Mi vida por vivir. Entrevista con Claribel Alegría: Por Leticia Luna
Esta entrevista fue extraída de Alforja. Revista de Poesía, XXXII, primavera 2005, pp. 89-97.
Mi vida por vivir
Entrevista con CLARIBEL ALEGRÍA por Leticia Luna
Poeta, narradora, ensayista y traductora, Claribel Alegría nació en Estelí, Nicaragua, en 1924. Tempranamente se fue a vivir a El Salvador, pues su padre, un médico nicaragüense ex combatiente y liberal, se vio obligado a exiliarse con su familia, debido a su oposición a la intervención estadounidense en Nicaragua. Su nombre completo es Clara Isabel Alegría Vides. Fue José Vasconcelos quien la bautizó con su nombre literario cuando visitó la casa de sus padres en El Salvador y ella era una niña. Se licenció en filosofía y letras en la Universidad George Washington, Estados Unidos, donde tuvo por maestro a Juan Ramón Jiménez, quien seleccionó los poemas de su primer libro, Anillo de silencio, que llevó el prólogo del propio Vasconcelos. A partir de 1951 viajó extensamente con su marido, el periodista Darwin J. Flakoll, y sus hijos, viviendo en México, Chile, Uruguay, Francia y en la isla de Mallorca, España. Tradujo la poesía de Robert Graves al español. En 1978 recibió el Premio Casa de las Américas, de Cuba, por su poemario Sobrevivo. En 1979, al triunfo de la revolución sandinista, regresó a vivir a Nicaragua, donde radica desde entonces. Su vida literaria ha estado ligada a otros escritores como Salarrué, Juan Rulfo, Julio Cortázar, Tito Monterroso, Mario Benedetti, Roque Dalton, entre otros. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, holandés, polaco y japonés. Actualmente es presidenta honorífica de la Asociación Nicaragüense de Escritoras (anide). Es 6 de febrero de 2004. Llego a Managua gracias a la hospitalidad de la anide; Claribel Alegría, con una sonrisa me abre las puertas de su casa, de su conversación y me ofrece ricos fragmentos literarios de su vida.
¿Cómo se dio la colaboración entre una poeta muy joven, como lo eras tú, y un poeta Premio Nobel de Literatura, como lo era Juan Ramón Jiménez, cuando prepararon la selección de poemas de lo que fue tu primer libro?
Yo era una estudiante de filosofía y letras, me fui a Washington, donde conocí a Juan Ramón Jiménez, que fue mi mentor; era muy duro conmigo, iba a verlo a su casa dos o tres veces por semana. Antes de comenzar a trabajar con él me preguntó qué había leído y le gustó que yo hubiera leído mucho, pero me dijo que lo había hecho de manera caótica; entonces, él me dio una educación literaria más formal, leíamos, comentábamos lo que leíamos y siempre me pedía que le llevara algún poema. Yo quería escribir en verso libre, pero él decía que eso era una tontería, que primero tenía que pasar por el soneto y la silva, etc., y nunca me decía que yo tuviera algún talento, decía que aquello era un lugar común. Yo me regresaba llorando a mi cuartito; pero como buena tauro, me afanaba. Íbamos a los museos, escuchábamos música y me enseñaba cómo todas las artes están ligadas. Un día llegué a su casa; me recibieron él y Zenobia y me dijeron que me tenían una sorpresa, y es que ella había mecanografiado los poemas de mi autoría que más le habían gustado a Juan Ramón durante esos tres años de aprendizaje con él. Me dio mi manuscrito corregido (cuando lo perdí en uno de mis viajes, me dio mucha rabia), me dijo: “Es tu primer libro —que se llama Anillo de silencio—, ahora tienes que ver quién te lo publica.” Le escribí a José Vasconcelos, a quien había conocido cuando niña. Él dijo que iba a hacer que lo publicaran en la editorial Botas de México, que era la suya, poniendo como condición escribir el prólogo. Así tuve un primer libro con selección de Juan Ramón Jiménez y prólogo de José Vasconcelos.
Para entonces ya había transcurrido más de una década desde tus primeras incursiones literarias, ya habías conocido a Salarrué.
