Cuento policíaco latinoamericano: La dama de la soledad, de Paula Parisot. Traducción de Rodolfo Mata y Regina Crespo. Selección de Atzin Nieto
Nuestro editor de contenidos, Atzin Nieto, inicia una curaduría de cuento latinoamericano del género policíaco.
La dama de la soledad
Traducción: Rodolfo Mata y Regina Crespo
El inspector Barcelos tocó el timbre. Una mujer alta, de cabello rojo y ojos azules delineados de negro abrió la puerta. Él le preguntó, ¿usted es la señora Clarisse que llamó a la comisaría diciendo que aquí en su casa mataron a una persona con un disparo de arma de fuego?
Ella miró de frente al inspector, le dio una fumada al cigarrillo y, cuando soltó el humo, contestó que sí. Después hizo un gesto y le pidió que la siguiera.
Entraron a una habitación. Un hombre con una herida en la cabeza estaba sentado en un sillón. El inspector Barcelos, mediante un examen superficial, confirmó que la víctima había muerto hacía ya un tiempo. Preguntó cuándo había sucedido aquello y Clarisse le contestó que había sido durante la noche anterior. Barcelos tomó el celular y habló a la comisaría solicitando que mandaran al perito. Enseguida, le pidió a Clarisse que le contara cómo había sucedido todo.
Ella le entregó una hoja de papel y le dijo que ahí estaba todo explicado, que se había pasado la noche escribiendo. El inspector le pidió que hiciera un relato verbal, pero ella se negó y le dijo que no estaba en condiciones de hacerlo.
Mientras esperaba el peritaje, el inspector Barcelos leyó:
Siempre viví sola, en compañía de mis libros y mi soledad. Todo lo que sé de mí, de los otros, del mundo, principalmente de mí, lo aprendí de los poetas, mis queridos amigos que jamás me han abandonado. Los llevo conmigo a donde voy, sola o acompañada. Un poeta me dijo en secreto que yo, en este momento de dispersión, “me perdí dentro de mí porque yo era laberinto y ahora, cuando me pienso, es con nostalgia de mí”.
Escribo esta carta acostada en el piso junto al cuerpo de R. No quise dejarlo solo.
En mi profesión no es aconsejable entusiasmarse por alguien de carne y hueso. Tenemos que controlar la situación para protegernos. Por eso tengo mis secretos. Escribo mis misterios en el aire. En los silencios del habla, como dijo otro poeta, “el silencio que, puesto encima del silencio, usurpa del silencio su magra labor”.
¿Cómo fue la primera vez? R. me miró largamente como si me descubriera con la mirada. Estaba desnuda en la cama. Era nuestra primera cita. Me preguntó mi verdadero nombre. Clarisse, le contesté. Estiró la mano, la pasó levemente sobre mi rostro. Cerré los ojos. Sentí el toque de su lengua como si probara el sabor de mi piel. Aspiró el aroma de mi cuerpo en todas sus grietas y relieves. Abrí los ojos. Por la expresión de su rostro percibí que quería descubrirme a través de sus cinco sentidos. Hicimos el amor y después nos quedamos acostados uno al lado del otro. Recosté la cabeza en el pecho de R., y él me abrazó y me acarició el cabello.
El inspector Barcelos paró de leer y dijo que ahí no había nada sobre los hechos que estaba investigando. Clarisse le pidió que siguiera leyendo hasta el final. Con un suspiro el inspector volvió a leer.
Soy prostituta. Hay algo romántico y seductor en esta profesión, principalmente cuando se puede, como yo, elegir a los clientes. Yo era feliz, como eran felices las cortesanas en la antigüedad, mujeres bellas, autónomas, muchas veces influyentes, que se vestían con elegancia, eran dignas y pagaban sus impuestos. Cuando nos llaman disolutas, cometen una gran injusticia. Los disolutos son unos depravados, unos desordenados. Nuestra profesión exige disciplina y dedicación, es un arte. Somos artistas del placer y del entretenimiento.
