Obra de teatro estridentista inédita: La venus trunca. Último drama burgués en dos actos y una rectificación, de Salvador Gallardo Dávalos

 

Imagen: La Venus trunca. Escultura en hierro.  ©Alberto Castro Leñero.

 

 

 

La Revista Literaria Taller Igitur publica con exclusividad y por primera vez la obra de teatro estridentista del poeta Salvador Gallardo Dávalos, La venus trunca. Último drama burgués en dos actos y una rectificación. Celebramos los 100 años de la fundación de la primera vanguardia de Hispanoamérica, el Estridentismo, cuando en el año el 1921 fue difundido el manifiesto volante Actual número 1. Preparamos la segunda parte de los contenidos. La presente obra va acompaña con una nota introductoria del poeta Salvador Gallardo Cabrera, que esclarece el estilo y estructura de la pieza teatral. Las tres piezas que el lector podrá apreciar son de la artista plástica Martha Alicia Espinosa Becerra y fueron producidas con especial esmero para esta publicación, son obras de dominio público intervenidas en formato digital de la Venus de Milo y Venus prehistórica. La imagen que acompaña la publicación es, de la misma manera, una obra realizada especialmente para este contenido por el artista plástico Alberto Castro Leñero.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Presentación a La Venus Trunca

 

Salvador Gallardo Cabrera

 

 

Cuando en 1925 apareció El pentagarama eléctrico, de Salvador Gallardo, los responsables de las Ediciones del Movimiento Estridentista anunciaban la publicación de dos libros más del mismo autor: El huerto de las tentaciones -versos reaccionarios-, y,  La venus trunca -último drama burgués en dos actos y una rectificación-. Ninguno fue publicado en los dos años siguientes, esto es, antes de la disolución del movimiento. La Venus trunca fue rescatada por Salvador Gallardo Topete (el hijo), en 2009, en el tomo que recogió las obras de teatro escritas por su padre. Ese volumen, editado por la Universidad Autónoma de Aguascalientes, circuló poco y actualmente aparece como “agotado” en el catálogo de publicaciones de dicha universidad. De ahí que algunos estudiosos del Estridentismo, al hablar del teatro, sólo reparen en Teatro sintético. Comedia sin solución, la obra de Germán Cueto publicada en el número de marzo de 1927 en Horizonte, la revista que dirigía Germán List Arzubide en Jalapa, o en las obras de teatro guiñol de Lola, Germán Cueto y List, posteriores a la disolución del movimiento. Hasta 2009 de La Venus trunca no se conocía sino un anuncio en las guardas de El pentagarama eléctrico, y, desde entonces, ha circulado muy limitadamente.

De inicio, La venus trunca -último drama burgués en dos actos y una rectificación-, parece una obra de teatro decimonónica, con una construcción y unos personajes tradicionales: un padre rico, su hijo pintor que estuvo estudiando en París, una hija histérica, un médico entrampado en las gradaciones que van del cuerpo al alma, una sirvienta… Y, aunque en el reparto inicial de personajes notamos intrusiones un tanto cuanto desconcertantes -Roberto Revueltas, pintor revolucionario, un anunciante, un espectador-, el desarrollo mismo del primer acto parece confirmarnos en la primera impresión. Sin embargo, hay que volver al título de la obra: “último drama burgués y una rectificación”. Ese “último” alerta y deja escuchar varias cosas. Lo “último” siempre estuvo en relación con las vanguardias; avant-gard es una palabra que recoge múltiples sentidos. Tiene una deriva militar: la vanguardia que va al frente de los ejércitos -indisociable del último soldado-, y una síntesis dialéctica como en Hegel o en Marx. También tiene un sentido de discontinuidad que rompe una progresión, como en el caso del último hombre nietzscheano (Evodio Escalante ha mostrado lo importante que fue Nietzsche para los estridentistas). Otro sentido de último lo liga al precursor. Un precursor, ¿no es también el último que ha decidido romper con el vínculo que lo unía con el pasado, con una tradición, con un modo de hacer artístico o literario? Nietzsche creía que el último, el precursor, era sólo un puente y, por ello, antes de ir al futuro debería iniciar un descenso, buscar su ocaso. Cuando se decretó el fin de las vanguardias, entre los años setenta y ochenta del siglo pasado, se hizo en nombre de un pensamiento último, el “sufrimiento de finalidad” del posmodernismo, en palabras de Lyotard, porque el posmodernismo no tiene pretensiones de conocimiento, ni ética o política, y por tanto, sólo le queda darse a sí mismo un estatuto poético o estético.

Si desde el pensamiento de lo último volvemos a La Venus trunca, el título adquiere una resonancia distinta: Venus trunca, lograda y malograda, tránsito y ocaso, puente y promesa, penúltima, última, nueva… Y entendemos que si se trata del “último drama burgués” se nos propondrá un “cuadro” de la época burguesa, como se decía a finales del siglo XIX, o una deconstrucción de la mentalidad burguesa, como dirían los historiadores de hoy, para luego dislocarlo en un movimiento abrupto, casi intempestivo, disolviendo los antiguos nomos, terminando de minar la unidad del viejo orden, creando un paisaje inaudito. La “rectificación” es justo ese movimiento, pleno de humor, que desdramatiza y desustancializa el drama burgués.

En México, en 1925, la revolución vivía un periodo incierto entre el pasado porfiriano, la institucionalización propiamente revolucionaria y las iniciativas de algunos grupos que deseaban empujar aún más adelante. En La venus trunca, Salvador Gallardo muestra que la añoranza burguesa de los restos de una cultura piadosa y reguladora estaba entretejida con muchos de los afanes institucionalizadores de los gobiernos posrevolucionarios. De ahondar en las vertientes extremas, últimas, de la revolución, ¿qué pasaría con los ritos de la vida privada, con las refinadas reglas de escenificación de sí, con los vagabundeos del alma, los senderos de ensoñación, los dramas, el cuerpo histérico, la educación sentimental? Cuando uno de los personajes constata que “el yo ya no es el centro del universo”, estamos ante una ruptura no sólo de la mentalidad burguesa, ni de un orden casi ritual que ejercía una acción intencional, definida, sino también del teatro en tanto género. Ahí crece la “rectificación” al último drama burgués. La obra de teatro muestra su propio artificio, como en algunas piezas de Pirandello, y ya no puede ser una obra “acabada”: los espectadores son puestos en postura crítica, son parte de un ensayo escenográfico, ya no hay frontalidad pasiva, se disloca la unidireccionalidad y se comprende que el lugar de las artes ya no está en las academias. “El yo ya no es el centro del universo”: de ahí la potencia de lo trunco, de lo incompleto, de lo lateral y lo fragmentario.

La Venus trunca muestra de qué manera se corroboran, recíprocamente, los órdenes médico, político y moral, y cómo, desde ese orden continuo, se busca ahormar las potencias y los afectos de las mujeres. Rosa María, mutilada, trunca, (pixeleada como aparece en las obras de Martha Espinosa), es una de las primeras mujeres de cuerpo completo que aparecen en el teatro mexicano. Así como los personajes pierden sus contornos de rol en la rectificación -Rosa María abandona su máscara histérica y adquiere un cuerpo entero-, el propio espacio teatral subvierte el tempo del drama. La discusión de los artistas, por ejemplo, sitúa claramente el tiempo del estridentismo y la sintaxis de los diálogos en unos espacios salidos de cauce.

Es una suerte que Fernando Salazar Torres, y los amigos de Taller Igitur, nos permitan adentrarnos hoy en ese cauce trunco, pero que guarda encuentro.

 

 ©Martha Alicia Espinosa Becerra

 

 

©Martha Alicia Espinosa Becerra

 

 

©Martha Alicia Espinosa Becerra

 

 

 

 

 

La venus trunca. Último drama burgués

en dos actos y una rectificación

 

 

 

Salvador Gallardo Dávalos

 

 

 

Personajes

 

Don Fernando, rico hacendado

Carlos, su hijo pintor

Rosa María, hermana de Carlos

El doctor

Paco Traslosheros, joven bien

Roberto Revueltas, pintor revolucionario

Juana, sirvienta

Antonio, ayudante de Carlos

Comisión de damas

La presidenta

Un espectador

El anunciante

Primer estudiante

Segundo estudiante

Tercer estudiante

La modelo

 

 

Primer acto. Salón de una elegante residencia con dos puertas laterales a la izquierda y dos a la derecha. Hacia el fondo una escalera que conduce al piso superior y un poco a la derecha una puerta que da al pasillo.

