Cuento policíaco latinoamericano: La herida del paisaje azul, de Misael Rosete
La herida del paisaje azul
por Misael Rosete
Escapaban deprisa, pero cuando ella lo vio sujetar el volante, notó que estaba herido. Recién tomaron la carretera supieron que los perdieron. ¿Pero, por cuánto tiempo? El corazón de ella latía con vehemencia bajo el tatuaje de un ave que se veía sobre su escote; pronto comenzó a darse cuenta de los daños: el vidrio trasero tenía varios disparos y las roídas vestiduras dejaban ver la espuma amarilla de poliéster que asomaba bajo la tela de los asientos. A juzgar por los agujeros, era un milagro que siguieran vivos.
El aire entraba por las ventanillas apenas abiertas y sacudía sus flecos. Él sentía cómo una corriente de aire le sobaba el cuello como si fuera una serpiente que se enroscaba, ella tenía que agarrarse el abrigo blanco para que no se inflara. El que manejaba volteó por el retrovisor y notó que el dinero en las maletas empezaba a volarse. Con la misma voz rasposa con que la convenció, frunció el ceño y le dijo lo que debía hacer. Al terminar, se quitó la mano del vientre y la vio llena de sangre; era como un montón de grecas rojas regadas en sus falanges y apenas se podía distinguir el color de su piel; pese a esto, esbozó una sonrisa en la cual se miraron sus dientes amarillos. Tras ellos, se veía un cerro que parecía una pirámide en la que había unas casas blancas. Con cuidado ella tomó las maletas y las cerró. Luego abrió la guantera y con sus suaves y delicadas manos que tenían las puntas pintadas de rojo, sacó un pañuelo y lo apretó contra la herida de él —la tela enseguida se ennegreció. Tras verlo, supo que él no sobreviviría y enseguida se imaginó escapando a la frontera con el dinero: bastaría esperar que llegase su muerte; sin embargo, en ese momento le preguntó si quería detenerse a descansar; ahora con ambos brazos sujetando el volante y meneándolo como si se tratara del timón de un barco, le dijo que aunque no podían verlos, ellos aún los seguían. Luego encendió la radio y continuó manejando. Él también sabía que estaba muriendo: su plan era llegar a la cabaña y dejar de respirar con un poco de whisky entre los labios. A ratos se dejaba envolver por la triste canción que acompañaba al paisaje y a ratos miraba por el retrovisor y se preguntaba en qué momento aparecerían los faros de sus perseguidores. Pisó el acelerador y supo que aquella acción era como apresurar su propia muerte. Entonces abrió la boca y le escurrió un hilillo de sangre. El hilillo se enredó en los bellos de su barba y luego se regó en su corbata. Al verlo ella se afligió y empezó a hablarle; aprisa tomó el pañuelo y mientras lo limpió notó que su timbre de voz no era de amor sino de despedida.
Sin embargo, en aquel instante sucedió algo particular: ella notó que junto con el hilo de sangre salía un intenso olor a pino y se oía el fluir de un vehemente riachuelo. Él abrió los labios y le salió un líquido transparente, al tocarlo se dio cuenta que era agua. Con delicadeza acercó una mano a su herida y se sorprendió de lo fría que estaba. ¿Pero por qué si él ardía en calentura?
Su plan había sido casi perfecto, pero en el último instante, uno de los hombres de barro, los traicionó: de las tres personas que planearon el robo, una estaba muerta y el que manejaba, no tardaría en morir.
Después de que vomitara agua, ella miró cómo empezó a palidecer: era increíble que pudiera manejar, al menos a esa velocidad.
Para entonces ya oscurecía y había encendido los faros del coche.
Continuaron en línea recta hasta acercarse a un arenal cerca de la carretera, entonces entraron a una curva muy pronunciada por la que asomaba un desfiladero, justo al salir, un coche que venía en sentido opuesto los deslumbró y por unos segundos los dejó a ciegas. Él sujetó con firmeza el volante y cuando recuperó la visibilidad, miró el conjunto de cabañas a lo lejos.
Aunque el plan original consistía en llegar allí y subir a otro coche para continuar huyendo, en ese momento las luces de un automóvil apareció atrás de ellos. Enseguida él supo que eran sus perseguidores. Ya no podría manejar directo a las cabañas, no obstante (y pese a que sentía que sus fuerzas disminuían) conocía un lugar cerca donde podría volver a perderlos y esta vez para siempre. Por eso pisó el acelerador a fondo y al pasar junto a la entrada de las cabañas, el coche siguió de largo. Al poco tiempo tuvo que frenar y hacer que las llantas del coche rodaran por un camino de terracería.
De inmediato miró por el retrovisor esperando que los perseguidores se detuvieran, pero entonces notó que el auto en el que estos viajaban entraba por el mismo camino sin ningún problema. Además de esto aceleraban y se veía cómo el copiloto se asomaba por la ventanilla al mismo tiempo que sacaba un arma y empezaba a dispararles. Su única esperanza era perderlos al cruzar el paso de un antiguo río. Ya habían avanzado varios metros entre aquel camino lleno de piedras cuando ambos coches encontraron el antiguo paso. El interior del auto en el que viajaban brincó con violencia y las maletas con el dinero se despegaron del asiento; en ese momento ella volteó hacía atrás y luego que mirara que el otro coche golpeara contra la orilla que marcaba el final del río, se escuchó otro disparo y sintió como si una navaja se enterrara en su piel. Antes de cerrar los ojos observó cómo el auto de los perseguidores quedó atrás lanzando balas mientras su auto dejaba una nube de polvo. Entonces su blanco abrigo se llenó de sangre; era como tener una bola de plomo despedazada en el cuerpo. Cuando él se dio cuenta, la miró y le dijo que tenía que ser fuerte. Tras oírlo ella volteó y de nuevo sintió el intenso olor a pino salir de sus labios. Entonces, como si este la adormeciera, recargó la cabeza en el respaldo y se desmayó sintiendo aún el temor de que los atraparan.
