Cuento uruguayo: Moto Taxi, de Rodolfo Santullo

 

Nuestro editor de contenidos, Atzin Nieto, inicia una curaduría de cuento latinoamericano del género policíaco.

 

 

Moto Taxi

 

Rodolfo Santullo

 

1

 

Claudio se pasó la lengua por el paladar. Sabía a tierra. Pero no a la tierra que recordaba, que su cerebro asociaba al sabor a “tierra” y que a su vez estaba integrada a los recuerdos de una infancia con veranos en la chacra de un abuelo en Piedras Blancas, sino a tierra sucia, amarga, de mal sabor. Una tierra que desde que había llegado a Ciudad del Este no podía sacarse de arriba ni, al parecer, de adentro. Una tierra rojiza, “por el alto componente en hierro” le había escuchado decir a una guía turística una vez, que se te pegaba en la ropa, en la piel, en los labios. Una tierra que cubría todo. Una tierra que se volvía un barro sangriento los días que, como hoy, una llovizna perseverante caía sin pretensiones de parar. Una tierra que se le pegaba a la moto y que oscurecía el amarillo del tanque y, de seguro, el brillante casco. Algo que, por lo general, Claudio combatía pasando un pañito que de tanto uso ya estaba tan rojo como la misma tierra, pero que hoy le venía bárbaro. Hoy la moto tenía que verse lo menos posible. Si no se veía la moto y él hacía las cosas rápido, capaz que todo terminaba bien.

Ya eran menos en la espera. Normal, eran más de las cuatro de la tarde. Con todo, seguían haciendo un ruido endemoniado, acelerando los motores, no menos de veinte motos, todas prontas para cruzar el puente cuando habilitaran el sentido. Ninguna moto llevaba pasajero a Paraguay a esta altura. Era comprensible. Era uno de los últimos cruces del día para traer a los pocos turistas y bagayeros que todavía estaban del otro lado, aquellos que se habían arriesgado a quedarse hasta el cierre de las tiendas. Los que negociaban hasta el último minuto. Los que se demoraban buscando el mejor precio. Los adictos a comprar, la gran mayoría de ellos por vez única en la ciudad paraguaya, que se habían cargado de bolsas y paquetes más allá de lo aconsejable y que todavía se tentaban ante las gritonas ofertas que los acosaban metro a metro, paso a paso en las calles del centro de la ciudad.

Claudio tenía la camiseta pegada al cuerpo por la transpiración y el calor húmedo que se le metía bajo la piel. La campera, por liviana que fuera, no ayudaba. Los gases de las motos apestaban y los motores sólo calentaban aún más el ambiente. Aceleró a la par de sus colegas, todos deseosos por poder arrancar de una vez y así, al menos unos segundos, aprovechar el viento en la cara, el aire algo más fresco al acelerar entre los autos. Autos que estaban prácticamente inmóviles, cruzando a paso de paquidermo y en no menos de tres horas un puente- Puente Internacional de la Amistad, ¡Ja!- que se hacía en veinte minutos a pie y en menos de tres en moto, sobre todo si se conducía como conducían ellos. Autos que sobrecargaban aún más el ambiente, que de tan denso era irrespirable. Conductores que habían perdido ya hasta la impaciencia y se limitaban a esperar sin expresión las horas y horas que les llevaba el cruce. Los últimos ómnibus de turistas, alguno de ellos volviendo de vacío, ya que muchos eran los turistas que preferían volver a pie para ser recogidos por otro ómnibus del lado brasileño, abultando aún más el paso. Choferes de mirada perdida, a los que el caos del puente ya no los asombraba más.

– ¡Uruguasho puto!- le gritó Matías, a tres motos de distancia, sobre la derecha de Claudio. Este respondió con una media sonrisa- ¡El último que vuelve paga la birra!

Claudio le dijo que no con la cabeza pero Matías ya estaba planteando el mismo desafío con alguien a su otro costado. Nadie le prestaba mucha atención. Ya casi habilitaban el sentido a su favor una vez más. Faltaba poco y nada para que pasaran los veinte minutos. La causa era otro de los inútiles arreglos del puente, que lo dejaba tan sólo con una mano transitable y la disposición de cruzar de un lado para el otro por turnos. No arreglaba mucho nada. Las motos rugieron de nuevo y los turistas que pasaban por el paso peatonal se taparon las orejas y miraron con sorpresa y disgusto. A sus espaldas, el Paraná se ensombrecía con las pocas luces de una tarde sombría y mucho más nublada de lo que las haraganas gotas que caían podían representar. Por una vez, las aguas marrones no se adornaban por ningún reflejo y se veían tristes y sucias.

Claudio recordó la primera vez que cruzó el puente como chofer de una moto taxi. Hacía dos años ya. A la ida cruzó sin pasajero y fue de por sí algo demencial. Raspando los espejos laterales de los autos, impulsado a acelerar más y más por seguir el ritmo de las otras motos. Pensó que no iba a lograr llegar al otro lado. Peor fue el regreso, trayendo a un brasilero gordito y joven, con la cara chorreándole sudor, que cargaba además dos inmensas bolsas de plástico, con cuatro litros de dudoso Chivas Regal en cada una. El gordito le gritaba cosas que no entendía, en portugués, al oído. Recién casi llegando, Claudio entendió que le pedía ir más rápido. Aquel primer día como Moto Taxi en Ciudad del Este, Claudio comprendió que estaba en un lugar de locos.

– ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Va embora!- el murmullo de los choferes pasó a ser un griterío. El paso estaba a punto de habilitarse. Las motos rugieron y, sin dilación, arrancaron a toda velocidad. Claudio aceleró y dejó de pensar. De manera mecánica, su moto se puso en punta- sólo superada por Matías- y burló los autos y ómnibus que aunque daban la impresión de también haberse puesto en marcha no parecían haberse movido nada. Las motos esquivaron y avanzaron riesgosamente, en espacios mínimos, en carriles inexistentes de escasos cuarenta centímetros. El cruce no llevaba más de tres o cuatro minutos, pero durante ese tiempo el cerebro de Claudio se apagaba. Se transformaba en todo reflejos y accionar automático. Sabía que de ponerse a pensar, de darse cuenta lo peligroso que era aquello que estaba haciendo, lo demencial de los finitos que le hacía a los otros vehículos y por momentos a las otras motos que jugaban la misma carrera, la adrenalina se transformaría en miedo y parálisis. Parálisis que podía, de seguro lo haría, desembocar en accidente y muerte.