 

Escena Primera. Don Fernando y Juana

Aparece don Fernando en el estrado, tomando té y fumando un puro. Hay un sofá y divanes de cuero ante una mesita.

 

 

Don Fernando.- ¿Aún no ha llegado Carlos?

 

Juana.- No señor, dejó avisado que comería con unos amigos.

 

Don Fernando.- ¿Hablaste a la casa del doctor?

 

Juana.- Sí, señor. No tardará en llegar, dijo que a las tres vendría.

 

Don Fernando.- ¿Y Rosa María?

 

Juana.- En sus habitaciones, señor; la niña no ha querido tomar sus alimentos. (Se oye un timbre).

 

Don Fernando.- Deber ser el doctor. Ve a abrir. (Sale Juana por el pasillo).

 

 

Escena segunda. Don Fernando, el doctor y Juana.

 

El Doctor.- (Entrando) ¿Qué tal, don Fernando? ¿Otra vez mal ese corazón?

 

Don Fernando.- No, doctor, mal que bien va funcionando; no es precisamente por mí por lo que he molestado. Pero tome usted asiento, hágame el favor. ¿Fuma usted? (Le ofrece un puro).

 

Doctor.- (Aceptando) Gracias, don Fernando, estos puros tienen la virtud de hacerme desear visitarlo con más frecuencia, aunque conste que no precisamente como médico.

 

Don Fernando.- Entonces no me explico por qué no lo hace así y nos obliga a llamarlo, cuando bien sabe que esta casa está siempre abierta para recibir a los amigos.

 

Doctor.- Verdadera honra es para mí que se me cuente entre ellos, y a no ser por mis enfermos créamelo que llegaría hasta a abusar de su amabilidad. Pero perdóneme que lo haya desviado, ¿en qué puedo servirle?

 

Don Fernando.- Doctor, lo he llamado porque Rosa María me tiene muy preocupado. Desde hace como un mes que se ha apoderado de ella un cambio notable, pues de tan bulliciosa y alegre que era se ha tornado huraña y melancólica. Todo el día está recluida en sus habitaciones; nada ni nadie la hace salir de allí. Ella, tan cariñosa conmigo, que nunca se acostaba sin mi bendición, hoy se pasa los días sin verme, pues hasta los alimentos los toma en su recámara; digo mal, que los más rehúsa a probar nada. Pasa la horas enteras en oración y tan pronto llora como ríe, con una risa convulsiva que la agita toda hasta dejarla agotada.

 

Doctor.- ¿Cómo? ¿Se cae? ¿Pierde el conocimiento?

 

Don Fernando.- A veces sí. Esto, como usted comprenderá, me ha hecho temer la herencia materna, y por eso, por el dominio que usted ejerce sobre su naturaleza y por la gran amistad y confianza que desde hace tanto tiempo nos liga, le pido con todas las fuerzas que puede tener el corazón de un padre, me ayude con su inteligencia, con su ciencia y con su amistad a arrancar a esta pobrecita alma de las tenebrosidades de la desdicha.

 

Doctor.- Calma, don Fernando, calma; no hay por qué preocuparse ni sufrir por adelantado. Ante todo es necesario hacer un detenido examen, todavía queda tiempo para luchar contra el mal y vencerlo. Pero estamos bordando en el vacío. ¿Quién nos dice que no se trate de un estado afectivo pasajero? ¿Se ha informado usted bien si tiene novio, si lee novelas románticas o alguna cosa por el estilo?

 

Don Fernando.- En cuanto a novios, a no ser que se lo tenga muy guardado, no se le ha sabido nada; ¡cuántos partidos le han salido aceptables! Pero todos los ha rehusado; pero sí tiene una vasta colección de novelones que yo he tratado de secuestrarle e impedir que lea, aunque sin resultado. Si usted lo cree conveniente pasaremos a verla. (Toca el timbre.)

 

Doctor.- Es mejor que no se dé cuenta de que he venido por verla. Si le dijera que desearía tener el gusto de saludarla sería mejor.

 

Juana.- (Entrando.) ¿Habla usted, señor?

 

Don Fernando.- Dile a la señorita que el doctor, antes de irse, desearía saludarla. (Se va Juana por la derecha.)

 

Doctor.- Procuremos no hacer la menor alusión de su mal, pus lo esencial es infundirle confianza y hacerla retirar la idea de que está enferma. Por lo demás, las circunstancias serán nuestras mejores consejeras. Ahora, que si no sale…

 

Don Fernando.- Aunque me lo temo, también pudiera ser que el cariño que siente por usted y la obsesión que tiene por la gravedad de su mal, le haga resolverse a venir a consultarlo.

 

Juana.- (Entrando) La señorita ruega al señor doctor que se sirva disculparla unos minutos.

 

Don Fernando.- Está bien, ¿verdad? ¿Cree usted que sería conveniente que los dejara solos?

 

Doctor.- De ninguna manera, pues así entraría en sospechas. Además, deseo por ahora no cambiar sino unas cuantas palabras con ella, y con algún pretexto, el de su corazón o de su reumatismo, por ejemplo, venir frecuentemente a fin de observarla poco a poco.

 

Don Fernando.- mire, doctor, que estoy a punto de abusar de su bondad. Saldrán así, también, ganando estas pobres piernas que con los años se van llenando de achaques.

 

Doctor.- A propósito, creo que tanto a usted como a ella les probaría una temporadita en un balneario. En fin, ya veremos.

 

Don Fernando.- Parece que vienen; procuremos hacerla creer que me está usted reconociendo.

 

Doctor.- (Alzando la voz un poco). Unos baños termales le sentarían perfectamente, aunque por lo demás nada encuentro en su corazón de alarmante.

 

 

Escena tercera. Rosa María, el doctor y don Fernando

 

Rosa María.- (Entrando.) En verdad, doctor, que se necesita estar en trance de muerte para tener el gusto de verlo.

 

Doctor.- (Estrechando la mano de Rosa María.) Mi presencia ahora aquí demuestra lo contrario, Rosita, pues acabo de reconocer a su papá y lo encuentro mejor que nunca, y a usted tan fragante y bella como siempre.

 

Rosa María.- Usted sí que es tan galante como siempre. Pero, ¿es que no viene para verme?

 

Doctor.- Le mentiría si lo negara, pues he cometido hasta la impertinencia de molestarla únicamente para proporcionarme el placer de saludarla.

 

Rosa María.- Y en verdad de médico, ¿cómo me encuentra usted?

 

Doctor.- positivamente bien, ¿o es que se ha sentido indispuesta?

 

Rosa María.- Oh sí, doctor, desde hace varios días me he sentido muy mal. He perdido por completo el apetito; todo me molesta, todo me fastidia. Siento tal opresión aquí, en el corazón, que no dudo que de un momento a otro caeré muerta.

 

Doctor.- Aprensiones, Rosita, aprensiones. Sin duda que habrá muchos mortales que desearían poseer ese  corazoncito, física y metafóricamente hablando. Lo que pasa es que esos nervios se han desarreglado un tanto; hay que salir más al aire, al sol; divertirse, divertirse lo más que se pueda. Ahí está el remedio, y sobre todo suprimir el té y las lecturas.

 

Don Fernando.- ¿Verdad, doctor, que esas novelas son las que la perjudican?

 

Rosa María.- ¡Ya, papá! No exageres. ¿Qué pensará el doctor? Que soy una cursi romántica.

 

Doctor.- Jamás pensaré tal cosa, pero hay que tener mucho cuidado con lo que se lee; desde luego, la lectura de cualquier clase que sea, si es en exceso, tiene que provocar un agotamiento cerebral. Si a eso se añade una selección poco cuidadosa, el mal que ocasiona tiene que ser mayor, pues al sumenarge se sobreañade una indigestión intelectual.

 

Rosa María.- Entonces usted es partidario de la incultura femenina.

 

Doctor.- De ninguna manera, pero sí creo que con una dirección sabia y una práctica metódica se pueden adquirir los conocimientos necesarios para aprender a vivir nuestra vida aun de una manera superior y refinada. Líbreme Dios, Rosita, de hacer a usted cargo alguno, pues bien sé de su inteligencia y cultura superiores; pero sí, como médico tengo el deber de recomendarle, por lo pronto, la supresión de toda clase de lecturas y prescribirle una vida de más aire, de más sol y de más alegría.

