Hispanidades

El caballero de la triste figura. Ensayo iconológico. Por Miguel de Unamuno (España)

 

 

 

 

El caballero de la triste figura. Ensayo iconológico

 

Miguel de Unamuno

 

 

Yo apostaré, dijo Sancho, que antes de mucho tiempo

no ha de haber bodegón, venta, ni mesón o tienda

de barbero, donde no ande pintada la historia de

nuestras hazañas; pero quería yo que la pintasen

manos de otro mejor pintor que el que ha pintado a éstas.

Tienes razón, Sancho, dijo Don Quijote; porque este

pintor es como Orbaneja, un pintor que estaba en Úbeda,

que cuando le preguntaban qué pintaba, respondía:

lo que saliere: y si por ventura pintaba un gallo, escribía debajo:

este es gallo; porque no pensasen que era zorra.

Del cap. LXXI de la segunda parte

de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha.

 

 

 

 

Tarea es la de pintar a Don Quijote hasta más difícil que la de hinchar un perro, y empresa de las más dignas de pintor español. No es de ilustrar la obra imperecedera de Cervantes, sino de vestir de carne visible y concreta un espíritu individual y vivo, no mera idea abstracta; empeño nunca tan oportuno como ahora en que anda por esos mundos de Dios revolviéndose y buscando postura el simbolismo pictórico. Tiene éste en España un símbolo que ni pintado, y es Don Quijote, símbolo verdadero y profundo, símbolo en toda la fuerza etimológica y tradicional del vocablo, concreción y resumen vivo de realidades, cuanto más ideales más reales, no mero abstracto engendrado por exclusiones.

Invito al lector a que divaguemos un poco acerca de la expresión pictórica de este símbolo vivo.

Los datos para pintar a Don Quijote hay que ir a buscarlos en la obra de Cide Hamete Benengeli, dentro de ella y fuera de ella también; en la obra de Cide Hamete, por haber éste sido su biógrafo; dentro de ella se descubren honduras que el buen biógrafo no caló siquiera; y fuera de ella, porque fuera de ella vivió y vive el ingenioso hidalgo.

Con escrupuloso cuidado me he entretenido en entresacar de las páginas vivas de El Ingenioso Hidalgo, cuantos pasajes se refieren más o menos directamente a los caracteres físicos de Don Quijote.

Helos aquí numerados, advirtiendo que el lector poco paciente puede muy bien pasarlos por alto:

 

Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza.

Parte I, cap. I

 

Por otro nombre se llama El caballero de la triste figura… verdaderamente tiene vuestra merced la más mala figura de poco acá que jamás he visto.

Parte I, cap. XIX III.

 

… viendo su rostro de media legua de andadura, seco y amarillo, la desigualdad de sus armas y su mesurado continente.

Parte I, cap. XXXVII IV.

 

Tomad, señora, esa mano… No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la contextura de sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura y espaciosidad de sus venas, de donde sacaréis qué tal debe ser la fuerza del brazo que tal mano tiene.

Parte I, cap. XLIII V.

 

… tan seco y amojamado, que no parecía sino hecho de carne momia.

Parte II, cap. I

 

… es un hombre alto de cuerpo, seco de rostro, estirado y avellanado de miembros, entrecano, la nariz aguileña y algo corva, los bigotes grandes, negros y caídos.

Parte II, cap. XIV

 

VII. Admirole [al caballero del Verde Gabán]… la grandeza de su cuerpo, la flaqueza y amarillez de su rostro.

Parte II, cap. XVI

 

Comenzó a correr el suero por todo el rostro y barbas de Don Quijote… Después de haberse limpiado Don Quijote cabeza, rostro y barbas y celada.

Parte II, cap. XVII

 

Quedó Don Quijote después de desarmado en sus estrechos gregüescos y en su jubón de gamuza, seco, alto, tendido, con las quijadas que por dentro se besaban la una con la otra, figura que, a no tener cuenta las doncellas que le servían, en disimular la risa, reventaran riendo.

Parte II, cap. XXXI

 

Púsose Don Quijote de mil colores, que sobre lo moreno le jaspeaba.

Parte II, cap. XXXI

 

Llegó la de la fuente, y con gentil donaire y desenvoltura encajó la fuente debajo de la barba de Don Quijote; el cual, sin hablar ni una palabra, admirado de semejante ceremonia, creyó que debía ser usanza de aquella tierra en lugar de las manos lavar las barbas; y así, tendió la suya cuanto pudo, y al mismo punto comenzó a llover el aguamanil, y la doncella del jabón le manoseó las barbas con mucha priesa, levantando copos de nieve, que no eran menos blancas las jabonaduras, no sólo por las barbas, más por todo el rostro, etc.

Parte II, cap. XXXII

 

Como no tenía estribos [subido en Clavileño], y le colgaban las piernas, no parecía sino figura de tapiz flamenco, pintada o tejida en algún romano triunfo.

Parte II, cap. XLI

 

Y si por el señor Don Quijote no somos remediadas con barbas, nos llevarán a la sepultura. Yo me pelearía las mías, dijo Don Quijote, en tierra de moros, si no remediase las vuestras.