Cuando quiso acordar, ya estaba en Ciudad del Este. Dónde sus colegas giraban y ya eran asaltados por los posibles pasajeros llenos de bolsas que esperaban cruzar al otro lado en el próximo cambio de sentido, Claudio esquivó el inicio del puente y en cambio, siguió adelante. Se vio obligado a disminuir la velocidad hasta lograr tomar la avenida principal, dónde allí todos los vehículos, absolutamente todos, iban tan rápido como las motos que cruzaban el puente. Esto era así hasta que se llegaba a un punto donde, por ninguna razón en particular, el tráfico estaba trancado, amontonado sin ton ni son, y los choferes y conductores quedaban en sus lugares, chorreando sudor hasta poder volver a arrancar a todo lo que da. Claudio avanzó, entre audaz y medido, burlando las trancaderas y acelerando donde podía- casi pisando a una pareja con un niño rubio, turistas sin duda, que se mandaron a cruzar la calle a la carrera sin mirar hacia ningún lado- hasta que en minutos dejó atrás el centro, con sus griteríos, multitudes y miles de personas amontonadas en las dudosas calles dónde las veredas apenas se distinguían del asfalto, todas cubiertas por el infaltable manto rojo húmedo y terroso. Un mar humano compuesto por turistas, a los que los tours llevaban una tarde para que pudieran arrasar con sus ahorros en el paraíso de las imitaciones sin impuestos, y bagayeros venidos de Brasil, que superaban a los primeros en una relación tres a uno. Se distinguían de los otros por las miradas profesionales y el trato regular con los vendedores. Por no tener las caras marcadas por el asombro y el miedo, también.

Alcanzaba alejarse tres cuadras de la avenida principal como para estar en otra ciudad. Tres cuadras era el límite de lo tomado por las tiendas y los negocios y luego desaparecían los carteles, las multitudes y los compradores. La otra Ciudad del Este era un sinfín de casitas bajas, derruidas, de pintura descascarada, vacías a horas tempranas, pero que ahora ya comenzaban a poblarse por personas de mirada esquiva- mirada que contempló pasar a Claudio- y andar lento. La Ciudad del Este de la tarde-noche. La Ciudad del Este que convenía esquivar.

Se detuvo frente a una casita con las paredes sin revocar. Esperó. Llovía un poco más fuerte y Claudio se estremeció bajo la campera y adentro del casco, pero fue un estremecimiento nervioso. Se seguía muriendo de calor. A los pocos minutos de no pasar nada, bajó de la moto y se acercó al murito que hacía límite de lo que hubiera sido un jardín en otro universo. Allí, en la entrada, esperó un poco más. Al rato de seguir sin pasar nada, aplaudió un par de veces, como anunciaban su presencia los vecinos allá en Piedras Blancas.

Una mujer se asomó por una ventana sin vidrios o cortinas. Al momento exacto de asomarse, sonó música de adentro de la casa, una música indistinguible con un leve dejo tropical. La mujer quedó ahí, con media cabeza visible, la mirada fija en el visor oscuro del casco. Resignado, Claudio abandonó la seguridad que le daba que no le vieran la cara y lo subió.

– Me manda Elena.- dijo a modo de saludo. La mujer no respondió. Nomás apretó los labios un momento y lo que se veía de su cara se transformó en un gesto pensativo.

– Vengo a buscar un paquete.- insistió Claudio al cabo de otros segundos de silencio.

– Es temprano.- contestó la mujer al fin. Su voz sonaba cansada, apagada.

– Me dijo que pasara antes de las cinco.

– Es temprano.- repitió ella, para luego desaparecer.

Claudio se quedó ahí parado, sin saber qué hacer. Pero de repente la puerta se abrió y la mujer salió con paso rápido. Cargaba una caja embalada en papel de estraza de cuarenta por cuarenta. No parecía gran cosa y cuando Claudio la recibió, no era muy pesada. Más bien era livianita. Una caja vacía, eso parecía.

– Sabés qué hacer.- ahora que la tenía cerca podía ver que le faltaban algunos dientes y que tenía ambos ojos inyectados en sangre. Aunque no había sido una pregunta, Claudio asintió. Eso le bastó a la mujer que giró sobre sus pasos y fue de regreso para la casa. Sin embargo, antes de entrar se giró y se rascó junto a la nariz, recuperando su expresión pensativa.

– No te conviene antes de que sea de noche.- comentó como al pasar.

– Ya sé.- asintió Claudio.

Ella asintió junto a él y luego entró a la casa, dando un inesperado portazo. Claudio se rascó la nariz y luego se bajó el visor. Volvió a la moto.

Mató un par de horas comiendo en un puestito árabe. Un Shawarma y un Kebab. Bajó ambas cosas con una Sprite. Sentado a la mesita de plástico, con la moto casi apoyada en la espalda, contempló aquel paquetito de aspecto inocente- tan inocente que nadie más le daba ni una mirada- que era su chance de volver a Uruguay. De volver sin las manos vacías. De poder decirse a sí mismo que los dos años que había pasado en Ciudad del Este no habían sido una pérdida de tiempo. Que no había perdido dos años de su vida al santo cuete. Una única entrega, una última entrega. Algo que no había hecho nunca, pero que sabía de otros que sí. Otros que habían hecho una buena plata y otros que los había agarrado la cana y nunca más había visto. Mientras masticaba Claudio pensó que no le importaba tanto la policía. Más le importaba volver a Montevideo tan pelagatos como se había ido. Tan miserable y pobre como cuando estaba allá. Se había ido por algo y volvería con algo. Con su moto y los bolsillos bien cargados.

 

2

 

– ¿Y vos cómo terminaste viniendo a heder acá?

La pregunta sorprendió a Claudio, quien no esperaba que la cosa se pusiera personal. Elena se inclinó sobre él y fue una ola de carne blanca y fofa que amenazó con aplastarlo. Incómodo, se recostó en el silloncito de mimbre, con un almohadón rojo escuálido, y carraspeó.

– Y... andaba en la vuelta. Vine de pedo y me terminé quedando.

Era esencialmente la verdad. Al terminar cuarto año de liceo, luego de haberlo repetido dos veces, no encontró gana o motivación alguna en seguir estudiando. Nadie lo contradijo tampoco. Su padre no aparecía mucho en casa y cuando lo hacía era para llenar la heladera de comida o traerle regalos que le compensaran la culpabilidad por dedicarle casi todo su tiempo a su otra familia. Su madre trabajaba dieciséis horas por día y cuando Claudio le dijo que no seguía el liceo- ni pensaba anotarse en la UTU[1] tampoco- apenas si lo registró tras su muro de cansancio. Sólo su abuelo, viejito, cansado, sentado con el termo y el mate en el porsche de la casa de Piedras Blancas, le preguntó francamente qué carajo pensaba hacer de su vida. Lo mismo se preguntó él los cuatro años que estuvo boyando al pedo, sin encontrar un laburo que le durara más de tres meses o que no le pagara una miseria. Anotándose en cursos rápidos y de prometida inserción laboral que abandonaba a semanas de empezar. Juntándose cada vez más con inútiles e inservibles como él mismo.

La decisión de irse a la mierda vino de la mano de lo que pasó con Julián. De todos los inútiles e inservibles era el más simpático. Encaraba un poco más las cosas y no se pasaba en pedo o fumado, lo que le daba algo de ventaja. Fue con Julián que empezó en aquel delivery de empanadas y por el que se enteró que en los mismos viajes se podía diversificar el mismo negocio. Que si llevabas tres de jamón y queso y tres de carne, también podían ir cinco gramos de merca. Que a la coca de litro y medio con envase se le podía sumar una piedra de porro. Y que así te hacías unos manguitos más. No cagas a nadie y nadie te complica, había sido el discurso de venta de Julián y Claudio había comprado.

