Vladimir Nabokov: Playboy, la entrevista por Alvin Toffler (segunda parte). Traducción Juan Manuel Esquivel

 

 

 

 

La Revista Literaria Taller Igitur presenta la segunda de dos partes de esta entrevista en traducción del poeta mexicano Juan Manuel Esquivel (Ciudad de México, 1980). Nuestro lector encontrará en el siguiente enlace la primera parte de la entrevista, así podrá leerla completamente.

 

 

 

 

Vladimir Nabokov: Playboy, la entrevista por Alvin Toffler (Primera parte). Traducción: Juan Manuel Esquivel

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Realizada por el futurólogo Alvin Toffler, esta entrevista, probablemente una de las mejores que le hayan hecho al escritor de origen ruso, fue publicada en enero de 1964 en Playboy y ahora es parte del libro The Playboy Interview: Men of letters el cual incluye conversaciones con otros escritores: Allen Ginsberg, Kurt Vonnegut, Tennesse Williams, etc. La famosa revista del conejo, a despecho de no pocos moralistas, también es un referente en la promoción de la cultura y las ideas.

 

 

 

 

 

 

Plaboy-Nabokov, la entrevista

 

Por: Alvin Toffler

Traducción: Juan Manuel Esquivel

 

 

 

 

Play Boy (PB): En términos de arte moderno, la crítica está dividida respecto a la sinceridad o falsedad, la complejidad o simplicidad de la pintura abstracta contemporánea. ¿Cuál es su opinión?

 

Vladimir Nabokov (VN): Yo no veo ninguna diferencia esencial entre el arte abstracto y el primario. Ambos son «simples y sinceros». Naturalmente, no deberíamos generalizar en estos temas: es el artista individual lo que cuenta. Sin embargo, si aceptamos por un momento la noción general de «arte moderno», entonces debemos admitir que el problema con éste es ser demasiado ordinario, imitativo y academicista. Los difuminados y las manchas han remplazado meramente la belleza masiva de hace cien años: imágenes de muchachas italianas, limosneros guapos, ruinas románticas y cosas por el estilo. No obstante, al igual que entre esos oleos trillados puede surgir el trabajo de un verdadero artista con un juego más rico de luces y sombras, con alguna línea original de violencia o sensibilidad, así también entre la presunción del arte primario y abstracto uno puede encontrarse un chispazo de gran talento. En las pinturas y los libros sólo me interesa el talento. No las ideas generales, sino la contribución individual.

 

 

PB: ¿Una contribución a la sociedad?

 

VN: Una obra de arte no tiene importancia alguna para la sociedad. Solo es valiosa en lo individual y solamente el lector individual me interesa. Me importa un carajo el grupo, la comunidad, las masas. Aunque no creo en aquello de «el arte por el arte» —pues lamentablemente algunos de sus promotores, por ejemplo, Oscar Wilde y varios poetas exquisitos, eran en realidad moralistas de rango y didácticos—, es incuestionable que un trabajo de ficción se salva de los gusanos y el óxido no por su trascendencia social, sino por su arte, solamente su arte.

 

 

PB: ¿Espera que su obra sobreviva a los gusanos y al óxido?

 

VN: Bueno, en cuestión de éxito, desde luego no tengo un plan a 35 años, pero sí tengo buenos indicios acerca de mi vida literaria futura. He sentido la brisa de ciertas promesas. Sin duda habrá subidas y bajadas, periodos largos de declive. Con la connivencia del diablo, abro un periódico del año 2063 y en algún artículo de la sección cultural leo: «Hoy en día ya no se lee a Nabokov o Fulmerford». Una pregunta atroz: ¿quién es ese infortunado Fulmerford?

 

 

PB: Mientras estamos en el tema de la autoevaluación, ¿cuál considera que es su principal falla como escritor, aparte de ser olvidable?

 

VN: La falta de espontaneidad; el fastidio de los pensamientos paralelos, segundos pensamientos, terceros pensamientos; la incapacidad de expresarme propiamente en cualquier lenguaje a menos que componga cada maldita oración en mi baño, en mi mente, en mi escritorio.