Él era sobre todo cuentista y pintor. Yo tuve la gran dicha de que en mi casa amaran la poesía y el arte y recibieran siempre a muchos artistas. Un día llegó mi tío (que tenía el colegio donde yo estudié) diciendo que había invitado a Salarrué a que nos diera a las niñas una charla. Nos hicieron escribir un relato o un poema sobre el volcán Izalco y escribí algo muy fantasioso, como si yo hubiera estado dentro del volcán. A Salarrué le divirtió mucho, me mandó llamar y me dijo que le había encantado. Me enamoré de él. Yo tenía unos nueve años y él como cuarenta; era un hombre guapísimo y yo sólo pensaba cómo hacer para estar con él. Entonces le dije a mi madre: “Mamá, dice Salarrué que le encantaría venir a tomar un café a la casa.” Y le dije a él: “Salarrué, dicen mis padres que si se puede venir a tomar un café a las cinco a mi casa.” Yo estaba muy feliz cuando él llego, pero mis padres, ingratos, me dijeron que me fuera a jugar mientras ellos conversaban con él (pero escuché toda la plática a escondidas). Al otro día Salarrué ya se iba y yo me metí sin permiso a la dirección del colegio y le dije: “Salarrué, déme un beso.” Desde ahí se forjó una gran amistad; él tenía tres hijas de mi edad y yo solía visitarlo y jugar con ellas. Salarrué sabía que yo escribía, porque eso lo ocultaba; era una cosa terrible en mi tiempo —las décadas de 1930 y 1940— que una muchacha escribiera, la tomaban como una loca o una pedante. Muy pocas personas sabían que escribía y él me alentó. Cuando salió mi primer libro hizo una crítica en un periódico. Y cuando me casé le pedí que hiciera las veces de mi padre que no había podido llegar. Desgraciadamente Salarrué tampoco pudo, él estaba en Nueva York y yo en Washington y hubo una tormenta de nieve espantosa que detuvo el tren; cuando llegó yo ya estaba casada. Lo considero un clásico. Juan Rulfo me dijo un día: “Yo quisiera escribir como Salarrué.” Cuando yo se lo conté, él se puso feliz, luego se conocieron y se hicieron muy amigos. Es una lástima que no sea más conocido, pero es por el lenguaje, muy salvadoreño, y para alguien que no lo sea es muy difícil entenderlo del todo, pero Cuentos de barro es para mí un clásico.
Fue José Vasconcelos quien te puso Claribel…
Yo tenía seis o siete años cuando Vasconcelos pasó por El Salvador; lo invitaron a mi casa. Mi padre le organizó una serie de conferencias, fue después de que perdió las elecciones. Yo esperaba encontrar a un gigante, porque mis padres decían que iba a venir un gigante y yo lo encontré chaparrito y le dije: “Me habían dicho que usted era un gigante”, y nos hicimos muy amigos. En el Ulises criollo es que habla de mí y de mi padre, en el volumen “El proconsulado”, en el capítulo que se llama “Placer de oro del espíritu”. Un día me dijo: “Hijita, tú vas a ser poeta y Clara Isabel es un nombre muy hermoso, pero es más para una abadesa; para una poeta a mí me gusta más Claribel.” Y ese mismo día yo le anuncié a mis padres y a todo mundo que yo me llamaba Claribel.
Y además, Alegría.
Claro, si yo hubiera firmado Clara Isabel Alegría quizá habría sido una poeta más seria [risas].
Un poeta salvadoreño muy amigo tuyo fue Roque Dalton.
Fue una gran amistad epistolar —porque nunca lo conocí personalmente—. En 1958 él estaba en El Salvador y yo en Argentina, donde me hicieron una entrevista por la televisión; me preguntaron qué pensaba de la nueva poesía salvadoreña y yo les dije que, honestamente, no sabía casi nada. Y es que no nos llegaban los libros; ésa fue después la importancia de la Casa de las Américas, que nos agrupó a muchos escritores de todas partes del continente —contacto que ahora se está perdiendo— y que fue maravilloso. Pero yo mencioné que había leído unos poemas de un joven, Roque Dalton, que me habían impresionado mucho, y así comenzó mi amistad con él. Nos empezamos a cartear y cuando me invitaron por primera vez a Cuba —en 1968—, él estaba en La Habana adiestrándose, pensaba que yo iba a llegar tal día, pero los aviones eran terribles porque uno tenía que ir a Praga o a París para regresar a Cuba. Me cuenta su viuda que él me había ido a esperar con flores al aeropuerto, pero yo no pude llegar, porque con frecuencia los aviones se atrasaban. Entonces él me mandaba papelitos desde el interior de Cuba donde me