
museo, vencido
y artero, se parece,
y lo que allá
decadente, altivo,
condena
—aun con ser, de Europa,
periférico—,
mas no hay destino
si en el deseo
no hace su senda
el que despierta,
y de la insípida
ruta que la indeterminación
constipaba,
se trazó,
como el nazareno
a la hetaira,
el borde que formó,
con la muleta
del vencido,
gloria y llaga
que es gozo
saturado,
por hiperbólico
emblema,
de espectros
corroídos de sentido
sin respuesta,
y en la marcha
hacia lo próspero
que marcan,
para hacerla eterna,
las firmes herraduras
—dañado, de origen,
el espejo—,
se retrae el paso,
se conduele el orgullo
y en su propia caridad
halla la ruina,
que al vencido dolido
el veneno lo llama
a vencer, del vencedor,
su obra modesta,
que en los cimientos
mismos honra,
con equívoco,
del vencido
su preciosa
—dígase en folclor,
para bailar—
tumba,
aberrante meta
pero emergente
ancla que sosiega
el vacío,
y en el tedioso
pensamiento
que declara soy
vibrante dualidad
fragmenta
la certeza
y retorna en mixta
paradoja,
vidrio empañado
que cubre,
como madre
en el cerro,
la derrota ajena,
turbia sopa,
sin embargo,
que ofrece
la respuesta:
entre ruinas
consoladas
por la pisada
perenne
de la cálida
cantera
el complejo
se yergue,
rosa negra
de tallo anémico,
torcido,
navaja, también,
mañosa
que a la luz
se enfrenta
y corta viento
y corazones,
mas la luz
es muro
y fuerza y torre
y tierna charla,
árbitro de razones
y censor de moscos,
luz que oprime,
con sus fotones,
las bajas pasiones,
que a la navaja
violenta
vuelve enana,
en caspa, polvo
y frío olvido
el acero es diluido,
y preocupa felizmente
—como al reclinarse
sobre el eje hierático
de su propio puño
el hombre piensa—
el sueño
indeleble
de la esencia
limpia, purísima,
en que la broncínea
escultura,
de penosa rabieta,
queda extinta,
y a caballo
se pasea
entre catedrales,
estatuas, mansiones
y avenidas,
se aproxima
a su siglo ido
con nostalgia,
de retablos
que absorben
a la tierra del Hombre
con sus raíces de oro,
mas la nostalgia
de contemplar
sus frutos
tanto ignora
que el espejo
que admira,
para darse entero,
indivisible,
con detenida mirada
debe, sin excesos,
indagarse,
ser construido,
y aun de lo bello
su ilusión, pesadilla,
edifica,
no por verso alegórico
de siniestra tensión
—mas gran devota—,
sino en lo que pasa
de largo, omitido:
la serpiente barroca,
sin prudencia,
a estertores revueltos,
enfrentados,
deposita en el silencio
la difícil asfixia
en que clara la aurora,
en vez de nacer absoluta,
se erosiona, se enturbia,
se olvida, enmudece;
y mientras el altiplano
le merece a la garganta
el áureo y agitado solfeo
de una espada florida,
el septentrión, interminable
y, ojo de águila, flechero,
aparece, ignoto
por las maravillas
que, en vez de descubrir,
ocultan sus motivos,
hacen de los sentidos
fantasmas encarnados,
arbustos susurrantes,
y de la razón un desierto,
en que el hombre antiguo
erguido permanece,
mas al final perdido
donde a caballo el hijo
del riesgo y el honor
a paso atroz,
que el viento no somete,
entra ardiendo,
que del sol mismo,
extenso hasta en las sombras,
hace medalla
y arado milagroso,
ahí en que lo puro
es lo extranjero,
mas lo extranjero,
en la tierra del sol,
nunca es ajeno,
sin nombre se cabalga
en el desierto,
donde la sangre,
dialéctica, ofrece
al visitante
la brutal verdad,
esfera incandescente
sin rastros de ornamento,
la sola verdad que es,
por radical, ser el otro
—la penumbra ajena—,
afamiliar y náufrago,
que no el turista inadvertido,
sino el viajero aventurero,
que por buscar lo eterno
vuelve converso,
sangre carnívora,
sangre de animales,
y en donde el altiplano
—ahí, en el ser íntimo—
ruge, por orfandad,
la duda dicotómica,
el septentrión abunda,
descarnado, en lo absoluto,
que es cosa de pocos,
de norte a sur
y de sur a norte
gente sin bronce
—llanto irresuelto—,
rara impertinencia
para el atávico aullido
de ofendido,
gente de costa a costa,
con el corazón despierto,
cordis luminoso
—lira cordial—,
gente de a caballo,
y aun se aprende
—siempre que viva
la pregunta,
nos enseña—
del sur la cálida piedad,
del septentrión el verbo
ser sin laberintos,
pues hoy, que es hoy
muy relativo y sin fronteras,