Había sido una verdad a medias. Sobre todo en la parte de “no cagas a nadie”. Julián había terminado por cagar a alguien, particularmente a otros pibes que se trabajaban la misma zona donde estaba el bar de las empanadas y no veían con los mejores ojos que las motitos de mierda les jodieran el negocio. Porque resulta que la gente prefiere que le lleven las cosas a la casa en vez de salirlas a buscar, sea merca o empanadas. Y ante tal demostración de la efectividad del libre mercado, de la oferta y la demanda, una noche como tantas otras arrancaron a correrlo a Julián. No hubiera pasado a mayores sino hubieran tenido un exceso de entusiasmo, los muchachos. De las pedradas que le tiraron cuando lo vieron pasar habían saltado a perseguirlo en un auto. Para asustarlo nomás. Pero se le vinieron demasiado arriba. Y Julián no era el mejor piloto de motos tampoco. Se había estampado como una mosca contra un bondi y se había matado de manera instantánea. Flor de joda lo de Julián.

Claudio había entendido entonces que precisaba hacer algo. Qué, no sabía. Pero si no cambiaba las cosas iba a terminar reventando como Julián o hundido por la apatía al tratar de evitar justamente terminar como Julián. Entonces, cuando uno de sus tíos, uno de los tantos hermanos de su madre, le contó que había agarrado un currito de camionero y que se iba para Paraguay, le preguntó si podía ir con él. Y fue cruzando la frontera cuando, sin demasiada explicación, no volvió al camión que seguía rumbo a Asunción y se había quedado en Ciudad del Este, cubierto desde el primer momento por la tierra rojiza. Con un par de meses de changas, empaquetando bagayo en Mega, una tienda de electrónica, se había comprado la moto. Y aquí estaba, una vez más, tratando de irse, de volver, de cambiar, de poner dirección hacía algún lado, hacía cualquier parte.

– Mmh- replicó Elena y se recostó ella también. Su vientre enorme se fue para atrás y le apretó las tetas. Su rostro enrojeció por el mínimo esfuerzo. Tenía la frente perlada de sudor y un olor fuerte a un perfume dulzón que hacía que Claudio se mareara. Hacía muchísimo calor en la casa.

– Matías dice que manejás muy bien- dijo ella.

Claudio no contestó. Estaba fascinado con sus labios, pintados de un rojo violento y que reflejaban la luz de los tubos incandescentes del techo. Otro tanto le pasaba con los reflejos colorados del pelo, teñido de un intenso y brillante rojo.

– Igual, no se precisa a ningún Fangio.- agregó Elena al cabo de un momento.

– ¿Quién?

– Fangio. Un piloto de carreras muy famoso. Argentino, como yo.

– ¿Motos?

– No, autos de Fórmula 1.

– Ajá.

Se quedaron en silencio. Elena parecía agotada tras el breve intercambio de palabras. Un hombre grandote salió de una puerta del fondo. Le traía un vaso con agua. Ella se lo bebió de un trago y el agua le chorreó por el mentón. Claudio tragó saliva. Él también tenía mucha sed pero nadie le trajo nada.

– Bueno, a lo nuestro. Vas a llevar un paquetito. Algo liviano, no te preocupés.

– Sí.

– ¿Viste las rejas y planchas que hay a lo largo del puente? ¿Sabés para qué son?

– Claro, sí. Matías me contó. Antes llevaban bagayo hasta la mitad del puente y lo tiraban para abajo. Había botes que venían del lado brasilero y lo agarraban.

– Sí, así es. Y pusieron todas esas rejas y las planchadas de acero y hormigón a los costados para que no lo hicieran más. Por un tiempo fue un tira y afloje. La gente agujereaba las rejas y la cana la volvía a poner. Y después de un tiempo, se dejó de tratar. Los bagayeros encontraron otra vuelta para cruzar sus cosas y listo. Y el puente quedó así, con las rejas y las planchas agujereadas cada tanto, al pedo.

– Sí, sabía.

– Bueno, nosotros venimos usando este método hace un par de meses. Y viene saliendo bien. No lo han notado los canas y nosotros re contentos. No hacemos quilombo tampoco. Paquetes chiquitos, a última hora de la tarde.

– Entiendo.

– Es sencillo. Vas con el paquete en tu moto. Te parás faltando unos cien metros de la aduana y vas a ver una planchada con un graffiti de color verde. Ahí hay un agujero. Tirás el paquete para abajo y lo levanta un bote. Y seguís lo más pancho hasta la aduana, de vacío. No sos más que un moto taxi que se demoró en Ciudad del Este. Simplísimo.

Era muy simple, de verdad. Elena había completado la charla con un par de datos: hora y lugar de dónde levantar el paquete y el consejo de tirarlo del puente cuando cayera la noche. Claudio había aceptado todo sin réplica. Recibió la mitad de su pago, generoso pero sin exagerar, y la confirmación de que tendría la otra mitad al día siguiente de hacer la entrega. Todo como se lo había adelantado Matías, así que por ese lado no hubo sorpresas.

Y allí estaba, sacándose restos de kebab de entre los dientes, mientras caía la tarde en Ciudad del Este. El ambiente estaba poniéndose espeso. No quedaban ya ni bagayeros ni turistas. Los negocios habían cerrado todos o casi y en su lugar empezaban abrirse aquí y allá las puertitas de los quilombos. A su lado pasaron corriendo media docena de niños y Claudio vio clarito como el primero de ellos llevaba un revólver corto y grueso. Nadie se fijaba en él todavía pero sabía que era cuestión de tiempo. Incluso para los moto taxi la noche en Ciudad del Este era algo ajeno, casi que prohibido. Había que ponerse en movimiento.

Arrancó la moto y la metió, despacio, entre autos que avanzaban a paso de hombre y personas que avanzaban a paso de hormiga. La noche llegaba a Ciudad del Este y aparecían caras que nunca verías a la luz del sol. Caras que se miraban de reojo, que se reunían en esquinas, que intercambiaban paquetes. Caras con ojos paranoicos que miraban en todas direcciones. Y cuando te encontrabas con una mirada segura y tranquila, era mucho peor. Era alguien a quien no te convenía mirarlo a los ojos. Seguía lloviznando.

El puente apareció adelante al poco rato. Había cambiado poco en estas horas. Seguía estando colmado por cientos y cientos de autos y camiones- muchos más camiones que autos a esta hora y ni un sólo ómnibus de turistas a la vista- que no parecían moverse. Ya no cruzaban peatones a pie. Las luces rojas traseras y los faros se combinaban con los vapores de los motores y la llovizna para dar un ambiente fantasmagórico. Nadie tocaba la bocina, nadie se impacientaba. Se cruzaba a ritmo de cortejo fúnebre y los dolientes estaban acostumbrados.