Parte II, cap. XI

 

Le saltó [uno de los gatos] al rostro, y le asió de las narices con las uñas y los dientes.

Parte II, cap. XLVI

 

Así como le vio [doña Rodríguez] tan alto y tan amarillo.

Parte II, cap. XLVIII

 

Vio Roque Guinart a Don Quijote armado y pensativo, con la más triste y melancólica figura que pudiera formar la misma tristeza.

Parte II, cap. XI

 

Era de ver la figura de Don Quijote: largo, tendido, flaco, amarillo, estrecho en el vestido, desairado, y sobre todo, no nada ligero.

Parte II, cap. LXII

 

 

Con estos diecisiete pasajes a la vista puede ya componer cualquier Orbaneja un Don Quijote para salir del paso. El sexto de ellos, que es la descripción que del hidalgo manchego dio el socarrón del bachiller Carrasco cuando la aventura del caballero del bosque, ha servido de pasaporte clásico para todas las pinturas que de él se han hecho. Y ni aun la tal cédula se ha respetado siempre, pues a menudo le retratan con bigotes de retorcidas y apuntadas guías y no «caídos».

El más exigente documentista espero haya de darse por contento con tan minuciosa documentación como la de los diecisiete pasajes preinsertos. De seguro no la llevaban más cumplida los cuadrilleros de la Santa Hermandad que habían tomado sus señas para prender a aquel «salteador de caminos», y cuidado si es escrupulosa la justicia oficial en todo esto del documento humano y el realismo de rastro.

Datos hay en los expuestos que a primera vista parecerán impertinentes, como el del pasaje XIV; mas pronto echará de ver por él el discreto lector qué tal debían de andar de tamaño las narices de Don Quijote cuando se las pudo asir un gato con las uñas y los dientes a la vez. No hay hecho insignificante, y bien lo prueba el registro antropométrico recién instalado en la Cárcel Modelo.[1]

Datos también de excepcional interés, aunque no constan en la preinserta documentación, son los de que fuera «opinión» que Don Quijote «muchos años fue enfermo de los riñones» (cap. XVIII, de la segunda parte); a lo que añado que su color amarillo y sus actos le acreditan de bilioso, y el de que tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos (Parte I, cap. XX), porque venteando bien estos rastros podría tal vez un buen sabueso mental poner en claro el temperamento y la idiosincrasia quijotesca. ¡Lástima que no haya emprendido aún algún ducho cervantista la tarea de un estudio fisiológico acerca de Don Quijote! Creo, por mi parte, sin haber ahondado el punto, que debió de ser su temperamento caliente y seco, y que con esto y el «Examen de ingenios» del doctor Huarte se podría ir muy lejos.

Cide Hamete Benengeli debió de ser biógrafo puntualísimo y documentista de los más nimios, como buen árabe; pero su traductor el bueno de Cervantes, al llegar al pasaje aquel en que Don Quijote llega a la casa de don Diego Miranda, el caballero del Verde Gabán (cap. XVIII de la segunda parte), nos dice:

 

Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego, pintándonos en ella lo que contiene una casa de un caballero labrador y rico; pero al traductor de esta historia le pareció pasar estas y otras menudencias en silencio, porque no venía bien con el propósito principal de la historia, la cual más tiene su fuerza en la verdad que en las frías digresiones.

 

La verdad con su fuerza a un lado; a otro las menudencias y frías digresiones, las circunstancias que pintan con tan escribanesca fidelidad en sus estudios literarios los documentistas de todos tiempos.

¿Y qué es la verdad? ¿Qué es aquí la verdad y su fuerza?

La verdad es el hecho, pero el hecho total y vivo, el hecho maravilloso de la vida universal, arraigada en misterios. Los hechos,[2] las menudencias, redúcense con el análisis y la anatomía a polvo de hechos, desapareciendo su realidad viva.

La fuerza de la verdad de Don Quijote está en su alma, en su alma castellana y humana, y la verdad de su figura en que refleje esta tal alma. Pero ¿hemos de sacar de su alma su semblante o de su semblante su alma? preguntará alguien, añadiendo que de los rasgos de su fisonomía y caracteres físicos podremos, mediante su temperamento, vislumbrar algo más de la verdad de su alma. A lo cual contesta el mismo Don Quijote al describir (en el capítulo primero de la segunda parte) las facciones de Amadís, Reinaldos y Roldán, que «por las hazañas que hicieron y condiciones que tuvieron se pueden sacar en buena filosofía sus facciones, sus colores y estaturas».