Cuando abrió sus hermosos ojos con rímel, estaba en la cochera de la cabaña. No sabía cuánto tiempo había pasado pero al mirar a su alrededor, notó que la puerta del conductor estaba abierta; apenas se movió, sintió un gran ardor cerca del pecho. Con debilidad, puso un tacón fuera del coche y caminó con una mano en la herida hasta el lado del conductor. Vio un rastro de sangre que conducía al interior de la cabaña. Confundida, lo siguió y al llegar al siguiente cuarto, encontró el cuerpo de su amante: estaba tirado boca abajo frente a un comedor que había cerca de la chimenea. Al verlo comenzó a llorar, intentó secar sus lágrimas con el mismo pañuelo ensangrentado y se acercó para voltear el cuerpo. Tenía el pelo enredado en la cara y temblaba; no obstante cuando se inclinó volvió a escuchar el sonido de un riachuelo, el cual ahora se oía con más fuerza. Puso ambos brazos en los costados del cadáver y con trabajo (debido a la herida) lo volteó. Apenas el cuerpo quedó boca arriba, sintió el intenso olor a pino y miró el cuerpo todavía tibio de su amante. Tenía los ojos abiertos y parecía que el cadáver intentaba seguir su mirada, al acercar la mano para cerrarle los párpados, escuchó el canto de un ave y notó que el canto también salía del interior del cuerpo. Por completo confundida, allí, hincada con su abrigo y su falda ensangrentada, allí, con su cabello suelto y con el rímel corrido, no supo qué hacer. Iba a levantarse cuando miró el estómago del cadáver: se dio cuenta que la herida se había secado y que dentro se hallaba un hermoso cielo azul bajo el cual, había un bello paisaje lleno de pinos y montañas. A mitad de estas cruzaba un río. No lo creyó hasta que volvió a escuchar el canto del ave y lo vio parado en la rama de un pino.
En ese momento la luz de un vehículo se filtró por la ventana y deformó la silueta del cadáver. Asustada y aún con una mano apretando la herida, corrió hacia el ventanal. Se asomó por la esquina inferior y notó que eran los perseguidores. Aprisa buscó algo para defenderse pero no halló más que un cuchillo junto a un plato repleto de moscas; luego volvió a asomarse y miró a dos hombres cortando cartucho a un lado del carro. No supo qué hacer, se sintió perdida; pensó salir corriendo por alguna ventana pero entonces vio la silueta de los perseguidores llegar a la entrada. Aterrorizada, con el cuchillo en las manos, retrocedió y entonces tropezó con el cuerpo de su amante. Volvió a escuchar el canto del ave y el sonido del arroyo dentro del cuerpo. Miró la puerta y vio que uno de los perseguidores intentaba abrirla. Volteó a la ventana y observó la silueta del otro hombre a punto de romper el cristal. Entonces, lo único que hizo fue hincarse frente al cuerpo y luego de quedarse quieta, halló el cielo azul que se veía dentro de la herida. Luego de alzar las manos que apretaban el cuchillo, lo hundió sobre el abdomen y con trabajo empezó a trazar una línea desde el ombligo hasta el cuello. Cuando terminó de abrirlo, uno de los perseguidores abrió la puerta y ella miró el paisaje azul que había en el interior. Entonces, sin mucho esfuerzo alzó un pie y trató de meterse. Tenía las piernas dentro en el instante que le dispararon por la espalda. De inmediato la mujer cayó muerta dejando la mitad de su cuerpo dentro de la cabaña y la otra mitad en el interior del cadáver. Apenas el perseguidor la miró, guardó el arma y bajo sus hermosos ojos verdes y jaspeados de un color amarillo, esbozó una sonrisa, después esperó a que entrara su compañero y le ordenó que buscara el dinero. Acto seguido caminó hasta la mujer y mientras su compañero recogía las maletas que seguían en el coche, él sujetó el cadáver de ella y tras sacar la mitad que había quedado dentro del paisaje azul, lo tendió en el piso de la cabaña.
Tomó el cuchillo que estaba en el suelo y, tras abrirla desde el pubis hasta el tatuaje entre sus pechos, vio que dentro de su cuerpo un policía veía a un grupo de gente que se manifestaba con carteles que tenían el número “43” en una ciudad donde atardecía. Sin prisa encendió un cigarrillo y esperó a que se acercara su compañero, luego aventaron las maletas y se metieron.
Después, los perseguidores caminaron con calma y al llegar a una esquina, se perdieron por las calles al mismo tiempo que la enorme manifestación seguía de frente.
Para entonces, en aquel extraño lugar, hacía frío pero el cielo parecía incendiarse.
Misael Rosete. Estudia Literatura rusa en el Instituto de Filología y Periodismo en la Universidad Estatal N.I. Lobachevsky de Nizhny Nóvgorod (UNN). Ha publicado el libro Paréntesis y la plaqueta Galería de fragmentos. También ha sido publicado en el Boletín Capilla Alfonsina, en la Antología de poetas mexicanos contemporáneos de la colección: Poesía visual mexicana: la palabra transfigurada y en algunas revistas electrónicas. Ha hecho presentaciones literarias en Cuba y Rusia; fue invitado a presentar su libro en España. En la revista literaria Cardenal, tiene una columna titulada Pasto verde la cual está dedicada a la traducción de cuentos y poemas rusos.
Excelente cuento, buen manejo de la narrativa y muy buen detalle de los 43. Felicidades!!
¡Felicidades, Misael! Buen cuento