 

 

PB: Lo está haciendo bastante bien en este momento, si podemos decirlo.

 

VN: Es un espejismo.

 

 

PB: Su respuesta podría tomarse como la confirmación a comentarios de la crítica que se refieren a usted como un «farsante incorregible», un «mistificador» y un «provocateur literario». ¿Cómo se ve a sí mismo?

 

VN: Creo que el hecho que más me gusta de mí mismo es nunca haberme desalentado por la sentina o la bilis de un crítico y que nunca en mi vida he solicitado o agradecido una reseña. La segunda cosa sería, ¿o debo detenerme sólo en una?

 

 

PB: No, por favor continúe.

 

VN: El hecho de que desde mi juventud —tenía diecinueve cuando dejé Rusia— mi perspectiva política ha permanecido tan sombría e invariable como una piedra vieja y gris. Es tradicional al punto de lo trillado. Libertad de palabra, libertad de pensamiento, libertad de arte. La estructura social o económica del estado ideal me interesa poco. Mis deseos son modestos. Los retratos de los jefes de estado no deberían exceder el tamaño de un timbre postal. No tortura y no ejecuciones. No música, salvo a través de audífonos o tocada en salas de conciertos.

 

 

PB: ¿Por qué música no?

 

VN: No tengo oído para la música es un defecto del que reniego amargamente. Cuando acudo a un concierto —cosa que ocurre una vez cada cinco años— me esfuerzo valientemente en seguir la secuencia y relación de los sonidos, pero no lo puedo lograr más que por unos minutos. Impresiones visuales, reflejos de manos sobre madera laqueada, una calva diligente sobre un violín, toman el control y pronto empiezo a morir de aburrimiento con los movimientos de los músicos. Mi conocimiento de música es muy escaso y tengo una razón especial para encontrar mi ignorancia e incapacidad muy tristes, muy injustas: hay un cantante maravilloso en mi familia, mi propio hijo. Sus grandes dones, la rara belleza de sus graves y la promesa de una espléndida carrera. Todo esto me afecta profundamente y me siento tonto durante una conversación técnica entre músicos. Soy perfectamente consciente de los muchos paralelos entre las formas artísticas de la música y las de la literatura, especialmente en cuestiones de estructura, pero ¿qué puedo hacer si el oído y el cerebro se rehúsan a cooperar? Sin embargo, he encontrado en el ajedrez a un sustituto peculiar para la música, más exactamente, en la «composición» de problemas de ajedrez.

 

 

PB: Otros sustitutos, sin duda, han sido su prosa eufónica y la poesía. Usted es uno de los pocos autores que ha escrito con soltura en más de una lengua, ¿cómo caracterizaría las diferencias texturales entre el ruso y el inglés, pues en ambos se le considera elocuente?

 

VN: En la gran cantidad de palabras, el inglés es más rico que el ruso por mucho. Esto es notorio especialmente en los sustantivos y adjetivos. Un aspecto muy molesto que presenta el ruso es la escasez, la vaguedad y la torpeza de los términos técnicos. Por ejemplo, una frase simple como «estacionar un auto», traducida de nuevo al ruso, se leería: «dejar un automóvil detenido por un largo tiempo». El ruso, al menos el ruso afable, es más formal que el inglés afable. Así, la palabra rusa para «sexual» —polovoy— es un tanto indecente y no debe andar por los alrededores. Lo mismo sucede con los términos rusos empleados para representar distintas nociones biológicas y anatómicas que frecuente y familiarmente son expresadas en una conversación en inglés. Por otra parte, existen palabras que representan ciertos matices de movimiento, gestualidad y emoción en las que el ruso destaca. En consecuencia, cambiando la cabeza de un verbo, para lo cual podemos elegir entre una docena de distintos prefijos, uno es capaz de lograr que el ruso exprese tonos extremadamente finos de duración e intensidad. El inglés, sintácticamente, es un medio sumamente flexible, pero el ruso nos permite giros y vueltas aún más sutiles. Traducir del ruso al inglés es un poco más fácil que a la inversa, y diez veces más sencillo que del inglés al francés.

