Ciclo de letras inglesas. El desayuno: John Steinbeck. Traducción de Daniel Navarrete Beltrán
El desayuno
John Steinbeck
Traducción de Daniel Navarrete Beltrán
Presentación
“El desayuno” (“Breakfast”) de John Steinbeck es uno de los doce cuentos que conforman su colección titulada El extenso valle (The Long Valley), publicada en 1938. En él confluyen la sencillez narrativa con una profunda sensibilidad literaria. Escrito en primera persona, casi a manera de una nota de diario, el cuento es el único de la colección en el que no conocemos el nombre de ninguno de los personajes ni ningún antecedente de sus vidas, porque en última instancia ni los nombres ni las explicaciones importan en él; sólo son relevantes el momento, las sensaciones, el sentimiento y los detalles y la belleza del hecho mismo. Tampoco hay indicaciones precisas de tiempo ni de espacio más allá de las necesarias, como la señalización de los puntos cardinales y los estadios que componen el paulatino amanecer, de manera que el suceso narrado parece estar desanclado de su realidad específica y haber alcanzado el estatus de algo eterno y universal. Puede decirse, no obstante, a modo de contexto, que la anécdota muy probablemente nos remonta al periodo de entreguerras en Estados Unidos, concretamente a la época de la Gran Depresión, momento crucial de hace casi un siglo en la historia de aquel país, cuando se produjeron muchas migraciones dentro del propio territorio norteamericano a causa de la difícil situación económica por la que entonces se atravesaba. Con esta nueva traducción intento recuperar este sensible texto steinbeckiano, exactamente a sesenta años de que su autor fuera galardonado con el Premio Nobel de Literatura.
El desayuno
Esto es algo que me llena de placer. No me explico por qué logro verlo con el más mínimo detalle. Me sorprendo una y otra vez evocándolo, y cada vez se añaden más detalles que surgen desde un recuerdo sepultado; recordarlo me provoca un peculiar placer acogedor.
Era muy temprano por la mañana y las montañas del este se hallaban coloreadas de un azul negruzco. Detrás de ellas, la luz se levantaba en sus bordes apenas resaltando con un rojo desvaído, para tornarse más fría, más gris y más oscura conforme se dirigía hacia arriba, hacia la bóveda del cielo, hasta que en un lugar cercano al oeste se confundía con la noche profunda.
Y hacía frío. No un frío despiadado, pero el suficiente para que me frotara las manos y las introdujera hasta el fondo de mis bolsillos, encogiera los hombros y arrastrara los pies en el suelo. En el valle donde me encontraba, la tierra tenía ese color gris lavanda propio del amanecer. Avancé por una senda y frente a mí vi una tienda de campaña que era apenas menos gris que el suelo. Al lado de la tienda se veía el resplandor de la lumbre anaranjada que se filtraba por las rendijas de una vieja y oxidada estufa de acero y desde cuya achatada chimenea surgía una humareda gris que se elevaba en un trayecto largo antes de dispersarse y difuminarse.
Vi a una mujer joven al lado de la estufa, en verdad una niña. Estaba vestida con una desgastada falda de algodón y una chambra. Cuando me acerqué, pude ver que, encogiendo uno de sus brazos, cargaba a un bebé y le daba el pecho, cubriéndole la cabeza con la chambra para protegerlo del frío. La madre no paraba de moverse: atizaba el fuego, cambiaba las oxidadas tapaderas de la estufa para que le entrara más aire a ésta, abría la puerta del horno, y todo el tiempo el bebé se mantenía mamando de ella; pero esto no interfería con las labores de la madre, ni tampoco con la gracia levemente presurosa de sus movimientos, que se ejecutaban de un modo muy certero y acostumbrado. La lumbre anaranjada se escapaba por las rendijas de la estufa y proyectaba ondulantes reflejos en la tienda.
Ya me encontraba cerca y podía oler el tocino frito y el pan que se estaba horneando, los olores más placenteros y acogedores que conozco. Desde el este la luz salió más rápidamente. Me acerqué a la estufa y apuré mis manos hacia ella, y me estremecí todo cuando el calor me alcanzó. Luego la puerta de la tienda se levantó y un hombre joven salió de ella, seguido por otro de mayor edad. Traían puestos unos overoles azules nuevos, con chaquetas de mezclilla también nuevas que tenían unos brillantes botones de latón; los dos tenían el rostro afilado y se parecían mucho entre sí.
El más joven traía una barba oscura ya de algunos días y el más grande también tenía una barba de días, pero de color gris. Sus cabezas y sus rostros estaban mojados: su cabello empapado de agua, y el agua despuntaba también en sus ásperas barbas y sus mejillas brillaban igualmente con agua. Juntos se detuvieron a contemplar en silencio el luminoso este, bostezaron al mismo tiempo y miraron la luz en los bordes de las colinas. Luego se voltearon y me vieron.
—Buenos días —dijo el hombre mayor. Su semblante no era ni amistoso ni hostil.
—Buenos días, señor —contesté.
—Buenos días —dijo el hombre joven.
El agua se iba secando poco a poco en sus caras. Se acercaron a la estufa y calentaron sus manos en ella.
