Narrativa policíaca latinoamericana: Cachorro. Tres capítulos de la novela de Charlie Becerra (Lima, Perú, 1989). Selección de Atzín Nieto
Nuestro editor de contenidos, Atzin Nieto, continúa con la curaduría de narrativa latinoamericana del género policíaco. Hoy nuestros lectores pueden leer los primeros tres capítulos de la novela Cachorro (Independently published, 2020), de Charlie Becerra.
CACHORRO
CHARLIE BECERRA
1
La primera vez que hablé con Raya fue donde la Loba, en su consultorio. La Loba era doctor, Zamudio se apellidaba. El consultorio quedaba en el centro, en Ayacucho, en un edificio de los viejos. Los que iban a verlo iban a partir de las ocho, nueve, cuando ya no atendía a sus pacientes, cuando su ayudante ya se había ido. La reja estaba cerrada, uno tocaba el timbre que había debajo de su letrerito de doctor y la abrían con un botón desde adentro, desde arriba. El día que hablé con Raya por primera vez fue también el día en que fui donde la Loba. Hasta ese momento no me había atrevido.
—Anda, baboso, no pasa nada —me había dicho Mote—. Es un toque nomás y ya, sales de ahí con plata en una.
—¿Cuánto tiempo hay que estar?
—No sé, depende. Cuarto de hora, media hora, depende.
—¿Y qué se hace?
—Nada. Él te hace y tú te dejas. Te dejas, nada más.
Mote se había comprado tabas bacanes, unas Adidas verde oscuro. Mientras me hablaba se las miraba, las limpiaba pasándose saliva con los dedos a cada rato por la suela blanca, no quería que se les pegara ni un poquito de polvo. La semana pasada se había comprado un celular. Esos de pantalla grande, con una buena cámara y protector de jebe de Alianza. Estaba dando la hora Mote. Para ese rato ya se había olvidado del aparato. Estaba enamorado de sus zapatillas nuevas. Mote iba casi todas las semanas a ver a la Loba. Mote era caserito.
Yo ya sabía de qué trataba la cosa en el consultorio, todos sabíamos, pero igual le volvía a preguntar a Mote varias veces, como si en una de esas me fuera a dar una respuesta distinta. No servía de nada.
Cuando llegué eran casi las nueve. Me había desanimado como dos veces antes de llegar a tocar el timbre: me regresa caminando una cuadra y volvía, iba y volvía. Ya en el micro tuve que aguantarme para no bajarme. Al final llegué. Toqué el timbre y subí las escaleras despacito hasta el tercer piso, sentía mis dedos helados. Todo estaba oscuro, pero por debajo de la puerta del consultorio de la Loba se notaba que había luz. Toqué, me abrieron. Había otros dos iguales que yo sentados, más uno que estaba adentro con la Loba, en el cuarto donde estaba la camilla. El que me abrió fue uno al que le decían Didí. El otro era Raya. Me senté a esperar.
Se me debe haber notado que me estaba cagando de miedo porque fue Raya el que me dijo:
—Primera vez que vienes, ¿no?
Lo quedé mirando y no le contesté. Después me preguntó si yo era el Pitufo y dije que sí. Didí no dijo nada. Tenía puestos unos audífonos. Con él no era la cosa.
Al rato se abrió la puerta del cubículo y salió el que había estado con la Loba. Se quitó del consultorio rápido. No le vi la cara porque estaba más preocupado mirando la puerta por donde, ahí nomás, apareció la Loba.
Calculo que en esa época tendría sus sesenta años. La Loba era un negro grande, y medio gordo. Caminaba encorvado, usaba lentes y tenía una voz que no parecía la de él. Por eso le decían la Loba: en el cuento, el lobo se acomoda la voz y se hace pasar por una viejita.
—Pasa —le dijo a Didí. Sentí alivio. Ya me estaba arrepintiendo por tercera vez.
Didí entró y Raya y yo nos quedamos solos. Se notaba que tenía ganas de hablar, pero yo no. Estaba que me cagaba.
