Cuento policíaco latinoamericano: Barrio alto, de Elpidia García Delgado
Nuestro editor de contenidos, Atzin Nieto, inicia una curaduría de cuento latinoamericano del género policíaco.
Barrio alto
Elpidia García Delgado
Ana tocó varias veces a la puerta de la casa de Tomás Galindo. Veinte veces lo llamó a su celular el día anterior sin obtener respuesta. Se asomó por la ventana, y por la rendija de la cortina descorrida un poco, vio lo suficiente para soltar un grito. Sus piernas temblaron y cayó. Al escucharla, una vecina que barría la banqueta, corrió a ayudarla y llamó a la Policía Municipal. Aún no lo sabían, pero no sería el único asombro en esa casa del silencio.
A las nueve de la mañana, cuando la patrulla policial llegó con los agentes Imperio Bravo y Ariel Sariñana, ya había curiosos alrededor, como moscardas revoloteando sobre un cadáver fresco. La pareja de policías preguntó sobre el muerto a la llorosa. Ana los puso al tanto de la situación. Imperio la abrazó como lo hubiera hecho con su hija desaparecida.
—Por favor, ¡bájenlo de allí!
—Cálmate, muchacha. ¡Tráiganle un vaso de agua! —ordenó Imperio a los curiosos.
—Ya vamos a entrar, no te preocupes. Tú espera allá en la patrulla. Pronto llegará alguien de la Fiscalía para hablar contigo. ¿Es tu novio? ¿Cómo se llama?
—Es…era mi novio, Tomás Galindo. Por favor, bájenlo, bájenlo.
Rompió a llorar.
Con una barra que sacó de la patrulla y la fuerza de sus músculos, hinchados como balón de futbol americano, el policía grandulón forzó la cerradura con facilidad.
—¡Retírense! —ordenó a los fisgones antes de abrir la puerta. El olor de la muerte escapó como si tuviera vida. Todos retrocedieron para dejarlo pasar cubriéndose la nariz y con gestos de asco.
—Te cedo el honor, Imperio, el escenario es tuyo.
El policía hizo el ademán de quien deja pasar a una reina, esbozó su media sonrisa torcida.
Se llevó a Ana a la camioneta doble cabina y le pidió que entrara. Alguien le llevó una botella de agua. Las torretas emitían luces bicolores deslavadas por el sol de la mañana. Más gente se acercó formando corrillos. Los niños se sentaron en fila en el cordón de la acera, como si fueran a ver un número de circo. Ariel sacó un rollo de cinta de balizamiento y procedió a acordonar la zona.
Imperio se colocó la mascarilla, enfundó las manos en los guantes de látex; desabrochó la funda de la pistola y puso su diestra en la empuñadura. Ninguna precaución sobra cuando los mata-policías pululan en la ciudad. Al entrar, encontró miseria, mugre y desorden en la casa de quien había perdido la ilusión de vivir. Las moscas carroñeras ya depredaban al difunto. Recordó las reglas: no toco, no muevo, no sustraigo y no agrego. Eso no impedía que leyera el papel sobre la mesa: “Estoy en problemas. Adiós”. Así decía la escueta nota de escritura con trazos nerviosos del tipo alto y flaco, pero correoso, que pendía laxo de la cuerda amarrada en una viga del cuartucho. Cuando vio su cara azulada y la lengua fuera de la boca, Imperio tuvo arcadas, las contuvo con esfuerzo. El pantalón con roturas y descolorido tenía una mancha oscura en la entrepierna. Sintió tristeza por él, “por su juventud coartada de esa forma, por el luto continuo en la ciudad más violenta del mundo, mi ciudad”, razonó, y tuvo ganas de rezar. No lo hizo.
Vio un teléfono celular sobre el buró, un bolso de mujer sobre la cama, y la puerta del baño un metro por dos, abierta. La empujó con la punta de su bota y afianzó el arma. No hubo necesidad de usarla. No había nada que hacer por la mujer en el suelo de la ducha, atada de pies y manos, y con la cabeza envuelta en plástico de embalar. Vestía ropas deportivas color morado a juego con sus tenis. Sus bellos ojos, terror petrificado, asomaban aún abiertos por el corte que el asesino había hecho en la envoltura. Parecía una mujer con un extraño nikab. “Mira nomás, otra mujer asesinada. Vaya que te metiste en problemas, cabrón”, murmuró la policía. Guardó la pistola en su lugar para encender el radio en su hombro izquierdo y llamar a su compañero: “Además del ahorcado, hay una mujer muerta en el baño, pareja. Llama a la estación”.