ni la piedad es regla
ni el ser, ojo perdurable,
es invocado,
la libertad, por rebeldía
animal u orden utópico,
es signo de extraviado,
de su rutina,
feliz o encadenada,
entona el hombre serio
así es la vida,
mas vagabundo va
con techo firme
y las preguntas secas,
la calma viene
por ser digno de derecho,
faro que absorbe,
con su luz, al ciego,
búho de plomo
que al hambre
y a la muerte
vuelve, aunque no acabe,
un triste, tremendo sueño,
saciado buche y vida
sin fronteras,
pero ser que, por ilimitado,
se fragmenta,
ambiguo se revuelca,
ya todo es viable,
tanto lo que mata
—sin fronteras—
como lo inviable,
mas lo antiguo vive
y delimita,
con el impulso frenético
del yo soy, somos,
el borrador gris,
demente, de la nada,
que con el dedo
rompe la historia
y marca siempre cero,
mas no como el sereno
meditante que resume
el cosmos en el presente
inagotable, sino que el cero
es, como el principio,
ausente de sentido
y todos, huracanes
y pirañas,
topos electrónicos,
iguanas poseídas
—por un alma en pena—
y rumiantes varios
las reglas ya se inventan,
los que, por arte o artilugio
sin lienzo e instrumento,
rebeldes se escabullen,
pero públicos confirman,
por carencia íntima
—el otro los completa—,
la ciudad,
la vuelven, para hastiarla
fuera de órbita, suya
con la ocurrencia
—acaso cuántica—
del cero que es futuro
sin ayer, aunque ayer
nacieran,
y se descubre el caos;
el ser, tan desgastado,
y el otro, que nos cuenta,
entre que es nulo o alimenta,
es sin piedad formado,
navajas que son manos
al sangrarlo lo hacen ausente,
aunque también herido
como hiena, en respuesta,
por despiadado
en la intemperie
al que cuenta
que piedad va
con firmeza
en verso
encabalgada,
es, por el otro, arrojado,
y entre sombras
que agotan,
de gente hacinada
por hallar
una esquirla de luz
en la caverna citadina,
va que antiguo estandarte
por las calles
que no ahogan,
con su ruido sin rumbo,
la sinfónica quietud
de su ondeo,
paso de león,
de su caballo,
que truena el concreto,
águila que danza,
y aun con andar terrestre,
ligera con su ritmo
es una roca,
parece que se eleva,
montaña es su corazón
que, monstruo sentado,
el trote de los cascos
que se expanden
no perturba,
y entra a la plaza
en que, a lo lejos,
el Pegaso se alza,
entra, también,
al sendero
en que Dios
se cubre bajo
el terso misterio
de la arena,
los aires bravos
y templados
lo coronan,
vino del tiempo
más polvoso,
que al paso de los años
pulió la raíz bicéfala
y, en lo profundo, halló
que el vencedor, de pie
u orante, es una estatua
que cubre, para ahogarla,
la trepadora prehispana,
y sin embargo respira
para adentro y fermenta,
a la hora digna
de quitarle a la risa,
tan sabia,
su expresión agachada,
de quebrar la orfandad
de no ser blanco ni negro,
con pastores que guíen,
con cayado elocuente,
la pesadilla impostada
al pasado folclórico,
que es la feria, su sitio,
manicomio de máscaras;
ahí el único que afirma,
por herencia,
el toque de lo propio
sin mácula de ídolo,
que en ímpetu orgánico,
sangrante,
redime lo anacrónico,
y con amor escruta,
sin la moderna placa
¿acaso somos?,
que viene de renuncia:
somos el tiempo,
de atrás somos,
y aun con insomnio,
entre el desquicio
y la pregunta,
y aun en el sueño
y con la muerte
en el estómago,
aun para la vida,
simétrica o abstracta
—cuestión de perspectiva—,
somos. Y entre la niebla,
que redunda en su catástrofe
de espectros, más que el olvido,
que siempre purifica,
somos,
y el ecuestre,
señor del temple
y doncel de ánimo,
en la plaza,
y en desdoblada pisada
también ante el arenal,
como quien apunta
al universo que se apiada,
incluso sin quererlo,
se detiene
y pregona
entre labios,
labios que desbordan:
Aun con el presente,
que destruye,
somos.
José Filadelfo García Gutiérrez (Ciudad de México, 1982). Escritor, editor e investigador literario, maestro en Literatura Hispanoamericana. Lisonjas (poesía, Luz María Gutiérrez Editores, 2000) y la antología de cuento y poesía Cantos y Enfermedades (Oso Hormiguero Ediciones, 2002). Su poesía fue publicada en libros, periódicos y revistas, como Oráculo y El Financiero. Obtuvo la Presea al mérito en la cultura José Recek Saade en 2017.