Claudio avanzó despacio con la moto entre los autos prácticamente inmóviles y notó que llamaba la atención al hacerlo. No era para menos, era la primera vez que cruzaba el puente a menos de ochenta kilómetros por hora y probablemente la primera vez que una moto taxi lo hacía a su vez. Tragó saliva y se obligó a mantener la velocidad. Le chupaba un huevo las miradas de los camioneros. Lo importante era no pasarse de la planchada con el graffiti verde. Se mantuvo como pudo del lado de la acera, aunque por momentos tuvo que esquivar automóviles demasiado pegados al cordón. Empezó a preocuparse. La aduana ya se hacía definida ante sus ojos y ni rastro del graffiti. Claudio empezó a transpirar. La nuca se le humedeció por completo y adentro del casco era un infierno irrespirable. No quiso levantar el visor. El miedo de ser visto se transformaba en pánico. Tragaba saliva otra vez, una y otra vez, convencido de que algo mal estaba con su garganta, no bajaba nada. Y de repente, ahí estaba. Una planchada de hormigón con terrible buraco en el centro, del tamaño de un televisor de veintitrés pulgadas y el graffiti arriba. Nâo estamos a viver bem decía el graffiti. Seguía abajo, pero el agujero se había llevado lo que fuera que dijese a continuación.

Claudio subió la moto de un tirón a la vereda. Notó las miradas curiosas de los choferes. Recién entonces pensó en su matrícula. Fue un breve momento de terror. La mirada curiosa que se centra en su matrícula, que lo ve tirar al paquete y ese buen samaritano que anota el número. Pero entonces la recordó cubierta por completo de barro rojo que en el correr del día se había transformado en varias capas. Y eso si existía algún samaritano tan bueno como el que su terror le quería hacer creer. Llegó hasta el hueco. Era un rectángulo perfecto, cortado Claudio no sabía con qué. Buscó rápido bajo la campera. Tocó el paquete, al que su propia transpiración había manchado el papel de estraza. Rápido, lo más rápido que podía, metió la cabeza por el agujero- el casco rebotando contra los bordes de hormigón- y miró para abajo. No vio nada. No sólo no había ninguna luz ahí abajo, los reflejos del puente le permitían ver que no había tampoco ningún bote ni embarcación parecida. Elena no había especificado si tenía que esperar el bote o no. Imaginó que lo debían estar esperando desde la orilla brasilera. Que saldrían a toda prisa al ver caer el paquete. No esperó más.

Sacó la cabeza, metió el brazo y lanzó el paquete. Era tan liviano que apenas si voló. Sin trayectoria ni peso se fue para abajo de manera casi que vertical. Listo, cayera donde cayera, ya estaba fuera de sus manos. Había que volver a bajar a la ruta y avanzar hasta la aduana como si nada. Pero en vez de hacer eso, Claudio se levantó el visor del casco y volvió a meter la cabeza por el agujero. Miró para abajo. Nada. No veía el paquete, por supuesto, pero abajo no pasaba nada. No salía ningún bote a buscar nada, no aparecía una veloz moto acuática. Nada de nada. Sólo las olas que se mecían allá abajo, sin siquiera demasiada violencia.

Sacó la cabeza de nuevo y miró al frente. No entendía. ¿Había hecho algo mal? Todo había sido como Elena se lo había pedido. No importaba. Él ahora ya no podía hacer más de lo que había hecho. Para bien o para mal, había terminado con su trabajo.

Y entonces los vio. Los policías de la aduana avanzaban despacio, por la vereda. Sin apuro ninguno. No venían solos. Varios policías del ejército, armados hasta los dientes, los acompañaban. Sin prisas, ni urgencias. Pero Claudio lo supo al instante. Venían por él.

 

3

 

La moto arrancó sola. Derrapó sobre la rueda trasera, al momento en que Claudio la obligaba a girar sobre sí misma, a realizar una mínima vuelta en u en la estrecha vereda que era el paso de peatones en el puente. Un policía empezó a correr hacía él. Sólo uno. El resto, los de la Aduana y los Policías del Ejército, siguieron avanzando al mismo paso, cómo si lo que pasaba delante de ellos no les incluyera en lo absoluto. Incluso el que corría lo hacía con algo de desidia. Cómo si hubiera iniciado su carrera sin pensárselo bien y ahora, ya corriendo, no encontrara la razón para seguirlo haciendo y se sintiera medio un boludo. De todos modos, ya casi estaba sobre Claudio cuando este bajó a la ruta y aceleró. El policía extendió su mano derecha, los dedos de su mano derecha, y alcanzó apenas a rozarle un hombro. Gritaba algo, además, pero con el casco y el motor de la moto, Claudio no le entendió. El policía quedó atrás de inmediato, una figura cansada que apoyaba ambas manos en sus muslos, reflejada en el espejo retrovisor mientras Claudio se alejaba por el puente a contramano. Pescó varias miradas sorprendidas en los choferes de los autos y camiones prácticamente inmóviles. Él se concentró en no hacerse paté contra nada.

Por un momento temió encontrar cortado el puente desde el lado paraguayo, pero cuando llegó ahí no había nada fuera de lo común. Era la primera vez que se internaba de noche en Ciudad del Este. En los dos años que llevaba ahí, ni una sola vez había pasado fuera de Foz de Iguazú, donde dormía en un cuarto de pensión, en el mismo edificio dónde vivía Matías y varios otros moto taxistas. Las calles tenían menos autos que nunca, o al menos, que cualquier otra vez que Claudio las hubiera recorrido. Él aceleró más entonces y siguió adelante. Más y más rápido. Cruzó Ciudad del Este como una exhalación en escasos seis minutos. Pronto estaba en la ruta y a sus costados había campo pelado y algunos arbolitos que se adivinaban todavía en este preludio a la noche cerrada.

Paró al ver los carteles que anunciaban la represa Itaipú. Cruzó con la moto la banquina y se instaló en un terraplén. Quedó ahí, mirando pasar los autos y camiones, que pronto fueron sólo estelas de luces blancas y rojas y zumbidos de motor en la oscuridad. Se sacó el casco. Tenía náuseas pero no vomitó. Obligó a bajar por su garganta esa bilis ácida con gusto a carne con limón. Apoyado en su propia moto, mirando sin ver los vehículos que seguían pasando, pensó.

Lo estaban esperando. Eso era un hecho. No el bote, que sí debía hacerlo, sino una multitud de policías. Y la única explicación a que lo estuvieran esperando era que lo habían vendido. La pregunta era quién. ¿Elena? ¿Pero qué interés podía tener Elena en que agarraran al tipo que llevaba su paquete? ¿La muchacha que le había dado el paquete? Cierto era que ella sabía detalles de la entrega. Le había sugerido incluso que dejara pasar unas horas. Pero ¿para qué? Y el otro que quedaba era Matías, aunque él no sabía que justo iba a hacer la entrega esa noche. Aunque podría haberlo imaginado o averiguado. Quién sabe. ¿Pero porqué Matías lo entregaría a la cana? Las náuseas ahora se combinaban con dolor de cabeza.