 

Rosa María.- Es decir, ¿una vida más animal, más primitiva?

 

Doctor.- ¿Y por qué no? La vida animal es la vida perfecta, fisiológicamente hablando; ahora que en las exigencias de nuestra mal llamada civilización, hemos contraído un sinnúmero de hábitos, por no llamarlos vicios, que día por día minan el perfecto funcionamiento de nuestro organismo, desgastando la energía vital en funciones superfluas. De aquí que para devolver a un organismo su normalidad, la práctica más racional, sería la de tratar de llevarlo a su estado natural.

 

 

Escena cuarta. El doctor, don Fernando, Rosa María, Carlos.

 

Carlos.- (Que ha ido entrando a medida que habla el doctor.) ¡Bravo, doctor! Tiene usted la facilidad y la amenidad de un conferencista de primera. (Estrechándole la mano.) Buenos días.

Doctor.- No tanto, Carlos, no se trata sino de convencer a tu hermanita de la necesidad de cambiar de sistema de vida; un poco menos de claustría y un mucho más de esparcimiento. A propósito, creo que nadie mejor que tú para lograrlo.

 

Carlos.- Desde luego, cuenten con mi complicidad.

 

Rosa María.- Eso si te dejan tiempo tus amistades y tus ocupaciones.

 

Carlos.- Mira, hermanita, por tratarse de tu salud soy capaz de sacrificar parte de esas ocupaciones y de esas amistades.

 

Rosa María.- No, de ninguna manera quiero ser la causa de tamaños sacrificios.

 

Don Fernando.- Nada, aprobado y con satisfacción.

 

Doctor.- Bueno, lo demás corre de su cuenta. Ustedes lo arreglarán mejor. Yo me retiro.

 

Don Fernando.- Tan sugestivo ha estado usted en sus consejos, que yo mismo, desde ahora, quiero ponerlos en práctica. (Toca el timbre y aparece Juana.) El sombrero del doctor y el mío. (Al doctor.) Así tendré el placer de acompañarlo un rato más.

 

Doctor.- Muy bien, don Fernando, será un honor para mí. Rosita, hasta la vista. No olvide usted que el mal no está en ese corazoncito, sino en los nervios. Hay que sujetarlos.

 

Rosa María.- (Estrechándole la mano). Adiós, doctor, y no olvide el camino.

 

Doctor.- Hasta luego, Carlos. A ver cuándo tengo el gusto de admirar esos prodigios de pintura, y recuerda que en tus manos dejo mi reputación de médico.

 

Carlos.- (Estrechándole la mano.) Descuide, doctor, que se hará lo que usted mande. Y ya sabe que siempre estaré a sus órdenes para todo, aunque en lo referente a mis monos, no vale la pena que usted pierda el tiempo en ellos.

 

Don Fernando.- Hasta la vista. Espero que a mi regreso ya se hayan puesto de acuerdo. Desde luego cuenten con carta en blanco para todo lo que sea necesario.

 

Carlos.- Buen paseo, papá, y cuidado con correrla con el doctor. (Salen el doctor y Don Fernando).

 

 

Escena quinta. Carlos y Rosa María

 

Carlos.- ¿A cuenta de qué venía ese sermón que te estaban obsequiando?

 

Rosa María.- Cosas de papá. Ya ves, se ha empeñado en que debo estar enferma por el simple hecho de haber prescindido de paseos y diversiones.

 

Carlos.- Y a fe ya es un motivo poderoso para sospechar algo anormal. Figúrate qué se diría de mí si de la noche a la mañana dejara todas mis amistades y me metiera de monje. ¿No habría razón para creer en un transtorno mental?

 

Rosa María.- Pero no es lo mismo. Tú, habituado a la vida de París, indudablemente que te sería insoportable un aislamiento brusco; en cambio yo, en este medio tan monótono y mezquino, he acabado por fastidiarme de todo.

 

Carlos.- Entonces, ¿por qué no aceptas un viaje? A la Rivera, a Italia. Creémelo, ese cielo, ese ambiente, te harán mucho bien.

 

Rosa María.- ¿Un viaje?, ¡qué horror! Me cansaría demasiado. En fin, que ni yo misma sé lo que deseo. ¿Será tal vez que estoy a punto de volverme loca?

 

Carlos.- No tanto, hermanita, pero, hay algo de eso. Todos hemos pasado por ese trance crítico. Cuando nuestros ensueños, nuestras ilusiones, chocan con la realidad de la vida, tiene que sobrevenir forzosamente un desequilibrio en nuestra mente, y ¡ay de nosotros si no somos lo suficientemente fuertes para resistirlo! Pero, en fin, ¿quieres abrirme a mí tu corazón, como cuando éramos pequeños?, ¿recuerdas? No había pena ni alegría que no nos confiáramos mutuamente. ¿Te acuerdas de nuestras vacaciones en la hacienda, cuando correteábamos por el arroyo, recogiendo piedrecitas de colores que brillaban para nuestra imaginación infantil como joyas de valor inapreciable?, ¿y cuando nos trepábamos a los árboles para robarnos los nidos?

 

Rosa María.- (Con exaltación) ¡Oh, sí, sí! Y el día en que por satisfacer mi deseo de tener unos pichones te caíste del árbol y te hiciste esa herida en la frente, ¡qué susto tan grande el que llevé al verte con la cara bañada en sangre! Pero, ¿acaso eres el mismo de entonces? Hace dos meses que estás de regreso y se podrían contar las horas que has pasado con nosotros.

 

Carlos.- Qué quieres, hermanita, los…

 

Rosa María.- (Interrumpiéndolo). Si no te recrimino. Únicamente reclamo un poco de tiempo para los tuyos. Ya ves, el pobre de papá, tan achacoso como está, siempre suspirando por tu regreso. ¿Y todo para qué? Para que al fin no le dediques ni unos minutos. Es decir, pero que si estuvieras todavía en París.

 

Carlos.- Tienes razón, Rosa María, pero esto ha sido en contra de mi voluntad. Si tú no te imaginas el ansia de hogar que traía; mas los amigos, los compromisos, y por otra parte esta pasión por el arte, me han distraído de mis deberes; pero te prometo, hermanita, que en lo sucesivo he de arreglar mejor mi programa de vida.

 

Rosa María.- A propósito de tu arte, no sabes cuántas ganas tengo de conocer tu estudio. ¿Verdad que me llevarás algún día?

 

Carlos.- Cuando gustes, aunque te advierto que no ha de ser muy de tu agrado. Figúrate, un cuarto completamente bohemio con dos o tres cuadros mal embonados.

 

Rosa María.- ¡Oh, qué bello!, ¡como en las novelas! No te imaginas lo que encantará todo eso. Ya estoy harta de recepciones, reuniones y bailes. Quiero reconocer otros aspectos de la vida, pero de una vida que no lleve los disfraces de las etiquetas y de los convencionalismos. Dime, ¿qué es lo que estás haciendo ahora?

 

Carlos.- Te extrañará que te diga que nada, pero es la verdad. Esta vida de juerga continua ha acabado por embotar mis escasas facultades. Necesitaría salir lejos, al campo, pero no puedo, tengo necesidad de presentar un cuadro de la exposición de otoño y ahí sería incomprendido nuestro ambiente. ¿Sabes? Necesito una modelo, pero de una belleza clásica, perfecta, y aquí está mi desesperación al no encontrar en nuestro medio sino criaturas que por una exigua paga brindan la miseria de sus cuerpos, apropiados más bien para las clínicas o los anfiteatros.

 

Rosa María.- (Vivamente, pero preocupada) ¡Sí que es un contratiempo!

 

Carlos.- ¡Una verdadera desgracia!

 

(Pausa breve)

 

Rosa María.- Si te dijera que tengo una amiga que tal vez se prestaría para servirte de modelo, ¿qué opinarías?

 

Carlos.- Que me harías verdaderamente feliz, pues sería un favor inestimable. ¿Quién es ella?, ¿es verdaderamente hermosa?

 

Rosa María.- En cuanto a hermosa tú mismo juzgarás. Pero en cuanto a saber quién sea, es lo difícil, pues sin duda que para admitir impondrá como condición esencial el que siempre lo ignores.

