La España árabe. Por Antonio Alatorre
Este capítulo forma parte del libro Los 1 001 años de la lengua española, de Antonio Alatorre (Fondo de Cultura de Económica, 2018), mismo que puede adquirirse en este enlace:
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LA ESPAÑA ÁRABE
Antonio Alatorre
La derrota de Rodrigo, el último rey godo, tan novelada y tan llorada en los siglos siguientes, ocurrió en la batalla de Guadalete el año 711, pocas semanas después de que Tárik, al frente de un ejército de quizá no más de 7 000 "moros", desembarcó en lo que luego se llamó Gibraltar. (Estos “moros”, nombre que se dio en España a los invasores, eran árabes y bereberes. La designación les convenía propiamente a los bereberes: Maurus, de donde viene moro, era en latín el habitante de Mauritania; pero moros, en español, vino a significar simplemente 'musulmanes’, 'infieles', sin alusión a origen geográfico.) La conquista del reino cristiano fue en verdad fulminante. En 718 se hallaba sometida prácticamente toda la península, y Tárik cruzaba ya la raya de Francia. El entusiasmo conquistador de los musulmanes era enorme, y notable la cohesión que mostraron en esos tiempos. En cambio, la armazón política del reino visigodo estaba desmoronada. Rodrigo, el año anterior a su derrota, se había adueñado del trono conculcando los derechos de los herederos de Witiza, su predecesor. No es, pues, muy extraño que un hermano de Witiza, don Oppas, obispo de Sevilla, haya peleado con sus gentes al lado de Tárik en la batalla de Guadalete. (En 712, sin dejar de ser aliado de los "infieles", don Oppas se convirtió en arzobispo de Toledo, el puesto más alto de la jerarquía eclesiástica española.)
Tan fulminante como la caída de Hispania había sido el nacimiento y auge del Islam. Mahoma (570-632), llamado "el Profeta", fue coetáneo de san Isidoro de Sevilla. La hégira, que marca la fundación del mahometismo, tuvo lugar en 622, o sea que cuando los musulmanes se apoderaron del reino visigodo llevaban apenas 89 años de existir en cuanto tales. Y, además de haber ocupado toda la península árabe y de haber iniciado su expansión hacia el norte y hacia la India, tenían dominado todo el norte de África, desde Egipto hasta Marruecos. Los bereberes de 711 eran ya auténticos musulmanes.
La historia de la expansión del Islam es, sin duda, una de las más animadas y positivas que existen. Para verla así, basta que abandonemos la visión estereotipada del "cristiano" que, muy valiente, pero también privilegiadamente socorrido por Santiago, se enfrenta al moro cruel y salvaje y lo subyuga (visión estereotipada que se perpetúa en las ingenuas danzas y representaciones de moros y cristianos, existentes todavía en el folklore festivo de España, Portugal e Hispanoamérica), y nos acerquemos al punto de vista, no de algún musulmán fanático que siga deplorando hoy la pérdida de "la perla del Islam", España, en manos de los "perros cristianos", sino de los muchos historiadores modernos que, con toda la imparcialidad que su oficio les impone, acaban fascinados por el dinamismo de esa expansión, y por la humanidad, la tolerancia, el amor al trabajo y a los placeres de la vida, la cultura y el arte que mostraron los mahometanos en todos los países en que estuvieron.[1] Esto se aplica particularmente a España. Un Cervantes, un Góngora, un Lope de Vega, sin dejar por supuesto de ser cristianos y españoles, vieron siempre a los moros con un cariño que jamás se tuvo para los godos. Y este cariño se refería a cosas muy concretas de la civilización islámica, que, si había sido la fecundadora de la ciencia y la filosofía medievales, también había mostrado un tenaz gusto por las cosas buenas de la vida, la rica comida, los trajes hermosos, la música, las diversiones. Para todo ello, así lo “útil” como lo “placentero” —en la medida en que puedan separarse las dos cosas—, disponían esos grandes escritores de palabras venidas del árabe; palabras tales, que su sólo sonido ya los dejaba cautivados. Así Góngora, al evocar en uno de sus pasajes más bellos de las Soledades el fastuoso espectáculo de la cacería con halcones, coloca visiblemente en sus versos, como otras tantas joyas, los nombres de las aves de presa, y la mayoría de esos nombres proceden del árabe —pues los árabes, que le enseñaron a Europa el álgebra y la química, le ensañaron también el refinado y frívolo arte de la cetrería. Las palabras alfaneque, tagarote, baharí, alferraz, sacre, neblí y otras (como también alcahaz, la jaula en que se encerraba a esas temibles aves, y alcándara, la percha en que dormían) llegaron al español desde el árabe.
