El imitador: Carlos Ávila Villamar (Cuba)

 

 

 

 

 

El imitador

 

Carlos Ávila Villamar

 

 

El árbol genealógico había sido encargado por su bisabuelo. Al parecer solo quedaba esa copia. Era uno de los pocos objetos valiosos que había en la casa. Emanuel podía reconocer fácilmente el tacto y el olor de aquel cartón cromado. El dibujo del árbol parecía la cabeza de una gorgona, pero Emanuel no sabía lo que era una gorgona, así que solo le parecía un árbol. No estaban él ni su madre, y la mayoría de los nombres le resultaban desconocidos. Imaginó una vez un sistema en el cual cada persona acumulara en el nombre todos los apellidos de su genealogía. Que el nombre de una persona ocupara varias páginas, quizás un libro entero. De las bifurcaciones del árbol había una que siempre le había llamado la atención, un hombre extraño, tío de su madre, hermano de su abuelo. Era la única persona que aparecía en el árbol que seguía con vida. Esta simultaneidad le resultaba asombrosa, como si creyera en una ley secreta según la cual solo los muertos figuraban en el dibujo. De su tío abuelo había escuchado hablar poco. Al parecer mantenía escasa comunicación con su madre.

A cierta edad, a un niño le resulta natural copiar la opinión de sus padres sobre los parientes. Con sus padres se había burlado de sus parientes de la capital cuando habían ido a visitarlos y se habían espantado porque ellos no hervían ni purificaban el agua. Había disfrutado con los padres ver sus incómodas cortesías y su repugnancia por el piso de tierra. A los doce años, no obstante, Emanuel había comenzado a hacerse cuestionamientos. Una vez en la capital, invitado por los tíos, lo habría avergonzado mencionar que en su casa no hervían ni purificaban el agua, al conversar con personas nuevas. Supo entonces que la vergüenza estaba moldeada a menudo por la opinión pública del lugar y del momento, y sintió vértigo al descubrir que en la mayoría de los asuntos de la vida solo había estado reflejando la opinión ajena. Era un imitador.

Cuando se enteró de la muerte de su tío abuelo, el que aparecía en el árbol genealógico, la madre hizo un comentario despectivo mientras almorzaban, y mostró su preocupación por la posibilidad de que ellos tuvieran que hacerse cargo del nieto del muerto, que ahora se quedaba solo. El padre trató de calmarla diciendo que los parientes de la capital debían ser los que se ocuparan. Ellos no nos pueden pedir a nosotros que nos hagamos cargo, dijo, no tenemos dinero ni tiempo, además, el niño está loco. Emanuel no había escuchado hablar de su primo hasta entonces. El niño va a estar mejor atendido en la capital, dijo la madre, hay médicos allá, si nos piden que nos hagamos cargo podemos decirles eso, no es ninguna mentira.

El tiempo que no pasaba en la casa o en la escuela Emanuel solía ocuparlo yendo al centro del pueblo, a vagabundear por una plazoleta cercada por pequeños negocios que satisfacían la mayor parte de la demanda local. Había un sitio al que le gustaba ir en particular: la tienda de lámparas. Se distinguía de inmediato de los demás sitios, porque parecía inservible. No solía ir mucha gente. La iluminación era la de un santuario. Solían colocar inciensos, además, y siempre había una música casi inaudible que no parecía música sino otra cosa, lo que debía ir antes de la música, o después. El negocio daba pérdidas, pero lo mantenían porque en la parte de arriba del local estaba el taller donde fabricaban las lámparas, la mayoría de las cuales eran vendidas en la capital a través de terceros. Emanuel se sentaba un rato a mirar si había alguna lámpara nueva que despertara su interés y luego se iba.

Allí trabajaba a medio tiempo una muchacha de veinte años llamada Flavia, que había sostenido una amistad peculiar con Emanuel. A él le agradaba que siempre oliera bien, y que se recogiera el pelo con dos palillos chinos, le recordaba a las muchachas que había visto en la capital. Una vez Flavia le había preguntado su cumpleaños, y unos meses después se había acordado, y lo había invitado a una heladería. Nunca nadie había memorizado su cumpleaños, salvo sus familiares o los amigos de sus familiares. Los muchachos de su edad olvidaban los cumpleaños, los cumpleaños de los otros constituían un segmento de la realidad del que no sentían la necesidad de hacerse responsables. Que Flavia se hubiera acordado había resultado la confirmación de su primera privacidad adulta.

Flavia era la hija del dueño de la tienda, a Emanuel le habían dicho que ella había dejado la universidad, pero luego se había enterado de que solo se había cambiado para la escuela de arte. Iba a empezar en unos meses. Supuestamente era muy buena actuando. Una vez la había visto imitar a un actor famoso, con un bigote pintado con lápiz de cejas. Había sido gracioso, pero él no entendía cuándo una actuación era de verdad buena. Le gustaban los personajes, no los actores. En este pueblo no hay ni un solo grupo de teatro, le había escuchado decir a su madre.

Lo que más le gustaba de Flavia constituía su espeluznante bondad. Nunca había visto algo parecido. Cuando sus padres decían que alguien era bueno generalmente se referían a que alguien había sido bueno con ellos, y tenía que ver con algún tipo de favor que la persona les había hecho, pero Flavia no era buena en ese sentido vulgar. Movía a veces las lámparas de sitio, solo para comprobar si alguien más se daba cuenta, y aceptaba las propinas de los clientes, a pesar de que su padre prohibía a los empleados aceptar propinas. Flavia no necesitaba el dinero, las aceptaba porque sabía que una de las pocas situaciones cotidianas en las que la mayoría de las personas tenían la oportunidad de ser generosas y sentirse clementes resultaba el momento de la propina. Esa diminuta decisión mejoraba el día de muchas personas. Emanuel no conocía a nadie más capaz de detectar estos detalles. De hecho, había empezado a detectarlos él mismo a causa de Flavia, a causa de sin darse cuenta querer ser como ella, lo cual respondía a su inherente condición de imitador. Sus padres jamás podrían entenderlo, y él a veces se avergonzaba. Y se avergonzaba por avergonzarse de vivir en una casa con piso de tierra, porque sabía que a Flavia no le habría importado. Probablemente se habría quitado los zapatos. En realidad en algún momento ya ella habría entrado a la casa. Flavia conocía a sus padres, y de niña había conocido a su abuelo. Una vez ella le confirmó que había visto el árbol genealógico (y aquello ocasionó la misma sorpresa que si le hubieran dicho que había contemplado un objeto que solo existía en sueños).

Al enterarse de la muerte del tío abuelo y de la posibilidad de que su primo fuera a vivir con ellos se atrevió a preguntarle a Flavia qué sabía de ellos.

Sé que tu abuelo y tu tío abuelo no se hablaban, respondió. Tu abuelo trabajó como peón en el campo, y perdió el trabajo cuando los cultivos se hicieron irrentables, al no poder competir con los precios bajos de otros productores de regiones más fértiles. La casa en la que vives la construyeron tus padres, y él se fue a vivir allí durante sus últimos años, porque no podía valerse por sí mismo. Tu tío abuelo hizo mucho dinero y también lo perdió. Algunos dicen que había robado y que había quemado el dinero. ¿Quemó el dinero para que no lo atraparan?, preguntó Emanuel. Se dice que lo quemó para divertirse, que para empezar había robado para divertirse. ¿Por qué?, preguntó Emanuel. Es difícil de explicar, ¿alguna vez has robado algo? Deberíamos robar alguna vez, le dijo Flavia. El imitador escuchó aquellas palabras y sintió el deseo profundo de ser capaz de pensar de la forma en la que podía pensar Flavia. Desde el bien, pero desde un bien que paradójicamente se encontrara por encima del bien y el mal.

Los parientes de la capital llegaron a un acuerdo con sus padres. Ellos mandarían una cantidad de dinero cada mes, que bastaría para cubrir las necesidades del niño, y además implícitamente pagarles el servicio. Compartirían el cuarto, Emanuel y su primo. Se hicieron algunos cambios en la casa, encaminados a guarecer en el cuarto de los padres los pocos muebles y objetos de valor. Se hicieron los trámites escolares pertinentes. De cualquier modo todavía era verano y se encontraban en período de vacaciones.

Emanuel a veces llenaba las horas viendo pasar los trenes por la estación de ferrocarril. Pocas personas se bajaban o se subían, la pausa en la estación de aquel pueblo constituía un protocolo, semejante al de la aguja de un reloj analógico, que tiene que detenerse en cada línea, aunque se trate de una hora poco interesante. Una vez él había viajado en tren, y había visto los campos de un modo distinto, del modo en el que lo veía la gente de ciudad: como un paisaje. Un paisaje es aquel lugar en el que no estamos. De estar nosotros, dejaría de ser paisaje. Durante el verano ponían el aire acondicionado en la cafetería de la estación, y este era un motivo suficiente para pasearse por allí de vez en cuando. La estación solía acoger vagabundos. Si de casualidad un día él quedaba en la calle sabía que lo más seguro era la estación: las personas se renovaban, y podían obtenerse más limosnas. Las personas de pasada solían comprar comidas a un precio absurdo en la cafetería y solían sentirse mal al ver los vagabundos durmiendo en el suelo. Una vez había visto a un niño más joven que él durmiendo en el suelo. El imitador había sentido también varias veces la tentación de vivir por un tiempo como un vagabundo.

Sus padres lo enviaron a la estación a recibir a su primo porque ellos tenían el día ocupado (el padre trabajaba como guardia de seguridad, y la madre había conseguido un empleo sin horario fijo limpiando casas). Los raíles estaban sobre unas piedras de colores agrisados que parecían menos piedras de río que las piedras de una pecera, rotas y sin pulir. A mediodía los raíles de acero se calentaban y sobre ellos la imagen de las piedras temblaba engañosamente. Emanuel esperó el tren recostado a una de las columnas de la estación. Deseaba entrar al aire acondicionado de la cafetería, pero tenía miedo de perderse el instante en el que su primo se bajara del tren. Venía de la capital, se había pasado unos días con sus tíos. Su nombre era Eliot. Emanuel creyó que Eliot era un nombre un poco ridículo. Cuando se bajó del tren comprobó que se trataba de un niño de aproximadamente su misma edad. Soy Eliot, dijo, salgamos de aquí.