preguntaba cómo estaba y donde me decía que ojalá nos pudiéramos ver, pero nunca pudimos. Antes estuvo en Praga y cuando él visitó París (en 1968) —donde mi esposo y yo vivíamos—, yo había salido de viaje. Él conocía bien a Julio Cortázar y me dejó con él y con Aurora un gran abrazo; ella me dijo: “Vieras qué raro, a ese muchacho yo le vi la muerte en la cara.” Le pedí que no dijera tonterías, que él había sobrevivido cosas que ya se habían convertido en leyenda. Roque era una maravilla; era esa clase de persona que cumple lo que escribe, es decir, que vive como escribe. Eso me fascinó siempre de Roque, y ya ves la forma tan trágica y tan horrible en que murió. Nos escribíamos mucho, pero en nuestras cartas nunca hablábamos de política o de poesía; hablábamos de las recetas salvadoreñas que tanta falta nos hacían. Vivíamos en Mallorca cuando Roberto Armijo nos habló un día y nos dijo: “Han matado a Roque”, aunque todavía no sabíamos cómo. Yo saqué un libro suyo y lo abrí al azar, mis ojos tropezaron con “cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre”; se me erizó el cuerpo. Yo le he escrito a Roque varios poemas: uno largo que se llama “Sorrow”, y otro donde le cuento todas esas cosas lindas de cuando La Habana…
Roque Dalton y Claribel Alegría, dos grandes poetas salvadoreños del siglo XX, ambos fueron distinguidos con el premio Casa de las Américas, de Cuba; él con el libro Taberna y otros lugares (1969), tú con el libro Sobrevivo (1978). Háblanos de este libro.
¡Fue una cosa tan bella cuando supe que había ganado ese premio! En Sobrevivo se refleja algo que me pasó con la poesía: yo antes no escribía sobre nuestros pueblos; escribía sobre mí, sobre mis amores, la muerte, mis estados de ánimo. La revolución cubana hizo que yo empezara a preocuparme por nuestros pueblos. Ahí vas a encontrar “Sorrow”, porque ya había muerto Roque Dalton. Es un librito al que le tengo cariño, me hizo dar un salto.
Esta parte de la poesía, la poesía social, te va a acompañar a lo largo de toda tu obra.
Así es, porque fíjate que yo odio la poesía panfletaria; me gustan los panfletos cuando son panfletos. pero no la poesía panfletaria. Así que espero no haber caído en eso, porque para mí son poemas de amor a mis pueblos, Nicaragua y El Salvador.
Hay un libro tuyo muy salvadoreño, Luisa en el país de la realidad, que le dedicas a Carol, la segunda esposa de Julio Cortázar. ¿Cómo es que escribes estos recuerdos de tu infancia?
Yo les contaba, riendo, cosas de mi infancia a Julio, a Aurora y a Carol —primera y última esposas de Julio— . Y los tres me decían que tenía que escribir sobre ello. Y así empecé a hacerlo; a Carol le gustaban mucho. Para cuando yo terminé el libro, ella ya había muerto y yo quise dedicárselo en recuerdo del gran cariño que le tuve. Al respecto hay una anécdota —fue Bud, mi marido, quien me señaló esta coincidencia—: Luisa en el país de la realidad es un poco como la contra de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, pero entre Luisa /Carol y Lewis Carroll… hay una gran coincidencia, ¿viste?, ¡las coincidencias!, y cómo que no hay coincidencias, así es.
Y en este libro hay una figura muy importante que es un mito, un personaje imaginario: la gitana. ¿Qué sucedió con ella?
Es muy real la gitana [risas]. Hurgando entre las cosas que mi madre guardó de sus hijos fui a encontrar un cuaderno mío de cuando tenía diez años, escrito a lápiz con una letra muy fea —la letra todavía la conservo— , donde dice: “Y la gitana vino anoche a verme.” Me estremecí porque era algo que se me había olvidado, y es que la gitana es alguien que se me aparece en sueños y que me dicta versos, no poemas enteros, pero sí versos de los que luego salen poemas. Y yo me despierto a apuntar esos versos. Esa gitana me dice cosas increíbles; cuando empecé a tener hijos, vino un día y me dijo que yo le aburría, tan burguesa como me había vuelto, y que ya no le interesaba más, y se me desapareció por varios años. Después, esto de los cuadros. Has de saber que yo soy una pintora frustrada, me fascina la pintura, pero no tengo el menor talento. Entonces yo comencé a pintar en sueños y la gitana me ayudaba mucho. Cuando me vine a Nicaragua, con cosas de misa [así como digo yo], dejé abandonadas muchas de esas cosas y ya no volví a pintar.