¡En buena filosofía! No peor por lo menos que la de querer sacar de las facciones, del color y de la estatura las hazañas que se han cumplido y la condición que se tiene; que si de aquéllas se deducen éstas, de éstas se deducirán aquéllas. Convertibilidad es esta que escapa a los que a nombre ya del idealismo, ya del realismo, convertibles también, pelean por una y otra doctrina como lo hicieran dos caballeros por el color de un escudo de que sólo vio cada cual un lado, según profunda parábola de Carpenter. Para Don Quijote la buena filosofía era, como es natural, la suya, la castellana, el realismo que saca de las hazañas las faccio nes, que procede de dentro a fuera, centrífugo, volitivo, el que convierte los molinos en gigantes, no más insano que el que hace de los gigantes molinos, ni menos realismo que él, ni menos que él idealista. En fin de cuenta, ni las facciones hacen hazañas ni éstas a aquéllas, como no precede el órgano a la función ni la función al órgano, sino que todo hace a todo; fluyendo incesante de la gran causa total, causa y efecto a la vez, causa–efecto o ni causa ni efecto, como se quiera, que en llegando acá todo es uno y lo mismo. Y basta de libros de caballerías metafísicas, que al buen Alonso Quijano «del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio».

El pintor que quiera, pues, pintar a Don Quijote en buena filosofía quijotesca, ha de sacar de sus hazañas y condición sus facciones, su color y su estatura, sirviéndose de los datos empíricos que Cide Hamete nos proporciona como de comprobantes a lo sumo. Para conseguirlo ha de descubrir el pintor su alma, siendo el medio el que inspirado por aquellas estupendas hazañas y sublime condición, desentierren de su propia alma el alma quijotesca, y si por acaso no la llevara dentro, renuncie desde luego a la empresa, guardada para otro, teniendo en cuenta aquello que dijo el mismo Don Quijote:

 

Retráteme el que quisiere pero no me maltrate, que muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias. (Parte II, cap. LIX.)

 

Retratar a Don Quijote sin maltratarle es vestir su alma con cuerpo individual trasparente, es hacer simbolismo pictórico en el grado de mayor concentración y fuerza, en un hombre símbolo. Y para hacer esto hase de buscar el alma del hidalgo manchego en las eternas páginas de Cide Hamete, pero también fuera de ellas.

Don Quijote vivió y vive fuera de ellas, y el pintor español digno de retratarlo puede sorprenderle vivo en las profundas honduras de su propio espíritu, si busca en él con amor y lo ahonda y escarba con contemplación persistente. Cide Hamete no hizo otra cosa que trazar la biografía de un ser vivo real; y como hay no pocos que viven en el error de que jamás hubo tal Don Quijote, hay que tomarse el trabajo que se tomaba él en persuadir a las gentes de que hubo caballeros andantes en el mundo.

 

 

Tan luego como una ciencia analítica y anatomizadora hunde el escalpelo en la trama viva en que se entretejen y confunden la leyenda y la historia, o trata de señalar confines entre ellas y la novela y la fábula y el mito, con la vida se disipa la verdad, quedando sólo la verosimilitud, tan útil a documentistas y cuadrilleros de toda laya. Sólo matando la vida, y la verdad verdadera con ella, se puede separar al héroe histórico del novelesco, del mítico, del fabuloso o del leyendario, y sostener que el uno existió del todo o casi del todo; el otro a medias, y el de más allá de ninguna manera; porque existir es vivir, y quien obra existe.

Existir es obrar, y Don Quijote ¿no ha obrado y obra en los espíritus tan activa y vivamente como en el suyo obraron los caballeros andantes que le habían precedido, tan activa y vivamente como tantos otros héroes, de cuya realidad histórica no falta algún don Álvaro Tarfe que atestigüe?[3]

El alma de un pueblo se empreña del héroe venidero antes que éste brote a luz de vida, le presiente como condensación de un espíritu difuso en ella, y espera su advenimiento. En cada época, se dice, surge el héroe que hace falta. Claro está; como que en cada época respira el héroe las grandes ideas de entonces, las únicas entonces grandes; siente las necesidades de su tiempo, únicas en su tiempo necesarias, y en unas y otras se empapa. Y todo otro héroe que el que hace falta, acabaría en la miseria o el desprecio, en la galera o la casa de orates, en el cadalso tal vez.

No es el héroe otra cosa que el alma colectiva individualizada, el que por sentir más al unísono con el pueblo, siente de un modo más personal; el prototipo y resultante, el nodo espiritual del pueblo. Y no puede decirse que guíen a éste, sino que son su conciencia y el verbo de sus aspiraciones.

El héroe, presentido en preñez augusta, es muchas veces harto sublime para vestir carne mortal, o sobrado estrecho el ámbito que haya de recibirle, brota entonces ideal, leyendario o novelesco, no de vientre de mujer, sino de fantasía de varón. Héroes son éstos que viven y pelean y guían a los pueblos a la lucha, y en ella los sostienen, no menos reales y vivos que los de carne y hueso, tangibles y perecederos. El gran Capitán, o Francisco Pizarro o Hernán Cortés, llevaron a sus soldados a la victoria, pero no es menos cierto que Don Quijote ha sostenido los ánimos de esforzados luchadores, infundiéndoles brío y fe, consuelo en la derrota, moderación en el triunfo. Con nosotros vive y en nosotros alienta; momentos hay en la vida en que se le ve surgir caballero en su Rocinante, viniendo a ayudar, como Santiago, a los que le invocan. Obrar es existir y ¡cuántos vivientes carnales, aprisionados en el estrecho hoy, obran menos que el sublime loco en que renació glorioso Alonso Quijano al perder, secándosele el cerebro, el juicio! Cuando volvamos a la tierra, de que salimos, ¿quedará de nosotros mucho más que de Don Quijote queda? ¿Qué queda de Cide Hamete su biógrafo? El mundo pasajero y contingente va produciendo el permanente y necesario de nuestro espíritu, es su mayor realidad ésta; la historia toda es la idealización de lo real por la realización del ideal. ¿Hizo Homero a Aquiles, o éste a aquél?