Emanuel se ofreció para ayudarlo con la maleta, pero él respondió que no hacía falta. Eliot caminaba rápido. No volteaba la cabeza hacia los lados por ningún motivo, parecía asustado. ¿Almorzaste ya? No, y tengo bastante hambre. Mis padres me dieron dinero para que almorzáramos si hacía falta, contestó Emanuel, dejamos atrás una cafetería que es muy buena. No podemos regresar a la estación, le dijo Eliot mirándolo seriamente, comamos en otra parte. El niño no parecía sorprendido por el aspecto del pueblo, su antigua casa estaba en un lugar semejante, según tenía entendido Emanuel. Compraron unos pasteles rellenos de carne y se sentaron en la plazoleta a comerlos. La carne se les desmoronaba entre los dedos, y cada uno, tratando de que el otro no lo viera, trató de rescatar las sobras de sus pantalones. Lo siento por tu abuelo, dijo Emanuel, con un tono un tanto nervioso. Aquella constituía la primera vez que daba un pésame. No estaba seguro de cómo ni cuándo decirlo, pero una parte de él incluso se emocionaba ante la idea de imitar afectadamente a aquellos a quienes había visto dando un pésame. No creo que lo sientas de verdad, contestó Eliot, pero no importa, me divierte un poco que estés incómodo.

Por la noche se sentaron todos a la mesa, fue la bienvenida oficial. La madre rezó y después empezaron a comer. Como nadie decía nada, ella hizo una pregunta para abrir la conversación. ¿Qué te pareció la capital? Me gustó muchísimo. A mí no me gusta la capital, dijo la madre mientras picaba la comida, la gente vive obsesionada por el dinero, y se olvida de otras cosas. Emanuel pensó que en el pueblo también la gente vivía obsesionada por el dinero, y que si no había olvidado otras cosas era probablemente porque no había nada que olvidar. ¿Qué fue lo más hermoso que viste en la capital?, preguntó la madre. Eliot se quedó pensando por un instante, con la mirada hacia arriba. Lo más hermoso que vi fue un bulldog muerto a la orilla de un río.

Emanuel y Eliot se fueron a dormir a las once. Naturalmente les costó trabajo dormirse, y antes hablaron un poco. ¿Por qué te pareció hermoso un bulldog muerto?, preguntó Emanuel. ¿Solo lo dijiste como una broma? Lo dije como una broma, contestó, pero no era una broma. Mi abuelo creía que Dios estaba en las moscas. La expresión más hermosa de un cuerpo es cuando se corrompe, decía él. Quería que cuando muriera lo dejara corromperse al sol, hasta que solo quedaran sus huesos, y que luego triturara sus huesos y los mezclara con harina y agua, para que pudieran ser digeridos por los buitres. ¿Y lo hiciste? A medias, respondió e hizo silencio. Emanuel se dio cuenta de que su pregunta había estado de más. Había mucho sobre su primo que nadie le habría querido decir.

En la tienda de lámparas Flavia le contó lo que había escuchado. Dicen que Eliot encontró al abuelo muerto en la mañana, no despertaba, ni respiraba, y el niño supo que finalmente había sucedido, y lo llevó hasta una especie de prado, y el cuerpo estuvo varios días a la intemperie. Una carroña a cielo abierto. Pero el niño se horrorizó demasiado y por fin lo cubrió de paja y madera y le dio fuego. Durante varios días Eliot trató de ocultar la muerte del abuelo a los demás campesinos que vivían por allí, pero inevitablemente descubrieron lo que había pasado. No quería contarte nada de esto, pero ya que te enteraste de una parte de la historia… Conversé mucho con tu tío abuelo, era una persona interesante. Macabra, pero interesante. ¿Y lo de la quema del dinero fue verdad? No lo sé, no estoy segura. Solo trataba de convencerme de sus extrañas ideas. Mi padre lo toleraba porque entonces tenía mucho dinero. ¿Crees en Dios?, le preguntó Emanuel a Flavia. No, no creo en Dios. Ni en el que creen tus padres ni en el de las moscas. Mi madre dice que las personas que hacen el mal están lejos de Dios, dijo el niño, pero tú haces el bien aunque estés lejos de Dios. Estarían cerca de Dios las mejores personas, pero también las peores, contestó Flavia, suponiendo que existiera Dios. Lo que intento decir es que hacer algo lo suficientemente malo también nos acercaría a Dios.

Emanuel guardó aquella última frase en su memoria. No era capaz de entenderla y un instinto suyo la rechazaba, sin embargo había otro instinto que la reconocía de inmediato, como una verdad autoevidente. Tal vez la frase le regresaba a la cabeza una y otra vez porque por un lado no podía imaginar a alguien más decidido a hacer el mal que su primo Eliot, y por el otro no imaginaba a alguien más cerca de Dios. Estaba tocado por una especie de inmunidad mística. La mayor parte de las respuestas que daba a cualquier pregunta que se le hacía constituían mentiras, que elaboraba en el justo instante gracias a un ingenio perverso. Sus chistes llegaban a una crueldad que hasta entonces Emanuel no había conocido, ni habría considerado posible. Varias veces lo había visto sonriendo frente a una hoguera. Eliot llevaba sin falta una caja de fósforos en el bolsillo, y con ella prendía fuego a la cosa menos imprevista. Los padres de Emanuel intentaron comunicarse con los parientes de la capital, pero ya no podían retractarse. Además, necesitaban el dinero que les mandaban. Eliot se comportaba con la maldad de un niño más joven, y con la astucia de alguien mucho mayor. Físicamente era atractivo. Su sonrisa nunca mostraba los dientes. Era una sonrisa callada que dilataba los labios hasta las orejas, una mueca hermosa que en ocasiones daba miedo. Niños y adultos en el pueblo comenzaron a temerle. No a lo que el niño fuera capaz de hacer, peor, le temían miedo a él, a su simple presencia en un sitio, a sus palabras. Como mismo se le teme a una araña que no se mueve.

Los muchachos en el pueblo se encontraban divididos de acuerdo a su edad y al estrato social de los padres. Entre los seis y los trece años los varones pobres se agrupaban en pandillas para jugar y a veces para protegerse entre sí. Muchas pandillas terminaban haciéndose más cerradas y los cuatro o cinco miembros resultantes, ya con quince o dieciséis años, hacían pequeños robos en otros pueblos o traficaban artículos robados. Sin embargo la mayoría de los miembros de estas pandillas infantiles iban separándose de manera paulatina antes de cumplir los quince, a medida que conseguían pequeños trabajos, o que empezaban su vida sexual. En general el acercamiento con las muchachas solía disolver las pandillas: con quince años ningún miembro quería ser visto por las muchachas descalzo, con los pies cubiertos de polvo, o descansando a la sombra comiendo frutas robadas, o liderando patrullas de enanos llorones de nueve u ocho años. Las muchachas entre los seis y los quince años formaban grupos más reducidos que los de los varones, células de cuatro o cinco amigas, en cuyo centro solía concentrarse la amistad de solo dos o tres (las otras iban y venían: aproximadamente la mitad de las muchachas a esa edad resultaban nómadas, lo cual contrastaba con la relativa estabilidad de los varones, más tontos y leales, cuyos parias por otro lado la pasaban mucho peor, y eran sometidos a frecuentes escarmientos físicos).

La jerarquía masculina entre los seis y los trece años normalmente estaba encabezada por los niños más pobres, tal vez porque estos tenían menos ataduras y se adaptaban antes a un mundo de violencia (luego de los trece años el sistema cambiaba por completo). Por el contrario, la jerarquía femenina estaba encabezada por las niñas más adineradas. En ocasiones la niña más adinerada coincidía con la más hermosa, y en tal caso podía proclamarse como soberna absoluta. Cuando la niña más hermosa era pobre solía surgir una polarización, los dos poderes solían convivir da mala gana. En cualquier caso la niña pobre y hermosa no solía rodearse de otras niñas atractivas, y en cambio las niñas adineradas, aunque no tuvieran entre ellas a la más atractiva, solían tener como promedio un mayor atractivo físico, y por tanto, utilizando sus fuerzas sumadas, conseguían ejercer un mayor dominio que la muchacha pobre y hermosa, que se encontraba aislada. Por lo general las muchachas pobres y hermosas se embarazaban de forma temprana o perdían toda su belleza física antes de cumplir los veinte años, lo cual les daba un aura trágica que una persona con experiencia distinguía de inmediato. Flavia había sido una de las muchachas atractivas y adineradas. Nunca la más atractiva, en apariencia, al menos para la sensibilidad de los muchachos de doce años. Con el paso de los años, Flavia se había vuelto cada vez más atractiva, al punto de encontrarse en su mayor esplendor justo ahora, en su época universitaria, cuando por otra parte el esplendor de la mayoría de sus antiguas compañeras había ocurrido hacía cuatro o cinco años.

Emanuel se encontraba en una pandilla en proceso de desintegración. Saludaba a los otros miembros cuando los veía en un sitio, pero al hacerlo sentía una incomodidad inexplicable, y se preguntaba si los otros miembros sentían algo parecido al verlo a él, y si la incomodidad yacía en suponer que el otro se sentía incómodo, y si todos se sentían estúpidamente incómodos solo por suponer que los otros se sentían incómodos, y se preguntaba si aquello al final resultaba tan estúpido, porque no podía ser aquella una simple confusión, algo real debía haber en el alejamiento entre ellos, en la tensión entre ellos, más que una confusión colectiva infinitamente reflectante. En las condiciones idóneas, casi cualquier comportamiento externo arrojado a la caja de arena de una sociedad podría ser infinitamente reproducido por esta, como una piedra madre a la que le baste dar sepultura a un organismo para aprehender su forma y engendrar fósiles semejantes durante milenios y milenios (habría bastado que muriera un ammonite para que llegaran a nosotros miles de conchas de piedra), no obstante, algo de razón tenían los presentimientos de Emanuel: la incomodidad no era un mero reflejo entre todos los miembros de la pandilla, debió existir una incomodidad primigenia en un miembro, un ammonite orgánico, muerto y podrido en la piedra, que los comportamientos de los otros reflejaran ciegamente, sin que ellos mismos pudieran entenderlo. Los miembros de su pandilla le confesaron que la gente decía que Eliot estaba loco, pero que ellos sin embargo no creían que estuviera loco, aunque desde luego ellos también creyeran que estaba loco. Esto alejó todavía más a Emanuel de los otros muchachos, que se sentían intimidados por Eliot. No lo atacaban, ya que no era un paria indefenso como las otras víctimas a las que estaban acostumbrados, pero evitaban acercarse. Eliot entabló cierta amistad, para sorpresa de todo el mundo, con algunas niñas. Su atractivo físico y la historia de su orfandad lo volvieron inmediatamente un tema de conversación entre ellas. El acercamiento nunca fue completo, jamás permitió que ninguna se acercara lo suficiente en términos emocionales. Eliot se divertía porque jugaba con sus poderes, con sus diminutas fraternidades, pero a las dos semanas perdió el interés. Andaba solo la mayor parte del tiempo, y disfrutaba la zona del centro del pueblo, la plazoleta y los pequeños negocios. Que conociera a Flavia constituía entonces una mera cuestión de tiempo.

