Observaciones generales sobre la poesía hispanoarábiga. Por Adolf Friedrich von Schack

 

 

 

 

Este capítulo forma parte del libro Poesía y arte de los árabes en  España y Sicilia (Universidad Autónoma del  Estado de México, 2016).

 

 

 

Observaciones generales sobre la poesía arábigohispana

 

Adolf Friedrich von Schack

 

 

 

¿Quién no ha de tener la curiosidad de conocer los cantares que resonaron en los encantadores salones de los alcázares andaluces, en las galerías de columnas afiligranadas de arabescos, y en los pensiles de al-Zahra; cuyo eco se mezcló con el murmurar de las fuentes y con el gorjeo de los ruiseñores del Generalife? Así como los árabes, donde quiera que pusieron el pie en el suelo español, hicieron brotar fertilidad y abundancia de aguas, entretejieron en frondoso laberinto los sicomoros y los granados, los plátanos y las cañas de azúcar, y hasta lograron que floreciesen las piedras en variados colores, así también puede creerse que su poesía compitió en aroma y delicado esmalte con los bosquecillos umbrosos de la huerta de Valencia, y en rico esplendor con los arcos alicatados de prolijas labores y con las esbeltas columnatas de la Alhambra. Crece más aún el deseo de conocer esta poesía por la conjetura de que la penetra un espíritu caballeresco, que imprime en la vida de los mahometanos de España un sello peculiar y característico; porque el cielo de Occidente puso sobre las prendas de la poesía arábiga, sobre su riqueza y pompa oriental, mayor precisión y un estilo más claro, acercándola mucho a nuestro modo de sentir.

