Cuento policíaco latinoamericano: Mitad de sangre, de Rafael Grillo (Cuba)
Nuestro editor de contenidos, Atzin Nieto, inicia una curaduría de cuento latinoamericano del género policíaco.
Mitad de sangre
Por Rafael Grillo
Es cosa de Dios, respondía mamá y la palabra de una madre es sagrada para el hijo. Y como la veía parada a cada rato delante del cuadro en la sala, con las manos juntas, implorando ayúdame, padrecito, ilumíname Dios mío, saqué la conclusión de que mi padre era aquel hombre de cabello dorado y largo, de ojos claros y manos muy blancas.
Me recuerdo un poco confundido, porque entre mi hermano y ese hombre sí encontraba semejanzas, mientras que yo era, si acaso, la copia en negativo de aquel retrato. Pero mi incertidumbre se desvanecía al oír a mi madre decir Dios todopoderoso, Señor que todo lo puede, porque alguien con esos atributos bien podría engendrar niños de todos los colores.
No me extrañaba, en cambio, que ese padre mío nunca se presentara en persona, más allá de la imagen, porque Dios está aquí también, aseguraba mi madre, aunque no lo veamos el Señor habita en todas partes, y a un ser así es difícil imaginárselo quieto, aferrado a un solo lugar, como el papá de Yosiana en el quicio de su casa leyendo el periódico o el de José Alberto bebiendo ron y jugando dominó en el pasillo del solar.
A veces me daba por imaginar que mi papaíto había muerto del corazón como el de Raciel, o un carro lo había arrollado como al de Claudia la Gorda, o que le sucedió algo espantoso, como al padre de Yensi, sacado del baño colectivo con los ojos desorbitados, la lengua afuera y una faja de cuero oprimiéndole el pescuezo. Entonces enseguida me acordaba de mamá afirmando que, El Señor es eterno, siempre existirá, y la idea de la muerte se me iba de la cabeza.
Supe por aquel tiempo que los padres podían desaparecer largos años si los meten en un feo lugar llamado “La Prisión”. Ahí es donde tenían al papá de Rusilán y su hermanita Isahilda. Y en donde estaba Rosendo, padre de Flautín y el Taco, los dos amiguitos con quienes jugaba a la pelota en el parque. Además, entré en conocimiento de algo a lo que la gente grande llamaba “El Divorcio” y hacía a los niños perder a su padre.
Pero la palabra sagrada de mamá consiguió que yo desechara también esas posibilidades, porque a “La Prisión” sólo van a parar las personas descarriadas, según ella me explicó, la gente que se entrega a la mala vida, mientras que Dios es bondad y sus mandamientos enseñan el camino correcto. Sobre “El Divorcio” contestó mi madre que era la desgracia de las personas que se casan y yo entonces indagué si ella había sufrido esa desgracia alguna vez. No conozco el matrimonio, respondió, todo mi amor lo guardo para mis hijos y para Dios.
La santa voz de mi madre nutría mi infancia y crecí con el orgullo de tener un progenitor tan especial, capaz hasta de concebir hijos de piel y cabellos diferentes, como mi hermano y yo. Por las venas de ustedes dos, explicaba mi madre, corre la misma sangre, que es la misma y la única de todo el mundo porque todos somos hijos de Dios.
Esa última parte no la comprendía, ni me agradaba mucho, porque era más lindo pensar que nosotros éramos los únicos hijos del hombre del retrato. Pero nunca me atreví a poner en duda la sagrada palabra de mi madre.
Recuerdo que a veces ella le hablaba a la imagen de mi padre tratándolo de Jesús y no de Dios. Entonces yo busqué por mí mismo un acomodo a esa contradicción en mi pensamiento, apoyándome en el hecho de que otros niños tenían padres que respondían por un nombre doble, como Roberto Carlos o Pepe Alejandro. También en que las personas, cual había aprendido, llevan nombre y apellidos, y hay a quienes se les identifica juntando ambas cosas, como a Rafael Manríquez, papá de los gemelos Andros y Andrés, y a Rafael Díaz, el de Maryciela. Así me formé la impresión de tener un padre que reunía dos nombres, quizá Dios Jesús o Jesús Dios, o que Dios era tal vez nombre y Jesús apellido.