Una mañana Emanuel entró a la tienda de lámparas. No había nadie, solo Flavia. Por las alegres ventanas de cristal coloreado pasaban las siluetas fantasmales de los transeúntes, cuyo bullicio quedaba casi silenciado una vez que la puerta se cerraba de nuevo. La música terminaba de aislar el espacio. Flavia llevaba unos inmensos audífonos blancos, y se movía suavemente en su silla tras el mostrador. Miró a Emanuel a los ojos y encogió los hombros. No me dejan poner la música que quiero, dijo, y siguió moviéndose. Emanuel repasó las lámparas, como siempre hacía. Las lámparas guardaban una notable semejanza con las figuras de la naturaleza, estaban hechas de metal dorado y vidrio naranja, los tubos dentro de los cuales iba el cableado se retorcían como enredaderas y daban frutos luminosos de vidrio, cuya bombilla interior no se distinguía, delicados globos de luz, que huían de la facilidad de la forma esférica, y a veces se separaban, como las mitades de un melocotón. Cada una de las lámparas de la tienda se encontraba encendida, y visto el conjunto desde lejos parecía un jardín secreto en un sueño de bronce. Emanuel sintió que abrían la puerta, pero no se molestó en ver quién había entrado. Siguió mirando las los detalles de las lámparas hasta que reconoció la voz de su primo. ¿Siempre vienes aquí, verdad?, le preguntó Eliot. Emanuel se dio la vuelta. Pese a andar con ropa extremadamente vieja y barata, una talla por encima de la suya, Eliot se paraba en los talones de sus zapatos y levantaba las puntas, balanceándose sobre sí mismo con las manos en los bolsillos y la barbilla levantada, como un dandy a punto de comprar una obra de arte. Siempre vengo aquí, la verdad, contestó Emanuel. Es como un museo, dijo Eliot con su sonrisa licenciosa, me da la impresión de que no puedo tocar nada. Puedes tocar lo que quieras, dijo Flavia, no te preocupes. ¿Estás segura de que puedo tocar lo que quiera? Muy segura.

El muchachuelo se acercó a Flavia, ralentizando ceremoniosamente sus pasos. Estaba sudoroso y sucio. Su respiración animal se escuchaba. Emanuel percibió que Flavia se encontraba un poco nerviosa ante su presencia. Eliot se recostó al mostrador, y miró la computadora, las bocinas, el teléfono y los audífonos. Desconectó las bocinas de la computadora, y los audífonos del teléfono, y conectó las bocinas al teléfono. Sus dedos sucios dejaron una marca en el blanco inmaculado del cable. Huellas dactilares incompletas. Sonó en la tienda una música agradable en otro idioma. Tienes buen gusto musical, dijo Eliot. Gracias, dijo Flavia. ¿Tu jefe te permite traer los audífonos al trabajo?, le preguntó. Flavia suspiró y sonrió, tal vez un poco incómoda. Mi jefe es mi padre, contestó. Tienes muchísima suerte entonces, dijo Eliot, no tienes jefe. Créeme, tengo jefe, dijo Flavia. Si esto último es verdad significa que no tienes padre, contestó el muchacho, al menos no mientras sea tu jefe. Eliot la miraba detenidamente a los ojos, a ella le costaba sostener la mirada. Pero lo que me dices es mentira, puedo verlo, sí tienes padre. Miras como alguien que tiene padre. Eliot se fijó en una inmensa lámpara que había sobre sus cabezas, de la que caían decenas de bombillas diminutas. Me gusta esta, prometo algún día venir por ella. Yo también tengo padre. Le pediré que me contrate como su empleado, y que sea mi jefe, aunque eso signifique que mientras tanto deje de ser mi padre, y trabajaré duro, y ahorraré dinero, y vendré por esta lámpara. ¿Dónde la pondrás?, le preguntó Emanuel, tratando de seguirle juguetonamente la corriente, y al tanto de que Flavia sabía que su primo había dicho al menos un par de mentiras. No tengo casa todavía, ni cuarto, porque vivo con mi padre, así que cuando la compre por el momento la tendré que dejar aquí. Lo que más me interesa es ser el dueño. Me da igual que todos la sigan viendo cuando entren a la tienda. Puedes traer a tu padre, le dijo Flavia, te prometo que podrás pagar la lámpara a plazos, sin intereses, durante años, si lo traes a él y me demuestras que es tu padre. Eliot quedó mudo y durante algunos segundos no pudo reaccionar. Flavia se había arrepentido de lo que había dicho justo cuando ya había terminado de decirlo. Eliot salió de la tienda. Lo siento, dijo Flavia, no entiendo cómo pude decirle eso, nunca me había sentido tan extraña, lo siento mucho.

Emanuel corrió tras Eliot. Lo encontró llorando en una callejuela. ¿Estás bien?, le preguntó el primo. Voy a quemar esa tienda, contestó con la voz rota. Voy a robar la lámpara y voy a quemar esa tienda, lo prometo. No importa lo que pase conmigo después. Voy a robar la lámpara y a quemar esa tienda hasta que no quede nada. Lo prometo.

Durante varios días Eliot permaneció en silencio y no salió de la casa. Los padres de Emanuel se aliviaron. Emanuel no les dijo nada de lo que había pasado en la tienda. Eliot se dio cuenta de la lealtad de su primo y una noche le dio las gracias. Después de comer llamó a Emanuel por su nombre (cosa que rara vez hacía) y le dijo que sabía que sus padres le habían preguntado por él y que sabía que él no había dicho nada. La relación entre los primos era distinta de la relación que Eliot tenía con el resto de las personas. Con Emanuel solía comportarse como un ser humano más o menos normal. Se permitía confesiones y comentarios villanescos, aunque inofensivos, y nada más. Eliot le contó a Emanuel que sus primos en la capital le informaban de cada una de sus palabras y acciones a sus tíos. Los llamaba cariñosamente los informantes. Creían que estaban haciendo lo correcto, dijo Eliot, respeto eso. Lo correcto en su caso era lo mismo que lo conveniente. No se buscaban problemas. Lo correcto para la mayoría de las personas coincide con lo conveniente, también para tus padres. Lo siento, Emanuel, pero te lo tengo que decir: tus padres hacen algo correcto solo si es conveniente. Estoy al tanto de eso, dijo Emanuel. Me aceptaron aquí por el dinero, ¿no es verdad? Emanuel contestó afirmativamente con la cabeza. Los respeto, dijo Eliot, entiendo sus razones, el Dios al que le rezan no es el Dios de la bondad, sino el de la conveniencia. Son coherentes a su manera. ¿Y tú le rezas al Dios que vive en las moscas?, preguntó Emanuel. Las moscas tienen su propia moral, respondió.

El viento soplaba y tambaleaba el marco de la tela metálica en la ventana. Tu amiga de la tienda es un caso aparte, dijo Eliot. No era conveniente para ella lo que dijo. Simplemente vio la oportunidad de ser cruel y fue cruel. ¿Y tú no eres cruel?, le preguntó Emanuel. Yo nunca he ido por el mundo pretendiendo ser una buena persona. Ella sí, pude verlo inmediatamente, eso fue lo que me molestó. Creo que a las muchachas lindas uno las juzga más duro que a las demás, dijo Emanuel. Uno tiene la sospecha de que son unas creídas insoportables, y en cuanto aparece la más mínima información que lo confirme… ¿Crees que es tan linda?, le preguntó Eliot, ¿de eso se trata? Creo que es muy linda, contestó Emanuel. Ponerse del lado de una muchacha linda es conveniente, ¿no crees?, le preguntó Eliot. Emanuel no respondió. Me pregunto cómo habrá sabido. Supongo que se habla de mí en el pueblo, la gente disfruta hablar de los casos perdidos. ¿Tú le contaste mi historia? Emanuel estuvo tentado a decir que al contrario, ella le había contado a él su historia, y que le había contado detalles que ni siquiera él había confesado, pero se dio cuenta de que estaba cayendo en una trampa. Eliot le había empezado a hablar de la deslealtad de sus primos de la capital precisamente porque quería sacarle información. No le he dicho nada, contestó, ni tengo la menor idea de lo que ella sabe sobre ti. ¿Todavía quieres quemar la tienda? No, pero la voy a robar. Ya lo he decidido. Te lo he confiado a ti y solo a ti. Si alguien se entera será porque tú se lo habrás contado.

Emanuel descubrió que necesitaba ganarse la confianza de su primo, justamente para prevenir después el robo. Hay algo que la gente cuenta sobre tu abuelo, dijo, no sé si será verdad o mentira, y no es mi problema, así que no me tienes que decir. La gente cuenta que robó dinero solo por el placer de quemarlo después. Eliot sonrió, de una manera vulnerable, como Emanuel no lo había visto hacerlo hasta ese momento. Su primo había sonreído por primera vez sin un ápice de cinismo. La gente no tiene idea de lo que mi abuelo fue capaz de hacer, dijo. Le habrían tenido miedo, y me tendrían miedo a mí ahora. Somos sacerdotes de la esencia. El fuego revela la esencia de las cosas, lo que las cosas significan. La putrefacción también lo hace. Las sustancias se separan en sustancias más primitivas. Los vapores que estaban aprisionados en forma de materia regresan al aire. El agua que estaba en la carne regresa al suelo y es purificada por las piedras. Incluso la vida se separa en esencias más primitivas. En las primeras esencias que hubo en el mundo. Cada cuerpo que se pudre es un regreso a la Creación y a Dios. Ahí está su belleza. Probablemente no entiendas por qué te cuento esto, hay cosas que algún día te tendré que contar, antes de que alguien más lo haga.