Ariel vigilaba afuera y reportaba por radio el doble hallazgo. La ministerial y el equipo forense llegaron tiempo después.
Mientras los peritos hacían su trabajo, Imperio habló con Ana, ya más serena, y le contó de la mujer muerta, lo que leyó en la nota.
—A ver, cuéntame lo que sepas de Tomás —de la guantera sacó el portapapeles con el engorroso informe policial y pluma, y empezó a apuntar.
—Vivía solo. Ya tenía unos meses que andaba muy raro. Era huérfano, fíjese. Su mamá murió de cáncer cuando él era un niño. Se cambió a este barrio el año pasado, fue cuando nos conocimos. Yo vivo aquí cerquita.
—¿Tenía algún trabajo? —Preguntó mientras seguía concentrada en llenar los datos.
—Pos en una fábrica del Parque Juárez, pero faltaba cada rato, yo creo que ya lo habían corrido. No podía pagar ni la renta.
—¿Cuánto tiempo anduviste con él?
—Pos salimos un tiempo, pero lo dejé por huevón, la verdad. Cuando lo despidieron, le dije que fuera a otra maquila, ya ve que siempre hay vacantes, pero no quería madrugar. Por eso volví con mi mamá, aunque de vez en cuando venía a verlo para ver cómo estaba.
A veces, por las tardes, nos íbamos a caminar por la colonia. ¿Qué más podíamos hacer sin dinero? Por aquel lado, como a una hora de aquí, hay un fraccionamiento de ricos en una loma alta. Le gustaba que fuéramos a ver las fachadas y los jardines con sus flores ordenadas por colores; las enredaderas de buganvilias rosas. A mí se me hacía muy raro. Tomás decía que se sentía como en una película, ¿usté cree? Se acercaba a las verjas para ver los patios, y me decía: imagínate los fiestones que pueden hacer aquí. Después de mucho caminar, nos poníamos a ver la casa más bonita, una de color salmón.
Ana contó la conversación a Imperio:
—¿Cuántas recámaras crees que tenga, Ana?
—¿De perdida unas cinco, ¿no?
—¿Y sirvientes?
—Mmm… necesitan cuando menos dos jardineros, dos cocineras, dos sirvientas y un chofer.
—Híjole, ¡qué carros! Fíjate, hay dos afuera, pero debe haber más en las cuatro cocheras.
—Será una familia grande, si no, ¿para qué quieren una casota de ese tamaño?
—Lo fresquito que ha de estar ahí dentro, mira cuántas cajas de refrigeración se ven en el techo. Y yo que apenas tengo un ventilador de diez dólares.
—Si le pusieras al jale, flojo, podrías comprarte un aire acondicionado.
A veces nos quedábamos callados, viendo las flores, las ventanas recién lavadas. Y ahí nos pasábamos la tarde, para esperar a que los dueños llegaran. Siempre tan elegantes, sobre todo ella. Con un cuerpazo de gimnasio, maquillaje y peinado de artista. Él le decía mi amor esto, mi amor lo otro. Los escuchábamos bien desde la banqueta al otro lado de la calle cuando llegaban en un carro muy bonito. Pero Tomás no la veía a ella, sino a él. A mí me daban miedo los ojos que le echaba. Y cada vez que íbamos era igual. Ya nomás se metían a su casa y me decía: ¡vámonos!, como encabronado. Una vez el señor se dio cuenta de que estábamos allí y se quedó viéndonos, como burlándose. “¿Te fijas?, el cabrón nos mira chiquitos y orejones,”, decía Tomás.
—¿Cuánto tiempo hace que dejaste de verlo?
Como dos meses, porque mi mamá ya me traía en chinga. Un día me puso una condición tronándome los dedos: “o consigues trabajo, o te buscas dónde vivir. Aquí no es hotel para que recales cuando quieras. Desde que andas con ese bueno-para-nada, te estás volviendo como él”. Así que tuve que meterme a una maquila. No pagan mucho pero mi madre me dejó en paz. Y hasta me gustó la chamba, pero luego dejé de andar con él.
—¿Por qué lo dejaste?
Lo que pasa es que me aburrió verlo siempre tirado en la cama, sin bañarse. La casa sin barrer, los trastos sucios, y las cucarachas en la estufa. Él tan flaco que ya ni ganas de coger tenía. Y si le decía, “oye, pues vamos a salir, ¿no? O qué, ¿nos vamos a estar aquí echados viendo los comerciales en la tele, comiendo galletas Marías?”, él me decía:
—Vamos a ver a los ricos.
