Narrativa

Cuento latinoamericano: Identidad, de María Casiraghi (Argentina)

 

 

Este cuento forma parte del libro Nomadía, relatos en las tierras del fin del mundo, editado por Monte Ávila, Venezuela en 2010.

 

 

 

María Casiraghi

 

 

Una vez conocí un hombre que vivía solo en medio del monte. Hacía meses que no veía a nadie. Solía dejarse yerba y algunos víveres en los puestos abandonados de la zona y sabiendo que no había nadie en ellos se visitaba a sí mismo, golpeando sus manos antes de entrar. Después se saludaba y allí se quedaba a dormir. En uno de esos puestos estaba yo, que había parado a pasar la noche. Al oírlo le abrí la puerta y lo invité a entrar. No se sorprendió cuando me vio. Traía unas páginas sueltas en su mano. Me dijo que acababa de encontrarlas en una casa abandonada a unos pocos kilómetros de allí. Era la tercera vez que iba y la tercera vez que hallaba en ella un relato escrito, apoyado sobre una mesa. 

Alguien los deja ahí para que los lea explicó, alguien que quiere decirme algo. Los relatos siempre hablan de personas que he conocido. Este es sobre un hombre para el que trabajé de mensual cuando era joven. Se llamaba Don Semino y era dueño de un gran campo cercano al lago Pueyrredón. Hace unos años me llegó la noticia de que lo habían encontrado muerto y como no tenía herederos la estancia le había quedado a su peón.

El hombre hablaba con voz entre cortada y temblaba de frío. Yo le sugerí que se sentara y tomara algo caliente. Le preparé un té de los que él había dejado, sin saber que eran suyos. Después de un largo silencio empezó a leerme en voz alta este relato.

 

 

 

 

 

 

IDENTIDAD

 

Está llegando el otoño y las hojas han comenzado a tener cría en el suelo, comenta Semino en voz alta aunque está solo. Mansilla, su peón, ha salido temprano hace dos días y no ha regresado. Se fue enojado por un desacuerdo con Semino y amenazándolo con un rebenque se marchó por la tranquera, jurando que no volvería.

Semino es un hombre adaptado a la soledad, pero ahora que su peón de hace más de veinte años lo abandonó, ésta empieza a importunarlo. Por eso ha decidido hacer las tareas de Mansilla con las ropas de él. Pero andar vestido así lo incomoda por falta de costumbre. Sentado sobre el monte de hojas secas se dispone a descansar mirando las sierras rojas. Mientras bebe el primer mate piensa. ¿Qué habría pasado si hubiese escuchado los pedidos de Mansilla? ¿Y si me hubiese quedado en España para siempre?

Por los alrededores de su campo camina despacio el Villico Cue, un chileno venido hace más de un cuarto de siglo a ofrecer sus conocimientos agrarios para llenar los rincones vacíos del país vecino. Al despedirse de su país, dijo.

–Chile me tiene harto cansado. Dicen que Argentina es un pueblo libre.

Pero no le llevó mucho tiempo al Villico conocer el cansancio de este lado de la cordillera. Hoy, mientras avanza buscando trabajo en los campos vecinos, piensa que hasta los patrones se están acabando en la Patagonia.

Ha atravesado varias estancias, hallando siempre taperas. Carga consigo algunos víveres que se le están terminando, algo de vino y una pequeña bolsa llena de un polvo blanco añejado que lleva con él a todos lados desde que de muy niño vio morir a su padre. Villico tenía ocho años y volvía a su casa luego de recorrer los campos de alrededor en busca de empleo para éste, quien por falta de trabajo se había convertido en un hombre alcohólico. Al entrar, lo encontró recostado como siempre, pero diferente a sí mismo. Al lado de la cama estaba el polvo, una parte derramada en el suelo y otra en el vino. Aunque esto lo supo mucho después.

De pronto, mientras piensa y recuerda, alza la mirada desde lo alto de unas sierras rojizas, y al hacerlo ve un peón cómodamente sentado sobre unas hojas secas en lo que alguna vez fue monte pero ahora no es más que una suma de troncos pelados y solos.