 

Carlos.- Si yo no la conozco ten la seguridad de que no haré ninguna gestión, a no ser que la casualidad…

 

Rosa María.- Poco a poco; no habrá casualidad que valga, pues creo que iría sólo tendiendo la seguridad de que tú no intentarás verla.

 

Carlos.- ¿Me querrás decir cómo me puede servir de modelo sin que yo la vea?

 

Rosa María.- Es que no me comprendes. Quiero decir que sin que tú viveras su cara. Creo que lo que te hace falta es un cuerpo bien formado, que caras te han de sobrar con qué sustituir a la verdadera.

 

Carlos.- no te creas que será tan fácil remendar una cabeza en un cuerpo. Si no, ahí está la victoria de Samotracia, que hasta la fecha permanece acéfala; pero en fin, qué le hemos de hacer, me conformo y acepto de mis amores tu ofrecimiento.

 

Rosa María.- Pero falta lo principal, y es que ella acepte. Así que para tener más probabilidades de quiera es necesario que me jures ser un perfecto caballero y portarte lo más discreto posible, sin que siquiera se te ocurra dirigirle la palabra, pues de que esta dama conserve su incógnito depende que la sigan honrando y distinguiendo en nuestra sociedad, pues ya conoces nuestras rancias costumbres.

 

Carlos.- Aunque en el trance en que me pones creo que nunca se vio ni San Antonio (Con tono irónico y solemne). Juro por mi honor de caballero jamás tratar de inquirir ni de develar el misterio.

 

 

Escena sexta. Rosa María, Carlos, Paco y don Fernando

 

Paco.- (Que entra con don Fernando, interrumpiendo el juramento.) ¡Hola! ¿Qué juramento es ese? Si se trata de ingresar a una sociedad secreta elevo desde luego mi solicitud, pues ya saben mi lado flaco por los secretos.

 

Rosa María.- Contigo sería un secreto a voces lo de las sociedades secretas.

 

Paco.- Gracias, Rosa María, no creía merecer de ti ese concepto.

 

Carlos.- No le hagas caso, ya conoces lo bromista que es mi hermana.

 

Don Fernando.- Conque ya de acuerdo, ¿eh? Por lo pronto, para principiar nuestro nuevo programa de vida, he ido a comprar un palco para la ópera de esta noche.

 

Paco.- Y yo me he apresurado a venir a ser partícipe de tan magno acontecimiento.

 

Rosa María.- Un acontecimiento tan magno, que sin duda les restará a los asiduos de Sanborns la gracia de tu presencia.

 

Don Fernando.- Por Dios, hijita.

 

Carlos.- ¿Y qué ópera ponen esta noche?

 

Don Fernando.- Bohemia.

 

Carlos.- ¡Bohemia! La glorificación melódica de una vida de miserias y de dolores.

 

Rosa María.- ¡Oh, no, la redención de la vida por el amor y por el dolor!

 

Telón

 

Fin del primer acto

 

 

 

 

Acto segundo. Estudio de pintor adinerado. Caballetes, chaise-longue, sillas y un biombo que cubre un tocador. Colgados algunos cuadros y otros sin concluir diseminados y arrinconados en desorden. Floreros sobre tres mesitas. Es un caballete un cuadro completamente cubierto que debe quedar en un ángulo de la habitación, y al otro lado, cerca del biombo, un pequeño templete alfombrado y sobre él una silla. Aparecen Carlos y Antonio tratando de arreglar la pieza, adornándola con flores que irán colocando en los floreros a medida que hablan.

 

Escena primera. Carlos y Antonio

 

Carlos.- Estas rosas no son todo lo hermosas y sugestivas que debieras. Debiste escogerlas mejor.

 

Antonio.- Olvidas que no es ya su tiempo. Si me hubieras dicho claveles…

 

Carlos.- ¡Quítate de ahí con tus claveles! Ésa es la flor más plebeya y escandalosa. Su olor a clavo está pidiendo a gritos verbena de galopines, ¿no ves que ha servid hasta distintivo de politiquerías? En cambio, la rosa es la flor más delicada y de un perfume más sutil, tiene la gracia de una reina. Pero colócalas con más arte. Mira, así. No parece sino que estuvieras adornando altares pueblerinos. Creo que allá en tus mocedades fuiste acólito; a propósito, ¿trajiste las pajuelas perfumadas? Hoy quiero que esto sea verdadero santuario del arte y del amor.

 

Antonio.- (Dándole las pajuelas). Parece que suben.

 

Carlos.- Sal a ver, y ya sabes: no estoy para nadie. Pero para nadie.

 

 

Escena segunda. Carlos, Antonio y Roberto

 

Antonio.- (Desde adentro) ¡Que no está!

 

Roberto.- (Al ver que Antonio le impide el paso, lo empuja y entra.) ¡No faltaba más, hombre”! ¡Impedirme el paso a mí pero a mí! ¡Habrase visto!

 

Carlos.- (Dejando las pajuelas sobre la mesa) No le riñas. Era una consigna; mas ya que entraste, siéntate.

 

Roberto.- No; ya veo que estás muy ocupado y que soy inoportuno. Únicamente he venido a invitarte a que te unas a nosotros para elevar una protesta contra esos cafres que han dilapidado nuestros frescos de la preparatoria, pues aunque tú no estés en nuestro bando, sí creo que por solidaridad de gremio nos apoyarás.

 

Carlos.- Desde luego. Bien sabes que en cuestión de artes sé respetar todas las tendencias y todas las escuelas, cuando son sinceras. Además, creo que para criticar en materia de arte se requiere, sobre una vasta preparación y una cultura extensísima, un temperamento artístico delicado, para que vibre con el autor; por eso creo impertinencia el que por el hecho de no comprender una cosa se le tilde de monstruosa y fea.

 

Roberto.- ¡Bravísimo! Precisamente porque conozco tu modo de ser y de pensar, que te enaltece en grado sumo, porque a pesar de los prejuicios de tu nacimiento y de tu casta, has sabido ser artista de verdad, por eso no he dudado un momento en venir a ti, pues créemelo, te considero como un verdadero camarada.

 

Carlos.- Hombre, muy agradecido por tus conceptos y ya sabes que estoy para servirte en todo lo que pueda. Pero dime, ¿en qué consiste esa famosa protesta?

 

Roberto.- Primeramente enviaremos un escrito al rector, y si no pone remedio, entonces emplearemos toda la fuerza de los sindicatos para hacerlos respetar.

 

Carlos.- No será para tanto. Con una reprimenda y orden de expulsión a los reincidentes, todo se arreglará, ya verás.

 

Roberto.- Ojalá. Bueno, y hablando de otra cosa, ¿qué es lo que te haces? Me informan que has dejado toda clase de parrandas y que estás dando muy recio a un trabajo que vas a llevar a París… ¿Qué hay de eso?

 

Carlos.- Exageraciones. Lo que pasa es que ya me había cansado de tanta juerga y decidí ponerme a trabajar para evitar el aburrimiento.

 

Roberto.- ¿Y para evitar el aburrimiento te has conseguido una modelo de muchas polendas?

 

Carlos.- ¿Pero también se sabe eso? Dime, ¿quién te ha dicho?

 

Roberto.- ¿Quién me lo había de decir? Si lo sabe todo el mundo. Si es el platillo del día. ¡Y la envidia que has despertado, chico! Claro, como que en Bellas Artes en vez de dibujo y modelado se va a estudiar anatomía. Además, aunque nadie me lo contara, con estos preparativos hasta el más palurdo comprendería.

 

Carlos.- Pues bien, es cierto. He tenido la suerte de encontrar una modelo divina. Comprenderás mi entusiasmo si te digo que yo que he recorrido miles de estudios en París y en Italia jamás he encontrado nada parecido. Es una mujer perfecta.

 

Roberto.- Por lo visto te ha cautivado completamente.

 

Carlos.- Sí, para que lo voy a negar. Es una cosa que se me conoce aun a pesar mío; pero confío en tu discreción.

 

Roberto.- Pues ya que me haces justicia al reconocerme esa cualidad, ¿por qué ni me haces la confidencia completa? Ya sabes, secreto de tumba. ¿Quién es ella?

 

Carlos.- Aunque quisiera complácete, me sería imposible en lo absoluto.

 

Roberto.- ¿Te lo impide algún juramento?