Con tu esposo Bud Flakoll vives diversas temporadas en México, Chile, Uruguay, Buenos Aires, París, etc. Juntos conocieron —-además de las culturas de estos pueblos— a muchos escritores y personajes de la literatura. Por ejemplo, a Juan Rulfo, Tito Monterroso, Julio Cortázar, etc. Hacen una antología para traducir al inglés a diversos escritores hispanoamericanos. ¿Cómo fue esta labor de traducción?
Esa fue la primera vez que colaboramos juntos. Éramos muy amigos de Juan Rulfo, de Tito Monterroso, de Juan José Arreola… Y Juan Rulfo —que era muy tímido— llegaba a nuestra casa y se ponía a leernos los cuentos de El llano en llamas, y nos preguntaba, con una humildad increíble, si creíamos que eran dignos de publicarse. Mi marido tuvo entonces la idea de hacer una antología con poetas y escritores jóvenes —nacidos después de 1914— de América Latina, y que no eran conocidos más que en sus países. Fue con esa antología que viajamos al Cono Sur. Yo estoy muy contenta con esa antología porque ahí aparecen todos aquellos que, con el paso de los años, han venido a ser nuestros grandes escritores, con la excepción de Gabriel García Márquez, a quien también tradujo Bud, pero que al editor estadounidense le pareció muy largo.
En los años de la década de 1960 conoces y traduces a Robert Graves.
Así es, porque nosotros nos fuimos a vivir en 1966 a Mallorca, a un pueblito muy chiquito —apenas cuatrocientos habitantes— que se llama Deyá, donde vivía Robert Graves. Y él iba a la casa muy seguido a tomarse una copa de vino y cantaba junto con mi marido canciones de la primera y la segunda guerras mundiales. Nos hicimos muy amigos de él y de su esposa, y a mí Robert Graves me decía que era una amadríara, un ser de esos que viven en los árboles. Un día llegó Robert y me dijo que querían traducir al español sus poemas y que él había aceptado con la condición de que yo fuera quien los tradujera. Tuve tanto miedo que le dije que no, que yo admiraba y respetaba mucho su poesía, pero que por el corte clásico no me atrevía. Pero mi marido —cuyo idioma materno es el inglés— se ofreció a ayudarme junto con Robert. Entonces acepté, pero con la condición de que fuera yo quien eligiera los poemas. Me puse a leer su obra poética entera y de eso nació un libro, editado por Lumen, que se llama Cien poemas de Robert Graves. Me llevé dos o tres años haciendo esto, ¿te das cuenta? Primero los escribía según lo que él quería decir, luego me paseaba para oír el ritmo, la música, para volverlos a escribir. Luego se los enseñaba a mi marido —quien me señalaba algunas faltas— y después se los enseñábamos a Robert. Para cuando el libro salió, Robert estaba muy enfermo, pero lo tuvo entre sus manos, nos miraba sin hablar y se le humedecían los ojos.
Tu labor de traducción no se quedó ahí, también has traducido a Emily Dickinson…
Sí, traduje un libro muy desconocido del que salieron muy pocos ejemplares llamado Fragmentos de cartas y algunos poemas. También traduje a Rumi, que es un poeta que me fascina, pero como yo no sé persa lo hice de una buena traducción al inglés, aunque eso de traducir de un idioma ya traducido es demasiado, porque la poesía es muy difícil de trasladar a otro idioma. He tenido mucha suerte porque mi marido era quien traducía mis poemas y yo los trabajaba con él, pero igual, algo del aroma se ha perdido. Pero me encanta traducir, todas las mañanas hago ejercicios de traducción sobre un poema que me haya gustado. Y eso me sirve mucho.
Otro gran amigo tuyo, quien te escribió el prólogo para la antología Suma y sigue, publicada por la editorial Visor de España, es Mario Benedetti.
Un gran hermano mío. Yo a él lo conocí en 1956 o 1957 y la amistad ha perdurado hasta hoy. Nos escribimos o nos hablamos por teléfono; a veces yo le mando algo que aún no he publicado, a veces él me manda sus cosas. Yo lo admiro mucho porque no sólo es un gran escritor, sino que es un gran hombre.
De los premios y distinciones que has recibido están el doctorado Honoris causa por la Universidad de Connecticut; Ciudadana del Siglo, de Nicaragua; reconocimiento del Poetry Center de Nueva York, además del premio de Casa de las Américas del que ya hablamos. ¿Qué ha significado esto?
