Entrevista

La elocuencia del silencio: Encuentro con Juan Rulfo: Por Gabriel Jiménez Eman

 

 

 

 

LA ELOCUENCIA DEL SILENCIO: ENCUENTRO CON JUAN RULFO.

 

Gabriel Jiménez Eman

 

 

Barcelona, España, abril de 1982. En una mañana de primavera me dirijo desde el apartamento donde habito (Vallirana 35, en el barrio de Lesseps) hacia una agencia de viajes ubicada en el centro de la ciudad, en las ramblas, con el objeto de adquirir un boleto de avión para viajar a Nueva York al mes siguiente, ciudad a la que he sido invitado por un profesor amigo a hacer una lectura de mis cuentos en una Universidad privada de Manhattan. Arribo a las ramblas y me detengo un momento en un café a desayunar con un “bocadillo”. Bebo un café, mientras admiro los árboles de las ramblas repletos de florecillas, y los paseantes desplazándose a lo largo del bulevar donde hay ventas de flores, revistas, chucherías. A los lados, las callecitas del barrio gótico se abren a plazas, restaurantes, tiendas y comercios de todo tipo.

Salgo en dirección a la agencia de viajes, situada en una de las callecitas laterales del barrio gótico, entro y me dispongo a hacer una cola para adquirir los boletos. Tengo por delante apenas a tres personas: una de ellas me parece conocida, pero no puedo distinguir bien su rostro; en ese momento conversa con una persona en la caseta donde emiten los boletos, habla un castellano que no es de España. Cuando termina de hacer su gestión, se da vuelta y puedo darme cuenta de que tiene un parecido enorme con el escritor mexicano Juan Rulfo. Pasa a mi lado, y para salir de dudas le espeto directamente.

–Buenos días, disculpe, ¿por casualidad no es usted Juan Rulfo?

Se me queda viendo y me responde:

–Sí, soy Rulfo.

Le tiendo la mano y le digo:

–Maestro, si me lo permite, quisiera dentro de un momento invitarle a un café.

–Sí, claro, le espero aquí mismo, me dice, y se sienta en la salita de estar, a hojear un periódico y unas revistas. Luce un traje azul oscuro, una corbata del mismo color y una camisa azul celeste. De veras casi no puedo creer tener ahí cerca a este escritor, uno de los renovadores de la narrativa hispanoamericana, uno de los más celebrados de México, conocido por su temperamento recatado y silencioso; tanto, que apenas acepta ser entrevistado, ni gusta de aparecer en medios televisivos o participar en eventos públicos, aunque esporádicamente asiste a ferias del libro y a algunas lecturas en universidades.

Ahí está, con una humildad estremecedora. Un maestro del lenguaje y de la ficción literaria, que ha sido ejemplo de todos nosotros, ha aceptado mi invitación sin conocerme, en una ciudad que no es la suya ni la mía. Todo se debe al azar; algún albur secreto me ha llevado a esta situación excepcional. Ahí está el escritor nacido en un pueblo llamado San Gabriel; crecido en medio de una guerra intestina que tuvo lugar en las regiones de Zacatecas, Jalisco, Michoacán, Columa y Juanajuato, una guerra que duró tres años –desde 1926 a 1929—y fue llamada Guerra Cristera porque las mujeres incitaban a los hombres a defender “la causa de Dios”, según la cual los curas no podían hacer política en la administración pública. El padre de Rulfo fue asesinado en una huida, su madre murió al poco tiempo. La tierra de Rulfo es tierra caliente, que se fue despoblando con la miseria. Ahí la gente casi no hablaba, resolvían sus asuntos de manera privada, muchas veces violenta. Una tierra tan caliente como un comal, ese recipiente de barro que se pone sobre brasas para calentar las tortillas de maíz; la tierra produce tanto maíz que la tierra se seca. Del comal sacó Rulfo el nombre para su ciudad Comala, que es la ciudad por donde se mueve Pedro Páramo, su personaje más famoso, una especie de cacique, aunque él tenga predilección por el personaje femenino de esa novela, Susana San Juan.