Por varios segundos Emanuel se quedó pensando en la teoría de las esencias, y le vino a la mente la imagen de su tío abuelo muerto a la intemperie. ¿Lo que dices de las esencias también se aplica a la moral?, preguntó. Está claro, también se aplica a la moral, contestó Eliot. La verdad corrompe del mismo modo que un organismo vivo corrompe la esencia de la naturaleza. La verdad es un organismo de las ideas. Emanuel se estremeció, no estaba seguro de entender. ¿Por eso mentir o matar nos acerca a Dios?, preguntó. Exactamente, contestó Eliot. Mentir o matar son descomposiciones del alma, o más bien son resultados de la descomposición del alma en verdades más esenciales. Hay una última cosa que quería preguntarte, dijo Emanuel. ¿Cómo estás tan seguro de quiénes eran los informantes en la capital? Te dije que había muchas cosas que te tenía que contar, y te dije que mi abuelo y yo éramos sacerdotes. Yo cosas. Nunca trates de ocultarme algo, yo lo sé todo. Emanuel pensó en lo que le había contado Flavia. ¿Estaba Eliot probando su lealtad? Siempre tendría esta sensación a partir de ahora, no saber si él llevaba la delantera o era su primo.

Se durmió tarde en la madrugada. A la mañana siguiente comprobó que Eliot ya se había despertado antes. Emanuel fue todavía con sueño, como un borracho, hasta la cocina. La madre le había pedido que se encargara del almuerzo. Los objetos habían cambiado de lugar. Platos sucios en el fregadero que no habían estado por la noche. Ropa mojada, sin tender. La madre se habría tenido que ir a limpiar alguna casa antes de la hora prevista, quizás por un cambio de planes de los dueños de la casa, una posible visita imprevista. También podría haberse tratado de una salida  imprevista (las casas de clase media alta, a diferencia de las de clase auténticamente alta, jamás se dejaban solas al cuidado de la servidumbre, de hecho los dueños se preocupaban por merodear cada cinco minutos la habitación que se estuviera limpiando, no fuera a ser que la servidumbre robara un búcaro irremplazable). Las ventanas habían sido abiertas y había pasadizos de luz solar a lo largo de la casa. Despertarse tarde era como ver una película ya empezada en la televisión. Implicaba atar cabos narrativos, hacer un trabajo detectivesco de evaluación del entorno, antes de emprender cualquier actividad.

Lo extrañó el inusual número de moscas que había deambulando de un lugar a otro. La conversación de la noche anterior parecía flotar todavía. Hizo los deberes de la casa y luego salió a la calle, para despejar su cabeza. No almorzó, dejó el almuerzo hecho para los otros. Quería hablar con Flavia personalmente, pero no era buena idea hacerlo tan pronto, si su primo se enteraba podría pensar que había ido a contárselo todo. ¿Pero no resultaba eso precisamente lo que deseaba hacer? ¿No deseaba contárselo todo a Flavia, como siempre hacía? ¿Y si Flavia era su excusa para no atreverse a forjar una moral propia, una opinión moral propia? ¿Podía ser Flavia al final una mala persona, o al menos una persona ordinaria en términos morales, que él hubiera idealizado porque fuera fácil de idealizar? El sol del mediodía volvía insoportables los tejados y las calles. Y todo lo que quedaba a la sombra parecía miserable. Puede que sí, puede que el mundo sea el infierno, pensó. ¿Cuán consciente estaba Flavia de lo fácil de idealizar que resultaba ella para los otros? Emanuel sentía cierta repugnancia al pensar estas cosas, como si en el mero hecho de pensarlas ya existiera una deslealtad. En la calle los perros habían aprendido a huir de los niños. Los perros caminaban con el rabo entre las patas, débiles y enfermos, cabizbajos como bufones temerosos del golpe del cetro, habían aprendido que el gesto de amenaza de un niño con un palo significaba algo. Uno puede aprender mucho de un pueblo solo viendo sus perros.

Llegó hasta la estación de trenes. Tenía algo de cambio en los bolsillos. Había un solo vagabundo, viejo y descalzo, estaba dormido contra una pared sobre unos cartones mojados por su propia orina. Se le ocurrió que podía gastar todo su cambio en un sándwich para el vagabundo. Ese acto de impredecible bondad (aún no realizado) lo hizo sentir orgulloso, pero un instante después su orgullo devino en una vanidad rancia. ¿Y si lo hacía solo para sentirse superior al resto de los seres humanos? ¿Era normal sentirse así? ¿Cada vez que alguien hacía una beneficencia inconveniente y desproporcionada pensaba en aquello en lo que él estaba pensando? Se preguntó qué habría hecho Flavia en su lugar. Se le ocurrió comprar dos sándwiches pequeños en vez de uno grande, para que el vagabundo no se sintiera mal, si él también comía un sándwich y lo comía junto a él se trataría no de una limosna, sino de una invitación a almorzar juntos. ¿Y si la segunda opción resultaba todavía más detestable que la primera? Emanuel recordó las imágenes de las celebridades haciendo deportes junto a niños pobres. ¿Y si solo le daba el dinero íntegro? Así el vagabundo podría administrarlo según sus necesidades. Pero el vagabundo tal vez lo gastara en cigarros y alcohol. Odiaba la imagen de un vagabundo comprando cigarros con el dinero de la comida. Tuvo una idea: compró dos sándwiches pequeños, se sentó en el suelo junto al hombre, lo despertó y le dijo que un señor había pasado por ahí y les había dejado a cada uno un sándwich. Emanuel no llevaba una ropa tan gastada como el hombre, pero había niños que pedían limosnas incluso con ropas menos gastadas que la suya. Su farsa resultaba verosímil.

El hombre lo miró al principio con cierta incredulidad, como si lo evaluara. Dame el tuyo y toma tú el mío, dijo el hombre mirando el pan que el niño había reservado para sí, solo así sabré que no lo has escupido. Emanuel aceptó y añadió algo riendo. Igual nunca estarás seguro de que no había guardado para mí el que había escupido. Si hubieras guardado para ti el escupido, dijo el hombre, ¿cómo habrías estado tan seguro de que yo te iba a pedir cambiarlo? No habría estado seguro, dijo Emanuel, quizás lo escupí solo para castigarte en caso de que fueras desconfiado, y en cualquier caso mi saliva no me molesta. No me gustan las personas que no confían en mí. El vagabundo lo miró con sus ojos enfermos, hinchados por venas rojas. ¿Cómo era el señor que te dio esto?, preguntó. Alto, con el pelo crespo, de alrededor de cuarenta años. ¿Así crees que se ve un señor, no? Sí, todos los señores son altos, y tienen alrededor de cuarenta años. El pelo crespo es lo que hacía a mi señor peculiar. Dime algo, muchacho, ¿crees que eres bueno mintiendo? ¿Estás diciendo que mi historia es mentira? No, te estoy preguntando si crees que eres bueno mintiendo. Una pregunta interesante, dijo Emanuel, pero es un callejón sin salida. Esa pregunta no tiene respuesta correcta.

Ambos comieron sus sándwiches, con las piernas cómodamente tendidas. Emanuel se aseguró de que no se notara su asco por los cartones sobre los que estaba postrado el vagabundo. Miró con disimulo sus pies, las uñas parecían conchas fosilizadas de almejas. El vagabundo le contó que llevaba en la calle dos años. Casi nadie puede sobrevivir en la calle por más de cinco años con mi edad, dijo, lo más probable es que te pase algo antes. Quizás me queden dos años, o uno. He aprendido a conseguir dinero mejor que nadie. Me muevo de estación cada dos meses. He aprendido que la mayor parte de las ganancias de un mendigo sale de un puñado de personas, veinte o treinta personas que siempre que te ven te dan algo. Personas de las que te vuelves un protegido. Se sienten bien, porque le dan dinero a alguien que ellos creen que conocen. Lo que frena a la gente es que no conocen al tipo, no saben qué hará con el dinero, si lo gastará en cigarros, pero si siempre es el mismo tipo, eso los consuela. Pero luego de dos o tres meses pierden el interés. Luego de dos o tres meses sospechan que están alimentando la vagancia de su protegido. Vuelven a pensar que gasto el dinero en cigarros. La enseñanza aquí es que hay que estar en un sitio lo suficiente como para que se encariñen contigo, pero no lo suficiente como para que crean que te estás aprovechando de ellos. El tiempo preciso son dos meses, no más. He pasado dos años haciéndolo, y me ha funcionado. Tarde o temprano hay que repetir las estaciones, pero cuando eso sucede ya las personas se han olvidado de ti, o si se acuerdan se acuerdan con nostalgia, y les alegra verte de nuevo. ¿No te preocupa haberle revelado tu secreto del éxito o alguien más?, le preguntó Emanuel. Me preocuparía si esa persona fuera un vagabundo como yo, pero tú no lo eres, y de eso estoy seguro. No eres tan buen mentiroso. No obstante, agradezco que te sentaras y que hablaras conmigo. El vagabundo sonrió y sacó dos cigarros de su bolsillo, y una caja de fósforos. ¿Fumas?, le preguntó. Nunca he fumado, contestó Emanuel, pero te aceptaré uno.

Pocas veces Emanuel se había sentido tan bien como en aquella sombra, contemplando los ardientes raíles del tren. Alguna vez había querido imitar a un vagabundo, y por fin lo había conseguido, sin siquiera proponérselo.

Ahora sí iría a la tienda de lámparas. Emanuel descubrió que lo que le faltaba para ir a la tienda era una buena historia que contarle a Flavia, una historia que prácticamente pareciera salida de la imaginación de ella. ¿Se había engañado a sí mismo? ¿Le había dado el sándwich al vagabundo solo para poder contárselo a Flavia? No podía contárselo. Para que fuera realmente valioso como gesto no podía contárselo a nadie, incluso debía evitar recordarlo con demasiada frecuencia. Recordó la persistente intención de Eliot de robar la tienda. ¿Debía preocuparse en serio? ¿Debía avisarle a Flavia? En el fondo Emanuel hallaba una satisfacción venenosa en replantearse hasta el infinito cuál decisión constituía la mejor, hasta qué niveles podía llegar a ser generoso. Pero no tenía idea de cómo combatirlo. Entre más se esforzaba por ser menos falso, más falso terminaba siendo. Por el contrario Flavia, la persona a la que él imitaba, podía actuar sin parecer falsa en todo momento.

En la tienda de lámparas Emanuel se encontró a otra mujer. La nueva mujer llevaba unos espejuelos simpáticos, daban la impresión de ser los de alguien que jamás hubiera usado espejuelos. ¿Hoy no trabaja Flavia?, preguntó. Sí, pero ella ya no se dedica a las ventas, está allá arriba, en el taller. Puedes subir si quieres.

