Narrativa

Vicente Huidobro: Mío Cid Campeador (Fragmento). Selección Fernando Salazar Torres

 

 

A propósito del ensayo de la poeta María Ángeles Pérez López sobre Mío Cid Campeador (Compañía Ibero-Americana de Publicaciones), de Vicente Huidobro, publicado en nuestra sección de Ensayo, nuestros lectores pueden leer una selección de la novela editada en Madrid en 1929.

 

 

 

 

 

 

 

Mío Cid Campeador

(Fragmento)

 

Vicente Huidobro (Santiago de Chile, Chile, 1893-1948)

 

 

Selección Fernando Salazar Torres

 

 

 

EL DESTIERRO. SALIDA DE VIVAR

 

Al saberse la noticia del destierro del Cid, el viejo castillo de Vivar se llena de gente. Familiares y amigos del Campeador vienen a pedirle órdenes y a saber lo que ha pasado.

No faltan los que le aconsejan sublevarse contra el rey. El Cid podría haberlo hecho, y no sólo eso, sino haber marchado contra Burgos, tomarse la ciudad y destronar al rey si quisiera, pero su alma de buen vasallo, su altura de miras sin ambiciones personales, le impiden obrar así.

Ni por un momento acepta la idea de la rebeldía. El rey lo expulsa de sus tierras; Mío Cid calla y se apresta a obedecer. El rey confisca sus haciendas y sus feudos; Mío Cid calla y se inclina.

A sus parientes y vasallos no dice más que lo que vais a oír, siempre tratando de disculpar al rey:

—El rey Alfonso, mi señor, presta oído a mis enemigos y a los traidores que le rodean, y me expulsa de sus tierras, cerrando sus puertas a los caballeros leales. El tiempo ha de decirle quiénes eran sus mejores servidores; por el momento, amigos míos, sólo nos quedan nueve días para salir del reino. Obedezcamos. A los que conmigo quieran venir, Dios le dará buen pago; también a los que se quedan quisiera dejar contentos.

—Nadie se queda, buen Cid —grita Martín Antolínez—, sino las mujeres y los ancianos. Todos queremos partir contigo.

—Con vos nos partiremos, Cid— agrega Alvar Fáñez—; con vos nos iremos por yermos y por poblados. Ninguno os ha de faltar mientras tengamos salud. Como leales vasallos, como fieles amigos, con vos gastaremos nuestras mulas y caballos, nuestros dineros y nuestros vestidos.

—Con vos partiremos —repite Muño Gustioz—. A vuestra sombra nada ha de faltamos y la gloria nos sobrará.

Per Vermúnez se pone de pie y batiendo el aire con su gorra prorrumpe en estallidos de alegría:

—¡Viva el destierro! No han de faltar castillos que tornarse para pasar las noches, Cid, tus estandartes flotarán sobre diez mil almenas y todos los caballeros que hayan recibido afrenta, a tu sombra encontrarán 1m refugio y vendrán n engrosar tus filas,

Emocionado el Cid, estrecha a todos sos amigos y les agradece con sus buenas palabras:

—Desde ahora sois más que vasallos y más que amigos, sois mis hermanos, y yo os juro que no os ha de pesar lo que hacéis por mí. Reunid todas las huestes y partiremos esta misma noche; no hay tiempo que perder.

Inmediatamente el Cid escribe un mensaje al rey:

 

Mi señor y rey, mañana cumpliendo vuestras órdenes, alcanzaré las fronteras de Castilla. Me alejáis de vuestro lado; desde hoy, para mí me gano, pues para vos me pierdo. Gracias, señor; vos me abrís las puertas del destierro; pero hay tanto mundo detrás de esas puertas, que siento mis alas más fuertes que nunca. Los caballeros que me siguen vienen a mi servicio son hidalgos orgullosos y bravos, las cuatro partes del mundo les parecerían estrechas, y así con ellos agrandaré vuestros reinos y las tierras que conquistaré serán la Nueva Castilla.

No os culpo de lo que hacéis conmigo, ni os guardaré rencor: sólo culpo a vuestros cortesanos. Dios os perdone como yo os perdono yos haga ver pronto la lealtad de vuestro.

