Sin torpezas: Un cuento de Manuel Pozo (Concepción, Chile)

 

 

 

 

Sin torpezas

 

Manuel Pozo

 

 

“…mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre,

varias veces, para no olvidármelo nunca”.

De Un hombre sin suerte

Samanta Schweblin

 

 

—Guirnaldas. Acuérdate, niñito. Guirnaldas. Anótalo para que no se te olvide.

Guir…nal…das escribí en un pequeño papel dándole espacio a las tres sílabas para que mi cabeza respirara cuando la tuviera que decir. Le sumé un punto final y la subrayé para darle un toque de choreza. Doblé la hoja y la coloqué en uno de los bolsillos traseros del jeans.

Mi madre me lo había dicho por tercera vez. Ella no quería que se repitiera el mismo episodio cuando no anoté el número de hallullas que debía comprar y me fui de coscacho por haber llegado a la casa con la mitad de los panes. Mi padre esas cosas no las perdonaba.

—Tienes que llegar antes de las doce para que comience a preparar el cumpleaños —terminó de darme la instrucción.

En ese tiempo, los cumpleaños siempre se celebraban los sábados, en la casa y con toda la parentela, más los amigos y vecinos que se sumaban sin invitación formal. Y ese día el pendejo de mi hermano estaba de celebración. Un año más que me mandaban a buscar la decoración para el festejo.

A él le hacían fiestas opulentas, con dos tortas, hot dogs, papas fritas y hasta bebidas de dos sabores. El jugo Yupi no era ni alternativa, no como en los míos que lo único que había era una torta de piña y unas porquerías rancias similares a los nachos que nunca supe su nombre ni de qué estaban hechas. Mi mamá le ponía color picando unas vienesas que las untábamos en una salsa hecha de mayonesa casera y crema de tomates, la misma que en la semana la calentaban y la servía de sopa.

Así, el niño de los mandados era parte del engranaje de una organización que sumaba semanas de preparativos. Todo era por el retoño que hablaba sin torpezas. No quiero creer a estas altura de mi vida que siempre el mayor paga los platos rotos. Los platos rotos nos los quebré. Incluso yo soy un plato roto.

Ese día lo primero que tenía que hacer era caminar las diez cuadras de ida y diez de vuelta —en línea recta— a la tienda de doña Gregoria, que en la práctica era un ejercicio diario que realizaba porque la escuela era colindante. Mamá le había encargado a ella las guirnaldas. Lo primero era una tarea fácil, lo complejo era sumar los sonidos de la palabra guirnalda y emitirlos de manera clara para que esta señora los entendiera. Si lo decía rápido venía a mi encuentro —sin que lo llamara— un disco rayado crónico (es una forma metafórica de definirlo) que me atormentaba.

Me abroché con doble mariposa los cordones de las zapatillas y con un manotazo mojado al pelo me fui a cumplir el mandado. Al poner un pie en la calle y perfilar mi cuerpo hacia la tienda, no titubeé en ensayar lo que iba a decir en voz alta. “Buenas tardes, doña Gregoria. Vengo por las guil…nal…das…” ¡No, weón!, guir…nal…das, ensayé y reparé arrastrando con énfasis las sílabas y respetando los espacios que había dibujado en el papel. Tomé aire y enfilé hacia la primera cuadra.

—No te olvides del pa…pa..pe..pe..lito, weón tarta —me gritó con una risotada desde el portón mi hermano con la boca llena de Peta Zeta que crepitaban a cada zancada de sus gritos.

Ni lo miré. La hoja la doblé en dos partes con total cuidado y me la eché en el bolsillo de atrás del pantalón. Cuando la sentí entre mi cachete y el género volví a repetir la palabra. “Guirnaldas”, dije, pero esta vez en silencio.

A cada momento que la decía mientras caminaba me animaba. Era como si me hiciera barra. Empuñaba la mano y la agitaba de arriba hacia abajo en tramos cortos como si hubiese metido un gol. A doña Gregoria, además, había que hablarle fuerte y claro, porque su audición había cumplido su fecha de vencimiento. Era una mujer de edad, con unas canas blancas dadas sólo por el color dorado de su pelo en sus años mozos. Ser en el pueblo la dueña del único almacén donde se podía encontrar de todo, le daba a ella la categoría de ciudadana ilustre. Mamá contaba que cuando fundaron la ciudad la tienda de doña Gregoria ya estaba instalada. Yo le creía porque ella era muy viejita y siempre para los desfiles que se hacían en la plaza ella llevaba —arrastraba para no mentir— el portaestandarte del único asilo de anciano. Y si tenía ese honor era porque era la más antigua, pensaba. La veterana, la apodaba mamá.