Se entraba por unas escaleras que había afuera de la tienda. El taller era oscuro y caliente. Los extractores de aire no conseguían enfriar el espacio. Encontró el horno encendido. Verlo quemaba la vista, era como si hubieran puesto un sol en un agujero. En el horno había varios tubos de metal con algo en la punta que brillaba, un magma blanco. Flavia conversaba con un hombre joven. Emanuel se acercó en silencio. Sobre las mesas, en la penumbra del taller, dormían maquinarias colosales, que habían devorado a medias las planchas de metal, con las que adivinó se hacían las bases de las lámparas. En una esquina había un bosque de tubos color bronce, rectos, todavía sin torcer. ¿Qué es lo que tienen en el horno?, preguntó Emanuel. Flavia lo saludó sorprendida. El hombre también saludó, quiñando un ojo. Eso que ves es vidrio derretido, dijo Flavia.

Sacaron los tubos, con mucho cuidado. En aquel estado el vidrio parecía la sustancia más primitiva del universo, una maleable seda de estrella. Con cada segundo que pasaba la seda se hacía más oscura, de blanco pasó a amarillo ámbar. Ahora verás lo mejor, dijo Flavia, y sopló por un extremo del tubo hasta que se infló el globo de vidrio inflamado. ¿Así es como se hacen?, preguntó Emanuel. Se necesita mucha práctica, pero en definitiva de esto se trata. Emanuel se acercó, había quedado hipnotizado por la transparencia roja del vidrio. En un momento me quedo contigo, le dijo Flavia, déjame terminar aquí. Le dieron un acabado al globo utilizando unos instrumentos que parecían de un metal especial. Giraban el tubo como un torno, y en sus revoluciones el globo obedecía al tacto de los instrumentos, hasta que por fin se apagaba en rojos y marrones volcánicos. Flavia y el hombre, que se llamaba Ramón, inflaron los demás vidrios y repitieron el procedimiento. Luego Ramón recogió sus cosas, se despidió de ambos y se fue.

Flavia se quitó los guantes y el overol. ¿Por qué ahora trabajas aquí?, le preguntó Emanuel. Ella suspiró y se sentó en el suelo. Sudaba y la piel le adquiría un brillo grasiento, metálico. Mi padre se enteró de ciertas cosas, respondió, entre ellas de mi hábito de no rechazar las propinas, o peor, de mi mal hábito de devolver el dinero a los clientes que piden un rembolso después de que sus lámparas fallen, estando en el límite de la fecha de garantía. Flavia se encogió de hombros y miró hacia abajo. Se había quedado con una blusa blanca y unos shorts que llevaba debajo del overol. Eliot había descubierto el punto débil de Flavia en un minuto: su padre. A Emanuel jamás le habría pasado por la cabeza. Ahora entendía mejor por qué ella se había sentido incómoda durante la conversación con su primo. ¿Hay algo que pueda hacer para que te sientas mejor? No hace falta que hagas nada, dijo ella, estoy bien. Me gusta trabajar con el cristal, no me molesta estar aquí. Lo que detesto es la sensación de deberle cosas a mi padre, o peor, de que él sienta que yo le debo cosas. Como si hubiera una especie de factura infinita, que yo nunca pudiera pagar, y que él tuviera guardada en alguna parte. No haría falta mostrármela. Bastaría hacer sutiles referencias a su existencia. No tienes idea de cuán triste puede ser. Mi padre es un gran negociante, es decir, una persona a la que no le importan las personas. Ha hecho mal al mundo, créeme. Y lo único que puedo hacer es compensar otra factura infinita que siento que tengo con el mundo, por el simple hecho de ser su hija. El mundo tendría una segunda factura guardada, y la gente podría amenazarme con ella en cualquier momento. Y yo trataría de compensarla, siendo flexible con la garantía de las lámparas. Pero siento que al trabajar para mi padre no puedo restar una sola cosa a una factura sin sumarla a la otra. No puedo quedar bien por una vez con el mundo sin quedar mal con mi padre. Ni puedo quedar bien con mi padre sin extender mi factura con el mundo.

Jamás Flavia le había contado nada de esto. De repente le parecía encontrarse ante otra persona, mucho más frágil, y Emanuel comprendió que había sido un tonto al asumir que una muchacha cuyos padres tuvieran dinero iba a tener la vida resuelta. ¿Te sientes culpable porque tu padre es un gran negociante? ¿No crees que sea un poco exagerado? Es más complicado de lo que parece, contestó Flavia. Mira, si eres una niña y ves que tus padres tienen dinero, y que muchas otras niñas quieren estar en tu lugar, hay dos caminos posibles: un carácter dominante te volverá líder de la manada sin que te des cuenta, un carácter tímido te aislará y te hará sentir culpable por no estar siendo lo suficientemente feliz, por tener las comodidades, las condiciones idóneas para ser feliz, y no conseguir serlo. Yo era tímida como un gato debajo de un mueble. Estaba convencida de que cada persona que me veía pensaba: de yo haber tenido esas ventajas habría hecho algo mucho mejor, habría llegado mucho más lejos. Esa fue mi niñez, y mi adolescencia. Y los años no me han hecho sentir mejor, porque he comprendido muchas cosas, he comprendido por qué algunos amigos de la familia comenzaban a alejarse, o por qué nos alejábamos de ellos. Siempre fue una cuestión de negocios. Según mi experiencia, mi padre no ha mantenido una sola amistad que no le haya ofrecido ventajas, principalmente ventajas en los negocios. Ya que por mí misma no pude hacer amigos, lo único que me quedaba era hacerme amiga de los hijos de los amigos de mis padres. Esos compañeros de fiestas, unidos por las circunstancias, a los que nunca conocí en la escuela, o en la cotidianidad de sus casas, sino bajo los manteles de las mesas surtidas, o en los jardines, o en las piscinas, a cuya mitad más baja quedábamos restringidos, ni siquiera sé ahora qué habrá sido de ellos. Cuando mis padres se alejaban de uno de sus amigos, me alejaban a mí de sus hijos. Perdón por contarte todo esto. No me gusta hablar de mi padre. Mi padre se opuso a que estudiara actuación, no cree que actuar sea un trabajo real, y tal vez él tenga razón, tal vez yo crea que es un trabajo real porque en el fondo sé que si me va mal siempre puedo contar con su dinero, siempre puedo regresar de la capital y pedirle que me dé un empleo en cualquier cosa, pero tengo el derecho a intentarlo. He sentido toda la vida que los demás me miran y piensan: si hubiera tenido sus ventajas habría llegado más lejos. Bien, por una vez trataré de aprovechar esas ventajas. Eliot tiene razón, tengo un jefe y no un padre, pero ha dejado de ser un padre incluso antes de ser mi jefe. Quizás te habrás preguntado cómo conocí al abuelo de Eliot: fue amigo de mis padres por un breve tiempo, antes de que cayera completamente en la locura. De Eliot haber sido mayor tal vez hubiera ido a las fiestas con su abuelo, y hubiera sido uno de mis amigos. Cuando entró a la tienda me pregunté si me reconocería, o si sabría a quién pertenecía este negocio. Nada justifica lo que le dije, lo siento mucho. No sé qué hacer para compensarlo.

Tal vez sí te reconoció, dijo Emanuel. Hasta donde sé Eliot disfruta esconder lo que sabe, y disfruta manipular a la gente. Si Eliot hubiera sabido quién eras no habría dejado que te enteraras, ni que yo me enterara. Hay algo que te debo que decir. Mi primo me ha repetido varias veces que quiere robar la tienda de lámparas. Supongo que como una venganza personal, o como un modo de sentirse mejor con respecto al abuelo, a haberle fallado. Probablemente pretenda robar y quemar el dinero, como su abuelo hizo, o destruir las lámparas. Flavia miró a Emanuel desde el suelo y sonrió de una manera intrigante. Eliot sonreía sin mostrar los dientes, alargando la línea de la boca, y con la mirada despierta, Flavia sonreía igual sin mostrar los dientes, pero absorbiendo sus labios, con la quijada inmóvil, la mirada distraída, y las cejas fruncidas y culpables. Cuando reía muy fuerte solía soltar el aire entrecortadamente, y de ser el motivo lo bastante meritorio, llegaba a ahogarse por unos segundos agónicos de carcajada silente. ¿Crees que se atreva a hacerlo? No lo sé, contestó Emanuel. Tal vez que tu primo robe la tienda sea lo mejor que nos pueda pasar a todos, dijo Flavia, me alegraría mucho que sucediera. ¿Hablas en serio? No lo sé, Emanuel, realmente no lo sé.

Flavia recogió sus cosas y se lavó las manos en un lavabo de cemento que había en una esquina del taller. Debiste subir al taller por las escaleras internas, Patricia debió decirte que hay una puerta que da directo hasta acá. Bueno, no importa, menos mal que viniste, te tengo un regalo… lo había olvidado. Fui a la capital este fin de semana y una persona fue tan poco cautelosa como para invitarme a ver cómo funcionaba la cocina de una pastelería. Naturalmente en esa pastelería tenían cerezas, tenían en refrigeración pequeñas cajas de cerezas que utilizaban en su producción industrial de pasteles. Así que robé una pequeña caja para ti, para que te comieras en un par de minutos las cerezas de al menos veinte pasteles. Flavia sacó la caja de su mochila y la abrió. El cartón de la caja era cromado, y el niño adivinó que las letras de tipografía líquida impresas en el cartón constituían las iniciales del nombre del negocio. Las cerezas brillaban como si estuvieran mojadas, y a través de su color prácticamente se notaba cuán delgada era la piel que las cubría, y cuán jugosa su carne. ¿Por qué no compraste una caja de cerezas, en vez de robarla?, le preguntó Emanuel. Porque si las compraba serían cerezas ordinarias. Lo interesante aquí es comerse de un tirón la mejor parte de veinte pasteles.

Emanuel le preguntó a Flavia si no le importaba que la acompañara hasta la casa, ya que él no tenía nada importante que hacer, y ella aceptó. Caía la tarde, y había luces prendidas en las casas después de las jornadas. Las casas atravesaban la hora incierta entre las cinco y las siete, en la que nada sucede. Mientras caminaba Emanuel iba cogiendo cerezas de la caja. De vez en cuando Flavia robaba alguna. ¿Cómo tu padre descubrió lo de las propinas? La mujer que actualmente ocupa mi puesto en ventas, Patricia, se encargó de informarle. La odié desde que la vi, dijo Emanuel. No seas tan duro, dijo Flavia, ella realmente necesitaba ese puesto. ¿Eso crees? Mi padre la despidió para conseguirme el trabajo de verano. ¿Tú lo sabías? Me enteré ahora, de haberlo sabido no habría aceptado el trabajo. ¿Entiendes lo que te decía de las dos facturas? La factura del mundo se estaba ampliando y yo ni siquiera lo sabía. ¿Despidieron a alguien en el taller también para que trabajaras? No, se inventaron un empleo de la nada. Ahora dos personas, Ramón y yo, hacemos lo que podría hacer una sola. Y con ello se extiende la factura invisible de mi padre.