Esta esperanza no será del todo defraudada. Entre las producciones de la poesía arábigohispana se encuentran muchas que manifiestan sentimientos extraordinariamente parecidos a los nuestros, y que contienen ideas que no podían nacer en la antigua Arabia, sino bajo el más dilatado horizonte del Occidente. Sin embargo, la mencionada esperanza no debe engrandecerse mucho. En todas las épocas y en las más distintas regiones del mundo, a donde sus conquistas los llevaron, los árabes guardaban vivos en el alma los recuerdos de la patria primera. Aunque la península del Sinaí volvió a caer en la barbarie, la miraron siempre como la cuna de su civilización, desde los brillantes centros de la cultura que habían creado, así en el extremo Oriente como a orillas del Atlántico. La historia de sus antepasados les era familiar desde la infancia, y la peregrinación a los lugares santos de su creencia, que casi todos emprendían, no dejaba que jamás se entibiase en ellos el sentimiento de amor y dependencia del país de donde salieron. Por esto sus poesías están llenas de alusiones a las leyendas, héroes y localidades de la antigua Arabia, de imágenes de la vida nómada y de descripciones del desierto. Consideraban además las mu'allaqat y el Hamasa como modelos insuperables, y bastantes creían que el medio más seguro de llegar a ser clásicos era imitar mucho su estilo. La admiración inmensa que estas poesías excitaban entre los andaluces, y el diluvio de imitaciones que producían, ocasionaron la burla y la sátira del antólogo Ibn Bassam, aburrido y harto de la repetición de lo ya dicho tantas veces. «Mueve a tedio -exclama- el oír cantar perpetuamente sobre las ruinas de la casa de Jawla»; el «parad aquí, amigos, para que lloremos», debiera ya desecharse; cuando se lee aquello de «¿es ésta la huella de Umm Awfa?» Bien se puede tener por cierto que la huella de una persona, que se fue tanto tiempo ha, está ya borrada. Muchos hermosos pensamientos fueron ajenos de aquellos antiguos poetas, por lo cual han dejado no poco que decir a los posteriores, pues no se debe tener sólo y absolutamente por bueno al que ya murió. Si la poesía arábigo-hispana contiene, a causa de las formas prestadas de la poesía ante-islámica, muchas ideas e imágenes que nos son extrañas, esta extrañeza crece más aún por la grande importancia que se daba a la parte técnica y al primor del lenguaje. Los habitantes de la península ibérica presumían mucho de sus conocimientos filológicos, y hacían un estudio especial de todas las sutilezas de la lengua arábiga escrita; así es que sus poetas debían ser, antes de todo, hábiles y sutiles gramáticos, y el mérito de sus obras solía ponderarse, más que por el contenido de ellas, por la perfección del estilo y por el arte con que el autor sabía dominar la infinita riqueza del vocabulario arábigo. De aquí dimana el que muchos antólogos y críticos alaben a menudo, como incomparables, versos que nos parecen de poquísimo valer, y que aseguren que estaban en la boca de todos, sin que nosotros acertemos a comprender esta fama. La explicación de esto sólo debe buscarse en el dichoso acierto de la expresión y en lo primoroso de la forma; porque, no tanto la energía poética cuanto el artificio métrico y filológico despertaba a veces el entusiasmo. Estas bellezas artificiales de la poesía, que valen más para el oído que para el alma, sólo son gustadas y bien estimadas por el pueblo para quien se crearon. Por esta razón, una parte de las más encomiadas obras maestras que encantan a los árabes son letra muerta para nosotros. El prurito de lucir la maestría en el manejo de la lengua y las sutilezas gramaticales, ha dictado versos a los poetas arábigos del Oriente y de Occidente, cuyo único valer consiste en la dificultad vencida, y donde en balde se buscará un contenido poético, pues sólo hay una sonora aglomeración de sílabas, un extraño laberinto de giros y de voces, incomprensibles sin comentario. Añádase a esto el afán, en más o menos grado sentido por todos los poetas, de emplear metáforas y comparaciones traídas de muy lejos, antítesis extravagantes y expresiones hiperbólicas. Esta inclinación parece innata en los árabes. Es un error el encomiar a los poetas ante-islámicos por su estilo sencillo y exento de imágenes rebuscadas, y el censurar a los posteriores por la afectación y el mal gusto que introdujeron. Ya Imru-l-Qays, en su mu'allaqat, escrita por lo menos cincuenta años antes del nacimiento de Mahoma, raya en extravagante cuando compara, por ejemplo, el pecho de su querida con un bruñido espejo o con un huevo de avestruz, y su mano con los ramos de una palma, y cuando dice que su caballo se mueve como un trompo con que juega un niño. Verdad es que en los tiempos posteriores se aumentó este defecto. Los mismos asuntos habían sido ya tratados tantas veces, que tenían poco interés en sí, y para prestárseles nuevo se buscaban inusitadas maneras de tratarlos. No creo, con todo, que deba desecharse como de mal gusto cuanto a primera vista nos parece raro en los poetas árabes; por ser muy diferente de lo que los poetas europeos dicen. Así, verbi gracia, el usar, como imagen de la magnanimidad y liberalidad, las nubes y la lluvia que de ellas se desprende, es una comparación bien escogida, porque la humedad restauradora que la lluvia difunde, es mirada como el mayor beneficio por los orientales y andaluces, abrumados con los ardores del sol. Ni es del todo censurable, por muy extravagante que nos parezca, el decir que los dientes de la querida, por su humedad y blancura, son como granizos, su cándida tez como alcanfor, y su nariz como el pico saliente de una montaña. Cada idioma tiene sus idiotismos y convenciones, y tal vez no sean más impertinentes estas imágenes que muchas de las comunes entre nosotros lo serían para los árabes; pero, de todos modos, dan a la poesía en que se hallan un carácter harto peregrino. Es singular, porque no se descubre la semejanza que pueda haber entre una cosa y otra, que se comparen los cabellos negros con enramadas de mirto, y las trenzas con escorpiones. Y no es menos singular el modo de bendecir una casa exclamando: «¡Oh querida casa, ojalá que te riegue con abundancia la lluvia de las nubes!»; porque, si bien una lluvia abundante es muy provechosa para los hombres y los campos sedientos, no hay clima alguno donde no sea perjudicial para los edificios. Por último, el servirse como metáfora de la palabra narcisos en vez de ojos, porque los menudos tallos de los narcisos, al inclinarse lánguidamente, hacen pensar en la languidez de los ojos, y el asemejar los bucles entrelazados con letras del alfabeto, y los lunares de las mejillas con hormigas que van corriendo hacia la miel de la boca, son imágenes, en parte falsas, porque no es bastante el punto de comparación, y en parte de pérfido gusto.

