Cuento de Ernesto S. Saldívar: Baby.

 

 

 

 

Baby

 

Ernesto S. Saldívar

 

 

El humo azul de los Lucky Strike forma una suave neblina que se asienta ligera en el techo del pequeño salón. Más que un bar, el establecimiento situado en Londres 71 de la colonia Juárez tiene la apariencia de una vieja casona porfiriana, como un antiguo vestigio rococó de la época franchute en Mexiquito, más símil ahora a una gruta profunda y estrecha en donde los murciélagos de la ciudad se apelotonan en un ritual de antaño, invocados por su naturaleza noctámbula.

Entre los horrores de la noche, envueltos por paños traslucidos y rodeados de miradas líquidas, se deslizan ángeles semidesnudos que se mueven con una danza escurridiza entre los chupasangres y los chupanectares. Esos adonis empleados circulan recogiendo y entregando victorias, coronas y soles a los pólipos palpitantes que siempre constituyen la vida en cualquier lugar como Baby, pues sin ellos estos tugurios son solo esqueletos coralinos blanqueados por la resolana del día.

En medio de la oscuridad y de los cuerpos vibrantes, las luces repentinas muestran los rostros mexicanos de los adonis siempre iguales: mestizos, tristes y fantasmagóricos. Esas mascaras son adquiridas aquí, en Baby, pues en este lugar la atmosfera te endurece el pellejo como barro y se te entabla la cara. El privilegio de los rostros lánguidos es solo de los adonis que pueden sondear esta dimensión sin buscar sangre, ni néctar, escudados por su oficio de abejas obreras: una dimensión en la que esperan sin tiempo el final de la noche.

 

***

 

Es natural que casi todos los adonis sean una mezcla extraña de servidumbre y belleza erótica, pero siempre hay uno cuya suma de peculiaridades lo convierten en una atracción irresistible. Cada noche hay un recambio de este adonis hermoso y es bien sabido que este proceso ocurre en función de la conjunción publica, pues sólo en bola se maquila la delgada crisálida amorfa que da forma a la deforme forma del deseo.

Esta noche de agosto, el susodicho camina apresurado entre los maricas y las lenchas de Baby. Su humanidad es arrastrada por unas piernas serpentinas que lo traen de aquí para allá, arreglando, descomponiendo, cobrando y pagando en Baby. Un evento particular de Baby es que los adonis nunca conservan el mismo nombre más de una noche, pues entre el tumulto se pierde la intimidad de nombrar a las cosas por su nombre. El nombre cobra razón de sí cuando permanece en el tiempo, pero en Baby nada permanece más de una noche. ¿Qué cosa tiene un nombre que dure más que la memoria de quienes le han nombrado? ¿Qué cosa es exactamente un nombre? ¿Un nombre es una marca sonora que señala y delimita —un conjunto espacial de— algo acotado en el tiempo? Un nombre es, en realidad, una marca incompleta que no contempla el fluir natural de las cosas, pero que evoca el recuerdo de la unidad minina de lo que algo es y en Baby, quien era nombrado Andrés y giraba la cabeza al escuchar el nombre Adán, en las tinieblas de esta noche responde por el nombre de Abel.

El adonis no tiene cara de Abel, pero sí cuerpo y porte de ese nombre ligero y adherente. Su rostro, en cambio, se asemeja más al porvenir de un nombre delicado y exótico, antiguo, abrazador en cierta medida. ¿Xochipilli? Y es que quizá el rostro es la parte más importante del cuerpo, pues es la delicada membrana que adquiere la forma del estado anímico, es el portal en el que se materializa el espíritu. Además, el rostro es una postal de un país diferente, una invitación a los recintos escabrosos donde anida una lengua extranjera.

Aquel adonis, cuya belleza exótica radicaba en un rostro fino con mejillas pellizcadas y nariz respingona, miraba de vez en cuando su cuerpo de Abel y su rostro de Xochipilli en el espejo del baño. Siempre había sido esbelto con los ángulos y volúmenes necesarios para incitar al deseo. Su piel morena, sus cabellos negros y delgados, sus labios carnosos y húmedos, sus orejas pequeñas y elegantes. Todo en él había sido engendrado para dar placer, empezando por la vista. Pero ¿qué hay de aquello que no se puede ver ni tocar? ¿Qué pasa con la cosa en sí que da significado a todo lo bello en un lugar como Baby? ¿Qué hay del espíritu?