Al doblar una esquina se toparon con Eliot. Estaba en la escalera de un edificio, bloqueando la entrada. Tenía en la mano la caja de fósforos. Colocaba un fósforo contra la lija, y lo paraba con una mano, con la otra, utilizando un solo dedo, lo disparaba como si su extremo fuera una pelota de golf, intentando que se encendiera con el golpe. Emanuel lo había visto jugar a eso varias veces. Había desarrollado una habilidad prodigiosa para improvisar aquellos fuegos artificiales de bolsillo. Emanuel elevó la mano para indicar un saludo. Eliot no respondió: solo disparó un fósforo, que se prendió y se apagó en el aire. Emanuel y Flavia siguieron caminando, y apresuraron el paso sin darse cuenta. Eliot lanzó otro fósforo, en dirección a Flavia. El resto chamuscado rebotó contra la ropa. Emanuel recordó la intención inicial de quemar la tienda. ¿Te da vergüenza saludarme en la calle?, le dijo Eliot. Emanuel se disculpó con Flavia y le pidió que siguiera sola hasta la casa.

No tenías que quedarte conmigo, dijo Eliot, solo quería que me saludaras sin avergonzarte. No estaba avergonzado, solo estaba incómodo, son cosas distintas. Estabas incómodo porque te preocupa demasiado la opinión que ella tiene de ti, contestó. Te preocupa que ella piense que te pareces a mí. Pero no tienes que preocuparte por eso, no tienes que demostrar nada para seguir siendo su amigo. La única forma de que se aleje de ti es que dejes de ser pobre, y eso no va a pasar. No entiendo, dijo Emanuel. Tu amiga te mantiene cerca porque eres pobre, ese es el rasgo que más le gusta de ti, que seas pobre, porque es muy fácil ser bueno con un pobre si tienes dinero, solo debes comprarle cerezas y helados y cosas que él no pueda pagar y ya eres bueno. Ser tu amiga la hace sentirse interesante. Tan interesante como tú te sentías haciéndote amigo del vagabundo en la estación.

Emanuel se preguntó cómo Eliot se habría enterado de lo del vagabundo, tal vez pasaba por allí, o tal vez conociera al vagabundo. ¿Cómo sabías que ella tenía problemas con su padre?, le preguntó. Yo sé cosas porque Dios las observa y me las cuenta. Tengo un trato con él, hay un pequeño altar en el patio, en el que le hago tributos. ¿Quieres que te lo enseñe?

Fueron hasta la casa, con el sol a punto de ocultarse. Se desplegaba sobre el pueblo un cielo azul intenso, que no quedaba claro si ya era el cielo definitivo de la noche o todavía era el de la tarde moribunda. En la casa el padre de Emanuel dormía sobre su sillón. Nadamás se veía la silueta. Su trabajo consistía básicamente en dormir mientras hacía guardia, y cuando lo terminaba celebraba el tiempo libre durmiendo un poco más. Parecía un hombre muerto, o alguien mucho más viejo, alguien que tuviera esa edad en la que uno ya parece estar medio muerto a toda hora.

Había aumentado el número de moscas. Eliot invitó a Emanuel a meterse entre unos arbustos del patio. El olor a putrefacción le produjo unas náuseas insoportables. Divisó la forma confusa de un gato, o algo que parecía haber sido un gato (llamarle gato a un gato muerto quizás también constituya una imprecisión). Ya casi no se puede ver nada, dijo Eliot, mañana te lo muestro mejor. Emanuel experimentaba náuseas. Eliot miró el último vestigio del sol sobre las casas, un azul claro y desértico que se apagaba con cada segundo que pasaba.

Creo que muy pocas personas han entendido la belleza del sol, dijo Eliot. La tierra es solo un gran pedrusco que se quema o se pudre a fuego lento. La vida en la tierra es posible por el calor del sol, la vida es posible porque el calor del sol descompone la tierra, la vida es solo una forma que toma la descomposición de la tierra. Burbujas que salen del agua hirviendo, o de la masa fétida. Las burbujas son las sustancias volviéndose puras. Si hay burbujas por un momento es solo para separar irreversiblemente las sustancias, es para que ya no pueda haber burbujas luego. Si hay vida es solo para que luego haya menos vida. Cada vida humana en la tierra es la cancelación de una posibilidad.

Al parecer Eliot estaba al tanto de la vulnerabilidad de Emanuel, la aprovechó para preguntarle sin previo aviso si le había contado algo a Flavia de sus planes. Emanuel sintió deseos de encararlo de algún modo, tal vez un remedio ante su desagrado por aquel escenario, y por el discurso que acababa de pronunciar. Si quieres saber qué le he dicho deberías preguntarle a tu Dios en vez de a mí, le contestó. O tal vez solo te pongo a prueba, dijo Eliot. O intentas hacerme creer todo el tiempo que me pones a prueba, dijo Emanuel, para que así no te mienta, porque te asusta demasiado que la gente te mienta, ¿no? Te asusta no tener el control. Flavia te asustó cuando entraste a esa tienda. ¿Por eso fuiste tan desagradable? ¿Por qué te asustó? ¿Porque era linda? ¿Por qué no lo admites de una vez? Te gusta Flavia. Sí, me gusta, contestó Eliot, sorprendido. Todavía eres un niño, dijo Emanuel, ¿qué intentabas hacer? ¿Creíste que comportándote como un idiota ibas a lograr que ella no te viera como lo que eres? ¿Te das cuenta de que eres muchísimo más infantil que yo? Cuando me decías que yo le gustaba porque era pobre, ¿en verdad hablabas de ti? ¿Te odiabas a ti mismo por ser alguien en quien ella jamás se fijaría, incluso si tuvieras su edad? Todo lo que haces o dices va de eso, ¿no? Tu discurso del sol y de las larvas te lo enseñó tu abuelo, pero ni tú mismo lo entiendes, solo lo repites. Sé cómo funciona, soy un imitador profesional, a esta edad todos lo somos. Eliot empezó a llorar. Emanuel reaccionó como si se tratara de un llanto falso, un último intento de revertir la situación: salió de los arbustos y se metió en la casa.

Eliot atravesó un período depresivo que se prolongó durante semanas. Dejó de pasear por el centro del pueblo, y no se escucharon más sus bromas villanescas. No hubo más altares a las moscas, ni incendios provocados. Empezó a hablar de una manera distinta, sin mirar a los ojos y sin sonreír. Daba las gracias, se comportaba de manera amable. Pero permanecía la mayor parte de la noche despierto, sin hacer nada. Apenas comía, y en el día, además de ayudar en la casa, solo se dedicaba a mirar la pared, de una forma que provocaba una sincera lástima.

Los padres de Emanuel se tomaron su cambio de actitud de buena manera al principio, pero incluso ellos, que tenían una pobrísima destreza para detectar la tristeza en otros seres humanos que no fueran ellos mismos, fueron capaces de detectar que algo peligroso estaba sucediendo. Emanuel, que en un inicio se había convencido de que se trataba de una estrategia deliberada de su primo para ganarse la atención de todo el mundo, también comenzó a preocuparse. Le contó a Flavia lo que le había dicho aquella tarde, omitiendo algunos detalles claves. Entiendo cómo te sientes, dijo ella, yo también le dije algo terrible. Ojalá pudiéramos hacer algo.

Flavia había empezado a salir con Ramón, el trabajador del taller de lámparas. Era un buen tipo, en apariencia. Fuera del taller tenía una afición desmedida por no parecer un trabajador, sino el dueño de algo, que expresaba tratando de vivir muy por encima de sus posibilidades financieras: a menudo ofrecía pagar cosas incosteables a Flavia, que ella desde luego rechazaba, y Emanuel llegó a preguntarse si solo se las ofrecía porque estaba convencido de que ella iba a rechazarlas. Solían salir a un restaurante en el centro del pueblo, al que iban personas diez años mayores que ellos. En cierto sentido, Ramón parecía alguien diez años mayor (como solía suceder en el pueblo), pero Flavia parecía una mujer exactamente de la edad que tenía. Emanuel se preguntó qué le vería ella a aquel tipo. No comprendía lo importante que resultaba para Flavia encajar en el círculo de los trabajadores (en total, contando todos los turnos, en la venta y en el taller, eran como diez), puesto que el círculo de los trabajadores detestaba a su padre tanto como ella, y porque ser asimilada por ellos implicaba un perdón simbólico de la sociedad por ser su hija. Ramón era el tipo más atractivo y deseado en aquel feudo diminuto, receloso de su rey, era la persona indicada con la que huir del castillo.

Desde que había empezado a trabajar en el taller, y desde que inició la relación con Ramón, Flavia fue desapareciendo de la vida de Emanuel. A él le costaba entenderlo. Una vez lo invitaron al apartamento en el que ambos estaban viviendo (el antiguo apartamento de Ramón). Flavia lo recibió en una bata de casa, y Ramón no llevaba camisa. De algún modo aquella era la vida real. Fueron amables, pero la conversación no llegó demasiado lejos. Se notaba que existía una intimidad auténtica entre ellos, pero para que esa intimidad existiera se habían sacrificado las otras. Hablar con Flavia ahora también implicaba hablar con Ramón. Ambos se habían fundido en un solo interlocutor, que solo sabía hacer preguntas tontas, como si tenía ganas de entrar en la escuela de nuevo, o contar historias que necesariamente tenían que tener gracia para Ramón, historias carentes de la sutileza y el alma extraña que siempre había caracterizado a Flavia, el alma que Emanuel había tratado de imitar. Hasta cierto punto, tanto Flavia como Eliot habían desaparecido por motivos distintos. Los dos polos opuestos en torno a los cuales por un momento había girado la vida de Emanuel se habían debilitado hasta el punto de no ejercer ninguna influencia. Emanuel llegó a odiar a Ramón. No podía ver que a fin de cuentas era un buen tipo con el que se estaba acostando Flavia antes de ir a la escuela de arte. Toda mujer antes de madurar debería estar alguna vez con un tipo como Ramón, porque es la única forma de asegurarse que después no se terminará con alguien como él. Cada vida humana en la tierra es la cancelación de una posibilidad, y hacer una cosa es el único modo de prevenirla.