En lo tocante a la composición artística, no se impusieron los árabes españoles reglas más severas que sus antepasados orientales. Sólo pueden celebrarse de tener completa unidad algunos pequeños cantos, donde el fuerte impulso del sentimiento lo ha creado de un modo inconsciente. En más extensas composiciones, pocas veces la idea capital predomina entre los pormenores con la energía que se requiere para producir un conjunto armónico. De aquí proviene que estas composiciones sean a menudo, más que un todo, una serie de pensamientos y de imágenes; por manera que los antólogos suelen citar una parte, no como fragmento, sino como obra entera, y en otras ocasiones, una misma composición, citada por escritores diferentes, se encuentra que varía o en el número o en el orden de los versos, sin que tales cambios o faltas perturben esencialmente el conjunto. Esta carencia de enlace en la composición depende de una propiedad profundamente arraigada en el espíritu de los árabes, que los lleva a considerar, más que nada, las cosas particulares, perdiendo de vista lo general; el lazo que forma el todo. Su condición natural les hacía difícil el elevarse a una más extensa comprensión de los asuntos; entre los modelos de la propia literatura, no poseían uno sólo de más ordenada y artística composición, y tampoco aprendieron nunca a estimar, con el estudio de las literaturas extranjeras, la hermosura y el mérito que se hallan en el enérgico desenvolvimiento de un plan grande. En todas las épocas y por donde quiera les fue completamente desconocida la literatura de los otros pueblos; ninguno de sus autores deja traslucir que la conoce, y es lícito afirmar que hasta el escritor arábigo más discreto e instruido. Ibn Jaldun, habla sólo de oídas cuando da principio al capítulo sobre la poesía de los árabes, observando que también en otras naciones, a saber, entre los persas y los griegos, ha florecido la poesía, por lo cual Homero es nombrado y celebrado en los escritos de Aristóteles. El decantado cultivo de la literatura griega por los árabes españoles se limitó a obras de filosofía y de ciencias exactas, que vertieron en su lengua de la siríaca, y que después comentaron; pero sobre todo aquello que no pertenecía a esta parte de las ciencias, como por ejemplo, sobre la historia y la mitología de los pueblos antiguos, se quedaron siempre en la mayor ignorancia. Sus historiadores refieren que en Itálica se halló en una excavación un grupo de mármol de portentosa hermosura, que representaba una joven y un niño perseguido por una serpiente, y sus poetas celebraban este grupo en sus versos, pero ninguno sabe que aquellas figuras eran indudablemente Venus y Cupido. El geógrafo al-Bakri, tan bien enterado en todo lo relativo a las tierras muslímicas, no sabe distinguir si un epitafio hallado en las ruinas de Cartago es latino, púnico o de otra lengua, y llama a Aníbal rey de África. Por último, el gran filósofo Ibn Rusd o Averroes, en su paráfrasis de la Poética de Aristóteles, cita a los Antara, Imru-l-Qays y Mutanabbis, en vez de citar a los poetas griegos, y tiene tan pocas nociones de la griega literatura, que define la tragedia el arte de elogiar, y la comedia el arte de censurar, y, de acuerdo con esta teoría, halla que las composiciones satíricas y encomiásticas de los árabes son comedias y tragedias.

