Una tradición de la ruptura. Por Alejandra Pizarnik (Argentina)
Una tradición de la ruptura[1]
Alejandra Pizarnik
Cuadrivio[2] reúne cuatro ensayos sobre cuatro poetas: Rubén Darío, Ramón López Velarde, Fernando Pessoa y Luis Cernuda. Lejos de buscar azarosas semejanzas entre ellos, Octavio Paz los presenta únicos, diferentes e insustituibles, es decir, los presenta como fueron. No obstante, hay algo que es común a las obras de estos poetas: su ruptura con la tradición inmediata y, lo que es más, el constituir una tradición de la ruptura que es, precisamente, la tradición de nuestra poesía moderna.
Al principio de su ensayo sobre López Velarde, Paz comunica su génesis: Yo me propuse, una vez más, interrogar a esos poemas -como quien se interroga a sí mismo-. Esta es su actitud crítica: un diálogo con la obra poética; un dialogo que no excluye nada, desde el tiempo histórico que da fecha a la obra hasta el silencio que alienta en ella. Octavio Paz no expone: busca, explora, interroga (no solo al poeta con quien dialoga sino también a sí mismo que está preguntando), y sus ensayos dan cuenta de estos movimientos; ellos relatan estas aventuras apasionantes del espíritu inseparable de la existencia.
El modernismo y Rubén Darío
Octavio Paz comienza por analizar exhaustivamente la palabra modernismo, que, desde 1888, venían empleando sin cesar Rubén Darío y sus amigos. Con ella manifestaban su denodada voluntad de ser modernos. Es probable que esta pretensión a la modernidad parezca una ligereza. No lo es si se piensa, con Octavio Paz, que el afán de los modernistas por ser modernos era un afán de insertarse en la historia viva, en el ahora, en el presente. Este anhelo atestigua que se sentían fuera de la historia viva o del presente, pues nadie desea entrar en donde ya está. Paz observa que la distancia entre la América Latina y Europa, disminuida gracias a los adelantos técnicos, aumentó la distancia histórica. Ir a París o a Londres no era visitar otro continente sino saltar a otro siglo. Al respecto, se ha atribuido a los modernistas un ansia de evasión de la realidad americana. Paz afirma lo contrario. Entiende que lo que los modernistas deseaban -ellos, para quienes modernidad y cosmopolitismo eran sinónimos- era una América contemporánea de París y de Londres.
En muchas ocasiones se refiere Paz a la fascinación de los modernistas por la pluralidad manifestada en el tiempo y en el espacio. Los famosos versos: y muy siglo diez y ocho / y muy modemo, / audaz, cosmopolita... constituyen, entre otros, un ejemplo eficaz de esa atracción magnética. No deja de resultarle paradójico a Paz que la primera manifestación literaria auténticamente latinoamericana se declare, a pocos minutos de su nacimiento, cosmopolita, y se pregunta cómo se llama esa Cosmópolis. No hay duda de que se llama con el nombre de todas las ciudades, es decir con el de ninguna. Por eso afirma: El modernismo es una pasi6n abstracta, aunque sus poetas se recrean en la acumulación de toda suerte de objetos raros. Objetos que son signos -pero los signos se pueden borrar y sustituir- y no símbolos. Lo cierto es que los brillantes excesos decorativos del modernismo apenas logran disimular el horror al vacío y, sobre todo, una avidez de presencia más grande min que su sed de presente.
No resulta extraño, en consecuencia, que califique al modernismo de estética nihilista. Pero, si bien se trata de un nihilismo padecido antes que afrontado, los mejores poetas del movimiento -Dario el primero- se dan cuenta de la vacuidad de su búsqueda (de su carencia de raíces, que significa carencia de un pasado y, por lo tanto, de un futuro), ya que esa búsqueda, si es búsqueda de algo y no mera disipación, es nostalgia de un origen.