 

Porque querer dar a entender a nadie que Amadís no fue en el mundo, ni todos los otros caballeros aventureros de que están colmadas las historias, será querer persuadir que el sol no alumbra ni el hielo enfría, ni la tierra sustenta: porque, ¿qué ingenio puede haber en el mundo que pueda persuadir a otro que no fue verdad lo de la Infanta Floripes y Güi de Borgoña, y lo de Fierabrás con la puente de Mantible, que sucedió en el tiempo de Carlomagno? que voto a tal que es tanta verdad como es ahora de día; y si es mentira, también lo debe de ser que no hubo Héctor, ni Aquiles, ni la guerra de Troya, ni los Doces Pares de Francia, ni el rey Artús de Inglaterra… (Parte I, cap. XLIX)

 

Tenía razón en esto Don Quijote, y los que motejándole de loco de remate le apedrean al verle enjaulado, pecan de quijotismo más de siete veces al día; porque, ¿quién de esos censores no aplica a cada paso la máxima oculta del quijotismo: es hermoso, luego es verdad?[4]

Personajes novelescos hay que no pasan de homúnculos, por brotar de la fantasía virgen de su autor; pero otros son hijos de verdadera generación sexuada, de una fantasía fecundada y hecha madre por el alma de un pueblo. El héroe leyendario y novelesco, son, como el histórico, individualización del alma de un pueblo, y como quiera que obran, existen. Del alma castellana brotó Don Quijote, vivo como ella.

Sumergiéndose con recogido espíritu en el alma quijotesca, es como mejor el pintor llegará a la visión del sublime hidalgo, sacando en buena Filosofía, de la condición de aquélla, las facciones, el color y la estatura del cuerpo en que se encarnó.

Mas también vio Cide Hamete, por su parte, a su héroe, en tejido visible, con facciones, color y estatura, y lo vio con visión prodigiosa, que es lo que da singular importancia a los pasajes que van a la cabeza de este ensayo. Porque sucede a las veces que un revelador de un héroe no ve bien la figura de éste, por falta tal vez de genialidad visiva. Así, Shakespeare, en la escena II del acto V del Hamlet, cuando luchan éste y Laertes, hace decir a la reina que está aquél gordo y es escaso de aliento, ofreciéndole el pañuelo para que se enjugue la frente:

 

He’s fat, and scant of breath here,

Hamlet, take napkin, rub thy brows.

 

¿Y quién se representa ni pinta a Hamlet gordo?[5] ¿Qué más? ¿Quién reconocería a Sancho si se le pintase con largas zancas? Y sin embargo, cuenta Cervantes que entre las pinturas que adornaban el manuscrito de Cide Hamete Benengeli retrataba una la batalla de Don Quijote con el vizcaíno, y a los pies de Panza decía: Sancho Zancas, porque

 

… debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas, y por esto se le debió de poner nombre de Panza y de Zancas, que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces la historia (Parte I, cap. IX).

 

Mas Cide Hamete debió de ver bien a Don Quijote, por una parte, y por otra debió de ser la figura de éste no borrosa ni ambigua, sino la única posible para su alma, porque tan compenetrado estaba con su espíritu su semblante, que no fuera menester, si hoy resurgiera a vida, que ningún don Antonio Moreno le pusiera rótulo a las espaldas.

Todos, al ver ciertos rostros, decimos: ¡Cómo se parece a Don Quijote! Y por apodo llevan este nombre no pocos, tan sólo por su continente corporal, no por su contenido espiritual.

La figura de Don Quijote debió de ser de las que una vez vistas no se despintan jamás, y su biógrafo la vio con toda realidad.

Lo que más impresionó a Cide Hamete en la figura de Don Quijote fue su tristeza, revelación y signo, sin duda, de la honda tristeza de su alma seria, abismáticamente seria, triste y escueta como los pelados páramos manchegos, también de tristísima y augusta solemnidad, tristeza reposada y de severo

 

 

Lo que más impresionó a Cide Hamete en la figura de Don Quijote fue su tristeza, revelación y signo, sin duda, de la honda tristeza de su alma seria, abismáticamente seria, triste y escueta como los pelados páramos manchegos, también de tristísima y augusta solemnidad, tristeza reposada y de severo continente. Sancho le bautizó con el nombre de «Caballero de la Triste Figura» (pasaje II). Roque Guinart le halló «con la más triste y melancólica figura que pudiera formar la tristeza» (pasaje XVI), y cuantos con él topaban admirábanse y se espantaban de lo triste de su extraña catadura, bien así como vislumbrando a su través aquel espíritu inmenso empeñado en moldear a sí el mundo. Aquel Cristo castellano fue triste hasta su muerte hermosísima.