Esa era la respuesta, Dios Jesús o Jesús Dios, que daba a los niños en la escuela cuando me preguntaban quién era mi papá. Algunos ponían cara de sorpresa y a mí me llenaba de dicha saber que el nombre de mi padre era tan exclusivo. Pero hubo otros niños que se rieron de mí, diciendo que qué nombre era ese, que yo estaba diciendo mentiras… Hasta que Lisanko me gritó: comemierda, tú lo que no tienes padre, y yo perdí la cabeza y le caí encima y con el filo de las uñas le abrí dos surcos de sangre en los cachetes.
Ese día me condujeron a la dirección. Y a mi hermano, tres cursos mayor, lo sacaron del aula también y lo llevaron allá, para pedirle el teléfono del trabajo de mamá. Cuando la localizaron en La Pesquera, ella estaba cumpliendo su turno en la empaquetadora y no podía abandonar su puesto sin el permiso de la jefa, pero prometió salir corriendo cuanto antes para la escuela. Aun así, el director contestó que era necesaria la inmediata presencia de un adulto para analizar mi problema.
Yo que confiaba en la palabra sagrada de mamá, pensé que si mi padre estaba en todas partes, bien podía asomarse por allí, ahora que tanta falta me hacía, y que con su sola aparición podía convencer al director de la justeza de mi furia hacia Lisanko. Imaginé a mi madre del otro lado de la línea invocando Dios mío, trae la luz a esta hora de oscuridad, ayuda Jesús a tu hijo, pero cuando el director cortó la comunicación, nos expuso que ella había decidido que buscaran al Tío Luis y que mi hermano sabía dónde encontrarlo.
La solución de mamá me disgustó muchísimo. En el bar Palermo, a tres cuadras de la escuela, ahí estaba de seguro el Tío Luis, eso hasta yo lo sabía… Nunca le tuve simpatía al Tío Luis. Ni porque le descubriera parecido a mi hermano, en la nariz estrecha y la barbilla aguda, ni aunque sus finos labios y tez lechosa lo asemejaran al hombre del retrato, Dios o Jesús, que yo creía mi padre.
Había en él cosas chocantes, que no me cabían en la cabeza. Por ejemplo, delante de mí el Tío Luis siempre le decía a mamá “mi hermanita”. Pero todos los hermanos que yo conocía llevaban el mismo apellido, como el Taco y Flautín que eran García, o Andros y Andrés, los gemelos Valverde. En cambio, al Tío Luis lo conocían en el barrio como Luis Montes mientras que mamá solamente salía a atender cuando alguien del solar gritaba Carmen López y la distinguía de la vecina Carmen Aguirre.
Estos pensamientos me daban vueltas en la mente cuando el director, todavía sin enviar a mi hermano a por el Tío Luis, cogió unos expedientes que tenía sobre la mesa. En uno leyó: “Yuri Luis Montes López, Sexto Grado… Rendimiento escolar: Excelente” y después le dirigió la palabra a mi hermano: “Nunca he oído quejas de que tú seas conflictivo. Deberías ayudar a tu hermanito”.
Un frío extraño me corrió por la columna después de escuchar, por primera vez, el nombre completo de mi hermano. En casa solamente le decíamos Yuri, y de esa simple manera lo había reconocido yo hasta entonces. A continuación el director puso los ojos en el otro expediente y dijo: “Carlos López García, de tercer grado. Tus notas iban bastante bien hasta ahora, pero…” Alzó la vista para mirarme y apuntó: “Es preocupante lo que se comenta que andas diciendo de tu padre. Y lo que le hiciste a Lisanko es una falta muy grave”.
Por dentro yo sentía deseos de defenderme, de explicarle al director la verdad sobre Dios o Jesús, o Jesús Dios, mi padre, para que entendiera la justeza de mi furia, pero algo, algo me tupía la mente. Y la lengua se me congeló. Mi cuerpo entero se puso frío y duro como el hielo.
Desde que mamá me enseñó a escribir mi nombre a los cuatro años, sabía que yo era Carlos López. Pero llevar el mismo primer apellido que ella, nunca me trajo mayor confusión porque la palabra sagrada de mi madre inspiró en mí la convicción de ser hijo de Jesús o Dios, un Señor tan particular que no puede ser propiedad de nadie y cuyo nombre no debe pronunciarse en vano. Sin embargo, el García de segundo apellido, que hasta ese día desconocí, no me encajaba con nada. Tampoco el Luis Montes que completaba a Yuri.