 

Carlos.- Más que un juramento, me lo impide el ignorar quién sea.

 

Roberto.- ¡Ah, vamos! ¿Alguna extranjera? ¿O acaso alguna proviciana?

 

Carlos.- No, hombre, es una muchacha de nuestra sociedad.

 

Roberto.- Entonces no comprendo.

 

Carlos.- Es una historia larga de contar. Basta decirte que sigue siendo un enigma para mí, pues ni el rostro le he visto ni conozco su nombre.

 

Roberto.- ¿Tratas acaso de burlarte de mí?

 

 

Escena tercera. Roberto, Carlos y Paco.

 

Paco.- (Entrando por la puerta que ha quedado abierta desde que llegó Roberto.) Se necesita hacer una verdadera batida para dar contigo. En tu casa nos informan que salió peor el remedio que la enfermedad, pues ahora son dos enclaustrados.

 

Carlos.- (A Roberto). Ya viene éste. (Haciendo una seña). Ni una palabra. (A Paco) ¡Hola, Paco!, ¿qué aires te traen por este tugurio?

 

Paco.- Hombre, pues el deseo de saludarte, de saber de ti. Pero por lo que se ve, nada tiene esto de tugurio. Vamos, hasta flores.

 

Carlos.- (Precipitándose). Tengo el gusto de presentarte un amigo: Roberto Revueltas, pintor, Mi amigo Paco Trasloheros.

 

Roberto.- Servidor.

 

Paco.- Un verdadero placer. Siempre he deseado conocer la verdadera bohemia. No la que pintan las novelas o la que se ve en las óperas.

 

Carlos.- La bohemia es cosa del pasado.

 

Roberto.- Más bien es cosa de la imaginación de novelistas ramplones, para darle un rato de solaz a la burguesía mediocre; hoy los artistas no somos más que simples artesanos.

 

Paco.- Delicioso lugar para un nido de amor.

 

Carlos.- (Indignado). ¡No blasfemes! Que esto no es nada de eso que te piensas. Esto es un santuario del arte, y por eso debe estar vedado para todo profano, pues ni siquiera está permitida la más ligera sombra de pensamiento que no sea elevado.

 

Roberto.- Muy bien dicho.

 

Paco.- Bueno, no te enojes. No es para tanto. La mejor prueba de que vengo con pensamientos de esa clase es que he venido para admirar ese prodigio de arte.

 

Carlos.- Pues has perdido el tiempo porque mi cuadro, aunque dista mucho de ser una obra de arte, no será conocido por nadie antes de que sea expuesto.

 

Paco.- (Tratando de encontrar el cuadro recorre toda la habitación). Pero hombre, qué raros son ustedes los artistas.

 

Carlos.- (Viendo el reloj, a Roberto en voz baja). Por Dios te lo suplico, llévate a este imbécil.

 

Paco.- (Parándose frente al cuadro). Por fin he dado con el tesoro y lo bien envuelto que lo tienes.

 

Carlos.- Sí, para librarlo de miradas impertinentes.

 

Roberto.- Joven, por el gusto de habernos conocido, lo invito a tomarnos una copa.

 

Paco.- Es que yo necesito hablar a solas con Carlos. Además, yo no tomo.

 

Roberto.- Pues es que Carlos no está ahora para complacerlo, y a mí jamás nadie me ha despreciado una copa. (Lo toma del brazo y lo lleva casi a rastras).

 

Carlos.- ¡Por fin! Lo que me carga este fantoche. Antonio, anda pronto, muévete chico; acabemos de arreglar bien esto. Enciende las pajuelas. (Viendo el reloj) Pero no, préstalas, es mejor que te vayas, pero pronto, pronto. (Enciende las pajuelas y hecha perfume con un pulverizador.)

 

Pausa.

 

 

Escena cuarta. Carlos y Rosa María.

 

Rosa María.- (Desde la puerta) ¿Se puede?

 

Carlos.- (Sobresaltado, dejando el atomizador). ¡Adelante! (Con verdadera sorpresa). ¿Cómo?, ¿tú?

 

Rosa María.- Sí, yo; pero ¿a qué viene esa cara de espanto? Ah, vamos, esperabas a otra persona.

 

Carlos.- Comprenderás mi sorpresa al verte por aquí.

 

Rosa María.- Sí, hijo, comprendido.

 

Carlos.- Pero…

 

Rosa María.- Puede llegar de un momento a otro, ¿no es eso? (Carlos con un movimiento de cabeza que dice que sí). Pues no vendrá, te lo aseguro.

 

Carlos.- ¿Cómo que no vendrá?

 

Rosa María.- Sí, por eso estoy aquí. Ya sé que había consentido en venir por última vez, pero comprendiendo el riesgo en que se encontraba desistió, y aquí me tienes a mí.

 

Carlos.- Pero no eso es posible.

 

Rosa María.- ¿Qué?

 

Carlos.- El que quede trunca mi obra

 

Rosa María.- Qué, ¿no recuerdas el pacto? ¿Acaso ya olvidaste tu juramento?

 

Carlos.- ¡Hoy reniego de mi juramento!

 

Rosa María.- No perjures, Carlitos,  que esa es una cosa muy fea. Por lo demás, ella cumplió su palabra, ya tienes la obra casi terminada.

 

Carlos.- ¿Y qué me importa mi obra?

 

Rosa María.- ¿Conque no te importa? ¿Y eres tú el que ponía el arte sobre tu hogar, tus amigos, las conveniencias sociales y la religión? ¡Y yo tan tonta que lo creí, de verás!

 

Carlos.- Mira, hermanita, déjate de bromas y apiádate de mí.

 

Rosa María.- ¿Y qué puedo yo hacer?

 

Carlitos.- Puedes hacer mucho. Revelarme quién es ella,

 

Rosa María.- Pero eso es imposible.

 

Carlitos.- ¿Imposible por qué? ¿No es libre acaso?

 

Rosa María.- Mucho peor que eso. Figúrate lo más absurdo, pero así es.

 

Carlos.- (Agarrándola de los hombros con brusquedad.) Pero es que yo necesito saberlo y tú me lo tienes que decir.

 

Rosa María.- (Desasiéndose de él.) Jesús, hijo. Sin duda serás capaz de aplicarme los tormentos de la inquisición para arrancarme el secreto.

 

Carlos.- (Acongojado). Perdóname, hermanita, es que no sé lo que me hago; estoy desesperado, casi loco.

 

Rosa María.- ¿Pero tanto así te ha trastornado? ¿Pero tan necios son los hombres que estando rodeados de bellas realidades, sólo se enamoran de lo ignoto y de lo imposible?

 

Carlos.- ¡Qué quieres! Eso es precisamente el filtro del amor.

 

Rosa María.- Sin duda; mas también de él podemos extraer su antídoto. Figúrate por ejemplo que en ese cuerpo tan esplendoroso, según dices, ha florecido el rostro más horrible, más…

 

Carlos.- ¡Oh, no!, ¡por Dios! No blasfemes. Ese cuerpo de diosa tengo la seguridad de que no puede corresponder sino a un rostro angelical.

 

Rosa María.- y si ese rostro angelical, por una crueldad de la suerte, hubiera sido desfigurado por algo, vamos, por alguna enfermedad.

 

Carlos.- No seas cruel, no prosigas; ¡es inútil!

 

Rosa María.- Bueno, ya que huyes de la realidad, afírmate más en tu ideal, y mediante tu inspiración y tu genio deifícalo, pero, ¡por Dios!, no caigas en el error de aquel artista griego que logró transformar su estatua en mujer, pues ya sabes los desengaños que producen las galateas en la vida, que ni las diosas al tomar forma humana están exentas de su perfidia. Ya ves, no se me puedes tachar de parcialidad para mi sexo. Pero, me quieres decir, ¿querrás entrar en razón?

 

Carlos.- ¡En razón! ¡Como si fuera tan fácil! Tener un mundo de ensueños y verlos desplomarse de un solo golpe por un simple capricho.

 

Rosa María.- Te engañas, Carlos; para qué te iba a estar martirizando. Mira, ya sabes que yo nunca juro; pues oye, por la gloria de nuestra madre te juro que es indispensable para ella y para ti mismo que ignores siempre quién sea. Ten fe en ti mismo, fortifícate en tu arte y ya verás cómo acabas por olvidar. Además, te debes a tu obra. Ten la seguridad que tu modelo se sentirá halagada y reconocida cuando te vea con ella triunfante.