No es un azar si, al examinar las reformas efectuadas por los modernistas, sea en la sintaxis, sea en la prosodia, sea en el vocabulario de nuestro idioma, Paz se demora con particular felicidad en la prosodia. Por cierto que el modernismo fue una prodigiosa exploraci6n de las posibilidades rítmicas de nuestra lengua. Esa exploración lo lleva a reanudar la tradición de la versificación irregular, tan antigua como el idioma español. A ello agrega la resurrecci6n del ritmo acentual y la invención de nuevos metros. Pero volviendo al ritmo: lo más notable de esta ardua y magnifica exploración, cuya finalidad era la adquisición de un lenguaje moderno y cosmopolita, es que revel6 a los modernistas la auténtica tradición de la poesía española. Y es así como, indirectamente y llevados por la necesidad, estos poetas redescubrieron la tradición hispánica, la verdadera, la central y más antigua, la desconocida por los casticistas. «To have gathered from the air a live tradition», dice un verso de Pound. Poco saben los tradicionalistas de esta corriente universal. Se trata del mismo principio que rige las obras de los grandes románticos y simbolistas, el ritmo como fuente de la creaci6n poética.
De este modo, no solo recobran la tradición española sino que agregan a ella algo que antes no había existido. Es en este último sentido que Paz afirma que el modernismo es un verdadero comienzo. Un ejemplo de ello puede ser el verso de Darío: Ama tu ritmo y ritma tus acciones, acerca del cual observa Paz que nunca antes la poesía de lengua española se había animado a expresar palabras semejantes que reconocen en el ritmo la vía de acceso -no a la salvación sino a la reconciliación entre el hombre y el cosmos.
No es esto todo: hay otra idea, también ella extraña hasta entonces a la poesía de nuestra lengua, que alienta en el modernismo y que consiste, en considerar a la poesía como un modo de ser sagrado, como una revelación distinta de la revelación religiosa. Ella es la revelación original, el verdadero principio. Esta reconstitución de lo divino por medio de la poesía es propia de la poesía moderna. De allí -señala Paz- la modernidad del modernismo.
No es inútil recordar que los exegetas y comentaristas de Darío suelen soslayar un detalle sumamente importante que Paz se apresura a destacar al comienzo de este ensayo: Rubén Darío fue el primero, fuera de Francia, en descubrir al uruguayo y nunca francés[3] conde de Lautreamont en un momento en que este era casi desconocido en la propia Francia.
Si Rubén Darío es el modernismo, también es cierto que, como todo gran poeta, pertenece más a la historia de la literatura que a la de un estilo determinado.[4]
Salvo escasas excepciones, los poetas de nuestra lengua no parecen haber padecido nunca esos enfrentamientos con la palabra humana en los cuales ella se revela como la «musicienne du silence». En el ensayo que Paz consagra a Darío se encuentran estas frases perfectas: El lenguaje es la expresión de la conciencia de sí que es conciencia de la caída. Por la herida de la significación el ser pleno que es el poema se desangra y se vuelve prosa: descripción e interpretación del mundo.
Importa saber si Darío tenía conciencia de estas verdades que Paz enuncia con la máxima belleza. O, dicho de otro modo: ¿tenía conciencia Darío de la ambigüedad de las palabras, de sus poderes, de sus riesgos? Así lo demuestra Paz. Por una parte, para Darío el poeta es de la raza que vida con los números pitagóricos crea. Según este verso, el poeta posee el don de formular las palabras que fundan el mundo -que erigen palabra por palabra un doble mágico del cosmos-, palabras que al recobrar su ser original vuelven a ser música. Pero Darío sabe que la palabra no es solamente música, sino también significado, y que la misma distancia que separa al hombre del mundo separa a la palabra de la cosa nombrada. Por eso también dice del poeta que es la conciencia de nuestro humano cieno. Darío, como casi todos los grandes poetas modernos, no dej6 de oscilar entre los dos extremos de la palabra: la música y el significado.
No es esto todo: en su caso particular, la dualidad, que en sus primeros libros se manifiesta solo estéticamente, a partir de «Cantos de vida y esperanza» se muestra en su verdad humana: es una escisión del alma. Nada atestigua con más validez esa dualidad que los símbolos con que el poeta se expresa. Paz discierne que Darío recurre, inevitablemente, a símbolos que pertenecen ya al espacio aéreo, ya al acuático: Al primero pertenecen los cielos, la luz, los astros y, por analogía o magia simpática la mitad supersensible del universo: el reino incorruptible y sin nombre de las ideas, la mística, los números. El segundo es el dominio de la sangre, el corazón, el mar, el vino, la mujer, las pasiones, y también por contacto mágico la selva, sus animales y sus monstruos. Dos versos del propio Octavio Paz dicen: Entre yo soy y tú eres / la palabra puente. La poesía es, entre otras cosas, reconciliación: puente entre la selva y los astros, unión entre los animales y la música. Así lo sintió Darío, para quien la poesía era visión, que es asimismo fusión de la dualidad cósmica.