Ensimismado en la búsqueda de una explicación, hurgando en las palabras sagradas de mi madre, no me percaté del momento en que mi hermano salió de la oficina, dejándome a solas con el director. El hombre se mantuvo callado, y yo también, el lapso de tiempo hasta que Yuri regresó acompañado del Tío Luis.
El Tío Luis mostraba una sonrisa en los labios, que nunca la perdió mientras escuchaba el relato del director. Me molestó esa sonrisa y también la cara colorada que traía, delatora de que a esa hora temprana ya estaba bastante borracho. Para colmo, su intervención me cayó fatal: “Es un niño, director, entienda que la vida tiene muchas cosas complicadas... Encima la madre, con su religión… Yo soy de los que cree que a los niños se les debe hablar claro, pero ella no, ella lo protege demasiado y a mí no me gusta meterme en la forma de mi hermana con sus hijos”.
Luego el director envió a Yuri a su aula y me hizo a mí esperar afuera el rato que los dos hombres estuvieron conversando dentro de la oficina. Te llevo para la casa, indicó el Tío Luis al salir de la reunión y me agarró rudamente por el brazo y fue peleándome por el camino, como si creyera tener algún derecho sobre mí.
Deseé zafármele y salir corriendo, pero me aturdía la palabra del Tío Luis diciendo te metiste en candela, el director no va a transar, y en medio del caos de mi mente, me vino la idea de que si Dios todo lo ve y todo lo oye seguramente estaba viendo este episodio, pero el Tío Luis decía que en la escuela esperaban a mi madre como cosa buena y lo de menos es la refriega que iba a tener que aguantar, y yo pensé en mi Señor padre, todopoderoso, y me acordé de los rezos de mamá y con la vista busqué a Dios en el Cielo, y el Tío Luis no paraba de hablarme de mi pobre madre cuando se entere de la medida disciplinaria que te van a aplicar…
La decisión que se tomó fue la de trasladarme para otra escuela primaria. Sufrí mucho el que me apartaran de mi hermano Yuri y también por ver a mamá sufriendo. Ella se pasaba largo rato delante del hombre del retrato y yo la escuchaba pedir consejo a su Dios y a Jesús que le diera fuerzas, pero no dirigía hacia mí su palabra sagrada para darle respuesta a las tantas preguntas que enredaban mis pensamientos.
Pasó el tiempo. Hasta que un día mamá me anunció que el Tío Luis iba a sostener una conversación muy seria conmigo. No quise contradecirla y fue por eso que le aguanté al Tío Luis, con su cara colorada y peste a alcohol, todas las cosas que me dijo... No me gustaron las palabras del Tío Luis. Me contó cosas que yo no podía creer, o que me eran imposibles de comprender cabalmente todavía. Algunas muy difíciles de asimilar incluso después, transcurridos los años...
Años en los que seguí creciendo y aprendiendo de la vida, pero ya dentro del vivir mismo y no amoldado a la palabra sagrada de mamá. El tiempo de asimilar la nueva Verdad, ya sin la ilusión de un Dios o Jesús, padre mío de ojos azules. La época de saber por qué Yuri era blanco y yo casi negro, y de aceptar que sólo éramos hermanos a mitad de sangre.
Me acuerdo perfectamente del momento en que arranqué el retrato de la pared de la sala y lo hice añicos delante de mi madre. Ella entonces, bañada en lágrimas, dijo que mi corazón estaba poseído por la ponzoña de la gente mala, que mi conciencia se había desviado del camino recto… Tenía razón ella, porque algo rudo y torcido se había ido acumulando dentro de mí. Pero la palabra sagrada de mi madre ya no surtía efecto en el hijo y el retrato de un Dios o Jesús que nunca fue el Padre, había perdido cualquier significado y no me importaba en lo absoluto que ese cuadro siguiera teniendo valor para ella.
Inmediatamente después la cogí con el Tío Luis y a mamá le grité que no quería verlo más metido dentro de la casa. Ahí fue cuando ella saltó enérgica y se me enfrentó, y yo me puse, como se dice, que echaba humo por las orejas y partí para la calle.