—Pero si ya los vimos muchas veces.
—Sí, pero ahora tengo estos prismáticos, quiero ver cómo es la casa por dentro.
Y ahí vamos otra vez.
Imperio veía a la chica hablar, sus gestos. Le recordaron a su hija ausente. “De esa edad sería mi hijita, parecida a ella, pero más alegre, porque ella reía con su carita entera”, pensó. Ana siguió la narración.
—Mira la salota circular que tienen, ¿cuánto les habrá costado?
—Ay, mira, ¿sabes qué? Ya déjate de pendejadas, ¡ya estuvo! ¿Por qué te regodeas en la vida de otros? Ponte a arreglar la tuya. Ya me cansé, ahí nos vemos. Cuando te alivianes de tus traumas, me dices.
Y ya, dejamos de vernos y él no me buscó.
Un llanto repentino la acalló.
Los peritos seguían recolectando evidencias en la escena del crimen. Los vecinos veían con extrañeza a los hombres cubiertos en trajes blancos, con guantes y cubrebocas. Tardarían varias horas en terminar.
—Tienes que declarar todo esto que me contaste. Ahora vamos a llevarte a la Fiscalía para eso. Llama a tu familia para que avises. ¿Conoces a algún familiar de Tomás, sabes dónde localizarlos?
—Tiene una tía, pero no sé dónde vive. Yo era su única amiga.
* * *
Carlos Alcocer identificó a su esposa en la morgue. Después de su rutina en el gimnasio, ya no contestó a sus llamadas. La familia de Nubia Márquez y miembros de los Alcocer, los ricos conocidos en la ciudad por su cadena de ferreterías, esperaron afuera. El hombre salió de allí conmocionado. Los familiares se le unieron en un triste abrazo de consuelo.
Ese mismo día acudió a rendir su declaración.
—¿Conocía al presunto asesino, Tomás Galindo?
El policía ministerial le mostró una foto que encontraron en el lugar del crimen. Carlos la miró unos instantes.
—Tendré que revisar las cámaras de seguridad. No estoy seguro. Se parece a uno que vi hace poco junto a mi casa con una muchacha. Recuerdo sus ojos fijos en mí.
—¿Podría ser uno de sus empleados?
—No, conozco los nombres de todos. Yo llevo la administración de nuestros negocios y reconocería cuando menos su cara.
—¿Cree que es posible que le gustara su esposa?
—Sí, tal vez.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Según nuestras primeras indagaciones, comprobamos que Galindo la levantó en su carro cuando su esposa salió del gimnasio. Lo comprobamos al revisar las cámaras de seguridad del negocio.
—Por eso ya no me contestó las llamadas.
—Se la llevó a su casa y la obligó a darle el número de celular de usted. Eso sí, no tocó a su señora, no la forzó, estaba completamente vestida, tampoco tenía golpes. Voy a mostrarle algo para que sepa lo que sucedió. Le advierto que puede afectarle.
El juez sacó el celular de Tomás Galindo de una bolsa con evidencias, abrió la galería de fotos. Las de Nubia Márquez, maniatada, sin plástico en la cabeza; otras, con la envoltura puesta. Dos más con la abertura por donde asomaba el miedo en su mirada. El hombre dejó de verlas y se cubrió la cara con las manos. Emitía los gemidos entrecortados de un hombre que se avergüenza ante otro de su hipar.
—Desgraciado, cobarde. ¡Cómo quisiera haberlo ahorcado yo!
El representante de la ley trató de concluir la conversación.
—Mire, le voy a decir lo que pienso: es posible que Tomás no quisiera matarla, que tardara mucho en tomarle las fotos. Después, a lo mejor trató de quitarle el plástico, pero tenía muchas vueltas y lo dejó muy apretado. Se le pasó la mano y se asfixió. Las fotos se las iba a enviar a usted, pero no tenemos claro el móvil.
—¿Extorsión?
—Vamos a investigar eso, si tenía cómplices, también interrogaremos a la chica que lo encontró. Era su novia, o algo así. Por lo pronto, le recomiendo que redoble las medidas de seguridad de su casa y negocios. También necesitamos las cámaras de su casa para comprobar si el hombre que usted vio es Tomás Galindo.
—Hoy mismo se las entrego, agente.
Le avisaremos si hay avances y, créame que lamento mucho su pérdida.
Imperio Bravo corroboró la declaración de Ana. Comprobó que el día de la desaparición de Nubia estuvo trabajando en la fábrica. Por su cuenta y en contra de los protocolos de la corporación, investigó la historia del asesino. En cuanto llegó a sus conclusiones, pidió una cita con el juez asignado al caso de Nubia Márquez.