Villico, con sentimiento confuso, va bajando lentamente por la ladera que lo conduce a quien acaba de reconocer como su víctima. Antes de acercarse demasiado vuelca algo del polvo añejado dentro de la bota de vino, ocultándose detrás de un molle. Al llegar a unos metros de donde Semino se encuentra, le dirige unas primeras palabras amistosas para entrar en confianza.

–¿Le molestaría si me siento? Hace días que camino. ¿Su patrón no está?

Semino no había visto su sombra. Pero ahora que halla un cuerpo sobre el espacio que creía vacío, no quiere dejarlo ir.

–No, ha salido, pero siéntese, amigo, total si se enoja y le parece mal al patrón que nos tomemos unos mates,...nos vamos al diablo los dos juntos y listo, siéntese lo mismo.

Villico acepta la propuesta de Semino y se sienta.

–No lo había visto a usted antes. ¿En dónde vive? –pregunta Semino al extraño.

– En el campo de las lagunas. Donde se hunde la tierra –contesta el Villico señalando unas sierras amarillentas entrecortadas en el cielo y, para conocer el nombre de su interlocutor, agrega:

–Usted debe de haber hecho algún arreo por allí, Don....

–Mansilla –responde Don Semino con naturalidad.

–Don Mansilla. ¿Ha estado por esos sitios? Allí, ve, se está hundiendo la tierra.

Semino no alcanza a ver la depresión de la que habla el visitante. Solo ve tierra roja. La de las sierras que bloquean el paso a la cordillera. La que separa su campo de la propiedad pública. Evitando contestar le hace otra pregunta.

– ¿Y qué lo trae por acá?

Villico, que no tiene preparada una respuesta, improvisa:

– Busco a mi padre. Ha salido a buscar trabajo hace ya más de un año, pero no ha vuelto. Tal vez haya preguntado por aquí y...

–Lo siento, don, pero acá jamás lo he visto. No puedo afirmarle que el patrón sepa algo, no somos de hablar mucho y además he estado embroncado con él últimamente, si no se molesta, prefiero reservarme los motivos.

Semino se interrumpe a sí mismo al volverle el recuerdo de su peón y de las últimas discusiones entre ambos.

Comienza a bajar el sol. Los hombres conversan. El visitante abre su bota vasca y le ofrece los primero tragos a Semino.

–Tome amigo, un poco de vino para desparramar la yerba.

– Sí, gracias, hace tiempo que no tomo.

Semino bebe silencioso mientras el Villico continúa la charla que se está convirtiendo, estratégicamente, en un interrogatorio.

–Se lo ve cansado, hombre, ¿sufre usted alguna enfermedad?

Semino se toma su tiempo para responder porque el vino lo recorre haciéndole olvidar quién es él y qué hace allí sentado en medio del campo bebiendo vino de una bota extraña, de un hombre que sólo pregunta y poco responde.

– No –contesta secamente abriendo un largo silencio. Pero enseguida empieza a sentir un fuerte dolor en el pecho y menos aire saliendo por su boca y su nariz. Entonces, como retractándose de su respuesta, continúa:

–Tal vez esté sufriendo asma. Hace tiempo que me cuesta respirar. Los médicos dicen que puedo morir de un momento a otro –miente Semino. Luego, como necesitando expandir su explicación para entender él mismo su respuesta, agrega:

–Y mi patrón ni caso me hace, ya le he dicho más de cien veces que me compre unos medicamentos, que es a él a quien le corresponde velar por mi salud. ¿Y sabe qué me responde? Que me la aguante, o me deja sin trabajo.

Semino termina su breve lamento. Sigue sin entender qué lo hace decir todo esto, por qué Mansilla se fue sin volver y preguntándose dónde estaría ahora ese pobre desgraciado penando por su asma, su tos y su soledad.

– ¿Usted, tuvo buenos patrones? –pregunta Semino con una voz cada vez más desganada.