 

***

 

Mientras el adonis con cara de Xochipilli y cuerpo de Abel se espolvoreaba la nariz sobre el lavabo del baño, una chispa le hizo levantar la cabeza y mirar sus ojos oscuros en el espejo. Al mirar esos charcos oleosos y difusos por el cansancio, el adonis sintió una tristeza profunda. Emergió en el un repudio total por Baby y sus murciélagos, por la noche y sus horrores. El olor acido del vómito etílico en el piso le causó náuseas y las personas a su alrededor lo engentaron. Corrió entre las vergas que orinaban y eyaculaban, entre los culos que cagaban y eran penetrados, entre las bocas que vomitaban y mamaban. Corrió hasta llegar al ultimo cubículo del estrecho baño en Baby y una vez allí, sentado en el excusado, el adonis lloró.

Su llanto era quedito, apenas audible para él mismo. ¿Sería el único adonis que sentía ese vacío gigantesco creciendo más y más dentro de él? ¿Desde cuándo le parecía esta vida insípida? ¿Cuál era el origen de su llanto? Sus manos, con sus dedos largos y delgados, secaban las gruesas lagrimas que goteaban sobre sus muslos. Apenas respiraba para volver a sollozar largamente cuando escuchó una suave voz hablar.

—¿Por qué lloras, queridito mío? — Preguntó alguien desde algún lugar.

El adonis paró de llorar y se quedó inmóvil, sorprendido porque creyó imposible que alguien más lo pudiera escuchar en un lugar tan escandaloso. No contestó. Permaneció un largo rato en silencio hasta que volvió a escuchar la voz.

—Es malo suspirar y sollozar. Los suspiros te llenan de piedritas el alma y los sollozos vacían los mares que hay adentro de nosotros. Como sea, no es bueno llorar en un lugar tan divertido, a menos que te sientas terriblemente sólo.

Mientras la persona del baño contiguo hablaba, el ceceo de su voz se hacía más evidente. —¿Y qué otra cosa se puede hacer? — Contestó casi inmediatamente el adonis.

Las palabras salieron de su boca naturalmente, arrastradas entre sus dientes y expulsadas de sus labios por una lengua que parecía conocer de antaño aquella voz.

—Bueno, siempre se puede hablar con alguien más, con un viejo amigo. ¿Cuál es tu gracia, bello adonis?

El adonis permaneció callado intentando recordar su verdadero nombre, pero de su boca solo salió una palabra.

—Abel.

—Pregunté por tu gracia, no por la forma en la que otros te han nombrado. Por lo que veo has olvidado quién eres. ¿Por qué no me dejas pasar a conversar un rato contigo en ese pequeño cubículo en el que te encuentras? ¿O acaso no estabas en la espera de algo sin saber qué esperabas?

El adonis se agachó para poder ver los pies de tan enigmático personaje por debajo del panel que separaba ambos cubículos. No vio nada, ni si quiera la sombra de algún cuerpo escondido de cuclillas sobre el WC. Un escalofrío le recorrió la espalda y mientras comenzaba a cuestionar su cordura escuchó tres sólidos golpes en la puerta de aluminio. Los golpes se repitieron dos veces más. Tres veces tres.

Al escuchar que alguien tocaba, el adonis se levantó y miró fijamente la puerta frente a él. Leyó sobre la superficie descolorida y oxidada los grafitis y los números telefónicos y por un momento cayó en cuenta de la cantidad de mota que había quemado y la cantidad de polen que había esnifado en aquella noche de Baby. «Me malviajé», pensó. Y con la seguridad que otorga la contemplación de la unanimidad y congruencia del mundo extracorpóreo, el adonis abrió la puerta.

Delante de él se encontraba de pie, sonriendo, lo que parecía ser el quiróptero más feo de Baby.