 

 

PB: Ha dicho que nunca volverá a escribir una novela en ruso, ¿por qué?

 

VN: Durante la gran, y no cantada aún, era de expatriación intelectual rusa —entre 1920 y 1940— los libros escritos en ruso por los émigré y publicados por editoriales émigré fueron comprados y prestados con mucho entusiasmo por lectores émigré, pero absolutamente prohibidos en la Rusia Soviética (como lo continúan estando, salvo el caso de unos pocos autores ya muertos como Kuprin y Bunin, cuyos trabajos duramente censurados se han vuelto a publicar recientemente) sin importar el tema de la historia o poema. Una novela émigré publicada, digamos, en París y vendida por toda la Europa libre, podía tener en esos años, un total de ventas de 1000 o 2000 copias, eso podría ser un best seller. Sin embargo, cada copia podía pasar de una mano a otra y ser leída por al menos otras veinte personas, y hasta cincuenta si eran incorporadas a una biblioteca rusa con préstamo, de las cuales había cientos tan sólo en la Europa del Este. Podría decirse que la era de la expatriación terminó con la Segunda Guerra Mundial. Los escritores viejos murieron, los editores rusos también desaparecieron, y lo peor de todo, la atmósfera general de exilio cultural, con su esplendor, su vigor, su pureza y su fuerza reverberante se redujo a migajas de publicaciones periódicas en lengua rusa, anémicas en talento y provincianas en tono. Ahora, para hablar de mi propio caso, no fue el aspecto financiero lo que realmente importaba, mis escritos rusos jamás me han generado más de unos cientos de dólares al año. Estoy en favor de la torre de marfil y por escribir para complacer a un sólo lector: uno mismo. Aunque también se necesita un poco de eco, cuando no una respuesta, y la moderada multiplicación de uno mismo en todo el país o varios; si no hay nada más que vacío alrededor del escritorio al menos habría que esperar que éste fuera sonoro, no uno circunscrito por paredes acolchadas. Con el paso de los años crecí menos interesado en Rusia y cada vez y más indiferente al pensamiento, otrora desgarrador, de que mis libros permanecerían censurados allí mientras mi desprecio por el estado policial y la política opresora me impidieran albergar la más mínima idea de regresar. No, no escribiré otra novela en ruso, aunque me permito algunos poemas cortos de vez en cuando. Escribí mi última novela rusa hace un cuarto de siglo. No obstante, hoy en día, en compensación, en un espíritu de justicia hacia mi pequeña musa «americana», estoy haciendo algo más; pero quizás no debería hablar en un punto tan temprano.

 

 

PB: Por favor hágalo.

 

VN: Bueno, se me ocurrió un día, mientras les daba un vistazo a las espinas multicolores de traducciones de Lolita, en lenguajes que yo no leo, como el japonés, el finés o el árabe que la lista de errores inaceptables en estas 15 o 20 versiones podrían conformar, si se unieran, un volumen mayor que cualquiera de ellas. Había revisado la traducción francesa, la cual era básicamente muy buena, pero se habría erizado de errores insoslayables si no la hubiera corregido; sin embargo, ¿qué puedo hacer con el portugués, el hebreo o el danés? Entonces, imaginé algo más. Imaginé que en algún futuro distante alguien podría engendrar una versión rusa de Lolita. Coloqué mi telescopio interior sobre ese punto particular del futuro distante y observé que cada párrafo podría prestarse para una horrenda traducción llena de trampas. En manos de un escribiente servil, la versión rusa de Lolita sería arruinada y degradada completamente con paráfrasis vulgares o pifias. Así que decidí traducirla yo mismo, hasta ahora tengo 60 páginas listas.

 

 

PB: ¿Actualmente está trabajando en algún proyecto nuevo?