Aunque según lo expuesto, la poesía de los árabes en España tenía muchos rasgos iguales a la de su hermana oriental, todavía no dejó de sentir el influjo del suelo de Andalucía. Los poetas, a pesar de toda su admiración del y de las mu'allaqat, y a pesar del prurito de imitarlos, no pudieron desechar los nuevos asuntos que se ofrecían para sus canciones. Ya no podían cantar las enemistades entre tribu y tribu, ni las discordias por causas de los pastos, sino la gran contienda del Islam contra las huestes reunidas del Occidente; en vez de convocar a los compañeros de tienda para la sangrienta venganza de un pariente asesinado, debían inflamar a todo un pueblo para que defendiese la hermosa Andalucía, de donde los enemigos de la fe amenazaban lanzarlos. A par de las peregrinaciones por el desierto y de la vivienda abandonada del dueño querido, lo cual, por convención, había de tener siempre lugar en una qasida, había entonces que describir risueños jardines impregnados con el aroma del azahar, arroyos cristalinos con las orillas ceñidas de laureles, blandas y reposadas siestas bajo las umbrosas bóvedas de los bosquecillos de granados, y nocturnos y deleitosos paseos en barca por el Guadalquivir. Inevitablemente tuvieron los poetas, al tratar estos nuevos asuntos, que adoptar imágenes desconocidas a sus antepasados, y el estado de la civilización, enteramente distinto, hubo también de imprimirse en sus versos. Andaluces que habían llegado a un alto punto de cultura social y científica, cortesanos elegantes e instruidos, que habían estado en la escuela filosófica de Aristóteles, no podían sentir y pensar ya como los rudos pastores del desierto. Aunque muchas de sus qasidas se parezcan, no sólo en la forma y en la expresión, sino también en las ideas y sentimientos, a las de los árabes antiguos, esto es sólo porque los autores creían poder competir mejor con los modelos ciegamente reverenciados de un Antara o un Labid, cuando más se apartaban y substraían del influjo de su época y de cuanto los rodeaba. Por fortuna, estas tentativas desgraciadas de copiar el estilo y el espíritu de épocas anteriores, renegando de lo presente, no es lo único que nos queda de la literatura de los árabes españoles. Aun cuando los poetas tienen delante de los ojos la poesía ante-islámica, y cuentan el remedarla como mérito, introducen, sin notarlo, en la antigua forma, nuevos modos de ver y de sentir; y en otras composiciones obedecen, sin volver la vista atrás, lo que les dictan el corazón y la mente, y en vez de beber la inspiración en los libros, pintan lo que ellos mismos han sentido y experimentado. Estas últimas composiciones merecen principalmente nuestra atención, y en ellas, como todos aquellos rasgos que distinguen la poesía occidental de la oriental, se nos muestran los árabes como europeos. Cuando oímos, con voces semíticas y con el peregrino acento del Oriente, el elogio de las verdes praderas y de los corrientes arroyos de Andalucía, y la expresión de sentimientos amorosos, más tiernos que los que los trovadores expresaban, imaginamos oír también entre el susurro de la palma oriental, los suspiros del aura de Occidente, que agita y orea las enramadas del jardín de las Hespérides.

A semejanza de su lengua, que no posee las ricas y gráficas combinaciones de las indogermánicas, sino que íntimamente forma sus vocablos por la adición de una sola letra a la radical, o por el cambio de las vocales y acentos, toda la actividad creadora de los árabes tiene un carácter subjetivo. Pinta con preferencia la vida del alma, hace entrar en ella los objetos del mundo exterior, y se muestra poco inclinada a ver claro la realidad, a representar la naturaleza con rasgos y contornos firmes y bien determinados, y a penetrar en el seno de otros individuos para describir los sucesos de la vida y retratar a los hombres. Por esto aquellas formas de poesía que requieren la observación de las cosas exteriores y una gran fuerza para representarlas, no son conocidas entre los árabes. Ensayos dramáticos, ni aun de la clase inferior, como los han tenido otros pueblos mahometanos, no se han producido por los árabes en el suelo español, o al menos no dan indicio de ellos los escritores que se han consultado hasta el día. La poesía narrativa, según veremos después, no fue extraña del todo a los árabes españoles; pero no han producido ninguna epopeya propia. En la poesía lírica fue donde aunaron todas sus fuerzas, y en ella vertieron cuantas penas y cuantos deleites movían sus corazones. Por este cauce corrió el torrente de la poesía, en el suelo andaluz, con una inmensa abundancia. Las producciones líricas de los poetas arábigo-hispanos se distinguen en general por la dicción rica y sonora y por el brillo y atrevimiento de las imágenes. En vez de prestar expresión a los pensamientos y de dejar hablar al corazón, nos agobian a menudo con un diluvio de palabras pomposas y de imágenes esplendentes. Como si no les bastase conmovernos, propenden a cegarnos, y sus versos se asemejan, por el abigarrado colorido y movimiento deslumbrador de las metáforas, a un fuego de artificio que luce y se desvanece en las tinieblas, que hechiza momentáneamente los ojos con sus primores, pero que no deja en pos de sí una impresión duradera. El empeño de sobrepujar a otros rivales populares y famosos ha echado a perder de esta suerte muchas de sus composiciones. Y, por el contrario, el éxito de sus composiciones para con nosotros es tanto mayor cuanto menos ellos le buscan, olvidados de su ambición, y haciendo la poderosa inspiración de un instante, dado que expresen un sentimiento verdadero en no estudiadas frases.