Raya me llevaba algo de dos años. Yo tenía trece y él quince. Parecía de más. Era flaco y alto. Le decían Raya porque tenía una cicatriz encima de la boca. Era de los que andaban con los mayores, con los viejos. Un día, mientras jugábamos fútbol al pie del cerro donde el mes pasado habían encontrado a ese niño violado y muerto, Mote me había hecho notar que debajo del polo, metida en el cinturón, Raya tenía una pistola. «Él ya chambea con fierro. La Jauría lo tiene de cachorro». Supongo que por eso tampoco se me daba hacerle la conversa en el consultorio. Raya me daba miedo. Se me hizo raro que estuviera ahí esperando conmigo. Si él ya tenía chamba, ¿para qué quería plata de la Loba? ¿O qué era lo que quería de él? ¿Tenía el fierro ahí?
Dentro del cuarto se escuchaba como si estuviera arrastrando una silla. No me quería ni imaginar lo que le estaban haciendo a Didí. Menos quería imaginar lo que me iban a hacer a mí.
—Después sigues tú —dijo Raya.
No me atreví a decirle que no. Era una orden. Creo que nunca me he vuelto a sentir tan cobarde como me sentí aquella noche.
Salió Didí y entré yo. Pasé junto a la Loba, mi cabeza no le llegaba al pecho. No recuerdo si me saludó o algo, lo único que sé es que de un momento a otro yo estaba adentro, apoyado contra la camilla, esperando que la Loba se terminara de lavar las manos. El sitio olía a pastillas y a jarabes. También a sudor. A ropa sudada. La mía.
Estaba ahí porque no me queda de otra. Había llegado a vivir a Nuevo Jerusalén medio año antes, a vivir donde mi mamá. Mi mamá tomaba mucho, vivía en una casita con piso de tierra donde llegaban hombres a comérsela. Era prostituta. Yo hubiera preferido quedarme con mi abuela en Moche, pero se murió y ni modo. Lo que le pagaban a mi mamá nos servía para vivir, y para que ella siguiera tomando, pero ya hacía tiempo que no llegaban clientes a verla, semanas, y nos estábamos muriendo de hambre. Mi vieja estaba enferma, algo le habían pegado, los hombres le corrían. Al tiempo ella también murió. Pero cuando fui al consultorio ella todavía estaba viva e, igual que yo, necesitaba comer.
Mi mamá no era mala, solo estaba hecha mierda. Tenía treinta y tantos, era joven, pero el trago la había acabado. Yo no la quería mucho, pero sí quería ayudarla, y lo único que se me ocurrió fue hacer lo que Mote tantas veces me había dicho que hiciera. De todas formas, era algo parecido a lo que ella había hecho todo este tiempo. Y si ella había podido...
—Anda bajándote el pantalón —me dijo la Loba todavía sin voltearse. Su voz era tranquila y eso me puso más nervioso todavía.
Intenté desabrocharme la bermuda, los dedo no me servían. Los tenía helados y duros. La Loba me miró. Al ver que no podía me sonrió y se arrodilló frente a mí. Me desabrochó el pantalón y me lo bajó hasta las rodillas. Di un salto hacia atrás sin querer.
—Tranquilo. No tienes que avergonzarte de lo que Dios te ha dado.
Sentí cómo me estiraba el elástico del calzoncillo. La boca se me había secado, tenía ganas de gritar. Empezó a tirar hacia abajo y vi cómo le cambiaba la cara: se le arrugó la frente y toda la piel alrededor de su boca. Estaba sonriendo. Fue en ese momento, al llegarme su aliento a la pichula, agarrándomela con dos dedos como si cogiera un bocadito, cuando sentí que se me descolgaba el estómago.
El chorro salió como un disparo.
—¡Ay! ¡Qué asco, carajo! —gritó la Loba. Se había caído hacia atrás, pero igual llegué a mojarle de orina toda la cara y la bata— ¡Carajo, lárgate! —decía escupiendo-. ¡Mierda, qué asco!