Los rasgos mismos de su fisonomía son melancólicos; caídos los bigotes, la nariz aguileña, seco y avellanado el rostro.

Mas no era la suya tristeza quejumbrona y plañidera, de las de rostro pálido y melenas en ordenado desorden, tristeza, tísica de egoísmo sentimental, sino que era tristeza de luchador resignado a su suerte, de los que buscan quebrar el azote del Señor besándole la mano; era una seriedad levantada sobre lo alegre y lo triste, que en ella se confunden, no infantil optimismo ni pesimismo senil, sino tristeza henchida de robusta resignación y simplicidad de vida.

 

Tristísimo era el aspecto del Caballero de la Triste Figura, hasta tal punto que Sancho llamó a ésta mala (pasaje II), y que la desenvuelta doncella Altisidora, al desahogar su despecho tratándole de malandrín mostrenco, quería no ver delante de sus ojos, «no ya su triste figura, sino su fea y abominable catadura» (cap. LXX de la segunda parte). Lo cual nos lleva como de la mano a preguntar: ¿era el Caballero de la Triste Figura feo?

… No puedo pensar —le decía Sancho— qué es lo que vio esta doncella en vuestra merced, que así le rindiese y avasallase. ¿Qué gala, qué brío, qué donaire, qué rostro, qué cada cosa por sí destas o todas juntas le enamoraron? Que en verdad, en verdad, que muchas veces me paro a mirar a vuestra merced desde la punta del pie hasta el último cabello de la cabeza, y que veo más cosas para espantar que para enamorar: y habiendo yo también oído decir que la hermosura es la primera y principal parte que enamora, no teniendo vuesa merced ninguna, no sé yo de qué se enamoró la pobre.

Advierte, Sancho —respondió Don Quijote—, que hay dos maneras de hermosura, una del alma y otra del cuerpo: la del alma campea y se muestra en el entendimiento, en la honestidad, en el buen pro ceder, en la liberalidad y en la buena crianza, y todas estas partes caben y pueden estar en un hombre feo; y cuando se pone la mira en esta hermosura, y no en la del cuerpo, suele nacer el amor con ímpetu y con ventajas. Yo, Sancho, bien veo que no soy hermoso, pero también conozco que no soy disforme; y bástale a un hombre de bien no ser un monstruo para ser bien querido, como tenga las dotes del alma que te he dicho. (Parte II, capítulo LVIII).

 

A ser Don Quijote más escudriñador de reconditeces, habría aducido aquello de que la belleza es el resplandor de la bondad, y habría podido alegar en su abono mucho más, algo de lo que late bajo el aforismo femenino de que «el hombre y el oso, cuanto más feo, más hermoso».

Todo el mundo distingue entre una belleza de corrección y otra de expresión; todo el mundo habla de la insulsez de caras hermosas, y de la gracia de rostros feos. Y sucede que en el gusto de todos lucha un concepto tradicional de la belleza humana con otro que está en vías de formación. Porque siendo lo bello expresión inmediata y flor de la bondad, varía con ésta. Hay una belleza humana tradicional, más o menos atlética, expresiva de la bondad del animal humano, del bárbaro luchador por la vida, del apenas disfrazado salvaje, belleza de equilibrio muscular; y va por otra parte formándose el concepto de otra belleza humana, reveladora de la bondad del hombre racional y social, resplandor de la inteligencia. Un spenceriano diría que así como las sociedades militantes, basadas en la concurrencia y la ley, produjeron su tipo de belleza humana, lo habrán de producir las sociedades industriales, basadas en la cooperación y la justicia.

Toda la historia humana no es otra cosa que una larga y triste lucha de adaptación entre la Humanidad y la Naturaleza, como la historia de cada hombre se reduce a las vicisitudes del combate que en su cuerpo, sanguinoso campo de batalla, riñen su espíritu y el mundo que le rodea; y a medida que el espíritu, penetrando en el mundo, lo penetre en sí, y van acordándose y organizándose uno en otro, va el cuerpo haciéndose cada vez más trasparente vestidura carnal y letra del espíritu. Llegará tal vez día en que el cuerpo más hermoso sea el del alma más hermosa.

La fisiognomía es la ciencia única, base de las demás, pues sólo conocemos la fisonomía de las cosas —enseñaba Lavater—. Es no, tal vez será, pues como quiera que es el hombre tejido de contradicciones y parto de la lucha, su fisonomía, sólo en parte ¡cuán mínima a menudo! le pertenece, y no es dable conocer por su cara su alma. Hay semblantes hipócritas, ¡y qué tremendas tragedias, verdaderamente esquilianas, las que engendra el engaño de las caras que mienten!