Del mismo modo que en el poema, también en la mujer, para Darío, se unen y se reconcilian los opuestos. Es probable que el deslumbrante análisis de su misticismo erótico sea el más importante de este ensayo. Unas líneas a modo de ejemplo:
La historia de su corazón es plural en dos sentidos: por el número de mujeres amadas y por la fascinación que experimenta ante la pluralidad cósmica. Para el poeta platónico la aprehensión de la realidad es un paulatino tránsito de lo vario a lo uno; el amor en la progresiva desaparición de la aparente heterogeneidad del universo. Darío siente esa heterogeneidad como la prueba o manifestación de la unidad: cada forma es un mundo completo y simultáneamente es parte de la totalidad. La unidad no es una; es un universo de universos, movido por la gravitación erótica: el instinto, la pasión. El erotismo de Darío es una visión mágica del mundo.
Y más adelante:
La imaginación de Darío tiende a manifestarse en direcciones contradictorias y complementarias, y de ahí su dinamismo. A la visión de la mujer como extensión y pasividad animal y sagrada -arcilla, ambrosia, tierra, pan- sucede otra: es la «Potente a quien las sombras temen, la reina sombría».
Esta segunda visión no deja de evocar a la oscura señora del túmulo y la casa de los muertos. Al mismo tiempo, es significativo que Darío denomine a la muerte Ella y que su actitud ante Ella sea ambigua y perfectamente erótica: le produce un terror absoluto y, a la vez, la espera como a una amante. Por una parte, la muerte es lo extraño que acecha desde lo oculto, y por la otra, es un objeto de deseo, capaz de proporcionar delicias desconocidas e intensísimas. La muerte fue su medusa y su sirena. Muerte dual, como todo lo que toc6, vio y canto. La unidad es siempre dos.
Ramón López Velarde
En la obra de López Velarde lo cotidiano sufre una dichosa metamorfosis: las cosas más inmediatas, las más humildes, desde los utensilios hasta los desperdicios, son amparadas dentro del espacio del poema y, a causa de ello, redimidas. Es así como el poeta no acepta el límite de utilidad que se impone a las cosas para su uso o consumo y hace que las cosas, siendo lo que son, al mismo tiempo sean otras en el poema. Esta metamorfosis es obra de la metáfora. La metáfora es el agente del cambio y su modo de acción es el abrazo. Pocos poetas tuvieron, como López Velarde, una conciencia tan aguda de nuestra falta de ser y de que la realidad verdadera no se nos manifiesta casi nunca, excepto en los instantes privilegiados. La función de la metáfora sería, entonces, la siguiente: ser el equivalente, es decir, el doble analógico de esos estados de excepción, y de ahí su concentración, su aparente oscuridad y sus paradojas. En efecto, López Velarde es un poeta difícil y proclama una estética difícil. Busca su lenguaje en lo propio, no en lo extraño: prefiere las palabras más cercanas, las más evidentes, tan evidentes que a veces nos ciegan por su exceso de evidencia. No desea sorprender; anhela, por sobre todo, lo genuino: el lenguaje no enajenado, que él descubre en el lenguaje prosaico. Por cierto que este descubrimiento no es algo dado: es una conquista, un remontarse a la raíz de las palabras desprestigiadas por el excesivo uso con el fin de rescatar su antigua pureza.
Paz hace ver hasta qué punto la expresión, para López Velarde, es sinónimo de conocimiento interior. Y más aún: de creación de sí mismo. Escribir equivale a una configuración del propio ser: el poeta conoce acerca de sí a medida que se va nombrando, y hasta se informa sobre sus sentimientos más profundos cuando los expresa mediante palabras. Esas palabras tendrán que ser las más precisas, las más justas y las más fieles, puesto que en ellas el poeta se juega su identidad. Además, al nombrarse sale fuera de su yo, y en ese movimiento es y existe con una plenitud inigualada -recuérdese la lucidez de López Velarde acerca de nuestro poco ser. Por eso Octavio Paz concluye: Cuida los adjetivos porque cuida su alma.