Finalmente Flavia avisó a Emanuel de una tarde de domingo que tenía desocupada. Fueron a caminar por un campo que había en las cercanías de un embalse. El clima estaba agradable. Vieron pasar varias aves acuáticas, que no supieron identificar. Flavia llevó una especie de sombrero campestre, que le ofreció a Emanuel varias veces para protegerlo del sol, aunque él lo siguiera rechazando. Nunca pensé que estarías con Ramón, le confesó Emanuel. Puede cargarme con una sola mano, contestó Flavia, uno no puede decir que no a alguien así. No pensé que eso fuera importante para ti, dijo el niño. Es importante que sea importante para mí: quizás se trate de que me gusta que pueda gustarme Ramón. No creo que eso sea amor, dijo Emanuel. Yo creo que sí, creo que al final lo que nos gusta de alguien es que pueda gustarnos, quizás lo entiendas más tarde. Ramón es demasiado aburrido, dijo Emanuel. Eso es un punto a su favor, dijo Flavia. Si fuera entretenido, tal vez me gustara solo por eso, por su capacidad para entretenerme. Pero no, me gusta sin importar que sea aburrido. Que te guste alguien entretenido es tan sospechoso como que te guste alguien con mucho dinero, o alguien demasiado atractivo físicamente: nunca sabrás si de verdad te gusta. Las personas realmente entretenidas, como las personas con mucho dinero, o físicamente atractivas, tienen la maldición de no saber jamás si realmente son amadas. Los buenos conversadores suelen padecer cierta clase de soledad. Lo que dices siempre me provoca una sensación rara, dijo Emanuel, es como escuchar las historias religiosas, la bondad que hay en ellas tiene algo monstruoso. Eliot decía que la verdad era un organismo de las ideas, compuesto por verdades más esenciales, y que entre más grande la verdad más corrompida la pureza de las verdades de las que se componía, y lo que me dices me suena a una gran verdad. No sé cómo asimilarla, porque en ella hay un mal. A mayor bondad, mayor mal. Soy atea, respondió Flavia encogida de hombros, no creo en el bien ni en el mal, al menos no como los entiende alguien que cree en Dios. Y en todo caso lo que te dijo Eliot también es una gran verdad, como tú le llamas. Es muy extraño, dijo Emanuel, ustedes dos no podrían parecer personas más diferentes, sin embargo son tan espantosamente parecidas…

Emanuel se acostó sobre la yerba bocarriba y se tapó la cara con el sombrero campestre de Flavia. El viento soplaba fuerte, bajaba de las nubes y se les metía por dentro de la ropa, refrescándoles la piel. La ropa se hinchaba de aire por momentos y se endurecía como la vela de un barco, y luego regresaba a su estado natural, hasta que el viento volvía a soplar. Flavia se acostó también en la yerba, imitando a Emanuel, imitando a una niña de doce años. El sombrero salió volando y ella lo capturó con una mano. Dime la verdad, dijo Flavia con una sonrisa, ¿estás celoso de Ramón? ¿Estabas enamorado de mí o algo así? No, contestó Emanuel mientras se volvía a poner el sombrero en la cara, esta vez sosteniéndolo con una mano. Me hacías sentir como un adulto. Ahora nadie me hace sentir de esa forma, y soy todo el tiempo un niño. Quizás hay algo que no entiendes, Emanuel. Los adultos no hablan de la forma en la que nosotros hablamos. Tristemente, solo los niños hablan como nosotros hablamos. Los niños no hablan así, créeme, contestó Emanuel. Muy bien, dijo Flavia, supongo que sea un punto medio entonces, quizás solo haya una edad intermedia a la que se puede hablar como ahora estamos hablando. Después todo se rompe, y no hay forma de regresar. Cuanto más hay pequeñas reminiscencias y reconstrucciones. Debes saber algo más, dijo Emanuel. Yo no estaba enamorado de ti, pero Eliot sí.

Flavia lo miró directamente a los ojos. No esperaba la revelación. Intentaba procesarla y a la vez comprobar si Emanuel mentía. La tarde en la que me llevó a ver su altar y en la que lo insulté le pregunté si tú le gustabas y me dijo que sí, y usé esa debilidad para destruirlo. No te lo conté porque no sabía cómo. Él ha estado muy mal. Pensé primero que actuaba, que intentaba manipularme, como siempre, pero creo que ahora es en serio. Flavia cerró los ojos, y se llevó la mano a la cara. Emanuel se sintió infinitamente avergonzado. Es un niño que ha pasado por una experiencia traumática con lo del abuelo, dijo ella, un niño que desesperadamente ha tratado de esconderse y de no mostrarse ante nadie, su extroversión es timidez, y yo me he burlado de él porque no tiene padre. Le parecí atractiva, lo herí, y como respuesta, engendró un odio tan descomunal que se transformó en un modo de idealización. Me siento terrible. Eliot debió estar mucho tiempo confundido, depositó su necesidad de aprobación en la persona que lo había despreciado: parece ilógico, pero ahora que lo pienso contiene una lógica perversa. Probablemente él no había aceptado ante sí mismo la atracción hasta que tú se lo preguntaste, y entonces todo se terminó de derrumbar. Porque ahora había otro testigo de su humillación. ¿No lo ves, Emanuel? Tu culpa no estuvo en haberle hecho ninguno de los reproches que le hiciste, tu culpa en verdad no fue una culpa, consistió solo en hacer la pregunta y escuchar la respuesta. ¿Sigue sin comer y sin dormir? Come y duerme, pero muy poco, parece otra persona. Ahora usa siempre ropa limpia, y mi madre lo ha enseñado a rezar. Lo hemos destruido. Quizás lo hayamos hecho bueno, pero también lo hemos destruido. No entiendo qué es lo correcto, Flavia, pero creo que debemos hacer algo, lo que sea. He querido hablarte de esto, pero apenas nos hemos visto, y Ramón ha estado siempre delante.

Que robe la tienda, dijo Flavia. Él se siente culpable por no haber estado a la altura de su abuelo. Robar la tienda le devolverá la confianza en sí mismo, y hará que crea que ha vengado mi falta. Pensarás que estoy loca, pero de verdad creo que es lo correcto. Debes convencerlo de que robe la tienda, de lo contrario nunca se recuperará. Él no va a ser feliz yendo a la escuela, ni llevando ropa limpia, ni rezando todas las noches. Desde la postura de la mayoría de la gente, eso es lo correcto, eso es lo que todo ser humano debe hacer, pero yo no lo creo, estoy segura de que no todos los seres humanos tienen que hacer lo mismo para estar haciendo lo correcto. Eliot siente que debe cometer algún gran crimen para sentirse completo: una vez que lo cometa, estará en paz, y quizás vaya a la escuela, y lleve ropa limpia, y rece, eso lo decidirá él. Mejor que el crimen no sea tal. Prepararemos la escena, para que crea que está cometiendo un crimen. Dejaré mi dinero en la caja, todo el que pueda, mucho más de lo que normalmente hay. Y le darás la llave de la tienda, y le dirás que me la has robado. Y le dirás dónde guardamos la llave de la caja registradora. Creerán que fue un ladrón profesional, porque no habrá marcas de fuerza, jamás lo incriminarán. A mi padre no le dolerá económicamente un robo a la menor de sus tiendas, y de cualquier modo la mayor parte del dinero que Eliot robe será mío.

¿Qué pasa si quema la tienda, como quería hacer desde el inicio?, dijo Emanuel. Debes convencerlo de que no queme la tienda. Puede quemar el dinero, como su abuelo, pero no puede quemar la tienda. ¿Hablas en serio? Hablo muy en serio, respondió Flavia. Tenemos que preparar el falso robo muy bien. Es la única forma de que las cosas queden en paz. Ya empieza a atardecer. Creo que es hora de irnos. Había una atmósfera enrarecida. Emanuel podía percibir algo inmenso y poderoso que lo superaba, algo que apenas podía notar mientras sucedía, pero que luego en su memoria cobraría una relevancia especial. ¿De verdad crees que Ramón te quiere, más allá de que seas entretenida?, preguntó Emanuel, levantándose. Flavia se levantó de la yerba con la ayuda del niño, suspiró y quedó seria por un instante. Más le vale, dijo.

En el patio de la casa Emanuel encontró a Eliot observando las sábanas blancas tendidas a la intemperie. Era de noche, y las sábanas reflejaban la escasa luz del cielo. Emanuel sacó una caja de fósforos del bolsillo y le preguntó a Eliot si podía enseñarle a encenderlos en el aire. Eliot le dijo que no había ningún truco, que tratara de dispararlos y que alguno tarde o temprano ya encendería. Tú los enciendes todos, dijo Emanuel. Nací con suerte para algunos asuntos, contestó el otro. No me has vuelto a hablar de tu idea de robar la tienda, dijo Emanuel. Mi idea de robar y quemar la tienda, rectificó Eliot. No tiene sentido, olvídala. ¿Y si te digo que creo que puedo robar la llave de la tienda? Eliot miró fijamente el rostro de Emanuel, sin decir una palabra, poniendo a prueba su reacción ante la ausencia de reacción. Flavia y Ramón me han invitado a su apartamento, sé dónde ponen las llaves de la tienda, y creo que la próxima vez que vaya puedo agarrarlas sin que lo noten. ¿Y tú quieres robar la tienda? La verdad estoy molesto con Flavia, creo que me ha olvidado un poco, y estoy en deuda contigo, así que se me ocurre que puedo sencillamente agarrar las llaves y dártelas. Pero tienes que prometerme que no quemarás la tienda, solo la robarás. Eliot miró para el suelo y se quedó pensando. ¿Tu plan es devolver las llaves al apartamento de Flavia después de que yo haya robado la tienda? Sí, es lo que había pensado. No me parece una buena idea, dijo Eliot. Te daré una caja pequeña con una capa de plastilina. Pondrás la llave en la plastilina mientras todavía estés en el apartamento de Flavia, y de ahí saldrá el molde. Robaré de noche, y no quemaré nada. Confía en mí, no me conviene. Si hay un incendio la policía lo tomará como un caso de terrorismo e investigará a fondo.

El pragmatismo de Eliot sorprendió a Emanuel. Su primo ahora había vuelto a esbozar aquella sonrisa, aunque de un modo distante y desganado. Antes de entrar a la casa, Eliot le preguntó si le estaba diciendo toda la verdad. Sí, claro. ¿Estás completamente seguro de que no hay nada que me estés ocultando? Emanuel afirmó con la cabeza.