Norma, mi agente, le advirtió a R. que yo lo entrevistaría antes de aceptarlo como cliente. Sin embargo, entró a la sala y de inmediato me encantó. Fuimos a la habitación y le pregunté si le gustaba la poesía, pues yo siempre les leía poemas a mis clientes antes de hacer el amor. Comencé a leerle uno a R., un soneto de Bocage que dice: “Jódanse, pues, casadas y solteras”. En ese instante, R. puso la mano sobre el libro y recitó el resto de la estrofa: “Y que sea ahora, pues es corta la edad, y las horas del placer vuelan ligeras”.
Me quedé sorprendida, no solo porque se sabía el poema de memoria, sino por la manera como lo había dicho, mejor que yo.
Sé leer. Domino el tempo, el ritmo. Los construyo, no son los del poeta. Doy el énfasis de acuerdo con mi interlocutor, a quien miro todo el tiempo a los ojos. Pero R. lo hizo mejor que yo, y el poema dejó de ser mío. Iría a odiarlo o a amarlo. Caí rendida ante él.
De nuevo el inspector paró de leer y dijo que no tenía sentido lo que había escrito y le pidió que contara lo que había sucedido. Clarisse contestó que le iba a traer un café y salió de la habitación. El policía uniformado que estaba en la sala la siguió. Barcelos, después de soltar entre dientes una imprecación, volvió a leer.
Estaba perdidamente enamorada. Escribí esas dos palabras, perdidamente enamorada, en el aire, con la punta de mis sentidos.
Decidí que se lo iba a decir a R., que me gustaría que se mudara a mi casa. También le dije que quería vivir el resto de mis días a su lado. R. se rió y dijo, ¿vivir aquí?, ¿contigo? Es una broma, ¿verdad? Estoy hablando en serio, insistí, me quiero casar contigo y hacerte feliz. Entonces R. me dijo sarcásticamente: ¿Crees realmente que me casaría con una puta?
No fueron las palabras las que me hirieron y me llevaron a cometer este acto extremo. Fue la expresión de desprecio que leí en su rostro.
Tomé el arma que guardo en el cajón de la mesa de luz y le apunté. R. se rió, se levantó de la cama y dijo con ironía: ya, dame esa arma. Disparé. Cayó al piso. Eso es todo.
Clarisse regresó con el café. El inspector Barcelos había terminado la lectura. Se tomó el café pensativamente, después dijo que el texto explicaba que la víctima había caído al piso y realmente estaba sentada en el sillón. Además, todo indicaba que la víctima debería estar desnuda. Clarisse contestó que le había dado lástima ver a R. tirado en el piso y decidió vestirlo y colocarlo, de manera más digna, sentado en el sillón.
El perito llegó. El inspector Barcelos le pidió a Clarisse que lo acompañara para que hiciera su declaración.
Cuando estaban saliendo, Clarisse le pidió al inspector que esperara un minuto. Fue al estante, tomó un libro y le dijo a Barcelos que aquel era el poeta que entendía lo que estaba pasando. Abrió el libro y comenzó a recitar.
Barcelos se llevó a Clarisse del brazo. Ella siguió declamando el poema.
Paula Parisot nació en Río de Janeiro y vive en Buenos Aires. Escritora y artista visual. Es autora de los libros, La dama de la soledad (finalista del Premio Jabuti), Gonzos y Parafusos y Partir. Sus libros han sido publicados en México por la editorial Cal y Arena. Sus cuentos están traducidos al español, italiano, inglés, francés, croata y turco. Creadora y presentadora de La Crucigramista (ARTE1 - Brasil, canal 180 - Portugal e canal 22 - México), un panorama del arte en Latinoamérica. La Crucigramista participó de DOCLisboa 2018 y de la Bienal do Mercosul 2020.
Muy bueno paula, mucha suerte