Pero lo más valioso de este ensayo es el extenso análisis de las correspondencias entre la pasión de amor de los trovadores provenzales y el sentimiento del amor tal como se transparenta en la poesía y en la vida del poeta mexicano. Extremadamente convincente es este paralelismo, del que se deduce que los dos amores de López Velarde corresponden exactamente a la Dama de los pactos provenzales. Esta suerte de pasión es, además y sobre todo, su drama personal, puesto que ella significa amar al amor, a la Imagen, más que a un ser real, presente y mortal.
A estos amores absolutos y peligrosamente ilimitados se opone la tentativa -perfectamente lograda- de López Velarde por incorporar a la poesía todo aquello que hasta entonces la poesía tradicional había menospreciado por trivial o desacreditado. De allí que, a pesar de su sentimiento tan irreal del amor, a pesar de su insólita -por lo intensa- identificación entre el amor y la muerte o la muerta, Octavio Paz pueda decir: El vínculo que establece entre el mundo y su persona es de índole amorosa: el abrazo, la metáfora cordial. Ese abrazo, además de ser la salud del poeta, es lo que permite que numerosos poemas de López Velarde continúen siendo presencias vivas de gran hermosura. Un ejemplo son aquellas frases citadas por Octavio Paz en las que López Velarde presiente los cuadros de Chirico, que nunca vio: los pasos perdidos de la conciencia, el caer de un guante en un pozo metafísico...
Fernando Pessoa
Precaria por su carencia de sucesos memorables o insólitos es la biografía de Pessoa. De su vida sentimental solo se conocen unos amores fugaces con una muchacha a la cual escribe en la carta de ruptura que su destino pertenece a otra Ley, cuya existencia no sospecha usted siquiera... Estas palabras, o el imposible que revelan, no dejan de evocar a Kierkegaard y a Kafka. Pero, por honrosas que sean, es preferible no establecer comparaciones, pues el caso de Pessoa es único en la historia de la literatura.
Tampoco conviene clasificarlo por su adhesión a las ciencias ocultas, adhesión que comparte con otros grandes poetas modernos desde Nerval, Mallarme y Rimbaud hasta Breton. En cambio, es muy exacta la definición de Paz: la historia del verdadero Pessoa podría reducirse al tránsito entre la irrealidad de su vida cotidiana y la realidad de sus ficciones.
También es muy cierta esta descripción:
En Fernando Pessoa, poeta portugués, reconocemos el orgullo de Hegel y de los fil6sofos de la naturaleza, la actitud ejemplar del pensador idealista que sabe que al espíritu humano nada le resulta imposible, ni siquiera el don de dar vida. Para este hombre poseído y milagrosamente libre (puesto que juega con aquellos que lo poseen), el acto poético se vuelve verificable en su génesis en el hueco central del ser, el cual rompe por sí mismo sus amarras para tentar la fabulosa aventura siempre recomenzada: arrancar de si al Otro, investirlo de carne viviente y, proyectándolo en el espacio, darle sus oportunidades.[5]
Pessoa no solo dio vida objetiva al Otro sino a los Otros. En 1914 irrumpen los heterónimos, nacen de Pessoa los poetas que son y no son Pessoa, a pesar de que él los ha creado. Ellos son Alberto Caeiro y sus discípulos, Álvaro de Campos y Ricardo Reis. (No sé, por supuesto, si ellos son los que no existen o si soy yo el inexistente: en estos casos no debemos ser dogmáticos.) En cuanto a los poemas de cada uno de ellos, escasa o ninguna relación tienen entre sí ni tampoco se asemejan a los del propio Fernando Pessoa. Cada poeta, llámese Caeiro, Campos o Reis, es dueño de un estilo propio y existe por sí mismo. Por otra parte, no solo no se parecen a su creador, el poeta Pessoa, sino que hasta lo contradicen. En suma, Pessoa no es un inventor de personajes-poetas sino un creador de obras-de-poetas.
Alberto Caeiro es el maestro de Campos, de Reis y del mismo Pessoa (en una carta donde narra el origen de los heterónimos, Pessoa escribe: Y lo que siguió fue la aparición de alguien en mí, al que inmediatamente llame Alberto Caeiro. Perdóneme lo absurdo de la frase: en mi apareció mi maestro.)