Yo me había quedado inmóvil de la impresión, pero al ver que la Loba ya se estaba levantando otra vez, desperté.
Salí del cuarto. Al oír los gritos y ver que se abría la puerta de golpe, Raya se levantó. Mientras yo intentaba subirme la bermuda, la Loba salió también.
—¡Váyanse, mierdas! —gritó esta vez con su voz verdadera— ¡Lárguense!
Nos amenazó con llamar a la policía y nos tiró la puerta. Escuchamos clarito cuando le pasó el cerrojo.
Raya y yo nos miramos. Dos siluetas oscuras: una frente a otra. Debían ser más de las diez de la noche. Mi ropa también se había mojado y apestaba. Raya se acercó para olerme.
—Te measte, cojudo.
Retrocedió sin despegarme los ojos. Cuando llegó a las escaleras se dio la vuelta y sacó su celular. Me quedé parado, escuchando cuando bajaba. Hablaba apurado por teléfono. Después, cuando ya no se oía nada, yo también me fui.
2
—¿Ya sabes lo de la Loba? —me preguntó Mote.
Estábamos afuera de la casa de uno de sus tíos con el que Mote vivía. Pateábamos unas chapas de cerveza que habían dejado sus hermanos mayores. Habían estado chupando toda la noche y habían tenido que cortarla porque uno le había metido un botellazo en la cabeza al otro y si no lo llevaban a coser pronto se les iba a morir. Lo mismo les pasaba siempre. Mote ya no llevaba puestas sus Adidas. Me había contado que uno de sus hermanos se las había querido quitar y que por eso las tenía escondidas.
—¿Qué pasó con la Loba? –pregunté, concentrado en darle vuelta a una chapa que tenía los dientes hacía arriba. Estaba seguro que Raya ya había contado lo que me había pasado en el consultorio, que Mote ya lo sabía y me iba a empezar a joder. Todos me iban a empezar a joder.
Esa noche yo había regresado a mi casa sin un sol. Había tenido que esperar en la avenida España a que pasara algún colectivo para rogarle que me llevara. Para colmo olía a pichi y el primero que me había dejado subir me hizo bajar apenas se dio cuenta que iba meado. Al final, pasó una camioneta que iba rumbo al parque industrial, la reconocí por el logo de una de las empresas que hay allá. Sus camionetas pasan todo el día por la Tahuantinsuyo. Me dejó ir en la tolva, pero igual tuve que caminar como media hora para llegar a mi casa. Mi vieja no estaba.
No creí que la Loba me fuera a recibir otra vez. Ya no. Pero a los dos días estaba tan desesperado por plata, con mi vieja prestando de un lado y de otro, que ya hasta estaba pensando volver a hacer el intento. Pasaron dos días más cuando fui a buscar a Mote para pedirle que me acompañara. Si tenía que pedirle disculpas a la Loba por el desastre de esa noche mejor hacerlo con uno de sus consentidos. Fue ahí cuando me preguntó si yo sabía lo que había pasado con la Loba.
—Puta casi le dan vuelta, huevón —me dijo.
—¿Cómo? ¿Qué fue?
—Anteayer. Entraron unos patas en la noche a su consultorio, lo chancaron y se llevaron todos sus equipos y su plata. Lo quebraron al tío.
Lo quebraron. Le rompieron la cabeza, lo desnudaron y vaciaron el lugar. Lo único que le dejaron fue la camilla. Su asistente lo encontró al día siguiente medio muerto. Estaba frío, desangrado. No murió de puro milagro.
Mote me dijo que no se sabía quiénes habían sido. «Ha sido una gente, no ha podido ser una sola punta». Para mí estaba clarito. Apenas escuché la historia supe quiénes lo habían quebrado a la Loba, al menos uno de ellos. No dije nada. Menos a Mote que era un chismoso de mierda.
—Putamare, cómo lo cagaron al tío. Ese tío era plata fácil.