La muchacha se mantenía en sus labores, con la cabeza y los ojos bien puestos en lo que estaba haciendo. Atado con una cinta que lo apartaba de sus ojos, su cabello colgaba a lo largo de su espalda balanceándose según ella trabajaba. Puso tazas de peltre sobre un amplio huacal; puso también platos de peltre y también cuchillos y tenedores. Luego sacó el tocino frito de la densa capa de aceite y lo colocó en un platón de peltre amplio, y el tocino comenzó a encogerse y a tronar volviéndose crujiente. Abrió la puerta del oxidado horno y sacó una charola llena de apetitosos bísquets esponjados.
Cuando el aroma de ese pan caliente salió del horno, los dos hombres inhalaron con fuerza. El hombre joven dijo quedamente: “¡Santo Dios!”.
El hombre mayor volteó hacia mí y dijo: “¿Ya se desayunó?”
—No.
—Bueno, pues siéntese entonces con nosotros.
Ésa era la señal. Nos dirigimos al huacal y nos hincamos en el suelo en torno a él. El joven preguntó: “¿Está en la pisca de algodón?”
—No.
—Nosotros ya hemos trabajado doce días —dijo el joven.
La muchacha habló desde la estufa: “Ya hasta se hicieron de ropa nueva...”
Los dos hombres bajaron la vista, hacia sus nuevos overoles, y sonrieron levemente.
La chica sirvió el platón de tocino, los bísquets dorados, un tazón con salsa de tocino y una jarra de café; después ella también se hincó al lado del huacal. El bebé seguía mamando de ella, con la cabeza cubierta por la chambra, a resguardo del frío; pude escuchar los ruidos que hacía al succionar.
Llenamos nuestros platos, bañamos nuestros bísquets con la salsa de tocino y endulzamos nuestro café. El hombre mayor se llenó por completo la boca, y masticó y masticó y luego tragó. Después dijo: “Dios Santo, ¡qué sabroso está!”, y se llenó la boca de nuevo.
El hombre joven dijo: “Llevamos ya doce días comiendo bien”.
Todos comimos con ansia, con locura, y volvimos a llenar nuestros platos y comimos de nuevo con avidez hasta que quedamos satisfechos y complacidos. El amargo café caliente nos escaldó la garganta. Vaciamos en la tierra el último sorbo junto con los asientos que traía y volvimos a llenar nuestras tazas.
Ahora la luz realmente tenía color: un resplandor rojizo que hacía al aire parecer más frío. Los dos hombres voltearon hacia el este y sus rostros se iluminaron con el amanecer, y yo volteé hacia arriba por un momento y pude ver reflejada en los ojos del hombre mayor la forma de la montaña y la luz que asomaba por ella.
Luego, los dos hombres tiraron los asientos de café en la tierra y se pusieron de pie al mismo tiempo. “Es hora de irnos”, dijo el hombre mayor.
El más joven volteó a verme: “Si quiere piscar algodón, tal vez podamos llevarlo con nosotros”.
—Oh, no. Tengo que continuar. Gracias por el desayuno.
El hombre mayor movió su mano haciendo un ademán de negación: “Bueno, pues, fue un gusto tenerle aquí”. Y se pusieron en marcha juntos. El aire brillaba con la luz en el horizonte del este y yo me fui caminando por la senda.
Eso es todo. Por supuesto que conozco algunas de las razones por las que esto me resultó tan placentero, pero, más allá de eso, había ahí un elemento de gran belleza que me produce una intensa sensación de cobijo cada vez que lo recuerdo.
Traducción a partir del texto de la edición The Grapes of Wrath and Other Writings, 1936-1941, The Library of America, 1996, New York.
John Steinbeck (California, 1902 – Nueva York, 1968) fue un autor asimilado al grupo de escritores que conforman la llamada “generación perdida” de Estados Unidos. Es ampliamente conocido por sus novelas De ratones y hombres (1937), Las uvas de la ira (1939) y Al este del Edén (1952), por mencionar sólo algunas. Fue un perspicaz retratista de la realidad social de su época, especialmente de los habitantes del valle de Salinas, California, su lugar natal, como bien se aprecia en El extenso valle (1938); un sensible naturalista que navegó a contracorriente del surrealismo imperante de su tiempo. Por esta perceptiva agudeza crítica y sensibilidad imaginativa, en 1962 fue condecorado por la Academia Sueca con el Premio Nobel de Literatura. Steinbeck también dirigió su mirada al contexto mexicano. Un ejemplo de ello es La perla (1947), opúsculo en el que preservó por escrito magistralmente una de las leyendas más inquietantes y crudas del folclor de México.
Daniel Navarrete Beltrán es licenciado en Letras Clásicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente realiza el diplomado en Traducción Literaria y la maestría en Literatura Comparada en la misma institución. Es miembro del “Seminario de Estudios sobre Historia de la Poesía Griega y Latina” del Instituto de Investigaciones Filológicas desde 2016 y profesor de la Facultad de Filosofía y Letras desde 2018. Entre los autores antiguos que ha estudiado y sobre los que ha escrito, destacan el poeta latino Aulo Persio Flaco y el épico griego Apolonio de Rodas; entre los modernos, el poeta alejandrino Constantino Cavafis.