Y había preguntas bastante más urgentes como qué carajo hacer ahora. Miró con atención su moto y comprobó aliviado que la matrícula estaba oculta bajo capas y capas de barro rojo seco y el mismo vehículo no tenía nada que lo identificara. Su casco era amarillo como el de todos los motos taxi. Y la campera, azul oscuro, de tela avión, era como cualquier campera. No había ninguna seguridad en que fuera reconocido al volver a cruzar. Pero lo mejor sería volver ya entrada la mañana, mezclado entre la multitud de motos taxistas y, de preferencia, ya cargando con un bagayero para disimular aún más.

Sólo quedaban dos asuntos a solucionar. El primero, mínimo: dónde pasar la noche. Bien podía meterse campo traviesa y quedarse junto a algún arbolito. Aunque seguía lloviznando no iba a ser tampoco un problema y no creía que nadie lo encontrara o fuera a buscarlo ahí, lejos de la ciudad. Pero el segundo asunto sí era complicado: la otra mitad del pago. Si era Elena quien lo había vendido, no existía esa otra mitad. Y si no era Elena, una vez hubiera logrado volver a Brasil se despediría de manera permanente de ella, ya que maldita la gana le quedaba de volver a Ciudad del Este después de este susto.

Pero entonces fue que se despertó en Claudio una furia sorda. Esta iba a ser la despedida. El adiós a Ciudad del Este, pero también iba a ser el regreso sin bolsillos vacíos. El volver a Montevideo sin tener que mostrar o contar a nadie que había vuelto a ser un fracaso. Con esto claro, era evidente que no cruzaría el puto Puente de la Amistad sin la otra mitad del pago. Y que era mejor sí ponía todos sus asuntos en orden esta misma noche. Eso implicaba volver a Ciudad del Este e ir ya, ahora mismo, esta misma noche, a ver a Elena.

Le costó casi dos horas cargarse del valor necesario y eran casi las once de la noche cuando llegaba nuevamente a Ciudad del Este. Elena lo había recibido la primera vez en un edificio del centro, un apartamento al que se accedía por un ascensor al final de una galería de locales de venta. La galería estaba cerrada a esta hora y una gruesa reja cortaba el paso. Allí parado, transpirando de nervios y calor, Claudio miró más allá de la reja, sabiendo que en las calles oscuras ahora era un blanco. Un boludo que no tenía que estar ahí, regalado en una moto y encima, con un buen faco de guita en los bolsillos. Pero ahogó las ganas de irse, incluso cuando notó que una barrita lo miraba fijo desde la esquina. Tenía que entrar al edificio.

Alguien baldeó la vereda a su costado y lo sobresaltó. Un viejo terminaba de limpiar un corredor y sacaba bolsas y bolsas de basura. Claudio recordó que en otro piso del mismo edificio funcionaba un local de comida por peso. Esta debía ser una entrada lateral que llevaba allí y, por ende, al resto del edificio. Miró su moto un segundo, pero no encontró otra solución. La dejó allí y entró por el corredor a grandes zancadas, fingiendo seguridad. El viejo lo miró sin decir nada.

El corredor desembocaba en una escalerita empapada de humedad mal iluminada con tubos de luz y luego de subir por ella, Claudio encontró el ascensor. Bajó en el piso nueve y caminó hasta la puertita del fondo. Adentro sonaba música y unas voces apagadas. Golpeó. No hubo respuesta. Golpeó más fuerte. Le pareció que la música de adentro subía de volumen y ahí, Claudio se calentó. Sin pensárselo dos veces, descargó tremenda patada en la puerta.

Todo pasó muy rápido. Notó que ya no había música al instante que se abría la puerta delante de sus narices. El hombre grandote que le había alcanzado el vaso de agua a Elena lo agarraba de la pechera y pareció que iba a golpearlo, pero se contenía abrupto al ver el casco que recién entonces Claudio notaba que se había dejado puesto. A falta de golpes, empezó a los gritos.

– ¿Qué querés vos?- gritaba el grandote y lo sacudía de la pechera. Claudio se dejó hacer, en parte porque lo arrastraba hacia adentro y en parte porque lo había paralizado el miedo.

La arrastrada terminó en el living donde se había reunido con Elena, quien estaba sentada a la mesa, con platos sucios delante y una botella de vino con dos vasos. Elena lo miró y enseguida Claudio entendió que ella era quien lo había vendido. Se le notaba que no esperaba a volverlo a ver nunca en su vida. Y ahora lo miraba entre el fastidio y la sorpresa.

– Sacale el casco- le ordenó al grandote. Claudio se dejó hacer.

Quedó parado junto a la mesa, con el grandote atrás y Elena que lo miraba, mientras cubría casi todo el borde de uno de los vasos con sus labios gigantescos, grotescamente maquillados. La mujer lo miraba y apenas se sonreía, con sorna.

– ¿Qué querés?- preguntó al fin.

– Me vendiste.- respondió Claudio.

El grandulón le pegó en el medio de la espalda con su casco. Claudio se desaparramó sobre la mesa, tirando todo. Elena trató de moverse a tiempo, pero no fue lo suficientemente rápida. El segundo vaso cayó, se partió sobre la mesa y le tiró encima su contenido.

– ¡Puta que te parió!- gritó Elena.

Claudio había quedado torcido, tirado en el piso luego de rebotar contra la mesa. Nadie se movió por un momento. Los dos anfitriones esperaron que se levantara del piso, con dificultad, agarrándose de la mesa y volviera a quedar de pie.

– ¿Qué querés?- repitió Elena.

– La otra mitad de la guita.- contestó Claudio y se preparó para recibir un segundo golpe. Para su sorpresa no llegó. En cambio, Elena lo miraba, sonreía divertida.

– ¿Qué pasó en el puente?- preguntó ella.

– Pasó que me vendiste.

– Sí. Pero qué pasó después.

– Nada. Me rajé antes que llegaran.

– ¿Y el paquete?

– Lo había tirado, como vos me dijiste. ¿Estaba vacío, no?

Elena enarcó ambas cejas, que ahora notaba Claudio también estaban teñidas de rojo chillón, y la sonrisa dejó paso a una carcajada cantarina. Sin dejar de reír, se sirvió más vino en el vaso sano.

– ¿Y para qué rajaste, boludo? Si ya habías tirado el paquete. ¿Qué te iban a hacer los canas?

Claudio quedó petrificado. Era cierto. No lo había pensado. Aunque lo hubieran agarrado, no tenían nada en su contra más allá de que lo habían visto asomarse por un agujero en las planchadas del puente. Se sintió muy estúpido.

– Quiero mi plata- se escuchó a sí mismo y el tono plañidero de su voz. Se dio asco.

– No te iba a pasar nada.- Elena seguía riendo- El paquete no tenía nada. Te agarraban y listo, era un trámite. Tengo que darles detenciones para que no me rompan los huevos cuando cruzo de verdad. Pero no te iba a pasar nada, uruguayo. Más después de tirarlo. Ahí hasta les podías decir que paraste a tomar el fresco. Qué tarado...