RUY DIAZ

 

En la mansión de Vivar se prepara la salida al destierro. Es un bullicio loco de hombres, caballos, mulas y perros. Un desorden mareante de armas, víveres y mantas.

Se interpelan a gritos en todos los tonos de voz. Las cuerdas vocales vibran al delirio y 1os juramentos corren sobre ellas como los aló en los hilos telefónicos.

De repente, un juramento demasiado grueso se queda parado como una golondrina. Entonces doña Jimena se asoma airada al balcón y todos bajan la vista temblorosos. Es el ama, la esposa del amo, que no gusta de palabrotas. El rubor ensangrienta las mejillas y un minuto de silencio avergonzado se produce en el patio.

Mientras se reúnen las gentes y se alistan los soldados, el Cid envía a su mujer y sus hijas con sus damas, y bajo buena escolta, al monasterio de San Pedro de Cardeña. Allí irá a despedirse de ellas.

La indignación que produce el destierro del Campeador es tan grande, que todo Vivar quisiera partir con él, y el héroe se ve obligado a rechazar los ofrecimientos a numerosos idólatras suyos.

Es lo único que ha conseguido el monarca: levantar más aún la figura del Cid, endiosar al que castiga. El desterrado entra más glorioso que nunca en todas las almas y en todos los fervores.

En un momento se juntan las huestes. De las casas salen las mujeres y los ancianos a despedir a los soldados que prefieren el destierro con el Cid a quedarse en sus tierras sin el Cid.

—Cuando a Castilla volvamos —grita un mocetón—, todos volveremos muy ricos y muy honrados.

Lloran las mujeres, suspiran los ancianos, rabian los muchachos. Se va el Cid Campeador. Se va el héroe, se alejan las veladas épicas. Todo entrará en la oscuridad.

Los grandes acontecimientos son como islas rodeadas de lágrimas y de aplausos, envueltos en murmullos de envidia y grandes olas de gloria. Más allá están la calma y el silencio.

El Cid se va, y el largo llanto que lo sigue apaga los rumores del odio. Airoso, soberano en Babieca, el Campeador parece un desterrado hacia el Olimpo.

En torno a su cabeza reverbera la aureola de los grandes destinos, una de esas aureolas que se sienten y que inspiran confianza y entusiasmo, una aureola eléctrica, rica y calurosa como la zona ecuatorial.

—¡En marcha! Hacia Burgos.

La columna se desprende de la ciudad y al mismo tiempo un enorme grito prorrumpe en mil pechos y estalla en el cielo:

—¡VIVA EL CID CAMPEADOR!

Se va el señor con sus caballeros. La ciudad no se mueve del borde del camino y lo mira alejarse con los ojos y los brazos tendidos hacia él.

Vivar quiere aferrarse al amado para que no se aleje.

Una corneja pasa volando a la derecha.

Adiós. Adiós.

—¡Viva el castellano leal! ¡Viva Mío Cid!

La última nubecilla de polvo se pierde en la última mirada, y Vivar queda desoladamente pobre.

 

 

 

LA SALIDA DE BURGOS. LOS COFRES

 

A su paso por Burgos, las gentes llorosas se agolpan a las ventanas. Se pintan el amor y la angustia en todos los rostros, pero nadie se atreve a invitarlo por miedo a la cólera del rey.

De ventana en ventana pasa un largo suspiro: "'¡Dios, qué buen vasallo si tuviese buen señor!"

Muchos quisieran albergarlo, pero ninguno se atreve, y sólo las ventanas siguen rezando en voz baja: "¡Qué buen vasallo sería si tuviese buen señor!"

De uno que otro balcón más audaz se desprende una flor y cae a los pies de Babieca. El Campeador mira dulcemente y agradece con una sonrisa triste el homenaje tímido y anónimo.

Al llegar a su casa, su casa de Burgos, la casa que había habitado en los tiempos en que el rey tenía sus oídos cerrados a la intriga y los ojos abiertos al valer, no pudo evitar un estremecimiento.

La puerta está cerrada. Las gentes del desterrado llaman en voz alta. Nadie responde y nadie viene a abrir.

El Cid no puede contener su cólera.

—¡Cómo! ¿También han cerrado mi propia casa? Esto es ya demasiado.