A unos amigos italianos que se interesaban por las peculiaridades de la lengua española les dirá Juan de Valdés en la primera mitad del siglo XVI: “Para aquellas cosas que avemos tomado de los moros no tenemos otros vocablos con que nombrarlas sino los arábigos que ellos mesmos con las mesmas cosas nos introdujeron”. Y también: “Aunque para muchas cosas de las que nombramos con vocablos arábigos tenemos vocablos latinos, el uso nos ha hecho tener por mejores los arábigos que los latinos, y de aquí es que dezimos antes alhombra que tapete, y tenemos por mejor vocablo alcrebite que piedra sufre, y azeite que olio”. No fue él quien primero observó esa peculiaridad del español (compartida por el portugués) frente a las demás lenguas romances. Y, desde luego, no fue el último. Existen catálogos especiales de arabismos, y excelentes estudios históricos y etimológicos sobre ellos.
En verdad, una buena manera de comprender la historia de la España árabe es verla en su imagen lingüística, estudiando la significación de los 4 000 arabismos que existen en nuestra lengua.
Para entender mejor el fenómeno lingüístico será útil un ligero marco de acontecimientos históricos. En los primeros tiempos, la península fue un emirato sujeto al califa de Damasco, pero ya Abderramán I (755-788) rompió esos lazos de sujeción, y Abderramán III (912-961) pasó de emir a califa y fijó su capital en Córdoba.[2] Las campañas de Almanzor (977-1002), "genio político y militar", consolidaron el dominio de los moros en el norte, de Barcelona a Santiago de Compostela, pero marcaron también el fin de tres siglos de expansión y de predominio militar. En 1031 el califato se fragmentó en varios reinos pequeños (llamados taifas o sea 'facciones'), algunos de los cuales, a causa del alto grado de cultura a que llegaron, han sido comparados con las grandes ciudades italianas del Renacimiento. La unidad política fue restaurada, no sin violencia, por dos oleadas de musulmanes del norte de África, los almorávides o ‘devotos’ (1086-1147) y los almohades o ‘unitarios’ (1147-1269), que, movidos al principio por el fanatismo religioso, acabaron por contagiarse del amor a la filosofía, la ciencia, el arte y la poesía que había brillado en los reinos de taifas. (Observación marginal: si los moros de España y Portugal hubieran sido verdaderos fanáticos, ciertamente habrían destruido, con la misma furia con que hoy se destruyen en muchas partes los plantíos de amapola y de coca, los viñedos que desde tiempos antiguos había en la península; no sólo no lo hicieron, sino que se aficionaron al vino, pese a la prohibición de Mahoma.)
Desde el punto de vista cultural, el fin del califato coincide prácticamente con el comienzo de los dos siglos más esplendorosos de la España árabe. En esta época florecen Ibn-Hazm, el poeta de El collar de la paloma, el filósofo y científico Avempace, el poeta Ben Qusmán, el gran Averroes y su amigo Ibn-Tofail y el pensador Ibn-Arabí. En esta época florece también, arrimada a los modelos árabes, la gran cultura hispanohebrea, que se enorgullece de nombres igualmente universales: los poetas y filósofos Ibn-Gabirol (el Avicebrón de los escolásticos) y Yahudá Haleví, el sabio Abraham ben Ezra y el filósofo Maimónides. Este último no escribió en hebreo, sino en árabe, su obra más importante, la Guía de descarriados. También el moralista judío Ibn-Pakuda escribió en árabe, y Yehudá Haleví tenía, además de su nombre hebreo, un nombre árabe, Abul Hasán. Otro judío, que al bautizarse en 1106 pasó a llamarse Pedro Alfonso, escribió en árabe una colección de cuentos orientales que, traducida al latín con el título de Disciplina clericalis, cautivó durante siglos a los lectores europeos. (Disciplina clericalis no significa ‘discipllina clerical’, sino ‘colección de textos destinada a los amigos de las letras’.) Decir que la literatura hispanoárabe de los siglos X-XII se medía con la de cualquier otra nación europea —en todas las cuales se escribían más o menos unas mismas cosas, y en su mayor parte en latín— no es gran elogio. El verdadero elogio es decir que la literatura hispanoárabe se medía gallardamente con la de Bagdad, la de El Cairo, la de cualquier otra provincia del vasto mundo islámico. Esos siglos de oro españoles son siglos de oro de la cultura árabe.