 

***

 

La extraña, pero cierta regla cuyo dictamen estipula que en la flor de la edad no hay quien no tenga su gracia parecía romperse con aquel murciélago. El joven era bajito y ancho en todas direcciones. Su cara regordeta se fundía con un cuello robusto y arrugado que se erguía a escasos centímetros de su torso abultado. Sobre su gran y sudada cabeza crecían escasamente pequeños mechones rizados y delgados como ligeras borrascas negras que hacían frente a una calvicie temprana.

Por donde se le viera el muchacho era realmente feo, tanto que ni siquiera el más leve destello de belleza se asomaba en lo que es por excelencia la parte más agraciada del rostro. Unos lentes de fondo de botella escondían sus pequeños ojos acuosos y saltones como de aceituna. Ni si quiera en la cuna del placer, donde yace tierno y carnoso el fruto binario del habla, se podía ver signo alguno de atractivo. Sus dientes delgados y puntiagudos de estalactita solo afeaban más el filo espantoso de sus labios marchitos.

El quiróptero vestía una chaqueta gastada de cuero negro que realzaba el pálido y desabrido color de su piel. Las manos dentro de los bolsillos del pantalón y una risita burlona hicieron saber al adonis que él era quien había formulado las preguntas. Al barrerlo de pies a cabeza, el adonis sintió simpatía por esa desgraciada creatura. Tenía la sensación de conocerlo de antes, de haber tragado anteriormente su forma rechoncha y de haberse acostumbrado desde hace mucho a su voz ceceante.

—¿Puedo pasar, bello adonis? — Preguntó el murciélago.

—¿Quién eres? — Respondió severamente el adonis.

—A veces los dioses bajan y caminan entre los hombres. Algunos pasan mucho tiempo en la tierra, olvidan quienes son y de donde vinieron y pasan toda una vida humana tratando de recordar el lenguaje de las cosas, las mismas cosas que ellos crearon. Y cuando por fin logran recordar, los dioses se buscan los unos a los otros en la tierra porque esa es la única forma de regresar de donde vinieron. Tú sabes quien soy ¿no es así?

Al escuchar las palabras del hombrecito, el adonis intentó recordar cómo era la claridad del día, el color del cielo y la forma de las nubes. Intentó e intentó, pero todo su esfuerzo fue en vano, pues solo recordaba la noche y su oscuridad. Los dioses solo existen en la memoria de los hombres, no existen más allá, por eso el adonis no recordaba cómo eran las cosas antes de ser nombrado, admirado y, de cierto modo, amado y adorado aquí, en Baby.

—¿Qué había antes de mí?

—Antes de ti no había nada. Las cosas mueren porque mueren quienes las recuerdan. Y en estos años, durante el día, casi nadie te recuerda. Nadie recuerda al amor, bello adonis, lo que es realmente el amor. Lo que la mayoría de los hombres llaman amor es en realidad placer o satisfacción moral. Solo momentáneamente y en ciertos lugares desenfrenados, algunos cuantos recuerdan una de tus muchas formas, una de las más puras.

—¿Y qué cosa es el amor?

—El amor, al igual que tú, tiene muchas formas. El amor es un estado que transmuta a lo largo del tiempo y que solo cobra razón de sí en aquel que ama. El amor es el ordenamiento de las acciones, de las palabras y de los diferentes signos y símbolos que favorecen y abogan por el bienestar de quien ama, tomando como vehículo generalmente a alguien o algo más. Además, toda acción amorosa termina en el mismo lugar de donde se originó, pues el amor puede tomar muchos caminos y dar muchas vueltas, pero al final termina en donde comenzó.

—¿Y qué hay del amor de madre, del amor a los hijos, del amor al prójimo? ¿Qué hay del amor a las flores, al día, a los rayos del sol, a la luna por su belleza? ¿Qué hay de todo aquello que puedes amar sin esperar nada a cambio? — Rezongó el adonis.