Pica al caballo, se echa sobre la puerta, desprende el pie del estribo y de dos golpes abre la puerta de par en par.

Entonces, en el momento en que va a pasar el umbral, una chica de nueve años se desprende del Cantar y acercándose al Campeador le habla con un ingenuo y sabroso ritmo de verso:

—Campeador, que en buen hora ceñiste espada, no podemos, Mío Cid, darte asilo por nada; el rey nos lo ha prohibido con severas amenazas. Si te abrimos perderemos los haberes y las casas, perderemos nuestros ojos, nuestros cuerpos y aun las almas. No podemos albergarte, ni tampoco venderte nada, ni trigo, ni pan, ni viandas, ni la ración más menguada. Cid, en el mal de nosotros vos no ganaréis nada. Seguid y que Dios os proteja y la tierra os sea ancha.

Dijo la niña y volvió a meterse corriendo dentro de su estrofa.

—Bien —dijo el Cid—, no hagamos mal a nadie. Sigamos nuestro camino, y pues que debo entrar en mi casa, vamos a acampar en los arenales fuera de la ciudad.

Al pasar frente a la iglesia de Santa María, la iglesia donde se celebraron sus bodas, descabalga del caballo, las rodillas hinca en tierra y se pone a rezar con los labios del corazón:

"Reina del cielo, tú que todo lo sabes, sabes que el rey me destierra, magüer que no soy culpado. Obedezco y no discuto. Me voy de las tierras en que nací, de estas tierras que adoro y que me adoran. Es justo que mande el rey y que obedezca el vasallo. Reina del cielo, a ti te encargo mi Jimena y mis hijas Cristina y María; protégelas bajo tu manto y haz que pronto pueda llamarlas a mi lado. Reina del cielo, haced a mi rey venturoso, que no eche de menos mi espada ni mi brazo y que un día abriendo los ojos vea cómo los envidiosos manchan los pechos hidalgos. Y tú, Señor Jesucristo, desterrado de tu pueblo, tú qué sabes cuánto duele la injusticia, ayúdame con tu gloria y tu bendición. Ves que soy pobre y no tengo alimento para dos días de viaje con mis mesnadas; protégeme a mí y a ellos, que lo merecen porque son bravos y son leales; ponme muchos enemigos por delante que sean ricos y poderosos. Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre; i ay del que no haga tu voluntad en la tierra! De ése me encargo yo; se entiende que con tu ayuda. Miles de infieles pondré de hinojos a tus pies".

Terminada su oración, con el alma más liviana y los músculos más fuertes, el Cid salta sobre su caballo y al frente de sus huestes traspone las murallas de Burgos, atraviesa el río Aflanzón y manda plantar las tiendas en los arenales que rodean la ciudad.

Es la noche y una luna inmensa sonríe bonachona a los desterrados. A su luz se ven las tiendas como colmenas de dulzura y sobre todas ellas flotan en bandadas las banderas del Cid, atraídas por la miel.

Parece un ejército que sitiara a Burgos. La ciudad ingrata sitiada de amor. Con los brazos cruzados, de pie frente a su tienda, el Campeador contempla esos campos que fueron creados para que él naciera en ellos y se nutriera de ellos; aspira esa brisa que brotó para buscar sus pulmones y que pasa orgullosa de purificar su sangre. Contempla los ríos que van a lavar su cabellera al mar, las montañas que buscan los pies de un dios en todos los caminos del cielo y sobre ellas los rebaños que pastan las pisadas divinas. ¡Castilla, Castilla, cómo sientes el peso de esas miradas que te aman y te comprenden! ¡Cómo sientes que ese hombre que te contempla es el eje de tu universo, el cenit de tu vida! ¡Oh la tristeza ardiente de esa mirada que teme mirar por última vez!

Nada tiene secretos para sus ojos purificados por la pasión natural. Los animales, los paisajes, los pájaros, las flores y los árboles sorprendidos en sus leyes recónditas se entregan a él con el corazón abierto.

Hombre libre, conquistador que la injusticia desata las manos; sin apoyos de su rey ni de su nación, va a lanzarse a fundar reinos y crear patria. ¡Bendita sea la hora de la injusticia! ¡Bendita sea la hora en que se abrió la puerta del destierro! Por esa puerta va a salir España a ser España. ¡Bendita sea la hora que va a dar vida a tanta estrofa de epopeya!