 

VN: Buena pregunta, como dicen en la pantalla chica. Justo acabo de corregir las últimas pruebas de mi traducción de Eugene Onegin de Pushkin, cuatro pequeños volúmenes gordos que aparecerán este año en Bollegin Series. La actual traducción del poema ocupa una pequeña sección del primer volumen; el resto de este volumen y los otros tres contienen notas copiosas sobre el mismo. Este opus debe su nacimiento a la anotación casual que hiciera mi esposa en 1950, en respuesta a mi disgusto con la traducción en verso de Eugene Onegin, la cual revisé verso por verso para mis estudiantes: «¿Por qué no la traduces tú mismo?». Este es el resultado. Fueron diez años de trabajo. Sólo el índice se compone de cinco mil fichas guardadas en tres cajas grandes de zapatos, son las que ve ahí, en ese estante. Mi traducción, desde luego, es literal, un establo, un poni. Y en lealtad a la transposición he sacrificado todo: elegancia, eufonía, claridad, buen gusto, tratamiento moderno, incluso gramática.

 

 

PB: En vista de estas imperfecciones admitidas, ¿considerará leer las críticas hacia el libro?

 

VN: Honestamente, no leo críticas acerca de mis libros con ninguna expectativa o atención, a menos que sean obras maestras del ingenio y la perspicacia, cosa que sucede de vez en cuando. Y nunca las releo, aunque mi esposa las colecciona, pero tal vez usaré un salpicado de los artículos más divertidos sobre Lolita para escribir algún día una breve historia sobre las tribulaciones de la nínfula. Como sea, recuerdo vívidamente ciertos ataques de algunos críticos émigré que escribieron sobre mis primeras novelas hace treinta años; no es que fuera más vulnerable entonces, pero mi memoria era más retentiva y resuelta, y también hacía crítica. En los años veinte me despedazo un tal Mochulski, quien nunca tragó mi indiferencia absoluta por el misticismo organizado, la religión o la iglesia, cualquier iglesia. Hubo otros críticos quienes no me perdonaban mantenerme distante de los movimientos «literarios», no aceptar la agnoisse que ellos querían que los poetas sintieran, y por no pertenecer a ninguno de esos grupos de poetas que sostenían sesiones de «inspiración común» en los salones traseros de los cafés parisinos. También hubo el simpático caso de Georgy Ivanov, buen poeta, pero un crítico injurioso. Nunca lo conocí a él ni a su esposa literaria, Irina Odoestev. Sin embargo, cierto día, a finales de los años veinte o principios de los años treinta, en una época en la que reseñaba libros para un periódico émigré en Berlín, ella me envió, desde Paris, una copia de su novela con una inscripción astuta: «Gracias por rey, reina, jaque», la cual podía interpretar libremente como: «gracias por escribir ese libro»; pero que también la podía proveer de la siguiente excusa: «gracias por enviarme su libro», aunque nunca le haya enviado nada. Su novela demostró ser penosamente trivial y lo señalé en una reseña breve y desagradable. Ivanov tomó represalias mediante un amplio artículo personal acerca de mí y mi obra. La posibilidad de desfogar o destilar sentimientos amistosos o no a través de la crítica literaria hace de este arte uno muy tendencioso.

 

 

PB: ¿Cuál es su reacción ante los sentimientos encontrados de un crítico que lo acusa de poseer una mente fina y original, pero «no mucha traza de un intelecto generalizante» y que es «el típico artista que descree de las ideas»?

 

VN: Es casi el mismo espíritu solemne con el que ciertos lepidopterólogos descorteces han criticado mi trabajo de clasificación de mariposas, acusándome de estar más interesado en las subespecies y los subgéneros antes que en el género y la familia. Este tipo de actitud es un asunto de temperamento, supongo. Una persona medianamente culta, el filisteo «de arriba» no puede deshacerse del sentimiento furtivo de que un libro, para ser grande, debe lidiar con ideas grandes. ¡Vaya si conozco a esa clase de crítico, la clase funesta! Gusta de una historia aderezada de comentarios sociales; reconocer en ella sus propios pensamientos y angustias; que al menos uno de los personajes sea la marioneta del autor. Si es estadounidense tiene una pizca de sangre marxista; si es británico una conciencia de clase extremadamente ridícula; encuentra más fácil escribir acerca de ideas que de palabras; no logra comprender que tal vez la razón de no encontrar ideas generales en un escritor particular es que las ideas particulares de ese escritor no se han vuelto generales todavía.