Debido a la muerte de sus padres Rulfo es internado en un orfanato cuando apenas tenía ocho años. Luego el señor cura párroco de San Gabriel dejó su biblioteca a guardar en la casa de su abuela, antes de que expropiaran la curia donde vivía y la convirtieran en cuartel, y entonces Juan empezó a leerse todos los libros de esa biblioteca. Recordemos que en esa guerra cristera los curas también llevaban pistola.

Aterrizo de nuevo en el tiempo real, en Barcelona. Luego de adquiridos los boletos y una vez en la calle, le digo mi nombre y le invito a que caminemos dos cuadras arriba, buscando un lugar donde podamos quizá tomar una cerveza, un refresco o un café. Mientras andamos, le pregunto qué lo trae por Barcelona.

–Estoy de paso por aquí. Llegué ayer de Madrid, donde estuve varios días como parte del jurado del Premio Príncipe de Asturias. Obtuve el premio el año pasado y pasé este año a ser jurado.

–¿Y a quién le han dado el premio?—inquirí.

–Bueno, yo voté por Julio Cortázar, pero no lo obtuvo él; lo obtuvo Gonzalo Torrente Ballester; los otros dos jurados votaron por Torrente, que también lo merece. Pero yo defendí a mi candidato hasta el final.

–Vine aquí a tomar un tren que me lleve mañana a Paris, donde vive un hijo mío que me espera allá con su familia. ¿Y usted, Jiménez, vive acá?

–Sí, vivo aquí hace dos años.

–¿Y a qué se dedica?

–Escribo cuentos y ensayos.

–Yo sólo escribo cuentos, y a duras penas –me responde.

–Algunos ensayos los publico en una revista de aquí llamada Quimera. –le digo. –Por cierto, en un número reciente publiqué una reseña sobre un libro de cuentos de Julio Cortázar, Queremos tanto a Glenda.

–Sí, conozco la revista, y el libro de Julio –me dice.

Acabamos de llegar a la cafetería; pasamos unas puertas batientes y nos sentamos. Yo pido una cerveza. El pide una coca-cola.

–Desde hace tiempo no bebo alcohol –me aclara. Pero coca -cola y café sí.

Le traen la coca- cola. La sorbe con un pitillo, lentamente, sin hacer el menor ruido. De improviso entra en materia.

–Dígame Jiménez… ¿a usted le gustan las Crónicas de Indias?

–Eh… sí, claro, me gustan mucho –respondo nervioso.

–La literatura de los Cronistas es la que mas leo ahora –dice él. –Desde hace tiempo ando detrás de una edición de El Orinoco ilustrado y defendido del padre Gumilla. ¿Lo ha leído usted?

–Sí, he leído fragmentos…

–Tengo entendido que en Venezuela es posible encontrar ese libro.

–Sí, lo ha editado allá la Academia Nacional de la Historia.

–¿Es posible conseguirlo?

–Sí, veré cómo hago para que me lo envíen, y luego yo remitírselo a usted a México.

–Me haría un gran regalo.

–Haré lo posible.

Rulfo me dice que hace mucho tiempo leyó a Gumilla en México, pero que luego sus libros no se han editado más allá y tampoco se consiguen en librerías.

–De joven, me iba a leer los libros de los cronistas de Indias en la Biblioteca de la Universidad de México. Los leí casi todos en ratos libres, cuando el trabajo burocrático me lo permitía.

Termina la coca -cola, y luego pide un café. Le hago preguntas sobre escritores de México como Juan José Arreola, Calos Monsiváis o José Emilio Pacheco.

–Arreola y Monsiváis son como hermanos míos. Arreola y yo somos amigos desde que éramos jóvenes en Jalisco. Nacimos en el mismo año. Arreola es el mejor escritor de México y Monsiváis el mejor cronista. Pacheco es un joven poeta, más joven que nosotros.

Le digo que podemos caminar a una librería cercana, a ver si hallamos un libro suyo para que me lo firme –le digo.

–Bueno, vamos. –asiente.

Rulfo siempre se defendió del barroquismo, y no se sintió nunca un escritor profesional. Más bien escribía por afición, por impulso, lo cual explica su silencio. Por años postergó la escritura de una novela, La Cordillera, que nunca publicó. También dijo varias veces que estaba escribiendo un libro de cuentos titulado Días sin floresta, una serie de historias que, según declaró (y que están recogidos en el libro Juan Rulfo, Autobiografía armada, de Reina Roffé) no tenían una anécdota central, sino mas bien puntos de vista narrados en diálogo, a veces en tercera persona. Pero el silencio siguió marcándolo. Nunca pretendió hacer periodismo, sociología ni etnología, sino más bien una trasposición literaria de los hechos de su conciencia, y esa trasposición vendría a conformar una suerte de descubrimiento de formas especiales de la sensibilidad.

Después que aparece Pedro Páramo en 1956, el libro produce poco menos que un sismo en la narrativa mexicana y latinoamericana. Se empieza a hablar de otro tipo de realismo, de realismo fantástico, de realismo mágico. La novela se inscribe en una línea narrativa nueva. Se emparenta más bien a la de Juan José Arreola y Julio Torri, para vincularse después a obras como las de Gabriel García Márquez o Julio Cortázar. Se producen giros completos en la narrativa del continente, y Rulfo aparece entonces como uno de los iniciadores de esta transformación.

Llegamos de nuevo al presente: estamos frente a una librería grande, cuyo nombre no recuerdo ahora. Hay montones de libros, él se aleja un poco y se pone a curiosear en un estante situado al fondo del local. Le pregunto al librero por los libros de Rulfo, –al parecer no lo ha reconocido– y tampoco yo pienso revelarlo. Voy con el dependiente a buscar los libros de Rulfo. Al fin da con uno.

–Es el único que tenemos ahora – me dice, y me tiende uno con el título de El gallo de oro y otros textos para cine, publicado por la editorial Era de México en 1980. Se lo muestro a Rulfo.

–Los amigos de Era se empeñaron en publicar esto. Pero a mí no me gusta mucho, me gustan más las fotos. Hojeo el volumen y veo que en efecto hay un conjunto de fotos, de fotogramas de películas que se han rodado a partir de sus libros y donde él ha colaborado como guionista, argumentista o actor, y también fotos que ha tomado el propio Rulfo. Además de El gallo de oro, cuyo argumento es de Rulfo, –con guión de Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez– están otras películas como la basada en un cuento de García Márquez, En este pueblo no hay ladrones, donde Rulfo figura como actor. El libro en verdad me resulta extraordinario, está lleno de datos y curiosidades cinematográficas que se avienen muy bien a mi pasión por la relación cine-literatura. (Al final de esta crónica ofrezco a los lectores un poco conocido pero extraordinario poema de Rulfo escrito para la película de Rubén Gámez La fórmula secreta.) Le subrayo esto y me dice que él ha vivido muy buenos momentos participando de estas obras como actor, argumentista, guionista, fotógrafo. Le refiero, también, mi admiración por los cuentos brevísimos de Juan José Arreola y Augusto Monterroso. Tampoco se imagina que yo publiqué mis primeros cuentos en una revista mexicana llamada El Cuento. Revista de imaginación, donde el propio Rulfo figuraba en el consejo de redacción, y estaba dirigida por Edmundo Valadés, quien además de autor de La muerte tiene permiso (1955) y de otros libros de cuentos y ensayos y de un libro sobre Rulfo, dio cabida en su revista a cuentistas de toda América. Ese fue el mayor estímulo que yo viví como joven cuentista, publicar en México cuando ni siquiera se había editado mi primer libro. Le refiero el dato.

–Cuanto me alegro Jiménez, que usted haya publicado en El cuento. Y mire qué casualidad—me dice. –Justamente vine aquí a Barcelona esperando ver a mi amigo Tito Monterroso, antes de partir mañana a Francia.

Le digo a Rulfo que he conocido a Augusto Monterroso hace unos meses en París, durante un congreso en La Sorbona. Le digo que yo escribía cuentos breves desde 1970, –cuando no había leído aún a Monterroso–, y que esa ha sido otra coincidencia extraordinaria, pues Monterroso pasó también a ser mi amigo, nos vimos varias veces en Caracas, me obsequió sus libros y yo le dediqué varios ensayos.

–Me alegra saber eso. Él es un hombre con un enorme sentido del humor, pero es a la vez un hombre serio y hasta un poco triste, es una mezcla de ambas cosas. El problema para encontrarlo aquí en Barcelona es que él no sabe en qué hotel me estoy quedando yo, y tampoco yo sé donde se está alojando él; pero ambos sabemos que estamos aquí.

–No es fácil encontrarse sin darse cita, en una ciudad tan grande. –recalco.

Se acerca la hora del almuerzo. Le digo a Rulfo que, si lo desea, vamos a comer algo.

–Soy hombre de poco comer, Jiménez, prefiero seguir caminando.

En muchos cuentos de Rulfo como El llano en llamas, No oyes ladrar los perros, Macario, Anacleto Morones o Diles que no me maten, los personajes están entresacados de sus recuerdos de campesinos de Jalisco, donde Rulfo vivió su infancia y adolescencia, antes de que marchara a ciudad de México a ejercer diversos trabajos burocráticos como archivero o como funcionario de migración o del instituto indigenista. Le dejaban tiempo para pensar y escribir, pensaba y pensaba en cómo madurar esos personajes, le llevó años madurarlos, rompió cientos de folios para conducir sus relatos al lenguaje hablado, para imprimirle la veracidad del habla del jaliscience, mezclándola a elementos anímicos de la psique del mexicano.

Seguimos camino abajo por las ramblas. Al rato veo que Rulfo se detiene en medio del bulevar y señala con el dedo hacia una esquina del barrio gótico.

–¡Allá va Tito Monterroso! –exclama de pronto. ¡Vaya a buscarlo Jiménez, por favor! –me ruega.

Me dirijo raudo en la dirección que me indica. En efecto, Augusto Monterroso está ahí con su esposa, la escritora Bárbara Jácobs, a quienes reconozco. Les refiero que Juan Rulfo los ha divisado y que desea hablarles. Están muy emocionados de haber coincidido allí. El encuentro es efusivo y cariñoso, lleno de gestos de alegría y amistad. Rulfo les refiere que nos hemos conocido en la mañana y que hemos dado unas vueltas por la ciudad. Comienzan a contarse anécdotas, cosas que les sucedieron en los viajes, los amigos comunes que se han encontrado. Están contentos.

Me despido, les digo que ha sido una alegría haber servido de enlace entre ellos. Rulfo me abraza, luego Monterroso, Bárbara se despide con un beso afectuoso. Me dan las gracias y me dicen adiós.

Me siento en un banco de las ramblas y los veo perderse poco a poco entre los grupos de caminantes. Mi mente retendría este afortunado encuentro con estos tres escritores, en una tarde signada por el mexicano de los silencios elocuentes, Juan Rulfo.

Y mi memoria se regocija de ello para siempre.

LA FÓRMULA SECRETA

 

Juan Rulfo

Ustedes dirán que es pura necedad la mía

que es un desatino lamentarse de la suerte,

y cuantimás de esta tierra pasmada

donde nos olvidó el destino.

La verdad es que cuesta trabajo aclimatarse

al hambre.

Y aunque digan que el hambre

repartida entre muchos

toca a menos, lo único cierto es que todos

aquí

estamos a medio morir

y no tenemos si siquiera

donde caernos muertos.

Según parece

Ya se nos viene de a derecho la de malas.

Nada de que hay que echarle nudo ciego a

este asunto.

Nada de eso.

Desde que el mundo es mundo

hemos andado con el ombligo pegado al

espinazo

y agarrándonos del viento con las uñas.

Se nos regatea hasta la sombra, y a pesar de

todo así seguimos:

medio aturdidos por el maldecido sol

que nos cunde a diario a despedazos,

siempre con la misma jeringa,

como si quisiera revivir más el rescoldo.

Aunque bien sabemos

que ni ardiendo en brasas

se nos prenderá la suerte.

Pero somos porfiados.

Tal vez esto tenga compostura.

El mundo está inundado de gente como

nosotros,

de mucha gente como nosotros.

Y alguien tiene que oírnos,

alguien y algunos más,

aunque les revienten o reboten

nuestros gritos.

No es que seamos alzados,

ni es que le estemos pidiendo limosnas a la

luna.

Ni está en nuestro camino buscar de prisa la

covacha,

o arrancar p’al monte

cada vez que nos cuchillean los perros.

Alguien tendrá que oírnos.

Cuando dejemos de gruñir como avispas en

enjambre, o nos volvamos cola de remolino,

o cuando terminemos por escurrirnos sobre

la tierra

como un relámpago de muertos,

entonces

tal vez

nos llegue a todos

el remedio.

(Escrito en 1965 para la película del mismo nombre, dirigida por Rubén Gámez).

Juan Rulfo nació el 16 de mayo de 1917 en Jalisco. Registrado en Sayula, vivió parte de su infancia en la población de San Gabriel. Como escritor, Rulfo se apropió de las experiencias que desgarran el precario orden familiar: la guerra, el despojo, la orfandad; y de su región de origen, cuyo entorno inmediato fue el de las haciendas y el campo destruidos por la violencia de la Revolución y la Cristiada. Sin embargo, la verdadera vida de Juan Rulfo está en su obra: el autor fue esencialmente un orfebre que permitió a la literatura remontarse a dimensiones inéditas para su época.

Novelista, cuentista, fotógrafo y editor, a Rulfo se le reconoce, sobre todo, por su volumen de cuentos El llano en llamas (1953) y su primera novela Pedro Páramo (1955). A partir de la aparición de estos títulos mantuvo un contacto frecuente con el cine; su segunda novela, El gallo de oro (1958), el cortometraje El despojo (1959) y su participación en el filme La fórmula secreta (1964) son producto de ello. Durante las dos últimas décadas de su vida, se encargó de editar en el Instituto Nacional Indigenista una de las colecciones de antropología contemporánea más importantes de México. En todas estas variadas manifestaciones puede comprobarse que el pensamiento y las actividades de Rulfo se movieron al centro de poderosos polos: la ficción y la historia, la tradición literaria escrita y las riquísimas vertientes orales, la imagen verbal y la imagen fotográfica, la vanguardia estética y la innovadora superación de esa misma vanguardia, la cultura cristiana y la sólida pervivencia de culturas indígenas en México y en América, la modernidad laica y la vitalidad de concepciones del mundo distintas, pero de ningún modo inferiores, la antropología y la realidad presente, la geografía rural y la vertiginosa mutación del paisaje urbano; pares de conceptos que para el autor fueron retos y estímulos, unas veces en franco contraste y otras en armonía.

Juan Rulfo falleció en la Ciudad de México el 7 de enero de 1986. Desde entonces, sigue siendo uno de los escritores mexicanos más leídos en su país y el extranjero; sus títulos han sido traducidos a decenas de idiomas y su obra –literaria y fotográfica– sigue siendo motivo de innumerables estudios, homenajes y reapropiaciones.