Elena reía cada vez más fuerte y el grandote se le unió. Claudio se sintió chiquito, muy chiquito. Un nabo, un idiota que a pesar de sentir que en estos dos años en Ciudad del Este había entendido de qué iba la cosa, de pensar que había aprendido a moverse, en verdad el mundo de lo real se le escapaba como se le había escapado siempre. Que sus pocas certezas no eran nada, que nunca lo iban a ser. Y sintió que esa furia sorda, la misma que había sentido en el campo junto a Itaipú y momentos antes tras la puerta, le crecía en el pecho. Se volvía un ahogo, casi un dolor, que le subía y le hacía latir más y más rápido el corazón.

La risa de Elena se cortó de repente. Claudio la miró sin comprender y vio que ella no entendía tampoco. No entendía cómo el vaso roto se le había clavado en el cuello, en la gruesa papada, y como la sangre, tan roja como sus labios, su pelo, sus cejas, le corría a borbotones. Recién entonces, Claudio bajó la vista y vio su propia mano todavía asiendo el vaso que se había clavado con pasmosa facilidad en la carne de la mujer. A sus espaldas escuchó una exclamación de horror. El grandote soltó el casco y retrocedió un paso. Claudio se giró y sin entender qué hacía, dio dos pasos hacia él.

– Pará... pará...- el grandote levantó ambas manos. Claudio paró. Lo quedó mirando, sin moverse. El grandote lo miró un momento, miró a Elena que todavía trataba inútilmente de que la vida y la sangre no se le escaparan por el cuello abierto, se dio media vuelta y se fue a la carrera. La puerta se cerró de un portazo.

Claudio tragó saliva y contempló cómo Elena moría. Fue largo. La mujer tenía muchas ganas de seguir viva. Cuando entendió que no podría evitar que tanta sangre se le escapara por el cuello, trató de levantarse de la silla y moverse, quién sabe a dónde. Cayó al piso al instante, donde entre gorgoritos y estertores, se fue quedando en silencio.

Claudio se quedó parado junto a la mesa un largo rato. No podría decir cuánto. Finalmente reaccionó. Con toda la calma que fue capaz, buscó en el cuarto primero y en todo el apartamento después. Encontró unos cuantos billetes tirados en una de las mesas de luz del dormitorio- la cama destendida, todo sumergido en el aroma dulzón del perfume de Elena- no tanto como le debían pero peor era nada. Lo metió todo hecho un bollo en el bolsillo de la campera. Agarró su casco a la pasada y salió sin dedicarle otra mirada a la muerta.

Abajo el viejo terminaba de barrer el corredor cuando pasó. Si el grandote había pasado por ahí, el viejo no había notado nada raro. Su moto seguía dónde la había dejado. La barrita de la otra esquina se había ido.

Claudio se puso el casco y arrancó la moto. Cuando se iba a toda velocidad, escuchó al viejo desearle buenas noches.

4

 

La música electrónica se apelmasaba en el aire y era una bola de sonido indiferenciable al llegar a los oidos de Claudio. Este estaba sentado sobre su moto, enfrente al club nocturno, y pensaba tristón que nunca había aprendido a fumar. Ahora, en este mismo momento, le daban ganas. Para hacer algo con las manos, para tener algo en la boca. Pero nunca había fumado, así que se limitaba a hacerse sonar las articulaciones de los dedos al tiempo que miraba a la crema y nata de Ciudad del Este entrar y salir de Nine: Bar & Lounge. Él los miraba a ellos pero ninguno de ellos lo miraba a él.

La vida nocturna no era algo que tuviera demasiado eco en la ciudad. Digamos solamente que la mala fama de su noche era fundada. Pero aún así, había zonas y zonas. Y ahora, donde Claudio se encontraba, donde había ido a refugiarse, era el único espacio que la gente “bien” tenía para ir a tomarse unos tragos o bailar un rato o comprar drogas pero de las buenas, no las porquerías que iban y venían por el puente. No era una vida nocturna de esas que llegara hasta el amanecer. Por el contrario, una o a reventar dos de la mañana y todo ya estaba apagado, cerrado con candado y hasta mañana. Pero cuando Claudio había descubierto, al salir del departamento de Elena, que eran apenas las doce de la noche, no había podido pensar otro lugar donde ir a ver pasar las horas. Y allí estaba, justo en el momento que Nine dejaba de ser un coqueto restaurante para pasar por un par de horas a ser una ruidosa pista de baile.

Claudio había notado las miradas de los dos tipos de seguridad en la vereda de enfrente. Obviamente que un moto taxi no tenía dos carajos que hacer ahí y mucho menos a esta hora. Pero él no podía, por ahora, moverse. Simplemente porque no había a dónde moverse. A lo único que había atinado era a buscar un lugar con luces, ruidos y gente, hasta poder calmarse. Y al momento de ver manchas de sangre en la manga derecha de su campera, a vomitar contra un arbolito.

Rato antes había sacado su celular. Era de las primeras cosas que se había comprado al llegar a Ciudad del Este y de las primeras también que le había demostrado su inutilidad. No había logrado nunca programarlo correctamente y en general estaba sin roaming cada vez que cruzaba por el puente a Paraguay. A instancias de Matías había descargado el wassap y él era su único contacto en el programa. Pero hacia casi una hora que le había mandado un “tas X ahí?” que había sido envíado, recibido más no leído. Claudio miró los simbolitos esperando se volvieran azules hasta que le dolió la cabeza. Y entonces el celular volvió a tener su mayor utilidad: la de ser un reloj en su bolsillo.

Volvió a mirar a los dos porteros. Estaban preocupados, nerviosos. Lo miraban y se consultaban entre si, cuchicheando. Claudio se miró en el reflejo de un vidrio, cristal tras rejas. La imagen que vio era preocupante. Un tipo todo manchado, tierra roja todo por encima, encorvado sobre la moto, a punto de arrancar pero sin moverse desde hacía una hora atrás. El casco puesto. Él no lo notaba, pero ahora en el reflejo veía que no se había sacado el casco en ningún momento. Ni lo sentía sobre la cabeza.

Cuando uno de los porteros finalmente se decidía y empezaba a cruzar la calle en su dirección, Claudio arrancó. Aceleró rápido y levantó velocidad en pocos metros. Alcanzó a ver al hombre corpulento que cruzaba sobresaltarse y luego intercambiar risas con el otro. Claudio, en cambio, no sonreía. Sentía un peso inmenso en el pecho, un ahogo angustiante. Aceleraba y aceleraba, recorría las calles oscuras y desiertas, convencido de que no tenía hacia donde ir. Avanzando por la más vacia inercia.

Manejó por un tiempo largo, por espacio de una hora, hasta que de repente fue presa de un pánico irracional a quedarse sin nafta y tener que abandonar la moto. Se tranquilizó al ver que le quedaba poco menos de medio tanque, pero igual este temor se le sumó a los otros y volvió a detenerse. Esta vez lo hizo en una calle de balasto que no parecía conducir a ninguna parte. Ahí se quedó poco, porque al rato escuchó unos gritos en la noche y sintió la certeza de que se le venía encima alguien. Volvió a arrancar a toda máquina, aunque no había visto nada.