Como aún no es el cuerpo trasparente vestido del alma, no ha acabado de formarse la futura belleza humana, y sigue dominando la del bípedo implume.

Mas hay que creer con fe artística, como en dogma estético, que todo carácter profundo e íntimo, asentado en sus cimientos, puro, viva en adecuación perfecta con la túnica carnal que le revista, ajustándola a sus contornos.

Un rasgo fisonómico es un gesto petrificado y trasmitido tal vez por herencia; el dolor persistente deja huella, la virtud embellece y el vicio afea. En España decimos que la cara es el espejo del alma, que genio y figura hasta la sepultura y que el hábito no hace al monje.

A medida que se hace el hombre más armónico, más perfecto, esto es, más acabado; a medida que va adecuándose más y mejor al ámbito en que vive y más íntimamente comulga en él, más espejo es del alma la cara. Porque reflejando ésta el resultado secular de la acción y reacción mutuas entre el sujeto y el ambiente, siendo sus rasgos ya heredados de diferentes y aun contrapuestos antepasados, ya adquiridos, se plegará la cara al alma, y será su expresión verdadera cuando se plieguen uno a otro y concuerden en uno el sujeto y el ámbito que le recibe.

El hombre que se parezca más y menos a sí mismo —decía Lavater—, aquel cuyo carácter sea más simple y más variado a la vez, más constante y más desigual, aquel que a pesar de su viveza y gran actividad esté siempre concorde consigo mismo, cuyos rasgos más móviles no pierdan jamás el carácter de firmeza que distingue a su conjunto, tal hombre sea sagrado para vosotros.

En un carácter como el de Don Quijote, tan puro, tan de una pieza, tan definido frente al ámbito en que vivía, hay que admitir como axioma estético que la cara fuese limpísimo espejo de su alma hermosa. Y esta hermosura de su alma es la que debe penetrar el pintor que quiera retratar cara que le espejaba.

Mas no es sólo el cuerpo la letra del espíritu en el hombre social, en el hombre vestido; lo es también la indumentaria.

«¡El desnudo es el arte!», exclaman muchos.

Sí, el arte de representar el bípedo implume, no al homo politicus, al hombre social o vestido.[6] El desnudo de la estatuaria griega refleja en parte el alma helénica; pero la moderna, la que va surgiendo lenta y trabajosamente entre dolores y agonías, se expresa mejor con la riquísima complejidad de las plegaduras del traje, que es el ambiente adaptado a sí por el sujeto.

El traje no es el uniforme del snobismo y de la elegancia del día, no es el saco de corte irreprochable; lo vivo de él es la rodillera, el pliegue. Es difícil se comprenda lo profundo de él mientras se cierren puertas a quien no lleve sombrero de copa alta, estigma de esclavitud, símbolo y resto triunfante de todas las deformidades que imprimen ciertos salvajes a la cabeza.

Enseña Ruskin, en sus Mañanas florentinas, que el cuidado en la pleguería y la minucia en su expresión, son signos de idealismo y misticismo, citando los pliegues de las canéforas del Partenón y las sobrepellices de nuestros sacerdotes; mientras el amplio ropaje, por grandes masas, el del Tiziano, verbi gracia, revela artistas menos preocupados del alma que del cuerpo. Se ha dicho que al pasar los pueblos del paganismo al cristianismo, vistieron imágenes de diosas desnudas, haciendo de ellas vírgenes. Las vistieron, he aquí todo, y este todo es mucho más de lo que creen los que citan con malicia el hecho.

Aquí vendrían a cuento los pasajes de El Ingenioso Hidalgo en que se hace referencia al traje de Don Quijote; mas dejemos que los recorra y estudie el pintor que intente retratarle. Y con el traje el ámbito todo en que vivió. Por este camino iríamos demasiado lejos.

En resolución, hay que pintar a Don Quijote con la fuerza de su verdad y en buena filosofía quijotesca, con fe, creyendo en su inconcusa existencia real, heroica y efectiva, descubriendo por su alma su vestidura carnal, y ayudándose de los datos que nos proporciona su biógrafo Cide Hamete, varón de prodigiosa facultad visiva.