—El amor es buscarse a través del otro y de las cosas; es tratar de reconocerse mediante todo aquello que a primera vista parece no formar parte de lo que uno es. Porque uno forma parte de una realidad dual: el ser, cuyos elementos son el yo y la otredad. Amar al hijo, a los padres, al sol y a las flores implica siempre un bienestar propio. En esas acciones se divisa la difusa silueta de lo que se es sin lo otro y este reconocimiento es la primera aproximación a la felicidad, el máximo bienestar. Se ama lo otro porque lo otro nos dice qué es el yo. Además, el contemplar el área limítrofe de lo que uno es se vuelve necesario para saber cuándo termina el yo y comienza lo otro y cuándo y dónde ambos, el yo y la otredad, convergen originando el ser. Soy porque somos. Yo no soy sin el otro. La felicidad solo se puede perseguir genuinamente cuando en la carrera se emplean únicamente las cualidades propias, es decir, las cualidades del yo y no las cualidades de la otredad. Solo las cualidades del yo son maleables y se pueden ajustar por voluntad propia, según la ocasión, y son las únicas cualidades verídicas. En cambio, las cualidades de la otredad dependen de fuerzas ajenas al yo y siempre se tambalean. Cuando no es posible reconocer el yo dentro de este ser dual y se intenta perseguir la felicidad con cualidades mezcladas casi siempre los hombres terminan inmersos en sentimientos vulgares y mezquinos como la frustración y el odio.

—Y cuando se divisa tal separación ¿se alcanza la felicidad?

—Oh, queridito mío, la felicidad jamás se alcanza porque para eso la creamos nosotros los dioses: para hacer que los molinos de la humanidad giren. La felicidad, al igual que el placer o que el deseo, es un pequeño engrane en el motor de la vida de un hombre.

—¿Entonces, soy un dios?

—Sí y por eso he venido aquí a encontrarte. Tú y yo, bello adonis, somos dos partes de la misma cosa. Somos una dualidad.

Y dicho esto, el quiróptero dio un salto y se abalanzó sobre el adonis, posando sus delgados y espantosos labios sobre aquella boca húmeda y carnosa. El beso duró lo suficiente para que el adonis pudiera sentir a detalle la suave y delgada lengua cosquillear su paladar hundido. En un esfuerzo inútil, el adonis rodeó aquella carne intentando entrelazar sus dedos sobre la crispada espalda de ese dios horrible. Era una escena difícil de contemplar, un beso insulso entre dos extremos dispares. Sin embargo, era también una escena morbosa que rápidamente llamó la atención del gentío. En poco tiempo una multitud rodeó el último cubículo del baño en Baby y todos contemplaron la escena de unión entre dos dioses olvidados.

Mientras la pareja unía sus labios, dientes y lenguas en torpes golpecitos y succiones, los murciélagos de Baby comenzaron a instruir cómo se debía besar y, guiados por los gritos de los murciélagos, los dioses poco a poco aprendieron a besarse el uno al otro y lo que en un inicio era la unión sosa de un par de bocas, terminó convirtiéndose en un beso sensual y ardiente.

A la par de que los dos cuerpos se estrujaban y estremecían, en medio de las bocas comenzó a asomarse una lengua bífida y azulada que relamía los labios del adonis mientras éste poco a poco iba despellejando la piel blanca y desabrida de su amante. Al quitar las capas más profundas del caparazón humano de aquel dios, de la piel reseca emergió una serpiente negra de magnitud considerable, muy gruesa, con las escamas iridiscentes y los ojos negros y brillosos. Su lengua bífida entraba y salía de un hocico romo que buscaba sinuoso el rostro del adonis, mordisqueando y desgarrando. De entre la piel morena y cálida, del adonis emergió un hermoso cisne blanco y en un solo movimiento, la serpiente enredó su cuerpo largo sobre el cisne, estrujándolo suavemente. En un baile orgánico, sus cloacas se juntaron y, una vez juntos, los dos dioses se fundieron en un abrazo perpetuo, haciendo el amor en Baby.

 

 

 

 

 

Ernesto S. Saldívar, seudónimo de Ernesto Saúl Gutiérrez López, biólogo egresado de la Facultad de Ciencias, UNAM, y estudiante de la Maestría en Ciencias Bioquímicas, IFC, UNAM. Ex-anfitrión de la sala de Evolución, Vida y Tiempo de UNIVERSUM, el Museo de las Ciencias, UNAM.  Participación en congresos nacionales e internacionales de neurociencias y colaboración en publicaciones de carácter científico. Interesado en temas de evolución, neurociencias, filosofía de la ciencia y en la fotografía.