Caeiro es el hombre reconciliado con la naturaleza. Carece de ideas, puesto que las niega. Su función es existir; su creencia: solo es lo que existe. Paz lo califica de poeta inocente, pues Caeiro habla desde un lugar anterior a cualquier escisión. Para él, las palabras son las cosas y, a diferencia de Pessoa, no manifiesta nostalgia de la unidad (¿y cómo va a tener nostalgia del dominio en que reside?). Si bien sus palabras son las de un sabio, Paz afirma, con razón, que la máscara de inocencia que nos muestra Caeiro no es la sabiduría; ser sabio es resignarse a saber que no somos inocentes. Pessoa, que lo sabía, estaba más cerca de la sabiduría.
Distinto del maestro es el futurista Álvaro de Campos. Su única semejanza estriba en que los dos cultivan el verso libre, los dos atropellan el portugués, los dos no eluden los prosaísmos.
Quien haya leído los manifiestos de los futuristas y también los poemas de los variados integrantes de ese movimiento, no ha dejado de comprobar el tono seguro y hasta triunfal de aquellos exaltadores de la ciudad moderna. La peculiaridad de Campos consiste en que, con la misma voz de los futuristas -y, además, con resabios, de Whitman-, canta un canto de derrota, de agonía y de impotencia. A la dolorosa luz de las grandes lámparas eléctricas de la fabrica / Tengo fiebre y escribo. / Escribo rechinando los dientes, rabioso ante esta belleza, / Esta belleza totalmente desconocida para los antiguos.[6]
Ricardo Reis es un poeta muy diferente de Caeiro y de Campos. Neoclásico, escribe breves odas paganas. Pessoa no admira excesivamente su perfección formal: Reis escribe mejor que yo pero con un purismo que considero exagerado. Por su parte, Reis escribó notas críticas sobre Caeiro y Campos que son un modelo de precisión verbal y de incomprensión estética. Reis, como Pessoa, apela a metros y formas fijas. Su poesía -así como la de Pessoa- es búsqueda de la propia identidad. Ambos se pierden en los vericuetos de su pensamiento, se alcanzan en un recodo y, al fundirse con ellos mismos, abrazan una sombra. El poema no es la expresión del ser sino la conmemoración de ese momento de fusión.
La obra del propio Pessoa consiste en escritos en prosa y poesías en portugués y en inglés (estas últimas son las menos importantes). A su vez, los escritores en prosa se dividen en aquellos firmados con su nombre y los que llevan los pseudónimos de Baron de Teive y de Bernardo Soares (Pessoa advierte que no hay que considerar a estos dos nombres como heterónimos pues escriben con el estilo de él).
En la obra de Pessoa el tema de la enajenación y de la búsqueda de sí, en el bosque encantado o en la ciudad abstracta, es algo más que un tema: es la sustancia de su obra.
Para Pessoa, el poeta es un fingidor que finge tan completamente que llega a fingir que es dolor el dolor que de veras siente. Tanta creencia en la irrealidad le hace decir: ¿por qué, engañado, juzgo que es mío lo que es mío? Proposiciones como estas son algo más que paradojas imbuidas de ese humor doloroso y delicioso que hace pensar en un Lichtenberg o en un Macedonio Fernández. Ellas son, Paz lo muestra, la clave que revela la significaci6n de los heterónimos.
Los heterónimos son lo que Pessoa quiso ser, pero también son lo que no quiso ser, un yo, una personalidad individual. De ahí que ese proceso de disgregación, padecido y asumido por Pessoa con una originalidad y una valentía pocas veces igualada, provoque una fertilidad secreta: el yo termina por ser corroído. Y no está mal que así sea si compartimos con Octavio Paz la convicción de que el verdadero desierto es el yo, no solo porque nos encierra en nosotros mismos, y así nos condena a vivir con un fantasma, sino porque marchita todo lo que toca.
Luis Cernuda
Cernuda es el poeta del amor. Esta afirmación implica incurrir en un lugar común. Octavio Paz advierte, sin embargo, que no es conveniente olvidar que en Cernuda -tal como en Andre Gide- fue una rigurosa necesidad moral el no escamotear el carácter uranista de su pasión. Ninguna intención de desafío alentaba detrás de estas exigencias de sinceridad. Antes, hay que atribuirla a su amor denodado por la verdad (además de gran poeta, Cernuda fue uno de los pocos moralistas que ha dado España).