Me alegra muchísimo, pero siempre pienso: a lo mejor hay alguien que se los merezca más [risas]. ¿Qué te ha significado que grandes casas editoriales como Visor, Letras Cubanas o Era, de México, difundan tu obra? Me he alegrado muchísimo. Siempre he pensado que he sido una mujer con buena suerte; pienso que nací bajo una buena estrella, y no me puedo quejar. Y me encanta pero a veces digo, tal y tal son mejores que yo y no han tenido esta suerte, y eso me llena un poco de angustia.
Sigues siendo una escritora en activo. ¿Cuántos libros de poesía has publicado?
Como unos dieciocho.
Y de todos esos libros, ¿cuál te es más querido?
Sobrevivo es uno de ellos, es un libro en el que plasmo lo que siento por mis países —El Salvador y Nicaragua—, y Saudade, que me salvó, por medio de la poesía, de una depresión feroz. Después de la muerte de Bud yo creía que nunca más iba a escribir. Es un libro de un gran amor.
El feminismo también está presente en tu obra…
Yo soy feminista a mi manera, no soy una feminista radical que odia a los hombres, yo amo al hombre. Me interesa mucho la voz poética femenina. Me acuerdo que cuando era una adolescente, a las poetas mujeres de América Latina las podíamos contar con una sola mano: Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Claudia Lars, Delmira Agustini. Entonces yo me preguntaba: ¿Pero cómo es posible esto? Y ahora me da tanto gusto ver cómo la voz femenina ha surgido con tantas poetas —poetisa se me hace muy cursi, a mí me gusta decir la mujer poeta—. Hay tantas mujeres poetas buenas… y entonces yo quiero que cuenten con mi apoyo porque todavía es difícil. Es más difícil que publiquen a una mujer poeta que a un hombre, siendo los dos igualmente buenos. Cuando yo he comentado esto con mis editores, ellos me han dado la razón. Es más difícil para nosotras el trayecto. Yo quiero igualdad para el hombre y la mujer en la poesía, en el hogar, en el trabajo, en todos los ámbitos. Una cosa increíble ocurrió con la revolución sandinista: a las mujeres les dieron puestos muy importantes, cosa que aquí en América Central antes ni se soñaba, pero pasaba que los hombres —aun siendo sandinistas y revolucionarios— les tenían miedo a estas mujeres. Es terrible, es una lucha tremenda y tenemos que seguir.
¿Qué representa la poesía en este momento de tu vida?
Lo más importante de mi vida es la poesía; más que una obsesión es una pasión, desde que soy niña ha sido así y ha ido creciendo conmigo. Sin la poesía yo no sé qué haría; no me sabría comunicar ni conmigo misma ni con la gente que yo quiera.
¿Recuerdas el poema “Monólogo de domingo”, donde has comentado que encuentras tu voz?
¿Y sabes quién me dijo que ahí estaba mi voz? Vasconcelos. Estábamos a punto de irnos de México; fuimos a cenar a su casa y le leí lo que era mi más reciente poema, y él me dijo: “Hijita, ahí has encontrado tu voz.”
Aunque en tu obra hay aire coloquial, que de entrada nos hace pensar que estamos leyendo verso libre, en muchos de tus poemas manejas endecasílabos y eptasílabos, con un gran dominio de la técnica.
Ésa fue la formación de Juan Ramón Jiménez. Aunque he escrito algún soneto, no me sirven ni el soneto ni la décima para lo que quiero decir, pero sí me han servido para poder funcionar en el verso libre y mantener la música (que es lo más difícil de hacer). Y sí, me encantan los endecasílabos y siempre los pongo en eptasílabos [risas].
A Nicaragua regresaste en 1979 —digo regresaste, porque naciste en Estelí, pero te hiciste salvadoreña en Santa Ana—, con una carrera literaria hecha, con un público lector ya formado y te encuentras con la Nicaragua sandinista. ¿Qué función tuvo la poesía en este proceso de la revolución y cómo tu canto se ligó a este proceso?
A mí me conmovió muchísimo lo que estaba pasando en Nicaragua y en El Salvador; las cosas bellas que estaban pasando aquí y las cosas tremendas que estaban pasando allá. Y el poeta siempre escribe de las experiencias que más lo impresionan, y de ahí sale el poema. Entonces estaba muy obsesionada con lo que estaba pasando en mis países. Ahora otra vez estoy más concentrada en mí, en la muerte de mi marido, en mi vejez, en mi propia muerte…
Ahora estás preparando tus memorias.
Pero no sé si lo voy a hacer o no. Se me ocurrió una vez hacer una cosa que se iba a llamar (o no, se va a llamar) Mágica tribu, que trata de esos grandes escritores de los que yo fui amiga, pero muy amiga de verdad y que ya están muertos. ¿Sabes cómo empezó ese libro? Te lo voy a contar porque es muy interesante. Hay un gran amigo mío que se llama José Argüello, teólogo, que escribió un libro muy bello sobre el padre Palé. Y él, oyéndome contar historias sobre mis amigos, me dijo: “Claribel, tenemos que hacer algo.” Y lo hicimos por la radio, él me entrevistaba y yo le hablaba de estos personajes. El programa tuvo mucho éxito aquí en Nicaragua y lo pasaron por varias estaciones; tuvo mucho éxito también entre los estudiantes. Y yo pensé: ¿Por qué no escribirlo, publicarlo? Pero a lo mejor ya es mucho. De ahí nació la idea…
Esperemos verlo pronto publicado… ¿Cuál es tu apreciación acerca de la poesía actual en Nicaragua, pasado el boom que hubo con el sandinismo?
Yo pienso que entre los jóvenes hay voces muy buenas, aunque los veo todavía como buscando y sin algo que los haya entusiasmado aún. Quizá porque son muy jóvenes. Pero verdaderamente son muy promisorios.
¿Qué les dirías a los jóvenes poetas?
Que lean muchísima poesía; que sepan ver, tocar, que usen sus sentidos. Que sean muy críticos de sí mismos y que no se apresuren a publicar. Esto por experiencia, porque cuando yo he publicado un poema recién salido del horno me arrepiento, hay que dejarlos reposar y saber ser humilde.
¿Y con la joven poesía latinoamericana?
Alimentarse. Yo no creo en lo iconoclasta por sí mismo, porque todos necesitamos a los que estaban antes, y qué lindo es si alguien puede pararse en los hombros de los que estaban antes y ver más allá.
¿Hacia dónde se dirigen las letras en América Central?
En este momento yo veo un poco sin brújula las cosas. Voces muy lindas pero como un poco ensimismadas. Ha habido decepción; ya no existe esa llama de la Revolución que encendió a tantas voces maravillosas. Eso se ha apagado y, bueno, tienen razón. Hay que ser sinceros.
…Y porque el poeta canta su tiempo.
Has dicho una frase muy cierta: el poeta canta su tiempo, así es.
Tu esposo Bud dijo alguna vez que tú eras su patria.
Eso fue una cosa muy linda. Un periodista estadounidense nos vino a entrevistar. Le dijo: “Yo estoy consciente de que su mujer es de aquí de Centroamérica, pero usted, ¿por qué está aquí?” Y él respondió: “Porque mis raíces están en Claribel.”
La tarde declina sobre Managua y la poeta me muestra fotografías y pinturas que hay en la sala de su casa y en su estudio. Me obsequia sus libros: Una vida de poemas (obra reunida) y Soltando amarras, y me firma Luisa en el país de la realidad.
Leticia Luna. Poeta, ensayista, editora, docente y promotora cultural mexicana. Licenciada en Periodismo por la Universidad Nacional Autónoma de México unam y Maestra en Creación Literaria por el Centro Cultural Casa Lamm. Realizó investigaciones de postgrado sobre la obra de José Lezama Lima y Alejo Carpentier en Cuba. Dirige la editorial La Cuadrilla de la Langosta y pertenece al Consejo de Colaboradores de la revista Alforja de Poesía.
Autora de dos libros. Obra suya forma parte de una decena de antologías. En 2008, ganó el Premio Caza de Poesía Moradalsur. Ha publicado en diarios y revistas de diversos países latinoamericanos. Como editora, ha elaborado antologías de poesía femenina.
Como gestora cultural, ha colaborando y organizando diversos festivales internacionales de poesía, entre los que se encuentran el Festival Internacional de Poesía Ramón López Velarde, el Festival 21 Poetas por la Paz y los Homenajes a Enriqueta Ochoa en la Ciudad de México.
Fue subdirectora académica de los Centros de Educación Artística cedartDiego Rivera y Frida Kahlo, donde también fue profesora de literatura, además de coordinadora académica de la Escuela Nacional de Danza Clásica y Contemporánea endcc, entre otras actividades académicas.
Colabora de forma periódica con diferentes medios físicos y digitales, con poemas de su autoría y artículos de índole informativo y cultural. En 2019, fue nombrada titular de la Coordinación Nacional de Literatura cnl del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura inbal.
Foto: Elena Juárez | CNL-INBAL