Los asuntos sobre los cuales escriben, son de varias clases. Cantan las alegrías del amor bien correspondido, y el dolor del amor desgraciado; pintan con los más suaves colores la felicidad de una tierna cita, y lamentan con acento apasionado el pesar de una separación. La bella naturaleza de Andalucía los mueve a ensalzar sus bosques, ríos y fértiles campos, o los induce a la contemplación del tramontar resplandeciente del sol o de las claras noches ricas de estrellas. Entonces acude de nuevo a su memoria el país nativo de su raza, donde sus antepasados vagaban sobre llanuras de candente arena. Expresiones de un extraño fanatismo salen a veces de sus labios como el ardiente huracán del desierto, y otras de sus poesías religiosas exhalan blanda piedad y están llenas de aspiraciones hacia lo infinito. Ora convocan a la guerra santa, con fervorosas palabras, a los reyes y a los pueblos; ora aclaman al vencedor; ora cantan el himno fúnebre de los que han muerto en la batalla, o se lamentan de las ciudades conquistadas por el enemigo, de las mezquitas transformadas en iglesias, y de la suerte infiel de los prisioneros, que en balde suspiran por las floridas riberas del Genil desde la ruda tierra de los cristianos. Elogian la magnanimidad y el poder de los príncipes, la gala de sus palacios y la belleza de sus jardines; y van con ellos a la guerra, y describen el relampaguear de los aceros, las lanzas bañadas en sangre y los corceles rápidos como el viento. Los vasos llenos de vino que circulan en los convites, y los paseos nocturnos por el agua a la luz de las antorchas, son también celebrados en sus canciones. En ellas describen la variedad de las estaciones del año, las fuentes sonoras, las ramas de los árboles que se doblegan al impulso del viento, las gotas de rocío en las flores, los rayos de la luna que rielan sobre las ondas, el mar, el cielo, las pléyades, las rosas, los narcisos, el azahar y la flor del granado. Tienen también epigramas en elogio de todos aquellos objetos con que un lujo refinado ornaba la mansión de los magnates, como estatuas de bronce o de ámbar, vasos magníficos, fuentes y baños de mármol, y leones que vierten agua. Sus poesías morales o filosóficas discurren sobre lo fugitivo de la existencia terrenal y lo voluble de la fortuna, sobre el destino, a que hombre ninguno puede sustraerse, y sobre la vanidad de los bienes de este mundo, y el valor real de la virtud y de la ciencia. Con predilección procuran que duren en sus versos ciertos momentos agradables de la vida, describiendo una cita nocturna, un rato alegre pasado en compañía de lindas cantadoras, una muchacha que coge fruta de un árbol, un joven copero que escancia el vino, y otras cosas por este orden. Las diversas ciudades y comarcas de España, con sus mezquitas, puentes, acueductos, quintas y demás edificios suntuosos, son encomiadas por ellos. Por último, la mayor parte de estas poesías están enlazadas con la vida del autor; nacen de la emoción del momento; son, en suma, improvisaciones, de acuerdo con la más antigua forma de la poesía semítica.

 

 

 

 

Adolf Friedrich von Schack (Brüsewitz, cerca de Schwerin, 1815-Roma, 1894). Escritor, erudito, arabista, mecenas e hispanista alemán. Fue conde de Schack (título con el que es conocido) a partir de 1876. En España también fue publicado y conocido como Adolfo Federico, conde de Schack  Entendido coleccionista y mecenas, fue el protector de Feuerbach, Böcklin y Lenbach. Es autor de Historia de la literatura y del arte dramático en España (1845-1846) y Poesía y arte de los árabes en España y Sicilia (1872).