Cuento: Podría ser la hija perfecta, de Cristian Romero (Medellín, Colombia, 1988)
Podría ser la hija perfecta
Cristian Romero
No sé cuánto tiempo llevo despierto y, de pronto, sé que va a suceder. Es una grieta que se abre en mitad de la noche, ya estoy acostumbrado. Selene se para en el vano de la puerta de la habitación y, restregándose los ojitos, me dice, así, susurrado:
—Papá, no puedo dormir.
Se nota que no quiere perturbar el sueño de su madre, que está avergonzada, y yo no puedo sentir más que orgullo por esa delicadeza suya, algo tan impropio en una niña de su edad. Diana, inundada de pastillas, sigue sumida en ese sueño inquieto que ya parece perpetuo. Puedo ver, tan pronto la voz de Selene invade la habitación, cómo cierra los ojos con fuerza, cómo le tiemblan los labios, cómo aprieta la mandíbula y le chasquean los dientes. Con cariño le acaricio el cabello.
—Tranquila —susurro.
Siento que todo su cuerpo se relaja, o por lo menos lo intenta, pero de lo profundo de sus sueños se arrastran unas palabras:
—Dile que duerma, dile que duerma, dile…
Voy hasta la ventana, corro un poco la cortina y allá, al fondo, en medio de la espesura del bosque, puedo reconocer las siluetas nerviosas de la jauría que con cada visita se hace más numerosa. Meneo la cabeza. Me acerco a Selene, la rodeo con el brazo y le beso la frente. Detrás de su cabello siento el sudor que le brota en la espalda.
—Me gusta que mamá duerma —dice con voz tímida.
Sonrío.
El presentimiento de que esta noche sucedería me atrapó desde las primeras horas de la mañana. Por eso no se me hizo extraño el cielo grisáceo, ni el susurro de Selene en el cuarto entonando sus melodías, ni el momento en que, en medio del jardín, apareció esa chica, desorientada, con los ojos brillantes y dilatados y sin parecer posarse en ninguna cosa en particular. La tomé del brazo y ella, sumisa, se dejó guiar hasta el desván. Sus manos rasguñadas y sus zapatos llenos de barro delataban una larga y torpe caminata.
—Papá, ¿cuándo voy a regresar a la escuela?
Selene podría ser la hija perfecta, de verdad. Sé que sueno como deben sonar todos los padres: con un orgullo desmedido e injustificado. Bueno, justificado solo por el amor filial, que sin duda es suficiente, pero, insisto, Selene es especial. Ella es mucho más inteligente de lo que su madre o yo podríamos llegar a ser. Por eso también quisiera que regresara a la escuela, pero allí nunca la entendieron. Siempre vi temor en los ojos de sus profesores y compañeros de clase. Selene es extraña, decían, y a mí me daban ganas de gritarles que todos eran unos idiotas. Después los entendí. Es difícil interactuar con la mirada de Selene que a veces pone los pelos de punta. Ese sutil silencio, impenetrable e impredecible, con el que juega. Además, Diana, en medio de los sueños que aún la siguen sometiendo durante días enteros, creía adivinar los rugidos de las bestias en los motores de los carros que invaden la ciudad. Me partía el alma verla llorar, desesperada, aferrada a mi pecho mientras rogaba que nos fuéramos. Por eso nos vinimos a vivir a las afueras de la ciudad, a esta casa vieja y enorme que heredé de mis padres y que tan bien nos sabe resguardar. Cada noche, cuando recorro sus largos pasillos —como en este momento— descubro nuevas hendiduras en las paredes, nuevas tramas en el techo, nuevas fisuras en las puertas.
Cuando me dispongo a responderle a Selene que algún día volverá a pisar una escuela —pero una escuela de verdad, de calidad, que mientras tanto yo la puedo seguir educando con nuestra vasta biblioteca—, un acceso de tos la sacude. Tose una y dos y tres y cuatro y más y más veces. La abrazo, fuerte, y la arrullo y le digo que todo va a estar bien. Sigue sudando. Tiene fiebre. Me mira con los ojos aguados, se pone un dedo en los labios y dice, lo más bajo posible:
—Shhhh, mamá duerme.
Sonrío de nuevo y le vuelvo a besar la frente. La quiero, la quiero de verdad. Sin ella mi existencia perdería todo su significado. Selene también sonríe y por ese gesto siento una punzada de miedo que, nervioso, trato de ahuyentar como si fuese un mal pensamiento.
—Papá, hice un nuevo dibujo. Te lo mostraré.
—No, espera…
Corre en puntillas por los pasillos, escucho la suavidad de las plantas de sus pies cuando pisa cada escalón y al poco tiempo regresa con una enorme cartulina blanca en la mano. Tiene una sensibilidad indiscutible para el arte: sus dibujos desmedidos, casi perfectos, le entrecortan la respiración a más de uno. A los profesores los asustaban. Decían que no era normal: ni su talento ni la agresividad de sus trazos.
Me muestra el dibujo, trago saliva y me impresiono al ver lo cercano que está a las siluetas que rodean la casa.
—¿Y cuál es Salomé? —pregunto.
—No, papá. Ya descubrí que Salomé no es el único monstruo. Son varios. Son todas mis hermanitas.
Algo tibio me cuece la boca del estómago. El aire se me va, me tiemblan las piernas. ¿Cómo lo supo? Los reproches desesperados de Diana me llegan en tropel. Claro que no quería obligarla ni mucho menos. Lo que yo quería era tener un hijo de verdad y no esos fetos deformes que ya nacían muertos cuando apenas llevaban pocos meses de gestación.
—Es el ritual, Diana, debemos tener paciencia —le decía. Y luego tenía que ir a buscar un río y dejar caer esos fetos que más parecían unos cachorros de perro enfermo. Selene fue el cuarto intento.
—¿Es lindo, papá?
—Sí, es lindo.
Se señala la sien con el dedo índice y me susurra:
—Aquí duermen monstruos, papá.
Parpadeo.
—Vamos, es demasiado tarde y tienes que dormir.
Intento que la frase suene lo más parecido a una orden. Seguimos camino al desván. La respiración de Selene se hace cada vez más pesada, pero ella trata de disimular. Es una niña considerada, no le gusta preocuparnos. Puedo sentir el calor que la envuelve. Ya veo unas pequeñas ampollas en su mejilla izquierda. Pasamos al lado de una ventana y no puedo resistir la tentación de mirar afuera: la jauría está cada vez más cerca, creo ver sus mandíbulas desmesuradas.
—Papá, ya viene.
Su voz tiembla. Acelero el paso, quiero seguirle el ritmo a su corazón. Lo escucho cerca, muy cerca. Siento otra vez esa punzada de miedo. Abro la puerta del desván y, al fondo, veo a la chica que llegó en la tarde. A pesar de que le corté todo el cabello a ras de piel sigue siendo hermosa, como todas las que han llegado hasta aquí, hipnotizadas por el susurro de Selene que se va flotando hasta la ciudad. Me imagino que así de hermosa será mi hija cuando crezca, cuando tenga su misma edad. Selene heredó la elegancia de mi madre y mis hermanas y el mismo cabello y ojos brillantes de Diana.
La chica, amordazada en una silla, tan pronto nos ve comienza a temblar. Alrededor suyo están las velas encendidas. Selene se queda mirándola, pero yo cierro los ojos. No quiero verla, no quiero imaginarme lo que puedan estar sintiendo sus padres y mucho menos imaginármela convertida en una bestia.
—Papá, ¿le va a doler?
—No, no le va a doler.
Selene me mira, frunce el ceño y dice:
—No me gusta que me mientas, papá.
Aprieto los labios.
—Lo siento —digo.
Selene entra al desván. Cierro la puerta y yo, apresurado, desando el camino hasta mi habitación. No quiero escuchar esa canción con la que ella arrullará a la chica mientras le llena la cabeza de humo, mientras exorciza esos demonios que se apoderan de sus sueños y no la dejan descansar.
En la habitación Diana sigue dormida; su pecho sube y baja a una velocidad anormal. Cuando Selene nació estaba seguro de que seríamos felices, pero con el tiempo esa ilusión se diluyó, justo en el momento en el que Diana la empezó a ver como una intrusa. A veces, entre sueños murmuraba:
—Nos equivocamos de nombre, te dije que nos equivocamos de nombre.
Quisiera que el temor no le ganara, que la vistiera con cariño, que le peinara el cabello con gusto y le hiciera esas trenzas hermosas que lucen las niñas en el parque. Pero Diana ya solo duerme. A veces se levanta, come algo, toma un vaso de agua y regresa a ese sopor que día y noche la aferra a nuestra cama. No puedo negar que a veces también siento miedo, sobre todo cuando veo a Selene dormir: de su cabeza se proyectan sombras difusas en las cuales creo reconocer formas inhumanas.
Al rato me asomo a la ventana y veo los lomos de la jauría adentrarse en el bosque, como si fuesen barcos derrotados. Uno de ellos, tal vez el nuevo, voltea a ver la casa. Cierro los ojos con fuerza y me alejo de la ventana. Ya no siento culpa.
Me acuesto al lado de Diana, más tranquilo. Veo que su respiración también se relaja y que ya ha dejado de arrugar la frente. Es hermosa. Me dan ganas de hacerle el amor, suavemente, pero solo le beso los hombros con cariño. La amo, la amo con locura, pero nada se puede comparar con lo que siente un padre por una hija. En este instante, Selene se asoma a la puerta y dice:
—Papá, mamá, que tengan una feliz noche.
Sonrío. Me encanta cuando dice esas palabras. Por debajo de la sábana las uñas de Diana se entierran desesperadas en mi pierna. Disimulo.
—Descansa, cariño —digo.
Nuestra hija se marcha a su cuarto, con una sonrisa en el rostro. Entonces abrazo a Diana por la espalda y le digo:
—¿Ves, querida? Selene podría ser la hija perfecta.
Y no lo digo con resignación, de eso estoy seguro.
Cristian Romero (Medellín, Colombia, 1988) Autor del libro de cuentos Ahora solo queda la ciudad (Hilo de Plata Editores, 2016, Colombia; Ediciones Ayarmanot, 2020, Argentina; La Máquina que hace Ping, 2020, España) y de la novela Después de la ira (Alfaguara, 2018). En el 2017 fue seleccionado en la lista Bogotá 39, promovida por el Hay Festival y la FILBO, como uno de los 39 escritores menores de 39 años más prometedores del momento.
Excelente cuento que mantiene el estilo que ya identifica a Cristian Romero, gracias y felicitaciones.