En la esquina me encontré con el Flautín y el Taco García, que me dijeron que estaban pasmaos y aburridos, y entonces les propuse robarnos un carro y después de dar unas cuantas vueltas por el barrio descubrimos un Lada desprotegido. Fuimos directo para el taller de un tipo que se dedica al negocio de vender piezas de repuesto, y enseguida nos deshicimos del auto y nos vimos de pronto con un montón de plata para gastarlo en tragos y en marihuana y en enganchar buenas putas.
Ya por ese tiempo había adoptado la costumbre de pasarme varios días fuera de la casa, sin regresar a dormir siquiera, y por eso no me explico los motivos que me hicieron retornar esa madrugada. Tal vez nos emborrachamos demasiado y me enredé por asuntos de mujeres en una discusión con Flautín o con el Taco, y terminé cruzando puñetazos con los dos hermanos, que siempre se apoyaban el uno al otro. Eso ya había ocurrido antes y pudo ser lo que pasó aquella noche.
Sí me acuerdo clarito a partir del instante en que encontré al Tío Luis en cueros, dormido en la cama de mi madre, con la pierna atravesada por encima de su “hermana”. Recuerdo que pensé que la palabra de una madre puede dejar de ser sagrada para un hijo pero su carne sí seguirá siendo intocable, y le fui arriba al cabrón empuñando un bate de pelota y me saqué de las entrañas todo lo mal que ese Tío Luis me cayó desde siempre.
Mi madre gritaba ay Dios mío, ay Dios mío, y fue oírle mencionar a ese padre de todos y de nadie, mucho menos el mío, lo que terminó de sacarme de mis casillas. Cuando terminé de golpear al Tío Luis, la amenacé a ella con lo que me quedaba de la madera entre las manos, un trozo de astilla larga y punzante, pero ella siguió ay Dios mío, ay Dios mío...
¿Por qué mamá no se calló? ¿Por qué?
Estando sentado en el filo de la cama, rehuyendo el charco de sangre y el roce con los cuerpos destrozados, me percaté de que amanecía. Me entraron deseos de llorar, lo recuerdo, pero los ojos se me habían congelado, y el cuerpo, el cuerpo todo, lo tenía congelado. Pensé en que era domingo y ese día seguramente Yuri vendría desde casa de su novia para almorzar con mamá. Tenía ganas de verlo y ahí me quedé, esperándolo. A mi mitad de sangre…
Esta es la historia de por qué vine a parar a La Prisión. Uno se la pasa aquí día tras día pensando siempre en las mismas cosas, recordándolo todo. Cualquier detalle, todo... Por suerte, aquí te pude conocer finalmente, Rosendo García, porque si uno no encuentra alguien aquí al que contarle estas cosas, uno se vuelve loco. Eso bien tú lo sabes, padre mío.
Rafael Grillo (La Habana, 1970): Escritor y periodista. Jefe de Redacción de la revista El Caimán Barbudo y fundador de la web literaria Isliada. Licenciado en Psicología y Diplomado en Periodismo. Ha publicado las novelas Historias del Abecedario y Asesinos ilustrados (Premio Luis Rogelio Nogueras 2009), los libros de ensayo Ecos en el laberinto y y La revancha de Sísifo y el volumen de crónicas Las armas y el oficio (Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2008). Incluido en numerosas antologías; las más recientes: El silencio de los cristales. Cuentos sobre la emigración cubana; Tres toques mágicos. Antología de la minificción cubana y Island in the Ligth / Isla en la luz (bilingüe, publicado por The Jorge Pérez Foundation, Miami). Como antologador participó en L@s nuev@s caníbales. Antología del microcuento del Caribe Hispano y es el responsable de la “Trilogía de las Islas” conformada por Isla en negro. Historias de crimen y enigma; Isla en rojo. Historias cubanas de vampiros y otras criaturas letales; Isla en rosa. Historias cubanas del amor y sus desdichas. Con Isla en rojo recibió el Premio del Lector 2018. Su libro de cuentos Revolicuento.com se encuentra en proceso editorial. Imparte cursos de técnicas narrativas en la Universidad de La Habana y otras instituciones. Con sus artículos y textos literarios ha publicado en la mayoría de los medios culturales cubanos y en publicaciones de 13 países.