Una campana lejos despierta al Cid de sus sueños. Aliado de la campana galopa Martín Antolínez, con seis hombres. Al llegar junto al Cid, se apea de su caballo.

—Mío Cid Campeador —dice—, aquí os traigo pan y vino para todas las gentes. No le he comprado; fui a buscarlo a mi casa.

—Gracias, Martín Antolínez. Muy escasos andamos de víveres. Gracias, amigo leal; si Dios me da vida, te doblaré los pagos.

—Por ahora, señor, durmamos y tratemos de partir cuanto antes, que por haberos servido, la cólera del rey me perseguirá mañana. Las cosas que aquí me dejo en muy poco las estimo, y si alcanzo a escapar con vos, algún día el rey me querrá por amigo.

—-Escucha, Martín Antolínez; no podemos partir sin llevar lo necesario para vestir y comer. Plata y oro necesito para emprender mis campañas. He pensado que tú vayas a Burgos a conseguirme dineros.

—Y ¿cómo voy a conseguirlos, Mío Cid?

—¿El nombre del Cid no vale nada? Vete a la judería, tengo dos cofres de cuero, ros llenaremos de arena, para que sean muy pesados; busca a esos dos buenos judíos que se llaman Moisés Roschil y Abel Vidas, dile s que voy desterrado por el rey y necesito dinero, diles que me está prohibido comprar nada en Burgos y que me hagan un préstamo por dos cofres en que tengo mis tesoros guardados. Mientras tú vas y los traes, yo preparo aquí los cofres.

Sale al galope Martín Antolínez. El Campeador llama a A1var Fáñez, y juntos sacan los cofres fuera de la tienda, los llenan de arena y los remachan cuidadosamente.

Antes de la media noche, Martín Antolínez está de vuelta al campamento. Él a cahallo, los dos judíos en mulas.

—Entrad a mi tienda, amigos —dice el Campeador—; mis buenos Moisés y Vidas, vengan esas manos. Sabéis que me voy de Castilla porque el rey me ha desterrado, pero el mundo es grande y yo soy guerrero, mucho tengo que ganar y no me olvidaré de vosotros. Por el momento necesito dinero, y como no puedo llevarme esas arcas que allí veis y que guardan parte de mis tesoros, querría dejarlas empeñadas en vuestras manos, pero a condición de que juréis no abrirlas en un año. Si en un año no os he devuelto el doble de la suma presta - da, entonces sólo podéis disponer de ellas.

Los judíos se consultan en un rincón de barbas y de cuchicheos, y luego el más viejo, abriendo unos ojillos en que brilla todo el oro del mundo, responde en voz alta:

—¿Quién podrá negar algo al Cid Campeador? Señor, os daremos dos mil florines por ellas y os juramos en nombre del Dios de Abrahán que no abriremos las cajas en todo el plazo de un año.

—Convenido —dice el Cid—. Llevaos los cofres y ponedlos a resguardo; cuidad que nadie se entere en Burgos. Y tú, Martín Antolínez, ve con dos escuderos, acompañándolos a su casa, y tráete los dos mil florines. Vuelve pronto, que quiero salir de aquí antes que cante el gallo.

Los judíos contentos besan al Cid las manos y arrastran los cofres para cargarlos en sus mulas. ¡Qué livianos les parecen, aunque son viejos ellos y los cofres muy pesados!

El viento de la noche agita los estandartes. Baten las alas de las tiendas con ansias de eternidad. Ya van a lanzar el vuelo inmenso sobre el mundo.

Allá en las fuentes del Almanzora un lobo lame la luna.

 

 

 

SAN PEDRO DE CARDEÑA

 

Las huestes del Cid duermen. Él, solo, vela en su tienda y está tan sumido en sus pensamientos que ni siquiera oye cuando Martín Antolínez entra.

—Aquí estoy, Campeador; cumplí tu encargo y te traigo los dos mil florines. Los buenos judíos me dieron cien de regalo, por haberles llevado el negocio.