Sin poder precisar como, o después de cuanto tiempo, Claudio se encontró parado frente a la casita de paredes sin revocar. Mirando el minúsculo jardincito de tierra rojiza donde aparentemente nunca había crecido nada. Se levantó el visor, se rascó la mandíbula. La casa estaba a oscuras, pero le parecía escuchar música bajita, bien bajita, allá al fondo. La misma música de aire tropical de hoy a la tarde. La calle también estaba a oscuras y sólo a lo lejos, a unas tres cuadras, pasaba un auto cada tanto por una avenida algo más transitada.

Claudio descartó llamar con las palmas como había hecho de día, apenas unas horas atrás, que se le antojaban miles, y bajó de la moto. Reaccionó a tiempo para sacarse el casco y encajarlo bajo un brazo. Con el otro, llamó a la puerta. Suave primero, fuerte después. Adentro, la música subió de volumen un segundo y luego enmudeció.

La muchacha abrió la puerta.

Se lo quedó mirando en silencio y sin sorpresa. Claudio llegó a pensar que ella lo estaba esperando, aunque tal cosa era imposible. Capaz que ya no pasaban demasiadas cosas que la sorprendieran. Fue un silencio bastante largo. Ella en la puerta y él, parado enfrente, casco bajo el brazo, moviendo incómodo los pies.

-Perdoná...- dijo él al fin. Quiso agregar un “no sabía adonde ir” pero se le ahogó en la garganta. No fue necesario. La muchacha lo miró un instante más, se rascó junto a la nariz, y volvió para adentro. Dejó la puerta abierta. Claudio entendió esto como una invitación y ya se metía para adentro cuando se la encontró saliendo de nuevo. Su cara de desconsuelo debe haber sido tremenda, puesto que ella enarcó una ceja y se sintió obligada a explicarse.

--La moto- la señaló con un dedo al tiempo que le mostraba el manojo de llaves que tenía en la otra mano- no la podés dejar ahí.

La metieron en un garage que estaba al costado de la casita, levantando una puerta metálica. Adentro no había nada más que un par de barriles de aluminio y manchas de aceite negro en el piso de tierra. Claudio no pudo evitar sentir preocupación al instante de quedar alejado de su moto- en todas estas horas la había terminado por aceptar como una extensión de sí mismo, como el casco que de repente no notaba sobre la cabeza- pero entendió que no tenía más remedio. Al menos no quedaba en la calle, como cuando había entrado en el edificio de Elena. La muchacha trancó la puerta con el candado que había abierto y le indicó que entrara a la casa.

Claudio la siguió hasta la sala que estaba inmediatamente más allá de la puerta. Esperaba la pregunta de “¿qué estás haciendo acá?” sin tener demasiado preparada una respuesta. Podía llegar a decir que había visto algo en la mirada de ella de horas antes, un atisbo de compasión tal vez, pero la verdad era que no sabía siquiera porqué había ido para allí. Pero ella no le preguntó nada. Siguió hasta una puerta del fondo y cuando salió, traía una lata de guaraná que le puso enfrente.

-¿Tenés hambre?- preguntó y Claudio negó con la cabeza mientras tragaba a grandes sorbos el líquido tibio y pegajoso de tan dulce.

Quedaron sentados en la sala, frente a frente. Claudio se demoraba en la lata, en su silla, en la mesita baja, en todo lo que podía, con tal de no mirarla. Ella, en cambio, no le quitaba los ojos de encima.

-Elena era una cerda- dijo la muchacha de repente.

Claudio la miró por fin pero no supo qué contestarle. En cambio, al cabo de un momento, se concentró de nuevo en su lata de guaraná aunque estaba casi vacía. Se quedaron así por un rato. Él tratando de no mirarla y ella casi que sonriendo.

-Podés dormir acá- dijo la muchacha después de varios minutos- no tengo otra cama, pero al menos es un techo.

-Me acomodo en el piso- asintió Claudio y ella le devolvió el gesto, asintiendo igual. Él sintió que tenía que decir algo más, seguro dar las gracias, pero expresar además de alguna manera sus sentimientos, poder poner en palabras la inmensa sensación de alivio que le había dado esa puerta abierta, esa sillita de madera, esa lata de guaraná. No supo como.

Afuera paró un auto.

Ambos quedaron petrificados. Claudio empezó a decir algo, no sabía qué, pero la muchacha lo calló con un gesto. El auto que había parado quedó con el motor en marcha, pero estaba indudablemente estacionado frente a la casita. Pasaron varios segundos. Se escuchó el cerrarse de una puerta del auto. Momentos después, alguien llamaba quedamente a la puerta.

La muchacha se puso de pie y le señaló, sin decir palabra, la puerta del fondo. Claudio entró en la cocina- diminuta, apenas una hornalla y una heladerita móvil cargada de latas calientes- y esperó, el corazón latiéndole en la garganta. Ella abrió la puerta.

Silencio. Si hablaban, Claudio no podía escucharlos. Entendió que tanto la muchacha como su visitante de la madrugada guardaban silencio por unos segundos. De pronto comprendió. Se estaban besando. De manera larga.

--Ro heka hína uruguayo pe; ku karai paquete reme'éva kue.- se escuchó una voz al fin. Era un hombre el recién llegado. Tenía voz profunda, de hombre grande, pesado, veterano. Al parecer, no había entrado en la casita.

-Nda hechavéi i chupe ... ¿mba'ére piko?- contestó ella.

Nuevo momento de silencio.

-Ha ndereikuaái piko ...ha'e ningo ojuka va'ekue Elena pe.- agregó el hombre.

-Anichéne .. ndaikuaái ningo che.. - respondió ella.

Claudio sabía que estaban hablando en jopara- no en guaraní, lo había corregido Matías a los pocos días de estar en la frontera. Ya casi nadie hablaba en guaraní puro.- pero más allá de “uruguayo”, “paquete” y “Elena” no había pescado nada. En todo caso, esas tres palabras alcanzaban para ponerlo muy nervioso. El silencio que se repetía ahora en la puerta no ayudaba a tranquilizarlo tampoco.

De pronto se abrió la puerta de la cocina y Claudio no pudo evitar dejar escapar un chistido de susto. Era ella, que había vuelto adentro sin un ruido y lo miraba seria.

-Te están buscando.- le comentó.

Claudio asintió por hacer algo. No se le ocurría qué más decir. Afuera se escuchó el auto que se alejaba.

Volvieron a la salita pero sólo él se sentó. Ella quedó de pie y él se sintió de repente mal por haberse sentado pero estúpido si se ponía de pie de nuevo.

-A la mañana te vas.- dijo ella y él volvió a asentir. Entonces la muchacha se fue por otra puerta- una que Claudio ni siquiera había notado- y al poco rato se volvió a escuchar la música tropical. Pero esta vez bajita, buscando no molestar.

Él pasó la noche entre sentado en la silla y tirado en el piso, en un rincón. No durmió. Sí llegó a cabecear en un momento y quedar en estado de vigilia, para reaccionar sobresaltado, transpirado, cubierto por una pátina de sudor. Tomó otra lata de guaraná y fue un error, porque rato más tarde se estaba meando. No había baño a la vista- seguramente estaba pasando la otra puerta- y no se animó a salir a mear a la calle. Entre los nervios y la vejiga hinchada fue fácil no pegar un ojo. De adentro del otro cuarto no se escuchó un ruido en toda la noche.