Su delantal azul petróleo y sus sandalias eran un clásico. Las usaba con calcetas de lana blanca que le quedaban a medio camino hacia las rodillas. Invierno o verano, daba lo mismo: siempre era con un toque primitivo de elegancia. A raíz de su mala audición todos estábamos acostumbrados a pedirles a grito pelao los dulces que le comprábamos luego de salir de la escuela. Yo me sumaba al coro, aunque me saliera entrecortado. Pero ese día sábado iba solo. Sin el regimiento de pendejos estudiantiles. Por eso mi voz tenía que hilar bien y de corrido.

¡Guir…lan…das!, do…do…ña Gregoria. Guirlandas, repetí enfático, levantando la voz y procurando que nadie en la calle me escuchara. Esta vez dejé el papel en el bolsillo del jeans.

El sol de la mañana caía sin escrúpulos sobre mi cabeza, y mi cuello, a los pocos minutos, comenzó a sentir el ardor inclemente que provocaban los rayos. Todo el calor se condensaba en mi cabeza. Incluso la goma de mis zapatillas la podía escuchar con claridad y llegar arriba retumbando como cachetazos dados con una botella de plástico.

Guil…nar…das, guir…lan…das ¡No, por la cresta!, guirnaldas, murmuré con molestia al ensayar otra vez.

Saqué el papelito del trasero y lo abrí. Los rayos rebotaron sobre la hoja y esparcieron un blanco fulgurante.

—¡Chu…chu…cha! No veo na’ —dije a viva voz mientras me desviaba hacia la sombra de un árbol. Detuve mi tranco. Le saqué la luz a la hoja dándole tiempo a mis ojos para que se aclimataran.

—Guir…nal…das, weón. Guirnaldas.

“¡Qué tontera esta palabra maricona!”, pensé antes de tomar aire para seguir mi camino.

El sudor freía mi frente y un par de gotas rodaron rumbo a mis mejillas. La humedad de mi boca comenzó a evaporarse y mis labios perdieron la tersura diaria. ¡Calor de mierda!, refunfuñé justo cuando arrugué el papel en una de mis manos hasta dejarlo como una bola. Y así me acompañó en mi puño.

En el momento que lo hacía, mi mente —quizá por algún efecto de la radiación solar— me impulsó a gritar ¡irlanda! Reí con desparpajo pero con satisfacción. ¡Cómo no se me había ocurrido antes! Si era tan fácil. Irlanda, igual que el país del mapa de la escuela, era muy similar. Incluso hasta me imaginé una decoración con colores verdes, blancos y naranjos. También pensé que con solo agregar una G y una U la palabra era igual: Guirlanda.

Mamá siempre me decía que antes de responder debía darme el tiempo para pensar. ¿La paciencia es una…? Yo terminaba la frase diciéndole: virtud. Y con orgullo ahora me daba cuenta que funcionaba. Guirlandas, volví a reiterar en silencio inflando mi pecho hasta asfixiar los botones de mi camisa.

Mi madre, lo cierto, se sacaba la cresta organizando la fiesta del retoño donde estaba prohibido llegar sin regalos. En cambio en los míos, era común escuchar a mis viejos decir: pasen, están en su casa. A cerrar la boquita y agradecer que vienen, me recalcaban mis viejos. El regalo es su presencia. Vamos cambiando el caracho, me decían. ¡Qué bueno que vinieron!, agradecían sin despegar del rostro una sonrisa trazada solo para la ocasión. Pero a mi hermanito todo era fiesta y alegría franca. Hasta pasados de copas quedaron los viejos más de algún año para el aniversario de la bendición.

Arriba el sol seguía dirigiendo su orquesta de instrumentos de calor. Todos pegaban fuertes sobre mi humanidad. Yo seguía estoico con mi misión. Tranco firme. Ya quedaba menos, solo tres cuadras. De reojo miré que mi sombra no se despegaba de mí. Con el paso de las calles fue quedando atrás y sabía que cuando llegara donde doña Gregoria ya no entraría conmigo al almacén. Era así todos los días de sol.

“Guirlandas”, aproveché de repetir una vez más y en silencio.

Se acercaba la tienda. Divisaba la plaza estacionada en el mismo lugar del día anterior. También veía la escuela con la banderita chilena chupada como pasa esperando que una brisa rasca la sacudiera al menos para desempolvarla. Sentí el papelito en mi mano. Me detuve por segunda vez. Lo abrí con el arco de una de mis uñas y las letras adentro se desdibujaron perdiendo los límites producto del sudor, como si cada una de ellas hubiese llorado. Aún se leía: Guirnaldas. Con el punto y el subrayado. “Guirnaldas”, escuché el eco en mi cabeza.