Sería curiosa tarea la de ir analizando cómo se le ha pintado y se le pinta en los diversos tiempos y países, estudio que formaría parte de una indagación acerca de las trasformaciones del quijotismo. Porque hay un tipo diverso de Don Quijote para los diversos pueblos que más o menos le han comprendido. Hay el francés, apuesto, de retorcidas y tiesas guías de bigote, no caído éste, sin mucho asomo de tristeza, más parecido al aragonés de Avellaneda que al castellano de Cervantes;[7] hay el inglés que se acerca mucho más al español, y al verdadero por lo tanto. Los más verdaderos son los españoles, como es natural,[8] y si se cojieran todos ellos y se fundiesen en uno, como se hace con las fotografías compuestas, de manera tal que los rasgos comunes se reforzaran dejando en penumbra a los diferenciales, neutralizados unos con otros, obtendríase un arquetipo empírico, como tal nebuloso y gráficamente abstracto, de donde poder sacar el pintor la verdadera figura de Don Quijote. Tal arquetipo es la imagen que han sentido confusamente en su retina mental nuestros pintores y dibujantes, y aun los que no lo son; la que hace exclamar: ¡cómo se parece ese a Don Quijote! A tal arquetipo, confusamente vislumbrado, daría un pintor de genio expresión individual y viva, pintándole con la nimia escrupulosidad con que ciertos pintores ingleses pintan ángeles y seres ideales, con aquella encarnizada minucia con que Hunt perseguía sus modelos, con la vigorosa realidad castellana que dio Velázquez[9] a los héroes mitológicos. Hay que pintarlo con fe, sobre todo, con la fe que da un quijotesco idealismo, fuen te de toda obra verdaderamente real, el idealismo que acaba por arrastrar tras de sí, mal que les pese, a los Sanchos todos; hay que pintarlo con la fe que crea lo que no vemos, creyendo firmemente que Don Quijote existe y vive y obra, como creían en la vida de los santos y ángeles que pintaban aquellos maravillosos primitivos.

Mas ni aun la letra suele respetarse. Cuando más se tiene en cuenta el pasaje VI, y a las veces ni aun éste, pues es corriente pintarlo inspirándose en otras pinturas, de segunda o tercera o enésima mano, como se hacen las caricaturas de nuestros hombres públicos.[10] Así vemos que de ordinario le representan sin barbas, a pesar de los pasajes VIII, XI y XIII, que he aducido al propósito de demostrar que las tenía, y sin atender a que no cuenta Cide Hamete que se las afeitara siendo natural le crecieran.[11]

Para rellenar un poco más este ensayo no vendría mal un estudio analítico de la fisonomía de Don Quijote, tal cual aparece en el texto cidehametesco.

Se vería, entre otras curiosidades, cómo Don Quijote concuerda con Lavater en cuanto al significado de la mano, y cómo este tierno y candoroso fisonomista halló que las narices quijotescas revelan naturalezas impetuosas y aferradas a sus ideas. Mas espero que el más descontentadizo documentista quede satisfecho de mi diligencia y de la escrupulosidad de mis investigaciones hechológicas, sin tal análisis de añadidura. No es menester menos cuando se trata de sugerir verdad tan verdadera, pero al parecer tan desatinada y absurda, como la de la existencia real y efectiva, real por ser ideal, efectiva por operativa, del Caballero de la Triste Figura, ni es menester menos cuando se cree que, a pesar de la hechología toda, no hay hecho insignificante, sino que todos son misteriosos y milagrosos.

Aún queda una última cuestión, la de mayor oportunidad, y es ésta: el pintar a Don Quijote quijotescamente, en buena filosofía, como símbolo vivo de lo superior del alma castellana, ¿es empresa de pintor español actual?

Dejo este problema al lector.

 

1.° de noviembre de 1896.

 

 

[1] En él queda la fórmula analítica del criminal, y con ella se le reconstruye en un momento dado. Sería una lástima que el entusiasmo por la antropometría nos llevara a desdeñar aquellos datos inmensurables, indefinidos, no reductibles a muertas fórmulas analíticas, pero llenos de vigorosa realidad, como son: v. gr., el aire y la producción de una persona, datos que hace poco se pedía en impresos oficiales dieran acerca de los mozos que habían de entrar en quinta, sus padres o interesados.

[2] Opongo los hechos al hecho, porque son muchas las cosas que en cuanto se pluralizan cambian de naturaleza: así sucede al trabajo con los trabajos

[3] El lector desmemoriado recordará que don Álvaro Tarfe fue aquel caballero que declaró en un mesón ante el alcalde de un pueblo y el escribano cómo don Quijote de la Mancha, el que tenía presente, no era el que andaba impreso en el libro de Avellaneda (Véase Parte II, cap. LXII).

[4] Apenas hay Sancho Panza, de esos que están, aunque a medias, en el secreto de la locura de su amo, que no infiera quijotescamente de lo que se le antoja funestas consecuencias de una doctrina, la falsedad de ésta, presuponiendo que sólo lo no funesto es verdadero.

[5] Cierto es que la buena filosofía no era para Shakespeare la de Don Quijote, pues en Macbeth hace decir al Rey que no hay modo de descubrir la condición del espíritu por el rostro:

There’s no art

to find the mind’s construction in the face.

(Macbeth, act. I, escena IV).

[6] El desnudo es excelente para estudiar el dibujo, lo cual no significa que sea más artístico. Y téngase en cuenta que hay un desnudo literario útil para estudiar, el que en los llamados estudios, nos lo dan como lo más propio del arte.

[7] Iconografía de Don Quijote. Reproducción heliográfica y foto–tipográfica de 101 láminas elegidas entre las 60 ediciones, diversamente ilustradas, que se han publicado durante 257 años, etc., por el coronel don Francisco López Fabra.— Barcelona, 1870.