 

Carlos.- ¿Pero crees tú que voy a terminarla?

 

Rosa María.- ¿Y por qué no? Rostros bellos hay de sobra, ahora que con la imaginación que posees bastará para suplir todo lo que te falte. Qué digo suplir, ¿quién nos dice que saliera más bien ganando? Ya que las concepciones de un amor idealizado son as que han sido siempre perfectas.

 

Carlos.- Caería entonces en lo irreal, en lo falso. ¿No ves que lo que con tanto afán he andado buscando es la palpitación de la vida?

 

Rosa María.- Todo se podría arreglar con un poco de voluntad. Te consigues un rostro bello que te diera esas palpitaciones de vida, y con todo eso que hayas ido almacenando de imaginación, ten la seguridad que mediante varios ensayos sucesivos podrás lograr tu objetivo. No me  negarás que con mucho menos se han hecho reconstrucciones perfectas.

 

Carlos.- Aunque así fuera, ¿en dónde encontrar otra nueva modelo que tuviera la misma fuerza de inspiración?

 

Rosa María.- Mira tú, yo ya en eso sí que no me meto. Demasiado escarmentada he quedado. Créemelo que lo siento muy de verás; mi deseo sería sacarte de este apuro. ¿Si yo misma pudiera servirte de algo?

 

Carlos.- ¿Tú?

 

Rosa María.- Digo, únicamente en lo referente a vitalidad. Dios me libre de creerme capaz de servirte de modelo.

 

Carlos.- No, en cuanto a eso, ya quisieran muchas; pero, ¿cómo iba a poner tu cara en una Venus?

 

Rosa María.- Tienes razón, sería una Venus espantable.

 

Carlos.- No, eso no; pero no sería conveniente. Lo que se diría.

 

Rosa María.- ¡Oh, sí, lo que diría la sociedad! Mas hay un remedio, desfigurándome, quiero decir, transformando todos mis rasgos y dejando únicamente los indispensables. ¿Quieres? No estaría de más un ensayo.

 

Carlos.- Acepto agradecido para que no  digas que soy un necio. (Pausa, mirándola). ¿Sabes, hermanita que eres verdaderamente hermosa?

 

Rosa María.- Sin duda de una belleza difícil de comprender, puesto que hasta ahora la encuentras.

 

Carlos.- Pero es que como tú decías, los hombres nos fijamos en todo menos en lo que está a nuestro alcance. ¿Quieres descubrirte un poco más? Sabes, lo necesito para buscar armonización más perfecta. Mira, hasta los hombros nada más.

 

Rosa María.- Bueno. Espera un momento, voy a arreglarme. (Se dirige al vestidor).

 

Carlos.- Oye, pero si conoces esto mejor que yo.

 

Rosa María.- ¿Te extraña? ¿Qué ya no recuerdas el día que me trajiste a enseñármelo? Ya sabes que a las mujeres nos basta una ojeada para darnos cuenta de todos los detalles. Hasta podría decir que me tenías allí, sobre la mesita aquella, el retrato de una mujer muy hermosa, retrato que ahora ha desaparecido. ¡Oh, los hombres! Va, ya estoy. Así, ¿no es verdad?

 

Carlos.- Sí, así está bien. Ten la bondad de subir allí y sentarte. Yo mientras descubriré mi cuadro. ¡Oh, mi cuadro!

 

Rosa María.- si vuelves a las andadas  me bajo y te dejo con tus lamentaciones.

 

Carlos.- No, prometo no reincidir. A ver, voltea un poco, hazme el favor; sí, para acá, a fin de que te dé mejor la luz. Así está muy bien.

 

Rosa María.- ¿En esta postura de estatua tengo que permanecer?

 

Carlos.- No, al contrario; puedes moverte libremente. Ya sabes que yo en mis cosas siempre busco el movimiento, la vida. Pero, ¡qué extraño! ¿Sabes que armoniza perfectamente tu cara con el cuerpo? Déjame ver. (Acercándose.). Ese lugar… ¡tú!

 

Rosa María.- ¡Sí!, ¡yo!

 

Carlos.- ¡Cielos santos! ¿Pero por qué has hecho esto?

 

Rosa María.- ¿Qué por qué? Yo misma lo ignoro. Es decir… sí… para ayudarte. Necesitabas una modelo y a mí me pareció la cosa más fácil del mundo. Después de todo yo puse todos los medios para que lo ignoraras siempre.

 

Carlos.- (Paralizándose exaltado, casi amenazador.) Pero, ¿te das cuenta, insensata, lo que has hecho? ¡Desatar de mi pecho una pasión volcánica para precipitarme luego al más terrible de los infiernos!

 

Rosa María.- (Casi llorando.) Pero si esa no fue mi intención. Cálmate, por Dios, que me das miedo. (Acercándose).

 

Carlos.- ¡Apártate!

 

Rosa María.- ¿Verdad, Carlitos, que no te enojas conmigo?

 

Carlos.- (Al verla descubre en sus ojos una llama que lo horroriza.) ¡Oh, Dios mío!, ¡vete!, ¡vete o no respondo de mí!

 

Rosa María.- Oh, sí, me voy para no contaminar tu alma inmaculada. ¡Ja, ja, ja! (Cae presa de un ataque histérico.)

 

 

Telón

Fin del segundo acto

 

 

 

 

Rectificación. Recibidor de casa de asistencias con un estrado de peluche bastante deteriorado y completado con sillas de diferente procedencia. Hacia el fondo se alcanza a ver el comedor dispuesto como para una comida de estudiantes. Hacia los lados puertas que dan para los cuartos y una que conduce al pasillo.

Aparecen sentados estudiantes y pintores de ambos sexos. Antonio, haciendo los últimos preparativos para arreglar la mesa, entra y sale con copas, botellas, etc.

 

Primer estudiante.- Señores, es inaudito esto. Habernos citado para un ágape fraternal y tenemos aquí como un velorio. Qué digo velorio, mucho peor, puesto que en un velorio siquiera le dan a uno café con piquete.

 

Segundo estudiante.- Oye, tú; sin hacer mención de cosas fúnebres que son de mal agüero, pero por lo demás soy de la misma opinión: si se nos ha invitado a comer y no se nos da, que se nos dé  al menos de beber.

 

Primer estudiante.- Antonio, hombre, ya son las tres de la tarde, es decir, las quince y ya nuestros organismos protestan y desfallecen. Dinos: ¿es para ahora acaso la comida?

 

Antonio.- La comida está lista, mas ignoro qué haya sucedido.

 

Segundo estudiante.- Pero al menos nos podrías dar alguna copita, yo con un coñac quedo satisfecho.

 

Antonio.- Bueno, ahora les sirvo; pero creo que sería mejor ir a ver lo que haya pasado con Carlos, pues me tiene preocupado su tardanza.

 

Primer estudiante.- Qué le ha de pasar, chico; como son los últimos días de su estancia en ésta, ha de andar muy ocupado despidiéndose de sus amistades.

 

Tercer estudiante.- O de sus modelos.

 

La modelo.- Qué, ¿al fin se ha logrado saber quién es ella?

 

Primer estudiante.- ¡Qué va! Sigue siendo un misterio; mas lo que sí se ha venido a traslucir es que algo gordo ha pasado y que eso motiva la ida de Carlos a Europa.

 

Segundo estudiante.- ¿No es entonces porque va a exponer su cuadro?

 

Primer estudiante.- ¿Qué cuadro? Si ha quedado sin concluir. (A Antonio que entra con una charola de copas). ¿Verdad que algo le sucede a Carlos?

 

Antonio.- Hombre, yo no sé nada.

 

Primer estudiante.- No te hagas. ¿No me dijiste que desde la última sesión que tuvo con su modelo había sufrido un cambio radical?

 

Antonio.- Sí, pero…

 

Primer estudiante.- ¿Pero qué? Aquí estamos puros amigos de Carlos, así es que no hay temor a ninguna indiscreción. Conque, cuéntanos: ¿qué sabes tú?

 

Antonio.- Yo en realidad nada, pues ya saben lo discreto que es para sus cosas. Sí he visto un cambio notable en él y hasta creo que haya tenido algunas dificultades en su casa, porque las más de estas noches se ha quedado a dormir en el estudio; pero lo más desconcertante es que él, que siempre se había distinguido por su ecuanimidad y buenas maneras, ahora se pone irascible por cualquier motivo y bebe de un modo estúpido hasta embriagarse por completo.