— ¡Guirnaldas! ¡Guirnaldas! ¡Guirnaldas! —grité desquiciado y desenfundando sin tartamudear las palabras con las últimas bocanadas de aire que le quedaban a mis pulmones. ¡Qué Irlanda ni qué ocho cuarto!, no tiene nada que ver pensé con rabia. Nunca debí dejar el papel en mi mano. Debí pegármelo en la frente como lo hacía mi papá cuando me exigía decir las palabras de corrido. Para que se te metan por ahí, me decía.

Apesadumbrado regresé el papel a unos de los bolsillos traseros del jeans y lo aplané con una palmada.  Suerte me dije. Entré a la tienda y la frescura se me vino encima con un abrazo que bañó mi piel. La luz que traían mis ojos se frenó con una grata oscuridad. De ella comenzaron a tomar forma los muebles del almacén. Sobre una escalera apoyada en un estante de cinco pisos apareció con el pelo cano, el delantal azul petróleo, las infaltables calcetas blancas y los lentes bamboleando sobre su pecho con dos tiras que venían del cuello, doña Gregoria.

—Bue…bue…nas tardes, do…doña Gregoria —alcé la voz sin sentir que entrecortaba las palabras.

La veterana empujó con uno de sus dedos una caja que se estrelló con un fondo hueco. Giró su cabeza con lentitud y la mirada la llevó a la punta de la nariz donde por costumbre los lentes debían estar ubicados. Bajó lentamente la escalera emitiendo esos clásicos sonidos guturales que siempre me hacían pensar que estaba más lejos del más allá. Al llegar abajo botó todo el aire que le restaba en sus pulmones y con un dios mío se acercó al mostrador. Fui a su encuentro para que mi imagen se aclarara en sus ojos. Se acomodó los lentes sobre la nariz y luego buscó en ambos lados las orejas para acomodarse los terminales tras ellas. Pareciera que hubiera descubierto el mundo porque los ojos se le abrieron más grandes que los cristales.

—¡Ahh!, sí, tú —dijo para mi sorpresa sin esperar que yo me adelantara. Volteó sobre el escaparate y regresó a él con una caja llena de fantasías. La dejó caer sobre la vitrina y con ese ronquido que expelía desde las profundidades se puso a buscar con sus dedos desfigurados.

“Guirnaldas, weón, guirnaldas”, aproveché de repetir en mi cabeza. Palpé en mi bolsillo el papel y lo extraje con desesperación.

— Aquí está, niñito, lo que me encargó tu mamá: las guirnaldas —se anticipó en decir la veterana.— No es necesario el papelito —finalizó señalando hacia la hoja con los dedos bailarines y una sonrisa socarrona.

Regresé a casa con el mismo calor y con la misma sombra. Las guirnaldas las llevaba en una bolsa y en la otra mano el papel. Lo arrugué de nuevo y desde algunos metros lo lancé hacia un basurero que estaba al frente. No le achunté. Lo recogí y cuando ya el tacho de plástico se alejaba lo lancé de nuevo y en el aire se distinguieron desde esa esfera de papel arrugada algunas letras del trabalenguas. Pegó en el canto del basurero y dio un pequeño salto al abismo en dirección al cemento de la vereda.

Me acerqué y lo levanté. Sentí que en mi mano resultaba más liviano. Lo miré y pensé que al llegar con el mandado mi padre posiblemente me lo pegaría en la frente jugando hacerse el cómico o jugando al misterio. Al final dolía igual.

Cuando llegué a la casa, el papel pasaba directo a esas alturas hacia mi estómago. Había preferido que se pegara sin torpezas allá dentro que exhibirlo de nuevo en mi frente.

 

 

 

 

 

Manuel Pozo (Concepción, Chile, 1969). Es periodista, escritor, editor y guía de talleres literarios. Es Licenciado en Letras, con mención en Literatura Hispánica de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Periodista de la Universidad Diego Portales. Fue finalista en los Juegos Literarios Gabriela Mistral de la Municipalidad de Santiago en el género Poesía, categoría juvenil, en el año 1991. Dentro de sus publicaciones figuran Ecos de la mente 1992 como editor; Fusión Arcana, recopilaciones imprudentes, 2017 y Te lo diré al oído, libro de cuentos de uno de sus talleres literarios donde fue editor y prologador, 2018.

 

 

 

 

 

 

 

 

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