Como habían acordado, Emanuel le dio a Eliot la caja con la forma de la llave grabada en la plastilina. También le dijo el escondite de la tienda en el que colocaban las llaves de la caja registradora (procedimiento que había quedado instaurado a causa de las frecuentes confusiones con respecto a quién tenía la llave, dónde estaba esa persona, y las demoras para poder abrir la tienda, además de los obvios inconvenientes y peligros de la otra variante: dar una llave de la caja a cada empleado). Eliot iría de noche, después de que los padres de Emanuel ya se hubieran acostado. Eliot pensaba que lo mejor sería hacer creer que el robo había sido perpetrado por uno de los empleados. Volver a cerrar la caja, y cerrar la puerta de la tienda, sin dejar ninguna marca que indicara el uso de la fuerza. Emanuel objetó que podrían despedir al empleado que trabajaba el día anterior. Eliot dijo entonces que tendría que dejar claras marcas que indicaran el uso de la fuerza. Una palanca metálica podría servir. Pero en ese caso, ¿para qué habría querido la llave en primer lugar?

Unas horas después Emanuel repitió a Flavia la conversación que había tenido con Eliot. A Flavia se le ocurrió que podría irse por la fachada del robo interno, todo lo que ella tendría que hacer sería contar cuánto dinero había en la caja al momento de cerrar la tienda (probablemente no mucho) y restituirlo por la mañana. Por la noche Eliot robaría solo su dinero, y por tanto por la mañana nadie se habría percatado siquiera del robo, y de ninguna manera incriminarían ni despedirían al empleado del día anterior. Emanuel dijo que si no había ninguna repercusión posterior Eliot podría sospechar que se había tratado de un simulacro. Y que si eso sucedía el plan podía terminar siendo contraproducente. Flavia le preguntó, como una broma, qué pasaría si se enteraba. Supongo que nos matará a los dos y nos dejará podrirnos a la intemperie, contestó.

Programaron el robo para la noche del domingo. Eliot dejaría marcas de fuerza en la caja registradora, pero no en la puerta. De ese modo se sugeriría que el robo habría sido acometido por alguien que no tenía idea de la existencia del escondite secreto para la llave de la caja registradora, y que tenía una especial destreza abriendo cerraduras ordinarias (la cerradura de una puerta es mucho más fácil de vulnerar que la de una caja registradora), lo cual descartaría a cualquier empleado.

Pensar en el plan hacía sentir a Emanuel la euforia de un juego. Habría sido capaz de asimilar el mal de otro, y de redimirlo. El bien no sería absoluto si no se probaba capaz de incorporar orgánicamente al mal en su interior, y de transformarlo en bien. Creía haber hallado una solución definitiva a su incertidumbre. Imaginó una sociedad en la que un hombre que hiciera el mal fuera infinitamente perdonado, y en la que las disposiciones de todos se pusieran en función de hacer benigno ese mal, sin intentar reformar a su perpetrador. Durante los días previos a la noche del domingo le resultaba difícil esconder la felicidad. Eliot, por otra parte, aunque había mejorado su estado de ánimo, seguía comportándose de un modo extraño, seguía comportándose como lo que podría llamarse un ser humano normal. Incluso durante las averiguaciones y los preparativos del robo parecía demasiado razonable. Se comportaba como un ladrón corriente, que estuviera haciendo un trabajo más de muchos en su historial. No había soltado ningún discurso demoníaco ni había mostrado interés en quemar el dinero, como había hecho su abuelo. Emanuel le preguntó si robaría la inmensa lámpara del techo, y Eliot le respondió que le sería imposible transportarla sin ser visto, y que luego no tendría dónde ocultarla. El nuevo temperamento de Eliot resultaba decepcionante, insoportable. Emanuel se ofreció para ir con él a la tienda en la noche del domingo. No hay problema, contestó el otro, siempre y cuando hagas lo que te diga.

El domingo por la tarde Emanuel fue a ver a Flavia, pero no la encontró en el taller. Le dijeron que había estado ocupada, por culpa de su mudanza a la capital. Había estado buscando un cuarto y un compañero de cuarto. Fue al apartamento de Ramón. Se demoraron en abrir la puerta. Finalmente abrió Ramón, y lo saludó sonriendo. ¿Buscas a Flavia? Está aquí. La llamó y Emanuel tuvo que esperar treinta eternos segundos a que llegara, indeciso sobre si decirle o no algo más a Ramón. Flavia estaba acabada de levantar, no parecía precisamente ocupada. Se sentaron los tres, y trataron de desarrollar una conversación. Flavia le dijo a Emanuel que iba a irse en un par de días, que ahora había intentado dormir, porque llevaba muchos días sin tiempo para hacerlo. Voy a extrañarte mucho, le dijo Flavia. Aquella sería una de las últimas veces que la vería en un buen tiempo, y ni siquiera tenían libertad para hablar sobre el plan de Eliot, tal vez la última cosa que ellos planearían juntos. Emanuel se preguntó qué habría pasado si Flavia se hubiera ido esa tarde, se preguntó si habría sido capaz de seguir el plan sin Flavia, sin un observador y cómplice. ¿La diversión del plan yacía en la compañía de Flavia? Eso de lo que tú y yo sabemos, le dijo repentinamente Flavia a Emanuel, ¿todo está bien? Sí, todo está bien.

En la casa se comió a la hora usual. Emanuel y Eliot vieron un poco de televisión, y fueron temprano para el cuarto. Eliot se tiró en la cama, bocarriba, como alguien que hubiera acabado una tarea, y no como alguien que estuviera a punto de emprender una. Gracias por lo que Flavia y tú han hecho, dijo Eliot. Ha sido muy generoso. Terriblemente arrogante, al creer que el mal podía ser encerrado y dominado, pero generoso. Emanuel se sentó en su cama, descansó los brazos sobre las rodillas, con la vista hacia el frente, y depositó toda su atención en su primo. ¿De qué estás hablando? Sé lo que Flavia y tú trataban de hacer, siempre lo supe. Al principio pensé en burlarme de ustedes. Necesitaban un escarmiento, por creer que estaban por encima del resto del mundo. En el patio, debajo de unos cartones, guardé un galón de gasolina. Iba a quemar la tienda, y me iba a escapar con el dinero extra que Flavia ha puesto en la caja registradora. Mi armario está vacío. Mis cosas están ya listas para la huida. Pero ya no veo sentido en hacerlo. De verdad creí que podría hacerlo, como mismo creí que podría enfrentar la muerte de mi abuelo de la forma en la que él quiso que la enfrentara. No entiendo qué me pasa. De repente cualquier cosa me parece aburrida, y sin sentido. He estado intentando jugar con ustedes, pero no puedo. ¿Cómo supiste lo que Flavia y yo planeábamos? Dios me lo dijo en cuanto lo hablaron, contestó. ¿Y Dios te pidió ahora que te detuvieras? No, no he vuelto a escuchar su voz desde entonces.

Emanuel quedó impactado por la inacción del otro. Ya no podría ver a Flavia nunca más como el modelo moral a imitar. El mal había jugado con ellos, a tal punto que se había aburrido de jugar con ellos. El imitador se quedó hasta la medianoche hablando con Eliot. Luego se acostó y al parecer se quedó dormido. A Eliot le costó más tiempo conciliar el sueño. Y más bien se trató de un sueño ligero, inquieto, que nunca fabricó imágenes, sino que se limitó a neutralizar los sentidos y a hacer descender el pensamiento a un nivel muy primitivo, en el cual la consciencia quedaba reducida a las interacciones de unos pocos nervios, en los que el tiempo se apagaba, dando lugar a breves eternidades y a breves universos, por completo diferentes del nuestro, que tal vez no tuvieran más que unos pocos segundos de duración.

Cuando se despertó definitivamente de aquel limbo, Eliot no podía recordar exactamente con qué había soñado. Solo notó que la cama de Emanuel estaba vacía, y que el equipaje en el que había guardado sus cosas para la huida no estaba donde lo había dejado, en la esquina del cuarto. Pronunció en voz alta el nombre de Emanuel, pero nadie respondió. Salió al patio y escuchó que algunos vecinos murmuraban en la calle. Bajo los cartones no estaba el galón de gasolina. Entonces contempló el cielo y vio que una delgada columna de humo se desdibujaba en la oscuridad.

Salió a la calle. El ruido de la puerta debió despertar a los padres de Emanuel, cuyas voces ahora preguntaban qué pasaba. En la puerta de la casa del frente dos vecinos hablaban. Estaba ocurriendo un incendio en el centro.

Eliot les preguntó dónde había sido el incendio, y contestaron que no sabían. Con los pies descalzos y en ropa de dormir siguió caminando, y entre más se acercaba al centro más personas veía en la calle. ¿Dónde es el incendio? En la tienda de lámparas, creo. Solo te digo lo que he escuchado.

Corrió esquivando a las personas, entre la confusión en las calles, a las que todo el mundo había al ver la humareda. Había una luz rojiza que iluminaba el humo ascendente. Pudo divisar cómo el humo que estaba más cerca del suelo ascendía más rápido (como si todavía estuviera poseído por la vitalidad de las llamas), y cómo a medida que subía se iba ralentizando, hasta el punto que al llegar a la atmósfera su movimiento era casi imperceptible. El incendio empezó hace una hora, pero la estación de bomberos más cercana queda demasiado lejos, oyó decir.

Se abrió paso en la multitud, hasta quedar parado frente al incendio. El viento transportaba partículas ardientes hasta unos metros de donde se encontraba. Sudaba, el calor podía sentirse en la piel. Las llamas devoraban el edificio de dos plantas. Por un instante parecía un rostro: de la boca abierta salían varias lenguas de fuego que se le metían por los ojos. Se escuchaban gritos. Lejos de allí, Flavia abrazaba calmada al padre. Superado el horror, la multitud se veía arrastrada a admirar en silencio la sublimidad de la destrucción.

Eliot sintió que le había sido arrebatado algo, el imitador había huido con el dinero y había cumplido un destino que era suyo.

Carlos Ávila Villamar (Holguín, Cuba, 1995). Editor y escritor. Egresado del Centro Onelio Jorge Cardoso en 2015 (en el que obtuvo la Beca Caballo de Coral) y licenciado en Letras en la Universidad de La Habana en 2019. Fue director de la revista Upsalón. Ganó en 2016 el Premio Internacional de Minicuento El Dinosaurio. Ensayos y cuentos suyos han aparecido en revistas como OnCuba, Erial, Literal Magazine y Cuadernos Hispanoamericanos. Publicó de manera independiente entre 2020 y 2021 su colección de relatos Fabulario, en tres volúmenes.

 

 

 

 

 

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