 

 

PB: Dostoyevski, quien abordó temas aceptados como universales por la mayoría de los lectores, tanto en sentido y significado, es considerado como uno de los grandes autores de todos los tiempos; aunque usted lo ha descrito como «sensacionalista barato, torpe y vulgar». ¿Por qué?

 

VN: Porque los lectores no rusos no se dan cuenta de dos cosas: que no todos en Rusia aman a Dostoyevski tanto como los estadunidenses; y que la mayoría de esos rusos lo veneran como místico y no como artista. Él fue un profeta, un periodista irrelevante y un comediante espontaneo. Admito que algunas de sus escenas, algunas de sus tremendas líneas farsescas son extraordinariamente divertidas. Sin embargo, los asesinatos sensibleros y las prostitutas conmovedoras no los soporta este lector ni un por momento.

 

 

PB: ¿Es verdad que ha llamado a Hemingway y a Conrad «escritores de libros para niños»?

 

VN: Eso es exactamente lo que son. Hemingway es el mejor de los dos; al menos tiene una voz propia y es responsable de ese cuento exquisito y altamente artístico Los asesinos. Y la descripción del pez en su famosa historia del pescador es magnífica. Sin embargo, no soporto el estilo de tienda de souvenir de Conrad, ni los barcos en botellas o los collares de conchas, clichés románticos. En ninguno de los dos puedo encontrar algo que hubiese querido escribir. En mentalidad y emoción son irremediablemente juveniles, y lo mismo podría decirse de otros escritores venerados, los mimados de la sala de estar, la «consolación y respaldo» de los estudiantes de licenciatura, como… Algunos de ellos todavía viven y no me gusta lastimar viejitos mientras que a los muertos no los han enterrado aún.

 

 

PB: ¿Qué leía cuando niño?

 

VN: Entre los 10 y los 15, en San Petersburgo, debo haber leído más poesía y ficción —rusa, inglesa, francesa— que en cualquier otro periodo de cinco años de mi vida. Disfruté especialmente los trabajos de Wells, Poe, Browning, Keats, Flaubert, Verlaine, Rimbaud, Chéjov, Tolstoi y Alexander Blok. En otro nivel, mis héroes fueron la Pimpinela Escarlata, Philleas Fogg y Sherlock Holmes. En otras palabras, fui un niño trilingüe perfectamente normal en una casa con una gran biblioteca. En un periodo posterior, en Cambridge, Inglaterra, entre los 20 y los 23, mis autores favoritos fueron Housman, Rupert Brooke, Joyce, Proust y Pushkin. De este parnaso, varios —Poe, Verlaine, Verne, Emmuska Orczy, Conan Doyle y Rupert Brooke— han desaparecido, han perdido el brillo y el timbre que tenían para mí. Los otros permanecen intactos y por ahora más allá del cambio en lo que a mí respecta. Nunca tuve contacto en los años veinte o treinta, como sí lo tuvieron muchos de mi coetáneos, con la poesía de Eliot o Pound. Los leí ya tarde, alrededor de 1945, en la recámara de visitas de la casa de un amigo estadounidense, y no sólo permanecí completamente indiferente hacia ellos, sino que era incapaz de entender por qué alguien debería interesarse en sus obras. Supongo que preservan algún valor sentimental para aquellos lectores que los descubrieron a una edad más temprana que la mía cuando yo lo hice.

 

 

PB: Y, ¿cuáles son sus hábitos de lectura hoy en día?