—¿Y ahora qué vas a hacer?
—No sé. Fácil a bolsiquear al mercado o pararme de manos en la pista.
—¿Puedes? —Mote era bien gordo
—No, pero igual. Te haces el cojudo y algo sacas.
Ninguna de las dos cosas me convencía. Tampoco tenía para comprar una bolsa de caramelos que era lo que la mayoría hacía. Cogías tu bolsa y te ibas a dar pena al centro o afuera de cualquier restaurant, de cualquier pollería. Pero ni para eso. Hacerla de canilla también lo veía yuca. Había muchos mayores que yo vendiendo periódicos y siempre preferían a los que tenía bicicleta, otra cosa que ni Mote ni yo teníamos. Estábamos lacios. Mote también estaba con una cara de perro hambriento que no ayudaba mucho…
Lo que hizo fue meterse a la casa de su tío y salir al rato con una bolsita de marciano con terocal.
—Vamos, Pitufo.
Así me decían. Pitufo. Cuando llegué a vivir a Nuevo Jerusalén andaba con el único polo que me había traído de la casa de mi abuela. El polo tenía el dibujo de un par de esas huevaditas azules. No me gustaba, pero había chapas como Chupada, Tetón y Rosca que me gustaban menos.
—Vamos.
Caminamos hasta arriba, hasta donde no llegaba la arena y uno podía sentarse en la parte dura del cerro, en la roca. Al final uno siempre terminaba haciendo eso. Así te fuera bien o mal, siempre te subías al cerro a jalar o a fumar o a tomar y a mirar lo que había abajo. Lo que queríamos era alejarnos de todo. Se hacía de noche y tú habías estado ahí horas, sin darte cuenta. Como esperando que algo pasara. Había gente que iba a hacer fogatas o a hacer ofrendas al cerro o a rezarle al diablo. Una vez encontramos una máscara de cuero con la forma de un tigre de la que le salían pelos. Gente que iba hasta allá con el único fin de despertar a los demonios. A veces nos quedábamos dormidos. A veces te despertabas en la madrugada, asustadísimo. La única bulla que llegaba hasta nosotros eran la de los balazos y la que hacían los perros.
3
Mi vieja tuvo que volver a chambear. Sonia se llamaba mi vieja. Había vuelto a un chongo donde había trabajado hacía varios años y que dejó por tener ya su clientela fija. Tener que volver no le gustaba. Estaba ahí metida toda la noche. Para ella, la parte buena era que a sus clientes les picaba trago y ya no gastaba en eso. Era un chongo chiquito, caleta, no muy lejos de la casa. Yo la iba a recoger todos los días a las cinco y media de la mañana. Eso era lo que hacía después de haber estado por ahí hueveando toda la noche con Mote y la gente. A veces me querían acompañar, pero yo los despuntaba. Mi mamá no era la única que era puta.
Yo sabía que si estaba jodida de plata era también por culpa mía. Porque ahora ella tenía que ver por mí. Yo era su hijo, pero no pensó que tuviera que hacerse cargo… Bueno, al final creo que asumió que era su responsabilidad.
Hasta el chongo había media hora de camino. Sacaba un cuchillo de mi casa y me lo guardaba en el bolsillo. Ahora lo pienso y era por las huevas. Era chiquillo, inocente, no pensaba que si alguien me quería hacer algo me sacaba un plomo y me cagaba en una. Pero yo ahí me sentía más seguro agarrado de mi cuchillo.
Caminaba rápido, me dejaba llevar por la calle inclinada lo más que podía antes de voltear a las calles niveladas. Por donde iba encontraba gente afuera de sus casas, agrupados en las esquinas, alrededor de los postes. Siempre que podía, evitaba pasar cerca. La gente que anda en la calle a esas horas algo anda planeando, es mejor que no crean que te quieres ganar con algo. En Nuevo Jerusalén, en el Alto, Florencia, en esos sitios te matan por la santa hueva. Frente a mi casa vivía una niñita de siete años. Un día estaba jugando a las escondidas y se metió a un patio ajeno. En ese mismo patio había un pata escondido, al que también lo estaban buscando pero para matarlo. La niña se metió donde él estaba y lo quedó mirando. El tipo la ahorcó con un pedazo de alambre por miedo a que dijera algo. Así, por la santa hueva.