—Imperio Bravo, agente de la PM, a sus órdenes. No le quitaré mucho tiempo. Tengo información sobre el asesinato de Nubia Márquez.
El escritorio del juez, atiborrado de expedientes, daba cuenta de los numerosos casos sin resolver. Despegó la vista de los papeles para mirarla de arriba abajo, perplejo. Preguntó con sorna.
—¿De cuándo acá una agente municipal hace funciones del Ministerio Público?
Se le ocurrieron varias respuestas: porque se trata de una mujer, deseo que se haga justicia, que no haya más muertes, que no se culpe a un inocente, pensó, pero no expresó ninguna. En cambio, lo miró como un púgil a otro en el anuncio de una pelea.
—Si quiere, me largo.
—A ver, siéntese y cuénteme, señora detective—. Enfatizó las últimas palabras.
Desoyó la ironía. Le mostró las actas de nacimiento de Tomás Galindo y de Carlos Alcocer.
—Bien, ¿y qué? No veo qué aporte esto al caso.
—No se ha fijado en el nombre de la madre. Es la misma, como puede ver. Tomás Galindo y Carlos Alcocer eran hermanos mellizos, cuates, gemelos dicigóticos.
El juez revisó una vez más los documentos, incrédulo. La miró como diciendo: “Sigue, ¿qué más?”
—Indagué con una tía de Tomás. Batallé para encontrarla, ¿eh? Resulta que la madre, de apellido Galindo, fue sirvienta de los Alcocer. Cuando Javier Alcocer, el padre de Carlos y Tomás, supo que la había dejado embarazada, la corrió, pero se aseguró de saber dónde vivía. Al nacer los niños, fue a hablar con ella. La quería convencer de que era mejor que él se los llevara, de que ella no podría mantenerlos.
—Ah, y ella accedió a darle solo uno.
—Sí. Tal vez convenció a su esposa de que perdonara su engaño, y como no tenían hijos, quiso quedarse con el niño. No le dijo del otro gemelo. Por lo que me contó la señora, con el tiempo, la madre de Tomás se arrepintió y quiso recuperar a su hijo, pero enfermó y dejó las cosas como estaban. Murió cuando el niño tenía cinco años y entonces, Tomás quedó a cargo de su tía. Fue ella la que le dijo la verdad a su sobrino cuando cumplió dieciocho años.
La noticia del crimen se difundió por todos los medios. Las familias del pudiente fraccionamiento pidieron vigilancia policial por temor de alguna extorsión o secuestro. A la pareja de agentes les asignaron patrullar y hacer guardias frente a la casa de los Alcocer en diferentes horarios hasta que concluyera la investigación.
—No, pues sí que está chingona la casita, pareja. —Confirmó el agente, luego de una mordida a su burrito de chile relleno y un trago a su soda.
—Ni soñar con tener una así, aquí nos pagan como si nos dieran cambio en la tortillería.
—¿Oye, tú crees que Tomás secuestró a la señora para extorsionar al marido?
La oficial solo había contado a Ariel parte de la historia. Quedó pensativa, con la mirada puesta en los muros cubiertos de trinitarias. Sus colores y belleza esplendían como con luz propia.
—No, Tomás quería que su gemelo sufriera, tanto como él había sufrido.
Elpidia García Delgado (1959, Cd. Jiménez, Chihuahua) Escritora y promotora cultural. Trabajó en la industria maquiladora más de 3 décadas. Imparte talleres de escritura creativa. Ganadora de la beca David Alfaro Siqueiros para Nuevos Creadores en 2012; el Premio Programa de Publicaciones 2013 del ICHICULT; de la Convocatoria Voces al sol en 2014, de la UACJ; de la beca David Alfaro Siqueiros en la categoría Creadores con Trayectoria en 2018, y del Premio Bellas Artes de Cuento Amparo Dávila en 2018. Ha publicado en diversas revistas digitales, impresas, y antologías. En solitario tiene tres libros de cuento y un cuento infantil publicados: Ellos saben si soy o no soy (Ficticia-Ichicult, 2014), Polvareda (UACJ, 2015), La rebelión de las muñecas (UACJ, 2017), y El hombre que mató a Dedos Fríos (INBA-Lectorum, 2018). En el 2019 el Congreso del Estado de Chihuahua le otorgó el reconocimiento Chihuahuense Distinguida “María Edmeé Álvarez” por su aportación e investigación de los temas sociales de la frontera.