Considera Paz que negar la índole de su amor implicara no comprender el significado de su obra del mismo modo que se la comprendería mal si se la hiciera depender por entero de su pasión peculiar. En cuanto a esa pasi6n, ella lo lleva a sentirse excluido pero no maldito: Su verdad diferente lo separa del mundo; y esa misma verdad, en un segundo movimiento, lo lleva a descubrir otra verdad suya y de todos.
Cernuda es el poeta del amor. Nada más cierto, nada más complejo. Además de hablar del amor, habla también del deseo, del placer y, al mismo tiempo, de la soledad. Son estos los temas centrales de su obra. Y puesto que esa obra se llama La realidad y el deseo, no hay duda de que el deseo fue, para Cernuda, un tema muy principal. Paz señala que el destino de la palabra deseo, desde Baudelaire hasta Breton, se confunde con el de la poesía. Entonces, definir al deseo resultara tan improbable como definir a la poesía. Pero lo importante, ahora, es saber qué dicen los poemas de Cernuda acerca del deseo. Paz descubre que dicen algo muy terrible pues dicen que en tanto el deseo sea real, la realidad no lo es; pues dicen que el deseo vuelve real lo imaginario, irreal la realidad. ¿Y cómo es posible esto? Gracias a que el deseo se expresa en imágenes que se apresuran a habitar el mundo y a desalojar de el -sustituyéndolos- a los seres vivos. En cuanto al amor, es lo único que puede efectuar el tránsito del deseo a la realidad y hacer que el objeto erótico ascienda a criatura amada. Surge un conflicto, empero, entre el deseo y el amor: el primero aspira a consumarse mediante la destrucción del objeto deseado; el amor descubre que ese objeto es indestructible... e insustituible.
Otra idea de Cernuda: el amor esta fuera de nosotros y se sirve de nosotros para realizarse. Este inclinarse a favor de una abstracci6n -aun si se llama amor y dispone de energías propias expresa un juicio que otorga escaso valor al hombre. Así es: nuestro escaso valor reside en nuestra condición mortal que es sinónimo de cambios y de muerte. Es verdad que pocos poetas han glorificado con tanto fervor al cuerpo humano, pero lo que no aparece en los poemas de Cernuda es el rostro humano. Paz explica esta parcialidad: un cuerpo joven y hermoso es, para Cernuda, una cifra del universo (...), un sistema solar, un núcleo de irradiaciones físicas y psíquicas. Es decir, el cuerpo encarna, por un instante, una maravillosa fuerza extraña a él. A Paz no se le oculta que estas ideas significan ignorar al otro, una contemplaci6n de lo amado, no del amante.
De una hermosa exactitud es este descubrimiento de Cernuda: cada vez que amamos, nos perdemos: somos otros. No es el yo de cada uno quien se cumple en el amor sino su aspiraci6n a la otredad.
Otra cosa que dicen los poemas de Cernuda -y los de tantos poetas modernos y antiguos- es que el amor se halla en violenta contradicción con el orden social. Y no se refiere, como sería fácil de suponer, a la índole particular de su amor, sino a todo amor verdadero. Amar es transgredir.
Poeta del amor. Si, puesto que lo exaltó como casi nadie. Y es esta, en definitiva, la verdad en que creyó: no la verdad del hombre: la verdad del amor.
Tampoco dejó de exaltar a la naturaleza, que se le revela como la madre de los dioses y de los mitos. Además, ella ofrece un resguardo contra nuestro incesante cambiar. Por cierto que también la naturaleza cambia, mas aún dentro de sus cambios tan armoniosos permanece idéntica a sí misma. Paz describe los paisajes de Cernuda: A veces son tiempo detenido y en ellos la luz piensa como en algunos cuadros de Turner...
¿Nunca se reconcilió Cernuda con la condición de la criatura humana hecha de tiempo que se acaba? Paz discierne, en su poesía, tres vías de acceso al tiempo: la que Cernuda llama el acorde significa unión con el instante soberano (la perfección y la plenitud manifestadas, de súbito presentes, ahora y aquí, sea por la mediación de un paisaje, de un cuerpo o de una música). La segunda vía o contemplación requiere, por lo contrario, una distancia: el hombre no se funde con la realidad exterior pero su mirada crea entre ella y su conciencia un espacio, propio a la revelación. La tercera es la visión de las obras humanas, las de los otros y la propia. Por esta última vía, Cernuda adquiere conciencia de su participación en la historia y -lo que es muy importante en su caso- de lo que le cumple hacer al hombre: metamorfosear el tiempo ciego, el absurdo transcurrir, en tiempo vivo y significante, esto es, tiempo transmutado en obra o en acto.