 

VN: Usualmente, leo varios libros a la vez: nuevos, viejos, narrativa, ensayo, poesía, cualquier cosa; cuando en la mesa de noche se apila una docena de volúmenes o más, esta disminuye hasta dos o tres, eso pasa regularmente hacia el fin de semana, entonces acumulo otra pila. Hay algunas variedades de narrativa que nunca toco, como las historias de misterio, las cuales aborrezco, y las novelas históricas. También detesto las llamadas novelas «impactantes», llenas de lugares comunes, obscenidades y ríos de diálogos. A decir verdad, cuando recibo una novela nueva de algún editor esperanzado —porque «espera» que me guste el libro tanto como a él— lo primero que reviso es cuánto diálogo tiene, y si parece muy abundante o sostenido, cierro el libro de un golpe y lo expulso de mi cama.

 

 

PB: ¿Hay autores contemporáneos que usted «disfrute» leer?

 

VN: Tengo unos pocos, por ejemplo, Robbe-Grillet y Borges. ¡Con cuánta libertad y agradecimiento se respira en sus maravillosos laberintos! Amo su lucidez, su pureza y su poesía, el espejo en el espejo.

 

 

PB: Muchos críticos opinan que esta descripción no sería menos apta para describir su propia prosa. ¿Hasta dónde la poesía y la prosa se entremezclan?

 

VN: La poesía, desde luego, incluye toda la escritura creativa; nunca he sido capaz de encontrar ninguna diferencia genérica entre la poesía y la prosa poética. De hecho, estaría inclinado a decir que un buen poema, sin importar su extensión, es un concentrado de buena prosa, con o sin la adición de ritmo y rima recurrentes. La magia de la prosodia puede mejorar lo que llamamos prosa al extraer todo el sabor del significado; pero en la prosa plana también hay ciertos patrones rítmicos, la música del fraseo preciso, el compás del pensamiento representado por peculiaridades recurrentes del idioma y la entonación. Así sucede en las clasificaciones científicas actuales. Hoy en día hay mucho de superposición en nuestros conceptos de poesía y prosa. El puente de bambú entre ellos es la metáfora.

 

 

PB: También ha dicho que la poesía representa «los misterios de lo irracional percibidos a través de palabras racionales». Sin embargo, para muchos lo «irracional» ya no cabe en una época donde el conocimiento científico ha comenzado a sondear los misterios profundos de la existencia. ¿Está de acuerdo?

 

VN: Esta apariencia es muy decepcionante. Es una ilusión periodística. A decir verdad, cuanto más grande es la ciencia, más profundo es el misterio. Más aún: no creo que ninguna ciencia hoy en día haya penetrado en algún misterio. Nosotros, los lectores de periódicos, llamamos «ciencia» al ingenio o habilidad de un electricista o al «abracadabra» de un psiquiatra. Éstos, a lo mucho, son ciencia aplicada y una de las características de la ciencia aplicada es que el neutrón de ayer o la verdad de hoy estarán muertos mañana. Sin embargo, aún en el mejor de los sentidos de «ciencia» —como el estudio de la naturaleza visible y palpable o la poesía de las matemáticas y filosofía puras— la situación permanece, como siempre, sin esperanzas: nunca sabremos el origen de la vida o el significado de esta o la naturaleza del tiempo y el espacio o la naturaleza de la naturaleza o la naturaleza del pensamiento.

 

 

PB: El entendimiento del hombre respecto a estos misterios está vinculado a su concepto de Dios. Una pregunta final: ¿cree en Dios?

 

VN: Siendo bastante cándido —y lo que diré a continuación nunca lo había dicho antes y espero que provoque un saludable escalofrío—, sé más de lo que puedo expresar con palabras y lo poco que puedo expresar no habría sido expresado si no hubiera sabido más.