Véase en esta obra las ilustraciones de ediciones francesas. En las traducciones francesas de 1836–37, 1862 (París), por Luis Viardot, tiene los bigotes archirretorcidos; parece un brave gaulois en las de Bertell y de De Moraine a las ediciones francesas respectivas de 1868 y 1844 (París), y se le tomaría por Roldán en las de C. Stael a la castellana hecha en París en 1864. Hay alguna en que aparece con látigo (traducción fr., París, 1622), con pluma en otras (1799 y 1825, por Lefebure), y con botas de gran vuelo (por H. Bouchon, traducción fr., París, 1821–22). En la ilustrada por Telory (trad. francesa, París, 1863), parece un Mefistófeles. De las de Gustavo Doré no hay que hablar: su genio pictórico era el menos a propósito para ilustrar el Quijote.

Son Quijotes enteramente franceses el de la traducción danesa de Copenhague, 1865–69, ilustrada por W. Marstrand, en que aparece con guantes, y el de la holandesa de La Haya, 1746, con pluma, ilustrada por C. Coypel, y en que parece un personaje de Wateau

[8] Véase en la Iconografía citada las ilustraciones de Urrabieta a la edición de Madrid en 1847, las de don Luis de Madrazo a la de Barcelona de 1859–62, las de Zarza a la de Barcelona de 1863. Las de don L. Ferrant a la de Barcelona 1859–62 son más afrancesadas.

En las citadas ilustraciones que don Luis de Madrazo hizo para la 48 edición española (Barcelona, 1859–62), y sobre todo en la que representa al Ingenioso Hidalgo recibiendo a la gran princesa Micomicona, presenta Don Quijote gran parecido con San Ignacio de Loyola, tal cual se nos muestra éste en el retrato que de él hizo Sánchez Coello, parecido en que me he fijado más de una vez. Cuando empezó a correr sus aventuras Don Quijote, frisando en los cincuenta años, y poco antes de darse a luz la historia de sus hazañas, hacía cuarenta y tantos años, que había muerto el Caballero de la Milicia de Cristo. Guiado por ese parecido he pensado mil veces en el quijotismo de Íñigo de Loyola releyendo uno de los primeros capítulos de la vida que de él trazó el padre Rivadeneyra. Y hoy ¡cuán anacrónico e incongruente resultaría al común sentir, hablar del quijotismo jesuítico o jesuitismo quijotesco! Por lo demás, los rostros quijotescos abundan en nuestra pintura tanto como las almas en nuestra literatura.

[9] Notable y profunda es la hermandad de genio entre Velázquez y Cervantes. Uno y otro pintaron caballeros hermanos (compárese Don Quijote y el marqués de Spínola), uno y otro pícaros, monstruos y maleantes: el bobo de Coria, Esopo, Menipo, las Meninas, etc.; Sancho, Maritornes, Rinconete y Cortadillo, etc. Para pintar a Don Quijote hay que estudiar tanto como a Cervantes, a Velázquez.

[10] Se hacen caricaturas de caricaturas de ellos, hasta que de tal modo se borra el modelo, que no queda parecido alguno; se forma el tipo tradicional y nadie vuelve a estudiarlo del natural. Y en lo moral pasa lo mismo: el mito ahoga al personaje mortal, y aun obra sobre este mismo compeliéndole a hacer esto o lo otro.

[11] A tal punto llega la incuria en desatender la letra, que en los grabados con que don J. Rivelles ilustró la edición de la Academia de 1819, donde dice el texto que Sancho y Cardenio se asieron de las barbas (Parte I, cap. XXIV, línea 11 de la página 285 del tomo I) pinta a uno y otro sin ellas. Error gravísimo y tanto más funesto al arte cuanto más extendido está, es el de pintar sin barbas a Sancho. Prueba evidente del error es que su amo le encargaba se las rapara por tenerlas «espesas, aborrascadas y mal puestas», advirtiéndole que si no se rapaba a navaja cada dos días por lo menos, a tiro de escopeta se le echaría de ver lo que era (Parte I, cap. XXI), y recias debían de ser cuando a los tres días de haber salido de la aldea, que, en buena filosofía, es de suponer saliese afeitado al encontrarse con las labradoras del Toboso y porfiar que era Dulcinea, dijo: «Vive el Señor que me pele estas barbas si tal fuere verdad» (Parte II, cap. X). Que no obedeció a su amo en lo de raparse cada dos días lo prueban los varios pasajes que podría señalar uno por uno a los curiosos documentistas aficionados a la hechología.

 

 

 

 

 

Miguel de Unamuno (Bilbao, España, 1864-1936). Catedrático, filósofo y escritor, combatió la dictadura de Primo de Rivera, lo que motivó su deportación a Fuerteventura y su huída a Francia. Como todos los miembros de la generación del 98, la preocupación por España dominó gran parte de su producción literaria, que con los años, se alejó del racionalismo, por influencia de Schopenhauer y Kierkegaard, para acercarse al existencialismo. Sus obras aunaron pensamiento, filosofía, literatura y poesía a un tiempo, con el único fin de convertirse en una efusión de su atormentado interior.