 

Tercer estudiante.- Y pensar que de esto las únicas culpables son las mujeres. Por eso yo desde ahora juro no volverme  a creer de ninguna.

 

Segundo estudiante.- Ya estará, misógino.

 

Tercer estudiante.- Oye, sin insultar.

 

La modelo.- Ustedes los hombres cuando no pueden dominar sus vicios y sus pasiones nos echan la culpa a las mujeres.

 

Primer estudiante.- Basta de discusiones y a beber.

 

Segundo estudiante.- (Cantando). A beber, a beber y a gustar.

 

Tercer estudiante.- Pido que brindemos por el festejado.

 

Primer estudiante.- Bueno, pues aunque no se encuentre presente y aunque h apuesto a tortura nuestros estómagos brindemos por él, porque su obra no quede trunca y porque triunfe con ella.

 

Segundo estudiante.- Y porque venga pronto antes de que perezcamos de inanición.

(Beben todos)

 

Roberto.- (Entrando) ¡Salud y revolución social! Por lo visto no se tratan ustedes tan mal.

 

Primer estudiante.- No habíamos de estar rezando el rosario para matar el hambre.

 

Roberto.- ¿Qué?, ¿no ha venido Carlos?

 

Antonio.- No, y ya me estaba preocupando su tardanza. Nosotros creíamos que venía contigo.

 

Roberto.- Quedamos, en efecto, de vernos a la una por Madero, en donde he estado hasta cerca de las dos; después he ido hasta su estudio y lo he encontrado cerrado y por fin he decidido venir aquí, creyendo ya encontrarlo.

 

Segundo estudiante.- Y lo que encuentras es un cuadro que se puede intitular “El suplicio de Tántalo”, que una hora de estar nada más oliendo los alimentos creo que es un castigo que ni los inmortales, ya que ellos se refocilaban con el divino néctar; y si no ha sido por esta otra ambrosía ambarina y transparente, también digna de los dioses, créeme que nos hubieras encontrado cadáveres.

 

Tercer estudiante.- Moción de orden, señores. Propongo que en vista de las innumerables ocupaciones y distracciones que trae consigo una despedida, y dado que a nuestro muy estimado amigo le preocupan sin duda otras cosas más importantes que nuestra presencia y que la comida, y dado también que nosotros, por el cariño que le profesamos, lo podemos dar como presente, propongo, digo, que vayamos empezando a hacerle honor al cocinero.

 

Varios.- ¡Bravo!, ¡bravo!

 

Primer estudiante.- No seáis prosaicos, ¿qué no veis que no sólo de pan vive el hombre?

 

Tercer estudiante.- Hombre, si yo no soy tan exigente, aunque no sea con pan.

 

Roberto.- Un momento, señores. Yo propongo que vaya Antonio a su casa para hacerle un recordatorio en caso de que esté allí, y si no, entonces ya habremos cumplido.

 

Varios.- ¡Muy bien!

 

Otros.- ¡Aprobado!

 

Tercer estudiante.- Sí, pero con la condición de que Antonio antes de partir nos deje la botella y algo más sólido también, para poder resistir.

 

Antonio.- Bueno, ahí está eso; pero sin propasarse ¿eh?

 

Segundo estudiante.- Sí, hombre, y no tardes mucho.

 

Primer estudiante.- (A Roberto). Oye, ¿qué sabes tú de ese enigma?

 

Roberto.- ¿Cuál enigma?

 

Primer estudiante.- ¿Cómo cuál? El de Carlos, de su modelo, de su partida.

 

Roberto.- Yo nada; casi menos que ustedes, pues ya saben que a mí no me gusta meterme en lo que no me importa. Esto no quiere decir que no me importa lo que refiere a Carlos, pues si hay alguien que lo aprecia sinceramente, soy yo; pero sé respetar la vida de mis amigos y sobre todo no hago caso de habladurías.

 

Primer estudiante.- Sí, pero se dice que tú estuviste cierta vez en su estudio y que te estuvo haciendo algunas confidencias.

 

Roberto.- ¡Qué confidencias ni qué nada! Únicamente me estuvo hablando con entusiasmo y fe de su obra; además, yo sólo fui a invitarlo a que se uniera a nosotros a protestar por el atentado de la preparatoria.

 

Segundo estudiante.- A propósito, ¿qué resultado tuvieron vuestras gestiones?

 

Roberto.- El resultado es lo de menos; el objetivo nuestro fue hacer pública nuestra más vibrante protesta por un acto que nos denigra ante el mundo civilizado.

 

Primer estudiante.- Hombre, no tanto. En todas partes del mundo se ha respondido de esa manera a lo que hiere de algún modo el sentido innato humano de moderación y de equilibrio.

 

Roberto.- En todos tiempos y en todos lugares. Es verdad que las masas mediocres e inconscientes empiezan por repeler todo aquello que viene a trastornar sus tradicionales conceptos y sus fanatismos hereditarios; pero esas mismas masas serán después, a medida que las nuevas verdades se van imponiendo muy a pesar de ellas, sus más furibundos defensores.

 

Primer estudiante.- Sinceridad. Tú lo has dicho; por eso concedo que en esa exposición haya habido verdaderas obras de arte de los pequeños, en las que no intervino para nada el profesor, es decir, unas tres o cuatro; pero por desgracia lo cierto es que en una gran mayoría de los cuadros expuestos se notaba la influencia académica. Además, la sinceridad no lo es todo; se necesita un verdadero temperamento de artista para trasladar al lienzo, no la verdad real que el común de los ojos ve, sino la verdadera verdad, la suprarreal, que sólo un reducido número de ojos privilegiados percibe, y que es lo que constituye el alma de las cosas.

 

Primer estudiante.- Entonces no comprendo nuestro revolucionarismo. Siempre has blasfemado del realismo socialista en todo, y ahora acabas de sentar la teoría de una aristocracia artística.

 

Roberto.- Te engañas; el verdadero arte no está en el refinamiento social, ni en lo intelectual, que cuando mucho llevarán al preciosismo, a lo decadente o al intelectualismo. Nosotros buscamos e arte en el pueblo, porque es lo único genuino y real, lo demás sólo es extranjerismo y pedantería; pero el que hagamos obra propia no quiere decir que hagamos nacionalismo, porque como dicen nuestros manifiestos. “En pleno reinado de lo internacional sería cursi levantar las murallas chinas de un nacionalismo rastacuero…”

 

Tercer estudiante.- ¡Moción de orden! Propongo que se dejen las discusiones y las conferencias para los postres, si es que llegamos a ellos, y en tanto viene o no el festejado tomemos a su salud.

 

Varios.- ¡Bravo!, ¡aceptado!

 

Roberto.- (Sirviendo). Bueno, yo también apruebo, pues con lo que he andado y con lo que discutido, se han consumido todas mis calorías. Con que tome cada quien la suya y brindemos…

 

Paco.- (Entrando). Más vale llegar a tiempo que ser invitado. Señores, provecho. (Viendo a todos lados). Por lo visto tampoco está aquí Carlos. Y a mí que me habían asegurado que estaba comiendo con algunos de sus camaradas, aunque lo dudaba, pues un grupo selecto de sus amigos le habíamos preparado un banquete de despedida en El Abel.

 

Roberto.- Pues es una verdadera lástima, joven; sin duda alguna le ha pasado algo grave que si no, tened la seguridad que ya estaría con el grupo de sus verdaderos amigos y camaradas.

 

Paco.- Pudiera ser. ¡Ah!, ¿es coñac lo que tomáis? Por mí no se retengan y si me lo permiten tendré el gusto de acompañaros.

 

Roberto.- (Sirviendo y con sorna) Tanta honra nos confunde; aunque sin duda encontraréis detestables estos caldos en comparación con los que os esperan en El Abel. ¡Salud y revolución social!

 

Todos.- ¡Salud!

 

Antonio.- (Pálido y positivamente horrorizado, entra y va diciendo lo siguiente con palabras entrecortadas). ¡Horrible!, ¡horrible!

 

Estudiantes.- ¿Qué pasa?

 

Antonio.- ¡Una cosa espantosa, inaudita!

 

Roberto.- ¿Pero qué pasa? Dí, habla.