—Ven a mis brazos, Martín, fiel vasallo y grande amigo. Ya tenemos dinero para empezar nuestras campañas. Ahora manda levantar el campo y recoger las tiendas.

—Hay que partir aprisa.

—Partamos. Quiero que en San Pedro de Cardeña nos coja el cantar del gallo.

—Mío Cid, que en buen hora naciste, quisiera volver a mi casa para hablar con mi esposa de lo que todos los míos harán durante mi ausencia. Si el rey confisca lnis bienes, poco me importará. Al alba os alcanzaré en Cardeña.

—Está bien, Martín Antolínez; partid a Burgos y decid antes a los otros caballeros que todos los que quieran ir a ver sus casas y dejar órdenes para el tiempo que se alejan, hagan como vos. Yo os esperaré en Cardeña hasta que rompa el sol.

Espolea el Cid su caballo y con todos los suyos cabalga a mucha prisa.

Grupos de gentes se asoman en los alrededores de la ciudad, mirando, acaso por última vez, a los que arroja la ira del rey, y en la noche clara los jinetes que se alejan ven bultos confusos que levantan las manos diciendo adiós.

Babieca vuelve la cabeza hacia Burgos y re lincha lleno de luna.

Galopan, galopan. Resuenan los cascos de los caballos, sembrando estrellas épicas en el camino.

Una corneja pasa volando a la izquierda.

Ya apenas se oye muy lejos el ruido del galope. El eco quisiera conservar ese ruido y transmitirlo en herencia al futuro.

Pronto va a amanecer. Un ruiseñor se deshace cantando. Saca de su pecho cálido todo lo mejor que sabe de memoria, para el Cid, llorando al desterrado en un largo romancero, prolongando sus escalas en la noche que se estremece de dolor. En este momento ese pequeño ruiseñor representa a España mejor que nada. Él es Castilla, que no puede manifestarse de otro modo. El alma castellana se exhala por su garganta, miles de corazones lloran en sus trémolos. España se deja caer desde su pico en bendiciones y adioses sobre su Campeador.

Allá frente a las huestes brota de la noche San Pedro de Cardeña, y junto con la ciudad brota al alba. Los caballeros apuran el paso bajo una cosa informe que' se lava en el cielo.

Los hombres se sienten frescos como árboles. Los pechos se llenan de trinos. El alba es el altar de los pájaros que suben al cielo en busca de dios antes que las hostias.

Durante un minuto todo el universo es una algarabía de trinos. Sube y baja la vida en millones de escalas, se enreda el mundo en infinitas redes de acordes y pasa la Tierra rodando sobre su elipse entre arcos de canciones.

De pronto se hace el silencio, todos los pechos alados se callan de común acuerdo, dominan su fiebre. Es el instante que aprovechan los gallos. Se golpean el vientre, llenos de preparativos, y cantan para despertar al sol.

Antes que el sol les obedezca, Mío Cid llega frente a la abadía de San Pedro y salta de su caballo.

Llama a la puerta. Adentro se oye un murmullo de maitines que se corta. Los monjes adivinan que el Cid ha llegado y salen al patio con luces y con candelas.

El abad don Sancho se adelanta al atrio.

—Gracias a Dios que llegáis, Mío Cid —dice el abad—; puesto que estáis aquí, por mí seréis hospedado.

Estoy muy contento de vos, don Sancho; aquí prepararé mi comida y la de mis vasallos.

En esta casa vos mandáis, mi señor Ruy Díaz.

—Padre abad, en esta abadía que fue fundada por mis abuelos y que está exenta de tributo al rey; en esta abadía en donde están enterrados mis padres, dejaré bajo vuestra custodia a mi mujer y a mis hijas. Las dejo a vuestro amparo hasta que vuelva vencedor o hasta que yo las llame; y si muero, quedan encomendadas a vos y a la abadía mientras ellas vivan. Hoy que salgo de estas tierras os daré cincuenta marcos; pronto os enviaré el doble, pues no quiero que el monasterio sufra por mí gasto alguno. Para mi esposa Jimena, sus hijas y sus damas, os dejo cien marcos. Si ese dinero se acaba, dadles lo que necesiten; así, don Sancho, os lo mando. Por cada marco que gastéis en ellas daré cuatro al convento.