 

 

 

 

 

 

VLADIMIR NABOKOV (San Petersburgo, 1899- Montreux, Suiza, 1977). Era el hijo mayor de Elena Rukavishnikov y Vladimir Dmitrievich Nabokov, político liberal. En la ciudad alemana trabajó como traductor y comenzó a escribir con el seudónimo de Vladimir Sirin para el periódico Rul’, del que había sido editor su padre, asesinado ese mismo año en un intento de atentado para acabar con la vida del político Miliukov. Su primera novela apareció en el año 1926, “Mashenka” (1926), título continuado por “Rey, Dama, Criado” (1928), “La Defensa De Luzín” (1930) o “Habitación Oscura” (1933), libros que le convirtieron en uno de los principales narradores de su época. En el año 1925 Nabokov se casó con Véra Evsevna Slonim, de la que jamás se separó y con la que tuvo un hijo al que llamaron Dimitri. Cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial, y después de habitar en Francia, Vladimir se trasladó a los Estados Unidos, en donde impartió clases de Literatura Rusa en la Universidad de Wellesley. Con posterioridad lo hizo en la de Cornell.
Entre los ensayos que escribió en esta época destaca uno sobre el escritor ruso Nikolai Gogol que fue publicado en el año 1944. En su estancia americana, que se prolongó hasta el año 1959, adquirió la nacionalidad estadounidense en 1945 y escribió algunos de sus libros más famosos, como “La Verdadera Vida De Sebastian Knight” (1941) o “Lolita” (1955), su obra más conocida. En la última etapa de su existencia residió en Suiza. Vladimir Nabokov, que al margen de un excelente escritor también era un experto lepidóptero, publicó “Pnin” (1957), “Pálido Fuego” (1962) o “Ada o El Ardor” (1969), libros en los que sobresalen sus características como literato: perfección formal, retratos sociales llenos de humor irónico y rica descripción psicológica de sus caracteres.

 

 

 

 

Alvin Toffler (Nueva York, 1928-Los Ángeles, 2016). Fue doctor en Sociología, pero antes estudió filosofía y letras. Trabajó como periodista, investigador y docente universitario. Sus temas giraron sobre los cambios sociales derivados de la incidencia de las nuevas tecnologías de información y comunicación, en la última década del siglo XX y los comienzos del siglo XXI. Escribió numerosas obras que incidieron en una generación de pensadores, entre los que se destacan Herbert Marshall McLuhan con ‘Aldea Global’, y Giovanni Sartori y su ‘El Homo Videns’. Alvin Toffler trabajó tres libros producto de sendas investigaciones: ‘El shock del futuro’, con su esposa Heidi, en 1970; ‘La tercera ola’, en 1980; y, ‘El cambio en el poder’, en 1990. ‘El shock del futuro’ se convirtió en un best-seller mundial, por su pensamiento premonitorio y lateral. Alvin Toffler pronosticó, por ejemplo, que el futuro de la humanidad iba a depender –no de la producción industrial y postindustrial, sino del conocimiento-. Y así fue. En tanto que en ‘La tercera ola’ identificó la gran ‘ola’ del desarrollo global –la sociedad del conocimiento-, luego de las revoluciones de la agricultura e industrial, primera y segunda ola, respectivamente. Y en ‘El cambio en el poder’ estudió las nuevas transformaciones de la riqueza, que imprimirían los dominios que controlan las tecnologías, los conocimientos y la violencia. Toffler fue un adelantado de su tiempo. Sus propuestas fueron polémicas, pero en última instancia aceptadas por la comunidad científica y sus millones de seguidores. Fue el primero en hablar de la ‘era de información’ y presentó ideas vanguardistas sobre las secuelas de la vida, la sociedad y sus comportamientos. Sus enfoques originales en relación con la riqueza, construidas con su esposa Heidi, cambiaron las visiones tradicionales centradas en el dinero o los bienes. Ellos hablaron de ‘la riqueza que vemos y la riqueza que no vemos –los conocimientos- que plantearon novedosos análisis sobre el mundo y las modificaciones globales inminentes.

 

 

 

 

Juan Manuel Esquivel (Ciudad de México, 1980) es licenciado en Ciencias de la Comunicación por el Tecnológico de Monterrey. Ha participado en talleres y cursos literarios en la Casa del Lago y otros centros culturales. También escribe ensayo y es parte del comité editorial de la revista literaria Murmullo de Paloma. Actualmente prepara su primer libro de poesía.

 

 

 

 

 

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.