Esto, y mucho más, revela al lector privilegiado que es Octavio Paz, La realidad y el deseo, libro que comprende todas las etapas de la vida de Cernuda, con excepción de la infancia. El secreto de la fascinación de esta obra reside, como hace ver Paz, en un doble movimiento de total entrega al poema y, simultáneamente, de reflexión acerca de lo expresado. La reflexión, en Cernuda, crea una suerte de distancia cálida y grave que es como un espacio de bellísimo silencio -el silencio que preexiste a las palabras auténticas y verdaderas, y sin el cual las palabras son mera palabrería o rumor.
Mucho reflexionó Cernuda acerca del lenguaje, hecho nada común en la tradición española. Le preocuparon, sobre todo, las relaciones entre el lenguaje escrito y el hablado. Y más aún: trato de escribir como se habla.
Son importantes, al respecto, las diferencias que establece Paz entre el lenguaje hablado y el lenguaje popular. El primero es el de la gran ciudad, y a él recurre, desde Baudelaire, la poesía moderna. En cambio, el lenguaje popular, si es que existe realmente y no es una invención del romanticismo alemán es una supervivencia de la era feudal. Su culto es una nostalgia.
La verdad diferente de Cernuda encarna en una poesía que es, también ella, diferente. Si se pregunta por el lugar que ocupa este poeta en la poesía moderna de lengua española, la respuesta de Octavio Paz será, entonces, la siguiente: Si se pudiese definir en una frase el sitio que ocupa Cernuda en la poesía moderna de nuestro idioma, yo diría que es el poeta que habla no para todos, sino para el cada uno que somos todos. Y nos hiere en el centro de ese cada uno que somos, «que no se llama gloria, fortuna o ambición» sino la verdad de nosotros mismos.
El diálogo de Octavio Paz con las obras poéticas es imposible de transponer en una breve crónica, no solo a causa de los nuevos sentidos con que incesantemente las enriquece, sino también a causa de su prosa fascinante que desanima todo intento de reducirla a otro lenguaje. Mucha valentía y libertad se requieren para repensar en soledad obras que ya han sido objeto de toda suerte de análisis e interpretaciones, como es el caso de la de Rubén Darío, y aun de López Velarde. Pero Octavio Paz ha dicho, en otro libro, que los grandes poetas contemporáneos son tambien grandes críticos. Cuadrivio y los demás libros de crítica del gran poeta Octavio Paz atestiguan la veracidad de aquella afirmación suya.
[1] Publicado en La Nación, Buenos Aires, 26 de noviembre de 1966. *Octavio Paz, Cuadrivio, Joaquín Mortiz, México, 1965.
[2] Octavio Paz, Cuadrivio, Joaquín Mortiz, México, 1965.
[3] La expresión, tan exacta, es de Federico García Lorca.
[4] Vease Octavio Paz, El arco y la lira, Fondo de Cultura Econ6mica, Mexico, 1956.
[5] Nora Mitrani, «Poesie Liberte d'etre», Le Surrealisme, meme, mun. 2, printemps 1957.
[6] Fernando Pessoa, Antolog(a. Selecci6n, traducci6n y pr6logo de Octavio Paz, Universidad Nacional Aut6noma de Mexico, Mexico, 1962.
Alejandra Pizarnik. Poeta argentina nacida en Buenos Aires en 1936. Obtuvo su título en Filosofía y Letras por la Universidad de Buenos Aires y posteriormente viajó a París hasta 1964 donde estudió Literatura Francesa en La Sorbona y trabajó en el campo literario colaborando en varios diarios y revistas con sus poemas y traducciones de Artaud y Cesairé, entre otros. Es una de las voces más representativas de la generación del sesenta y es considerada como una de las poetas líricas y surrealistas más importantes de Argentina. Su obra poética está representada en las siguientes obras: «La tierra más ajena» en 1955, «La última inocencia» en 1956, «Las aventuras perdidas» en 1958, «Árbol de diana» en 1962, «Los trabajos y las noches» en 1965, «Extracción de la piedra de locura» en 1968, «El infierno musical» en 1971 y «Textos de sombra y últimos poemas», publicación póstuma en el año 1982.