El numeroso vocabulario español de origen árabe procede sobre todo de la gran época de expansión y florecimiento, de los largos siglos en que todas las grandes ciudades cristianas —Tarragona, Zaragoza, Toledo, Mérida, Córdoba, Sevilla•—, ricas y populosas desde los tiempos romanos, vivieron, cada vez más ricas y populosas, bajo el dominio islámico. Procede de esos siglos en que España se hizo la maestra de Europa; en que el estudiante Gerberto, futuro papa Silvestre II, venía desde Francia hasta Córdoba para asomarse a ciencias que sólo los musulmanes dominaban; en que un rey de León y Castilla acuñaba monedas con inscripciones en árabe; en que toda Europa admiraba la armonía y el buen vivir de los moros; en que los condes y grandes de los incipientes reinos cristianos del norte trataban de imitar sus usanzas, tal como poco después, en Sicilia (el otro centro de difusión europea de la cultura musulmana), Federico, futuro emperador, estuvo viviendo "más como árabe que como alemán"; en que circulaban por Europa, en traducciones latinas, las obras de sabios hispanoárabes como Averroes, decisivas para el desarrollo del pensamiento filosófico y científico, y hasta fantasías religioso-morales como la muy musulmana Escala de Mahoma, que le dio a Dante el marco escatológico de su muy cristiana Divina Commedia.
[1] Reflejo vivo de esta expansión es la enorme cantidad de topónimos españoles y portugueses de origen árabe que pueden verse en los mapas. He aquí algunos españoles: Alaminos, Albacete, Albarracín, Alberite Alcalá, Alcanadre, Alcántara (y Alcantarilla), Alcaraz, Alcázar (y Los Alcázares), Alcazarén, Alcira, Alcocer, Alcolea, Alcoletge, Alcudia, Algar, Algeciras, Alguaire, Almadén, Almazán, Azagra, Aznalcázar, Benagalbón, Benaguacil, Benahadux, Benahavís, Benamejí, Benaoján, Benasal, Benejúzar, Benicásim, Benidorm, Borja, Bugarra, Cáceres, Calaceite, Calatañazor, Calatayud, Calatorao, Gibraltar, Gibraleón, Guadalajara, Guadalaviar, Guadalupe, Guadamur, Guadix, lznájur, lznalloz, Medina (y Almedina), Medinaceli, La Rábida (y La Rápita), Tarifa. Varios de estos topónimos, como Alcalá, Alcolea y Medina, se repiten en distintas provincias, y aun dentro de una misma. Muchos son, además, apellidos, como esos tres, y como Alcaraz, Alcocer, Almazán, Borja, etc. Medina significa ‘ciudad' (o, más precisamente, su núcleo central amurallado. en torno al cual se extiende una red más o menos amplia y complicada de callejones, estructura que se mantiene hasta hoy en no pocas poblaciones españolas); Medinaceli es 'ciudad de Sélim'. Alcalá significa 'el castillo' (y Alcolea 'el castillito'); Calatayud —donde falta el al- inicial, o sea el artículo— es 'castillo de Ayub'. Las rábidas eran fortalezas fronterizas. Abundan los topónimos que comienzan con Ben- 'hijo de' (árabe ibn), corno Benicásim, que originalmente significaría '[tierras o cusas de los] hijos de Qásim'. Abundan también los que comienzan con Guad- 'río', 'valle de rfo' (árabe wadi), y los que comienzan con Gibr-, que significa 'monte'. El nombre del Algarbe y el de La Mancha, patria de Don Quijole, son usimismo árabes. Las palabras aldea, alcaldía, arrabal y barrio son árabes, como también los nombres de barrios célebres: el Zocodover de Toledo, el Zacatín y el Habatín de Granada, etc. Muchos topónimos ya existentes se arabizaron: Pax Augusta se convirtió en Badajoz; Hispalia (forma vulgar de Hispalis) se convirtió en Ishbilia, o sea Sevilla, y Caesaraugusta, a través de la pronunciación Saraqusta, se convirtió en Çaragoça (Zaragoza).