—Se hará como habéis ordenado.

En el fondo de los corredores aparece doña Jimena con sus dos hijas. A cada una de las niñas la trae en brazos una dama.

El Cid corre hacia ellas. Doña Jimena se echa en sus brazos llorando:

—¡Ah! Mío Cid, Mío Cid, por intrigas de malsines salís desterrado del reino.

—Jimena, mi esposa honrada y bendita, os amo como al alma mía. Viviendo los dos, tendremos que separarnos; pero antes de muy poco tiempo hemos de juntarnos otra vez, y con estas manos podré casar a mis hijas y a vos serviros hasta mi muerte.

El Cid la estrecha contra su corazón, coge en brazos a sus dos pequeñas y las besa, las besa y las contempla incansablemente. Siempre se mira poco lo que se ama.

En el gran comedor, entre doña Jimena y sus hijas, frente al abad don Sancho, almuerza el Cid Campeador su último almuerzo en Castilla, su último almuerzo en familia.

Afuera sirven a sus vasallos.

La noticia del destierro se ha esparcido de tal modo, que muchos otros caballeros van llegando a juntarse a los que parten. Llegan grupos de guerreros por todos los caminos, de todas las ciudades.

Martín Antolínez llega con ciento quince soldados.

¡Cómo van engrosando las fila s del Cid!

¡Cuántos dejan su casa, su tierra o su posesión por seguirlo hasta la muerte!

Terminado el almuerzo matinal, el Cid con doña Jimena, sus hijas y el abad pasan un instante a la iglesia. Rezan fervorosamente, con una bella piedad de piedra, antes de separarse.

De rodillas a la izquierda del altar, reza doña Jimena, con sus ojos de Edad Media iluminados de más allá, "Señor Jesucristo, tú que eres guía de todos, guíame al Campeador, líbralo de todo mal, y si hoy nos separamos, vivos vuélvenos a juntar".

Arrodillado a la derecha del altar, reza el Cid con sus ojos de guerrero resplandecientes de armaduras de fe: "Señor Jesucristo, tú que eres guarda de todos, guárdame a Jimena y a mis hijas, líbralas de todo mal y a todos vivos vuélvenos a juntar".

Entre el padre y la madre, las dos chicas con sus sonrisas de fruta lechosa piden al cielo por el padre que se aleja, rezan a Dios por su Rigo, en un idioma de pájaro y flor.

Detrás, el abad don Sancho reza en latín.

Alvar Fáñez de Minaya irrumpe en la iglesia y acercándose al Campeador.

—Ya es tarde, buen Cid -le dice- o ¿Olvidáis el plazo que os han señalado? Pensemos en ir andando. Los duelos de hoy muy pronto en gozo se tornarán,

Salen todos del templo. Afuera los caballos aguardan impacientes.

Un caballero trae a Babieca por la brida; al ver al Cid el buen potro mueve la cabeza más contento que una cola de perro.

El Campeador estrecha a sus hijas y a doña Jimena. Los cuatro forman un nudo de separación y abrazos. Doña Jimena le besa las manos y no sabe más que llorar y llorar. No puede hablar, pero cada lágrima encierra una palabra de amor cristalina y su llanto forma largas frases dolorosas que caen transparentes de sus ojos y que el Cid lee enternecido hasta el límite de la ternura.

Tampoco él habla y nadie habla en torno. El dolor los separa del mundo, los hace un grupo aislado en medio de esta página de adiós.

Cuando el Cid de repente se desprende de los suyos, su rostro se contrae, se estremecen sus nervios, como si acabara de cortar de un golpe las adherencias de un miembro ensangrentado. Salta sobre su caballo, atolondrado, inhábil, aturdido:

—Adiós, adiós; pero será hasta pronto. Don Sancho, bajo vuestra custodia queda mi tesoro.

Como si quisieran salir más luego del dolor, parten los caballeros al galope. Atrás se queda Alvar Fáñez haciendo una última recomendación:

—Abad don Sancho, si veis venir más gentes para buscarnos, decidles que sigan el rastro y marchen a buen andar. Adiós. Hasta la vista.

—¡Qué el cielo os depare suerte!

—Llevad nuestras bendiciones.