Cuando el sol empezaba a asomarse, Claudio tomó el manojo de llaves que la muchacha había dejado sobre la mesa y salió. No se veía a nadie en la calle. Pegó una larga meada contra la pared del garage, luego abrió, sacó la moto y cerró. Dejó de nuevo las llaves en la mesa, con varios billetes de su bolsillo. La muchacha no salió del cuarto.

Sólo al irse se dio cuenta que no le había preguntado el nombre. Capaz que era mejor.

La ciudad no había despertado aún pero sí lo había hecho su centro. Pasaban apenas de las seis de la mañana y ya había varias tiendas abiertas. Cuando la parte comercial cierra a las cuatro de la tarde, aprende temprano a levantarse. Con todo y por precaución, Claudio dio un par de vueltas por las calles desiertas antes de acercarse al creciente gentío, que cual hormigas que escapan de un hormiguero recién pisado, se desparramaban por las calles.

Cuando se sintió finalmente convencido, se acercó a la entrada del puente. No se equivocó. Ya había dos o tres decenas de moto taxis instalados en el inicio y esperando por arrancar, en el que seguro ya era su tercer o cuarto cruce. Con el visor del casco abajo se acercó y rápidamente se mezcló entre las motos. Nadie pareció fijarse en él, pero igual se sintió observado. Si alguien podía reconocer a un moto taxi de otro era otro moto taxi. No vio a Matías entre los que esperaban y sintió un sorpresivo alivio. No confiaba en Matías. No confiaba en nadie.

Cuando alguien se sentó en su moto casi se cae del susto. Era un muchacho más o menos de su edad, con dos bolsas enormes, quien lo miró sorprendido al ver su sobresalto. Claudio se acomodó como pudo en la moto y respiró rápido hasta que se calmó su corazón.

-Pah, perdoná... ¿Te tenía que avisar o algo?- preguntó el flamante pasajero.

-No, no. Está bien.- Claudio sintió como un zumbido en el cerebro. El acento del muchacho despertaba cosas en su memoria como ciertos olores disparan las papilas gustativas.- ¿Sos uruguayo?

-¡Sí!- el muchacho trató de mirar la cara de su interlocutor pero no paso de ver el reflejo del visor negro en un espejo retrovisor- ¿No me jodas que vos también?

Claudio hizo un gesto vago con la cabeza, una respuesta indeterminada. Buscaba concentrarse nuevamente en lo que lo rodeaba, ponerse en tensión a la hora de cruzar el puente, esperar lo que fuera que encontraría del otro lado llegando a la aduana. Pero su pasajero era de repente un torrente de palabras, una puerta abierta a un montón de cosas guardadas esperando por estallar y salir.

-Llegué hace menos de tres días. ¡Esto es un delirio! No sé cuanto tiempo voy a quedarme, pero me dicen que se hace buena plata acá, bagayeando. ¿Se hace? ¿Vos qué decís? Estaría bueno hacer unos mango y volver ¿no? Nunca crucé en moto taxi, voy y vengo caminando, pero me dijeron que así hago más viajes, claro, es obvio, una bobada. ¿Vos hace cuanto andás por acá?

Claudio trató de callarlo acelerando el motor de la moto, como ya hacian varios en la espera. Sólo logró que su pasajero se apoyara en su espalda y le gritara junto al casco.

-¿Vos bagayeaste? Yo no sé andar en moto, sino capaz que agarraba viaje como esto que vos hacés. ¡Debe dar más plata! ¿No? Sino, capaz que agarro y me pongo a laburar en alguno de los negocios. En el shopping ese, Monalisa, parece que contratan gente. ¡Pero no sé si da guita o si es mejor seguir con esto! ¿Vos qué decís?

-Agarrate- le pidió Claudio, no tanto como para evitar que se matara al arrancar, sino para lograr salir de una puta vez sin llamar más la atención. Las motos salieron todas corcoveando entre los autos y camiones y los primeros ómnibus y la gente que corría adelante evitando ser atropellada. El pasajero uruguayo dejó escapar un agudo chillido de horror y estuvo a punto de caerse o de soltar alguna de las bolsas o de putear o de rezar, pero se rehizo lo justo para poder agarrarse con cinco dedos de sus dos manos en la parrilla trasera de la moto.

Por una vez, por única vez, al cruzar el cerebro de Claudio no quedó en blanco. Pero tampoco, para su sorpresa, se concentraba en lo que lo pudiera estar esperando. Pensaba en su pasajero. ¿Él había sido así alguna vez? ¿Un paloma que no entendía nada de nada? ¿Entendía algo después de todo? ¿O acaso los dos años en Ciudad del Este le habían demostrado que seguía siendo ese pibe de Piedras Blancas que no había sabido terminar el liceo ni encontrar un camino hacia alguna parte? Porque después de todo, de haber creído que escapaba a la nada, acá estaba. Con el culo a dos manos, volviendo- si podía volver- con unos pesos cagados y una moto de segunda.

Pero así era la cosa. Las cartas estaban dadas y él jugaba con lo que tenía. Lo único que podía decir a su favor era que nunca se había rendido. Siempre, siempre había buscado la vuelta. Sin saber cuál era la vuelta o cómo había que darla, él no se había quedado quieto. La había peleado. Mal, torpe, adivinando, dando golpes en la oscuridad, pero la había peleado.

El uruguayo, como aquel brasilero del primer viaje, le gritaba cosas al oído que Claudio no escuchaba. Esta bien que su último viaje por el Puente de la Puta Amistad terminara como el primero. Allá adelante ya se veía la aduana. A su costado, pasó como una exhalación el graffiti verde y el murallón agujereado. Le pareció ver que todo estaba normal allá adelante. Policías del Ejercito y de los otros, pero no más de lo normal. Tampoco era que se precisara un operativo para detener a un moto taxi cagado, un idiota que no sólo no había sabido quedarse quieto sino que había terminado matando a alguien. Puta, si era capaz de caerse solo frente a todos los milicos y facilitarles el asunto.

Dejó de pensar y aceleró. No sabía qué lo esperaba allá adelante. No sabía siquiera sí algo lo esperaba. Pero fuera lo que fuera, no iba a quedarse quieto.

A toda velocidad, se dirigió a la aduana.

 

Montevideo, abril de 2015

 

 

 

[1]    Universidad del Trabajo del Uruguay.

Rodolfo Santullo nace en México en 1979, pero vive en Montevideo, Uruguay, desde 1984. Es escritor, guionista de historietas y periodista. Como lo primero, ha publicado el libro de cuentos "Perro Come Perro" y las novelas "Sobres Papel Manila", "Cementerio Norte", "El Último Adiós", "Matufia" y "Luces de Neón" en Uruguay, Argentina y España. Como lo segundo, es el autor de más de treinta novelas gráficas -entre las que se destacan "Dengue", "Zitarrosa" y "40 Cajones"- que se han publicado en Uruguay, Argentina, Brasil, España, Francia, Estados Unidos, Dinamarca y China, entre otros.

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