Dalia. Así se llamaba la niña.
Por eso era mejor caminar rápido.
El chongo era una pared azul con un portón. Parecía colegio. Afuera había un viejo sentado. Le pagabas un sol, te daba un papelito y podías entrar. Desde afuera se escuchaba música. Mientras esperaba me cruzaba de brazos tratando de aguantar el frío. A esa hora, a las cinco, era el único rato donde podías sentir frío. Allá, después de las ocho de la mañana, todo era sol. Rebotaba en la arena y te quemaba el doble. Pero en la madrugada, el frío se te pegaba a los tobillos, te mordía las pantorrillas y no te soltaba.
Las mujeres salían cuando ya empezaba a clarear. Había de todo: de todas las edades, de todos los tamaños y de todos los colores. Había varias que eran un poco mayores que yo nada más. Chiquillas. Se subían rápido a las mototaxis que las esperaban en la puerta. Mi vieja era de las últimas en salir. Después supe que se iba por los otros cuartos a ver si había sobrado trago que se pudiera zampar. Salía caminando despacio, tenía miedo de tropezarse. Se agarraba de mi hombro como si se fuera a hundir. Caminábamos a casa sin hablar. Iba siempre agachada, el pelo le cubría la cara.
Un día, de camino a la casa, me di cuenta que cojeaba, que le costaba apoyar el pie derecho. No le pregunté qué era lo que le había pasado. Pensé que se había tropezado allá adentro. Cuando llegamos y la ayudé a acostarse en su cama, la falda se le levantó y pude ver que tenía un moretón en la pierna, en el muslo. Tenía forma de círculo, como si le hubieran metido un puñete. La cubrí con su manta y la dejé dormir. Me quedé pensando.
Mi abuela nunca me había querido hablar de mi papá. Solo me respondía cuando ya la tenía harta con mis preguntas y se enojaba.
—¿Para qué quieres saber? —me gritaba—. ¿Acaso él anda preguntando por ti?
Luego, cuando se le pasaba la bronca y le entraba la nostalgia y la pena, me decía que mi papá no era bueno, que a mi mamá casi la había matado y que era mejor que estuviera lejos o muerto. Me imaginaba a mi papá como un hombre fuerte.
Se me ocurrió que ahí en ese chongo mi mamá otra vez estaba expuesta. Un día se iba a encontrar a alguien como mi papá e iba a aparecer muerta. Eso que había visto en su pierna sí podía ser un puñete. Y me preocupé. Me preocupé más de lo que ya estaba por el tema de la plata. Algo tenía que hacer.
Me acosté en el mueble. Quise quedarme dormido, pero no pude. Hacía un puño con mi mano, lo levantaba hacia la luz. Apretaba hasta que los dedos me quedaban blanco.
Charlie Becerra (Lima, Perú, 1989). Es autor de El origen de la Hidra, una investigación periodística sobre el crimen organizado en el norte del Perú. Ha publicado la novelas Cachorro y Solo vine para que ella me mate (Planeta, 2019), la misma que alcanzó una Mención Especial en el Premio Nacional de Literatura y cuyos derechos audiovisuales acaban de ser adquiridos por una importante productora de Los Ángeles. Las huellas de la Hidra, la compilación de sus columnas 2018-2020, es su quinto libro.
Atzin Nieto (Ciudad de México, 1991). Escritor e investigador. Pasante de la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Algunos de sus textos han sido publicados en las revistas: Letras Libres, Nexos, Playboy, Punto de Partida, Blanco Móvil, Yaconic, Isliada (Cuba) y Solo Novela Negra (España). Es becario del programa Jóvenes Creadores del FONCA (2019-2020) en la especialidad de cuento.