—Y llevaos también nuestras lágrimas.

—Adiós. Adiós.

Galopan los caballeros. El Cid va mirando hacia atrás. Doña Jimena agita una mano sobre la angustia. Aún sigue esa mano moviéndose en el aire de España. Aún se mueve en el poema. La hermosa mano blanca 264 que parece volando detrás del héroe. ¿Vuela o bendice? Vuela y bendice.

¡La hermosa mano en el laúd del viento! ¡La mano blanca en el laúd de las separaciones! ¡La mano que seguirá tañendo en la ausencia y vibrando en el recuerdo!

 

 

 

 

Vicente García-Huidobro Fernández nació el 10 de enero de 1893 en Santiago. Era hijo de Vicente García-Huidobro y María Luisa Fernández Bascuñán, el joven Vicente se educó en un ambiente liberal, y optó por la poesía quizás influido por el ambiente que reinaba en su casa ya que su madre fue una figura destacada del feminismo en Chile y concentraba en sus salones relevantes figuras de la vida cultural. El futuro poeta cursó sus estudios en el Colegio de San Ignacio de Santiago. A los dieciocho años inició los estudios de Literatura en la Universidad de Chile, y publicó su primer libro, Ecos del Alma, todavía influenciado por el modernismo. A los diecinueve años se casó con Manuela Portales Bello, una joven aristócrata descendiente de Diego Portales y Andrés Bello. Dirigió la revista Musa Joven que con Jorge Hübner Bezanilla, y en 1913 fundó la revista Azul de la que aparecieron tres números, se iniciaría una constante en la vida del peta que fundó numerosas revistas a lo largo de su vida de enorme repercusión en la vida cultural y política chilena y europea. En mayo estrenó con éxito en el Palace Theatre de Santiago la obra Cuando el Amor se Vaya escrita en colaboración con Gabry Rivas.

En 1914 dictó la Conferencia Non serviam en el Ateneo de Santiago y publicó Las Pagodas Ocultas firmó ya con su nombre artístico definitivo: Vicente Huidobro.
En junio de 1916 viajó a Buenos Aires y pronunció una conferencia sobre poesía en el Ateneo donde esbozó su teoría creacionista. En noviembre embarcó con su mujer e hijos, Manuela y Vicente, en el Infanta Isabel de Borbón, rumbo a Europa. Tras una corta permanencia en Madrid, se instaló en París. Colaboró en la revista Nord-Sud dirigida por Pierre Reverdy donde participó activamente junto a Apollinaire, Tzara, Cocteau, Breton, Louis Aragon o Max Jacob. El 26 de abril de 1918 nació su hija María Luisa en Beaulieu-Prés-Loches, pueblo cercano a Tours, mientras permanecía junto a Juan Gris y Jacques Lipchitz alejado del París en guerra. En otoño se trasladó a Madrid donde conoció a Robert y Sonia Delaunay, refugiados en España, y reanudó su amistad con Rafael Cansinos-Assens, y la vida cultural de momento centrada en la tertulia del Café Pombo.

En 1931 viajó a Madrid donde permaneció dos meses enero y febrero gestionando la publicación de Altazor y Temblor de Cielo. Asistió al recital de Poeta en Nueva York de Federico García Lorca. Al año siguiente regresó a Chile presionado por la crisis económica mundial, vivió una intensa actividad política en pro del Partido Comunista chileno. En 1939 participó en la revista Multitud, dirigida por Pablo de Rokha.
En 1944 regresó de nuevo a Europa, desde París transmitía sus crónicas para La Voz de América, mientras participaba en la Segunda Guerra Mundial como corresponsal, y en esa época su esposa Ximena pidió la separación definitiva. Regresó a Santiago con su tercera mujer, Raquel Señoret. A finales de 1947 sufrió un derrame cerebral y el 2 de enero de 1948 murió en su casa de Cartagena.

La influencia de Huidobro se hizo sentir por doquier, llevando siempre consigo un hálito de misterio y novedad. Su influyente participación en los movimientos de vanguardia se vio reflejada en las numerosas colaboraciones que realizó con prácticamente todos los intelectuales destacados de la época, tanto latinoamericanos como europeos.

 

 

 

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