 

Antonio.- ¡Imposible, imposible!

 

Roberto.- Querrás explicarte, ¿a qué vienen esas lamentaciones?

 

Antonio.- ¡Pero si no puedo! ¡Es una cosa espantosa! Esperad que me reponga.

 

Roberto.- Habla, hombre, habla por Dios.

 

Antonio.- Aguardad. Me fui directamente a  casa de Carlos. ¡Oh, Dios mío!

 

Roberto.- Déjate de lamentaciones y dinos pronto.

 

Antonio.- Pero ¡es que no se pueden imaginar ustedes lo que ha pasado!

 

Roberto.- ¡Vamos!

 

Antonio.- Ya al llegar a la casa vi que una muchedumbre rodeaba el zaguán y comprendí que sería imposible entrar por allí, fui a dar la vuelta por la puerta de servicio. Allí trató de detenerme un gendarme, pero le indiqué que era ayudante de Carlos, con lo que me dejó franca la entrada. En todas las dependencias de la servidumbre un silencio absoluto, pero allí, en el hall, el señor Fernando tendido rígido sobre el canapé, rodeado de varios sirvientes y algunos empleados judiciales. Reconocí a Juana, que estaba desencajada, como cadavérica; le pregunté sobre lo que había sucedido. Con gran trabajo, y señalando el cuarto de Carlos, me dijo que una horrible tragedia. Me dirigí hacia allí, y aunque me impidieron el paso, desde el dintel de la puerta pude darme cuenta de la cosa más espantosa de la vida. Allí, en medio de la habitación, él, Carlos, tendido en un charco de sangre; y sobre la cama, ¡cielos santos!, ¡ella!, la señorita, completamente desnuda y degollada.

 

Paco.- ¿Qué dices?, ¿Rosa María?

 

Antonio.- Sí, la señorita Rosa.

 

Paco.- ¡Imposible!

 

Antonio.- Sí, os digo que es espantoso.

 

Un espectador.- (Desde una butaca). ¿Y no muere también el apuntador?

 

Carlos.- (En medio de risas y de la expectación general) Tiene razón señor.

 

Paco.- ¡Cómo!, ¿tú?

 

Carlos.- Sí, yo, que vengo a protestar desde ultratumba por este papel estúpido que me han hecho desempeñar.

 

La modelo.- ¡Oh, qué interesante!, ¡como en el Tenorio, los muertos salen de sus tumbas!

 

Carlos.- Sí, porque ya es tiempo de que concluyan tantas chabacanerías. ¿Cómo yo, un personaje culto y refinado, del siglo veinte, verme obligado a representar una tragedia esquilliana? Eso estaría bueno para nuestros abuelos. Pero hoy, lo que menos preocupa, son los conflictos pasionales. Con los psicólogos y los vivales tenemos de sobra.

 

Don Fernando.- (Aparecerá de pronto, como surgiendo a través de las paredes). Pero señor, ¿qué crimen he cometido para que de este modo se me castigue? ¡Tened compasión de mí! ¿Cómo permitís que un nombre tan ilustre y honorable como el mío ruede por el lodo? ¡Pero esto no puede ser! ¡Qué dirá la sociedad, Dios mío?

 

El anunciador.- Una omisión de damas del público desea hablar con el autor.

 

Un estudiante.- ¿El autor?, ¿dónde está el autor?

 

Roberto.- Buen cuidado tendrá de no presentarse por aquí ahora; sin embargo, dile a esas ilustres damas que pueden pasar.

(Entran como cinco damas, todas enlutadas, rígidas y ceremoniosas).

 

La presidenta.- En nombre de la moral y de las buenas costumbres, venimos a protestar por este atentado inaudito, que viene a minar los cimientos de la sociedad. Comprendemos que es indispensable señalar ciertas lacras, pero esto sólo como motivo de edificación, siempre que los contraventores de la moral y de las doctrinas de Cristo tengan su condigno castigo. Así es que, dado que Dios ha permitido haya casos de naturalezas poseídas por demonios infernales, y de que Dios mismo en su gran magnanimidad nos ha mostrado el ejemplo, arrojando fuera de los posesos los demonios que los tenían atados, queremos que a esa mísera criatura se le dé la oportunidad de que vaya a purificar su cuerpo mediante la oración y la penitencia, bajo la sombra protectora de un convento.

 

Rosa María.- (Apareciendo). No, eso no. ¿Con qué derecho, y bajo qué pretexto se me trata de castigar en un infierno que de antemano ya he sufrido? ¿Soy por ventura culpable de que en mi organismo, la herencia haya dejado una siembra morbosa? ¿Soy responsable, digo, de que en mis ancestros se hayan ido preparando los determinantes de mis acciones? ¿Qué moral cristiana es esa, que quiere el castigo de actos inconscientes, determinados por el destino? Además, yo no pido premio alguno, sino ir a aunar mi locura, criminal si se quiere, pero hermosa, a la estúpida locura de un convento. Para eso, una y mil veces preferible fuera, destrozando el búcaro frágil de nuestro organismo, para que de él brote a borbotones con nuestra sangra, esa pasión volcánica que nos consume.

 

Las damas.- (Santiguándose). ¡Jesús, María y José!

 

La presidenta.- Esto es el producto de esta edad licenciosa en que reina la deshonestidad en el vestir, y en esos bailes infernales. No parece sino que se prepara la venida del Anticristo. ¡Dios nos coja confesadas!

 

Roberto.- Pues, señores, he aquí este escenario convertido en una casa de orates. Cada quien con sus prejuicios y pasiones, tratándonos de convencer que su drama es el drama del universo. Y todo por detenernos a analizar estas bajas pasiones y estos vicios de la burguesía. En verdad que es necesario que esto concluya, pero no para sustituirlo con rompecabezas sicológicos en donde todo el drama se desenvuelve alrededor de nuestro egoísmo. Hay que considerar que ya no es el yo el centro del universo, sino que somos una pequeña partícula de mismo, y por lo tanto, para hacer algo, debemos fundir nuestros átomos miserables, en conglomerados que presenten ya una fuerza de consideración. Por eso, en el drama del porvenir no hay que mover personajes, sino multitudes, y no hay que gastar el tiempo en conflictos caseros y pasiones, sino en verdaderos problemas sociales, que interesen, ciertamente, a las masas. Por eso quisiera que esta mal esbozada y trunca tragedia sea un símbolo: ¡el de la muerte en el drama de toda tradición burguesa y egoísta!

 

 

 

 

Salvador Gallardo Dávalos. Nació en San Luis Potosí, San Luis Potosí, y murió en Aguascalientes, Aguascalientes. Fue uno de los participantes activos del movimiento estridentista y de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR), y autor de poesía, ensayo y teatro. De formación médico militar, ejerció su profesión en el estado de Veracruz. En 1927 residió en Aguascalientes, desde donde desarrolló una amplia labor cultural. De su obra poética destacan El pentagrama eléctrico (1929), Nueve sonetos de amor (1950), Laberinto de quimeras (1966). Obra dramática: Frente a frente (1934), Santa Juana de Asbaje (1956), sobre sor Juana Inés de la Cruz,  y La venus trunca (1930?).

 

 

 

Salvador Gallardo Cabrera. (Tanque de los huizaches, Aguasalientes, 1963). Ha publicado, entre otros, Cuartetos (Homenje a T.S. Elliot a 50 años de su muerte), en co-autoría con Manuel Marín (ensayo, Edición de artista, 2015), La mudanza de los poderes -de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control- (ensayo, Aldus, 2011), Estado de sobrevuelo (poesía, Bonobos, 2009), Sobre la tierra no hay medida –una morfología de los espacios- (ensayo, Libros del Umbral, 2008), Las máximas políticas del mar (ensayo, Colegio Nacional de Ciencias Políticas, 1998), Sublunar (poesía, JGH editores, 1997), Cadencia y desprendimiento (poesía, INBA, 1983). En 1983 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven. Es doctor en filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México donde es profesor de asignatura, desde hace once años, en la Facultad de Filosofía y Letras. Editó para Vértice la colección de ensay Trayectos y devenires (1998-2004). Sus ensayos han sido recogidos y traducidos en antologías, revistas y suplementos literarios de México, Brasil, Venezuela, Cuba, Francia, España, Canadá, Estados Unidos y Rumania. En 1983 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven.