Cuento de los hermanos Grimm: Del pescador y su mujer. Traducción de Luciano Pérez García

 

 

 

DEL PESCADOR Y SU MUJER

Traducción de Luciano Pérez García

 

 

Había una vez un pescador y su mujer, que vivían en una pequeña choza junto al mar, y él iba ahí todos los días con su caña a pescar. Se sentaba diariamente y veía el agua clara en busca de algún pez. Un día la caña llegó hasta lo más hondo del mar, y picó algo, y al empujar el pescador la caña y sacarla, estaba insertado en el gancho un gran pez rodaballo. Éste le dijo al pescador: “Escucha. Te suplico que me dejes vivir. No soy realmente un pez, sino un príncipe que sufre una maldición y por eso tengo esta forma. ¿En qué te puedo ayudar si me liberas? ¡Yo no te daría buen sabor si me comes! Devuélveme al agua y déjame nadar”. El pescador le contestó esto: “No necesitas decir tantas palabras, a un pez que puede hablar, yo lo dejo que nade”. Así lo hizo, y vio al rodaballo alejarse dejando en el mar una raya de sangre. El pescador regresó a su choza.

Su mujer le preguntó: “¿Atrapaste algo?”, y él respondió: “No, sólo a un pez que hablaba y dijo ser un príncipe bajo una maldición, y que me ayudaba en lo que yo quisiera si lo dejaba volver al agua”. La esposa insistió: “¿Y no le pediste ayuda para algo?”, y su marido dijo: “No, ¿qué podía yo pedirle?” Entonces ella se quejó así: “Ah, eso está mal. Esta choza donde vivimos está fea y mal hecha. ¡Llama al pez! Dile que queremos tener una casa bonita. Seguro que lo cumple”. El pescador replicó: “Sí, pero ¿cómo le hago para que regrese?” Y ella fue firme: “Tú lo atrapaste y lo liberaste, él lo sabe bien. ¡Ve y llámalo!” El pescador no quería hacerlo, pero no quiso enojar a su mujer, así que fue al mar a buscar al pez.

El mar no estaba muy claro, se veía entre verde y amarillo. Así que se paró ante el agua y llamó al rodaballo: “Pececillo en el mar, mi mujer, que se llama Elsa, quiere que yo te llame”. Entonces salió el pez y dijo: “Bueno, ¿qué quieres pues?” El pescador habló así: “Ah, yo te había atrapado. Ahora dice mi mujer que te debo pedir algo. Ella ya no quiere vivir más en esa choza, quiere una casa bonita”. El pez dijo: “Vete ya. Está hecho”. El hombre se fue a casa, y ésta ya no era la choza de pescadores, sino que ahora había una hermosa casita, y la mujer estaba afuera en la puerta. Ella tomó de la mano a su esposo, diciéndole: “¡Ven adentro! Está todavía mejor”. Entró él, y ya no había más la fea sala y horrible alcoba. Todo era diferente, cada cosa brillaba y estaba donde debía estar. Más adentro en un patio había un corral con gallinas y patos, y también un pequeño jardín con frutas y verduras. Dijo la mujer: “Mira todo eso, ¿no es agradable?”, y el pescador respondió: “Sí, todo está en su lugar. Ahora ya podemos vivir tranquilos”. Pero ella no pareció estar conforme: “Eso habrá que considerarlo”. Comieron algo y se fueron a dormir.

Pasaron así catorce días. Entonces su mujer le dijo al pescador: “Escúchame. La casa está muy chica, y el corral y el jardín no tienen mucho espacio. El pez puede concedernos una casa más grande. Me sentiría bien si vivimos en un palacio. Ve con el pez y pídele que nos lo dé”. El hombre no quería ir: “Oh, mujer, esta casa está bien, ¿para qué queremos un palacio?”La mujer dijo: “Yo sí quiero. Ve con el pez, él puede lograrlo”. Pero el hombre se resistía: “No, mujer, el pez nos dio esta casita. Yo ya no puedo pedirle que nos dé un palacio, puede disgustarse”. Mas ella insistió: “Él puede hacerlo y pronto. Te digo que vayas ahora mismo”. El pescador se sintió apesadumbrado y no quería ir. Se dijo a sí mismo: “Esto no está bien”. Y sin embargo, fue. Ya junto al mar, el hombre notó que el agua se veía turbia, entre azul oscuro y gris. De todos modos, llamó al pez como la vez anterior, y éste se presentó diciendo: “¿Qué pasa ahora?” Y el pescador le hizo la petición: “Ella quiere vivir en un palacio”. El pez le dijo: “Vete ya. Está hecho”.

El hombre se fue, sin ganas de llegar a su casa. Pero al llegar a ésta, se encontró con que había ahí un gran palacio, y su mujer esperaba afuera sobre alfombras, ansiosa por entrar. Lo tomó de la mano, diciéndole: “¡Ven, entremos!” Entraron, y estaba un gran vestíbulo todo de mármol, y muchos sirvientes aparecieron, y las paredes relucían, y había hermosos tapices, y en la sala había sillas y mesas doradas, bellos candelabros colgaban del techo, y todos los cuartos y alcobas aparecían amueblados con esplendor. La comida y el vino sobre las mesas eran de lo mejor, como si quisieran ser cuanto antes consumidos. Atrás del palacio había un gran patio con caballos y vacas y  carruajes, todos excelentes. También un grande y precioso jardín con las más bellas flores, y árboles con los más sabrosos frutos; asimismo, un precioso parque de media milla de largo, con venados, corzos y liebres por todos lados, tantos cuantos podían desearse. Dijo la mujer: “¿No es todo bello?” Y su marido respondió: “Sí. Viviremos muy tranquilos en este hermoso palacio”. Pero ella no pareció conforme: “Eso aún habrá que pensarlo”. Y se fueron a  descansar.

A la siguiente mañana la mujer despertó primero. Apenas amanecía, y desde su cama observaba todo el precioso lugar. Su marido se estiró y desperezó, y su esposa le dio con el codo y le dijo: “Párate y asómate por la ventana. ¿No puedo reinar sobre la comarca entera? ¡Ve con el pez, dile que quiero ser reina!” Pero el hombre se opuso: “¡Mujer! ¿Ahora quieres reinar? ¡Yo no quiero pedir eso!” Pero ella replicó: “¿Y por qué no? ¡Ve a pedirlo! ¡Yo debo ser reina!” El pescador se sintió muy triste porque su mujer quería ser reina. Pensó él: “Eso no está bien”. Sin embargo, aunque no quería ir con el pez, de todos modos fue. Llegó al mar, que estaba por completo de color negro y gris, el agua se veía como estancada. Entonces llamó al pez, como las veces anteriores, y de nuevo llegó, preguntando: “¿Qué quiere ella ahora?” El pescador contestó: “Quiere ser reina”. El pez dijo: “Vete ya. Está hecho”.

El hombre se fue, llegó al palacio, que ahora era más grande, con una torre preciosamente adornada. Guardias con escudos estaban de pie ante la puerta, y había muchos soldados tocando timbales y trompetas. Cuando el pescador entró al recinto, todo estaba lleno de mármol y de oro, los techos cubiertos de terciopelo. Se abrieron las puertas de la sala, donde estaba reunida la corte, y se veía ala mujer del pescador  sentada en un alto trono de diamantes, con una gran corona en la cabeza y un cetro de joyas en las manos. A los lados de ella había seis damas de honor, alineadas de la más alta a la más baja. Ahí llegó el pescador y dijo: “Ah, mujer, ahora eres reina”. “¡Sí!”, dijo ella, “¡ahora soy reina!” Se quedó él viéndola durante largo rato, y después le comentó: “Te ves bien ahí, como reina. Ya no habrá nada más que puedas desear”. Pero ella, muy inquieta, no estuvo de acuerdo: “¡No, hombre! He estado pensándolo muy bien, y no puedo aguantarme más. ¡Ve con el pez, dile que ahora quiero ser emperatriz!” Su esposo le dijo: “No, mujer, él no te hará emperatriz, yo no quiero pedírselo. Sólo puede haber una emperatriz en todo el Imperio, no dos. El pez no puede hacerlo”. La mujer habló así: “¿Qué dices? Soy la reina y tú eres mi marido.¡Obedece y vete de inmediato a buscar al pez! Él pudo hacerme reina, y por lo tanto puede hacerme emperatriz. ¡Quiero ser emperatriz! ¡Ve ahora mismo!” El pescador tuvo que ir, pero mientras caminaba hacia el mar sintió miedo, y pensaba: “Eso no está bien, es una insolencia querer ser emperatriz, y el pez no aceptará hacer eso”.

Llegó al mar, que ahora se veía negro y grueso y además espumeaba, y al poco rato se hizo un torbellino en el agua y todo dio vueltas dentro de ésta. El pescador se sintió aterrorizado, pero llamó al pez de todos modos, igual como lo hizo antes. Y el pez volvió a salir y preguntó: “¿Y ahora qué quiere ella?” Y el pescador hizo la petición: “Mi mujer quiere ser emperatriz”. Y aquél le respondió: “Vete ya. Hecho está”. Así lo hizo el hombre, y cuando llegó al palacio, ahora era éste más grande, de mármol pulido, lleno de figuras de alabastro y ornamentos dorados. Ante la puerta marchaban los soldados, tocando tambores, trompetas y timbales. Y en la sala se hallaban reunidos barones, condes y duques, que iban de un lado a otro como si fueran sirvientes. Ello fueron quienes le abrieron al pescador las puertas del palacio, que estaban hechas de oro puro. Y entonces llegó él ante su mujer, que se sentaba en el trono, una silla dorada de dos metros de altura; traía puesta ella una enorme corona cubierta de brillantes y rubíes. En una mano llevaba el cetro, y en la otra traía puesto el anillo imperial, y ambos lados de ella estaban paradas en hilera las damas de honor, formadas desde la más gigantesca hasta la más enana. Ante la emperatriz había de pie muchos príncipes, y ahí estaba el pescador, en medio de ellos, el cual interrogó a su mujer: “¿Eres ya emperatriz?”, y ella se lo aseguró: “Sí, lo soy”. Él se quedó viéndola largo rato, y después le dijo: “Mujer, cuán hermosa te ves, ya como emperatriz”. Mas ella no estuvo conforme: “No, hombre, ¿cómo crees tú eso? Soy emperatriz, pero mejor quiero ser Papa. ¡Ve con el pez!” Su marido la vio incrédulo y mostró su desacuerdo: “Oh, mujer, ¿no te estás en paz? Tú no puedes llegar a ser Papa, pues hay uno solo en toda la Cristiandad. Eso no puede hacerse”. Ella fue firme: “Quiero ser Papa. Ve con el pez, pues hoy mismo deseo serlo”. Mas su esposo se negó a ir: “No, mujer, eso ni siquiera puede decirse. No voy con el pez, ya es demasiado lo que pides”. Ella insistió: “¡Deja de hablar tanto! El que me hizo emperatriz, me puede hacer Papa. Ve con el pez. Soy emperatriz, y tú eres aún mi hombre, así que obedece. ¿Quieres ir ya?” Él enmudeció por completo y se fue al mar.

Iba sin ganas, de tal modo tembloroso que las rodillas se le juntaban. Un fuerte viento se soltó, las nubes se movían rápidamente, la tarde se había puesto tenebrosa. Las hojas cayeron de los árboles, el mar bramaba como si hirviera y chocaba con fuerza contra las orillas, y el pescador alcanzó a ver cómo a lo lejos los barcos hacían señales de auxilio y brincaban y se bamboleaban sobre las olas. El cielo estaba rojo, a punto ya de la tormenta. El pescador, muy desanimado y lleno de angustia, llamó al pez, y éste acudió, preguntando: “¿Y ahora qué quiere?” Y aquél respondió, nada convencido: “Quiere ser Papa”. El pez le dijo: “Vete ya. Está hecho”. Se fue el hombre, y cuando llegó al palacio, ya no había tal sino una grandísima iglesia. Afuera de ésta se agolpaba la gente, y en el interior había miles y miles de velas encendidas, y la mujer del pescador estaba vestida de oro y sentada en un trono todavía más alto, traía en la cabeza tres coronas doradas, y su alrededor había mucha riqueza, y a ambos lados se acomodaban hileras de luces, acomodadas desde la más grande como torre hasta la más chica como vela de cocina. Y todos los reyes y emperadores se arrodillaban ante ella y le besaban los pies, calzados éstos con hermosos zapatos rojos. El pescador le dijo: “Mujer, cuán bien te ves, ahora que eres Papa”. Pero ella se veía tiesa como un árbol y ni se movió ni conmovió. Él siguió hablando: “Ahora quédate conforme con ser lo que eres; ahora sí ya no puedes desear más”. Pero ella contestó a lo último: “Eso aún lo tengo que considerar”. Y se fueron los dos a dormir, mas la mujer no estaba satisfecha, y la codicia no la dejó dormir. Se quedó pensando en lo que podía llegar a ser.

El hombre durmió bien y profundamente, pues había corrido mucho durante el día. La mujer se pasó la noche entera dando de vueltas en la cama, pensando en qué podía ahora ser, lo cual reflexionó muy a fondo. Ella quería que ya amaneciera, y apenas la aurora llegó se paró de la cama se fue a asomar a la ventana para ver el sol, y pensó: “¿Cómo podría yo lograr que el sol y la luna dejaran de salir?” Y despertando a codazos a su esposo le gritó así: “¡Hombre! ¡Levántate! ¡Ve con el pez, y dile que quiero ser Dios!” Él estaba muy soñoliento, pero cuando escuchó el nuevo deseo se asustó tanto que se cayó de la cama. No creyó lo que había oído, y abriendo mucho los ojos dijo: “¡Mujer! ¿Qué dices?” Y ella precisó lo que quería: “Si no puedo logar que el sol y la luna dejen de salir, eso no podré soportarlo, pues no tendría más horas de descanso, lo cual no puedo permitir”. Entonces, con una mirada de maldad que provocó en su marido un escalofrío de horror, ella expresó esto, espantándolo todavía más: “¡Ve con el pez! ¡Ahora quiero ser Dios!” El hombre intentó resistir: “¡Oh, mujer! Eso no lo puede hacer el pez, aunque emperatriz y Papa sí pudo. Te pido por favor que te quedes como Papa”. Pero el mal se había apoderado de ella, y los cabellos se le erizaron a él cuando ella le dijo: “¡No tolero que hables! ¡Y no lo toleraré más! ¿Irás ya con el pez?” Se puso los pantalones, y salió como loco, corriendo hacia el mar.

Afuera la tormenta arreciaba, y el pescador apenas podía sostenerse en pie. Las casas y los árboles se movían de un lado al otro, las montañas bailaban, grandes pedazos de roca rodaban hacia el mar; el cielo, por completo negro, tronaba y relampagueaba; el mar se encrespaba con olas negras tan altas como torres de iglesia, y sobre ellas había una blanca corona de espuma. El pescador se estremeció, y no se pudo oír su llamado al pez. Pero éste sí lo oyó, y salió y le dijo: “¿Ahora qué quiere ella?” Y el hombre contestó: “Quiere ser Dios”. Y el pez dijo: “Vete ya. Ella está de nuevo en la choza de pescadores”. Y ahí sigue ella, hasta el día de hoy.

 

 

 

 

 

Luciano Pérez. Es originario de la Ciudad de México, nacido en 1956. Egresó de los talleres literarios del INBA, donde fue discípulo de los escritores Agustín Monsreal y Sergio Mondragón. De 1986 a 2006 laboró en la Subdirección de Acción Cultural del ISSSTE, primero como promotor de talleres literarios, y de 1989 a 1998 en la revista cultural del instituto, memoranda, donde fue secretario y luego jefe de redacción.  De 2007 a 2012  estuvo en Ediciones Eón, como redactor y corrector, y después como editor en jefe. Desde 2013 se ha dedicado a traducir del alemán al español, tanto para la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, como para  Editorial San Pablo. Narrador, ensayista y poeta, ha publicado los siguientes libros: Cacería de hadas (1990), Cuentos fantásticos de la Ciudad de México (2002), y Antología de poetas de lengua alemana (2006).  Actualmente es editor de la revista cultural en línea Ave Lamia, y aquí publica sus ensayos literarios, históricos y de cultura popular, además de cuentos de corte fantástico, así como también traducciones de autores alemanes.