[2] Córdoba. una de las ciudades más importantes de Europa en los siglos X y XI, fue al igual que la Toledo árabe, un centro cultural que atraía a estudiosos de todo el mundo civilizado. Su gran mezquita, construida en de (784-786) en tiempos Abderranmán I, recibió remodelaciones y ampliaciones en los siglos IX y X. En uno de los "enxiemplos" de El conde Lucanor, cuenta don Juian Manuel cómo fue terminada la obra por el califa Alhaquem II (901-976), y declara su admiración tanto por el esplendor del edificio por el carácter del califa. Este Alhaquem, aficionado a la música, había añadido un agujero en el albogón (especie de flauta), ampliando así su gama sonora. El invento, sin embargo, no se tuvo por hazaña digna de un rey, y "las gentes en manera de escarnio comenzaron a loar aquel fecho" diciendo cuando alguien se ufanaba de poca cosa: “Éste es el añadimiento del rey Alhaquem" (A hede Alhaquim). Llegó esto a oídos del y, "como era muy buen rey, non quiso fazer mal a los que dezían aquella palabra [aquella frasecita despectiva], mas puso en su coraçón de fazer otro añadimiento de que por fuerza oviessen las gentes a loor su fecho. Estonce, porque la su mezquila de Córdova non era acabada, añadió en ella aquel rey toda la labor que í menguaba [que allí faltaba], et acabóla. Ésta es la mejor e más complida [mejor acabada] e más noble mezquita que los moros avían en España, e, loado a Dios, es agora iglesia e llámanla Sancta María de Córdova, e ofrescióla el sancto rey Fernando a Sancta María quando ganó a Córdova de los moros [en 1236]. E desque aquel rey ovo acabada la mezquita e fecho aquel tan buen añadimiento, dixo que, pues fasta entonçe lo loavan escarneciendo lo del añadimiento que fiziera en el albogón…, de allí en adelante le avrían a loar con razón del añadimiento que fiziera en la mezquita de Córdova. E fue después muy loado, e el loamiento que fasta entoonçe le fazían escarneciéndole, fincó después por loor [auténtico], e hoy día dizen los moros quando quieren loar algunt buen fecho: Éste es el añadimiento del rey Alhaquem”.
Antonio Alatorre Chávez nació en Autlán de la Grana, Jal., en 1922. Cursó la secundaria en un colegio religioso donde aprendió latín, griego, francés e inglés. Estudió derecho, sin terminar la carrera, en la Universidad Autónoma de Guadalajara (UAG) y en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), letras en esta última y filología en El Colegio de México. Tomó clases en España y Francia, donde asistió a las cátedras de Marcel Bataillon y Edmond Faral, en el Collège de France, y de Raymond Lebergue, en la Sorbona. En México fue discípulo de Raimundo Lida. Desde 1951 era profesor-investigador de El Colegio de México, de cuyo Centro de Estudios Filológicos fue director (1953-1972), mismo que posteriormente cambió su nombre al de Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios. En ese lugar editó (1952-1959) y dirigió (1960) la Nueva Revista de Filología Hispánica. Era catedrático de educación media y superior desde 1943 e impartió cursos y conferencias en universidades de Estados Unidos, Japón e India. En 1990 fue nombrado profesor emérito de El Colegio de México. Participó en el espectáculo Poesía en Voz Alta en la Casa del Lago de la UNAM (1958), e hizo análisis literario en la televisión (1978-1979). Ejerció la crítica literaria en gran número de publicaciones y tradujo más de treinta libros del latín, del italiano, del francés, del portugués y del inglés. Fue miembro de una media docena de asociaciones internacionales, a las que acabó por renunciar después de haber ocupado puestos directivos en varias de ellas. Asimismo, fue miembro de la mesa directiva del Pen Club Internacional de México (1969-1970). Editó con Juan José Arreola, y luego con Juan Rulfo, la revista Pan en Guadalajara (1945), e Historia Mexicana, en El Colegio de México (1952-1959). Fue codirector, con Tomás Segovia, de la Revista Mexicana de Literatura (1958-1960), miembro del consejo de redacción de las revistas Diálogos y Nexos y colaborador asiduo de la Nueva Revista de Filología Hispánica. Una de sus obras más conocidas es Los 1001 años de la lengua española (1979). Recibió numerosos premios y reconocimientos, entre ellos el Premio Jalisco (1994), el Premio titular de la Cátedra Italo Calvino (UNAM, 1994), y el Premio Nacional de Ciencias y Artes (1998) en el ramo de Lingüística y Literatura. Ingresó a El Colegio Nacional el 26 junio de 1981 y su discurso de ingreso fue contestado por el doctor Luis Villoro. El maestro Antonio Alatorre Chávez murió el 21 de octubre de 2010 en la ciudad de México.