El Villico Cue concentra su mirada en los ojos de Semino, en la manera de mover su boca, en el color que está tomando su piel a cada gesto y cada palabra que articula con dificultad. Pero van transcurriendo los minutos, y  sus ojos siguen en el mismo lugar, la boca se mueve más despacio pero se mueve, la piel ha tomado algo del color de las sierras pero no es suficiente, piensa Villico.

–Qué le puedo decir, buenos han sido. Pero así, como el suyo, que lo deja solo descansando sin pedirle explicaciones, no hay muchos. Cómo me gustaría tener un patroncito así –responde con ironía el Villico, mientras piensa nada más que en los segundos que le faltan para convertirse realmente en el peón de Don..., y al darse cuenta de que ni eso sabe, pregunta:

– ¿Cuál es el nombre de su patrón?

–Don Semino –contesta Semino y al pronunciar su propio nombre comienza a largar un líquido blanco por la boca y por la nariz, y queriendo decir mucho más que su nombre, siente que sus ojos inician el viaje hacia ningún lado mientras su cuerpo tiembla sin hallar respuestas a las últimas palabras que le dijera Mansilla antes de irse.

El Villico, ahora con toda la certeza sobre sus hombros, comienza a palpar al hombre que agoniza frente a él.

–Disculpe, no me he presentado –dice antes de que los ojos de Semino se hayan retirado por completo–, mi nombre es Mansilla, igualito que usted, debemos ser algo parientes, después de todo.

 Diciendo esto, sabiendo que ya nadie lo ve, Villico se levanta y comienza a desnudar al muerto. Se deshace de sus propias ropas y se pone las del compañero. Luego se sienta a mirar la tarde caer en la ladera. Ahora tengo trabajo, piensa. Toma el veneno que aún queda en la bolsa y, entristecido, lo arroja al aire, como si fuesen las últimas cenizas de su padre.

 

 

 

 

María Casiraghi nació en Buenos Aires, Argentina, en 1977. Es poeta, narradora y periodista.

En poesía: Escamas del Silencio, (2004) Turbanidad (2008) Décima Luna (2011) Loba de Mar (2013), Albanegra (2015), Cóndor (2018) publicados por Alción Editora, Córdoba, Argentina y Música griega (2019, Ediciones en danza, Buenos Aires), así como de una antología personal titulada Vaca de Matadero (2017, Ed. Summa, Lima, Perú). Poemas suyos fueron traducidos y publicados en el extranjero en diferentes revistas digitales de poesía (España, Brasil, México, Francia y Colombia, entre otros).

Como periodista, es autora de Retratos, Patagonia Sur y Patagonia Sur- Santa Cruz-Argentina (GAC, 2000) fruto de un largo recorrido por el sur de la Patagonia, en base a entrevistas a sus habitantes y un relevamiento de flora, fauna y paisaje de toda la región, junto a la fotógrafa Marta Caorsi. Desde el año 2012 colabora con publicaciones culturales y de viaje. Asimismo, ha traducido diversos libros de viajeros naturalistas europeos de fines de Siglo XIX por la Patagonia, entre ellos Wilds of Patagonia, de Karl Skottsberg y Wanderings in Patagonia, de Julius Beerbohm (Editorial Sagier y Urruty, Buenos Aires, 2003).

En narrativa, publicó el libro de relatos Nomadía (2010, Editorial Monte Ávila, Caracas, Venezuela) y la novela Otro dios ha muerto (2015, Alción Editora, Argentina) donde recupera el testimonio vivo de Petrona Prane, mujer mapuche, cuya familia fue víctima de la expulsión violenta de su pueblo por los militares.

Integra numerosas antologías, entre ellas: La Erótica del relato, antología de escritores de la nueva literatura argentina. (Adriana Hidalgo, 2009, Buenos Aires) Atlas de la Poesía Argentina II (Editorial EDULP, La Plata, 2018), Poesía Argentina Contemporánea (Fundación argentina para la poesía, Buenos Aires, 2019) y Antología Federal de Poesía - Región CABA, (CFI, Buenos Aires, 2019).

 

 

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