Diálogo abierto con Salvador Garmendia: “He estado perseguido continuamente por la poesía”. Por Gabriel Jiménez Emán

 

 

 

 

Entrevista publicada originalmente en la revista Zona Tórrida, Revista de Cultura de la Universidad de Carabobo, Valencia, Venezuela, Nª. 5, Año 4, 1974, págs. 79-85.

 

 

 

 

Diálogo abierto con Salvador Garmendia

“He estado perseguido continuamente por la poesía”

 

Gabriel Jiménez Emán

 

 

Salvador Garmendia, uno de los referentes notables de la novela y del cuento hispanoamericanos del siglo XX, fue uno de mis maestros y gran amigo. Le conocí en Mérida en el año 1972, cuando yo cursaba estudios de Letras en la Universidad de los Andes; solía frecuentarlo en las oficinas de la revista “Actual”, en el conocido edificio administrativo de la ULA, donde también estaban la Galería La Otra Banda, el Departamento de Cine y de Radio de la Universidad, y en la planta baja el grato cafetín “Ohm 2000” donde nos dábamos cita artistas, escritores, cineastas, músicos y gente de la cultura para compartir con profesores y estudiantes. Recuerdo que Salvador vivía a pocas cuadras de allí con su mujer Amanda, en el edificio “Hermes”, situado diagonal a la plaza Bolívar de Mérida, donde íbamos a visitarlo con frecuencia. Por entonces, la capital andina era una de las ciudades más culturalmente activas del país; además de su prestigiosa Universidad había un ambiente bohemio, fresco, repleto de actividades deportivas y turísticas que donaban a la ciudad una fisonomía extraordinaria, complementada por su extraordinario clima, la cordillera con sus picos nevados y otros paseos y lugares de esparcimiento únicos en el país.

Salvador Garmendia fue figura central de la narrativa venezolana; articulista, cronista, escritor de guiones para televisión y cine, ganado también a las tertulias, a decir cuentos y anécdotas con las cuales nos hacia reír a carcajadas, y ello lo convertiría también en un narrador oral de extraordinaria dimensión.

Además de su conocido ciclo de novelas sobre la ciudad compuesto por Los pequeños seres (1959), Día de ceniza (1964), Los habitantes (1961), La mala vida (1968) y Los pies de barro (1973), Salvador también es autor de un prominente conjunto de volúmenes de cuentos, entre los cuales destacan Doble fondo (1965), -el primero de sus libros que yo leí-, luego Difuntos, extraños y volátiles (1970); luego, la colección de Los escondites (1972), por la cual recibiría el Premio Nacional de Literatura. De ahí en adelante, su producción cuentística desplegaría su poder, alcanzando los importantes títulos Memorias de Altagracia (1974), El inquieto Anacobero,  El brujo hípico y otros relatos (1979), Enmiendas y atropellos (1979), El único lugar posible (1981), Hace mal tiempo afuera (1986), La casa del tiempo (1986), Cuentos cómicos (1991), La gata y la señora (1991) y La media espada de Amadís (1998), amén de las numerosas crónicas que publicaba en revistas como “El sádico ilustrado” y en el Diario de Caracas; otra colección de crónicas publicada en la ULA bajo el título de La vida buena (1995) y una buena cantidad de cuentos para niños, género del cual decía era el más difícil. Acerca de algunos de éstos escribí ensayos en su momento: sobre su libro de microrrelatos Hace mal tiempo afuera (donde me dedica uno); sobre su novela Día de ceniza, y un prólogo para una colección de sus cuentos realizada para Monte Ávila Editores bajo el título de El inquieto Anacobero y otros relatos (2004) que realizara su compañera Elisa Maggi. Fue conocida la amistad y admiración que Salvador tuvo hacia Daniel Santos, uno de los boleristas más importantes del caribe, a quien apodaban “el inquieto Anacobero”; Salvador escribió un relato basado en la figura bohemia y trasgresora del cantante, que causó un escándalo en la moral pública oficial, y Salvador fue llevado al banquillo de los acusados, como un Gustave Flaubert cualquiera.

En uno de aquellos días merideños, los amigos de la revista “Zona Franca” en la Universidad de Carabobo, en Valencia, me llamaron para preguntarme si podía hacerle una entrevista a Salvador Garmendia, y acepté con mucho gusto. En este diálogo abierto, como podrán ver, le inquirí sobre la naturaleza de sus personajes en sus primeras novelas, sobre su posición ante el país y la sociedad, sus influjos literarios y sus comienzos en la literatura.

De más está decir que Salvador no sólo nos acompañó en nuestras correrías por Mérida, sino que también, cuando decidió fijar su residencia en Caracas para trabajar allí en radio y televisión, yo coincidí con él. Ya estaba yo bastante cansado del ambiente ideologizado y profesoral de la Escuela de Letras en la ULA, y aproveché la oportunidad de irme a Caracas a trabajar en la revista “Imagen” del Consejo Nacional de la Cultura, donde trabé amistad con un nutrido grupo de escritores que se reunían en torno a la “Revista Nacional de Cultura” e “Imagen”, como Elí Galindo, Eleazar León, Luis Sutherland, William Osuna, Víctor Valera Mora y Caupolicán Ovalles, donde fungían de maestros tutelares Vicente Gerbasi, Francisco Pérez Perdomo, Baica Dávalos, Mahfud Massis y José Vicente Abreu, aparte de reconocidos artistas de esa época como Ángel Ramos Giugni, Hugo Baptista, Oswaldo Vigas, Santiago Pol y Alirio Palacios. Se podrán imaginar algunos lectores que, con semejante escuela cotidiana, no iba yo a andar yo por ahí buscando profesores en aulas de clase, cuando podía encontrarlos en la propia vida.

Para más colmo, andando una vez por Sabana Grande, en Caracas, caí arrobado a los pies de María Elena Maggi, quien a su vez es hermana de Elisa (la Negra) Maggi, la mujer de Salvador. De modo que me mudé para la casa de las Maggi, y Salvador se convirtió en mi nuevo guía literario; de mi unión con María Elena nació mi hija Claudia, quien consideró luego a Salvador como a una especie de abuelo materno, pues María Elena lo tenía también como a un padre.

Allí en la urbanización Chuao, en Caracas, Salvador trotaba, llevaba su perrita a pasear o iba conmigo caminando a buscar cervezas para el almuerzo, en el centro comercial más cercano. Ahí también fui testigo de la disciplina de Salvador, quien cumplía un horario fijo: toda la mañana escribía guiones directamente en la máquina o la computadora, y por las tardes sus novelas o cuentos en gruesos cuadernos, un verdadero monstruo de trabajo. Desde allí de Chuao, de cuando en cuando, también nos movilizábamos hacia otras regiones literarias del interior de Venezuela como Lara o Yaracuy, donde la fiesta continuaba al encuentro de escritores como Elisio Jiménez Sierra (mi padre), Rafael Zárraga, Orlando Pichardo o Álvaro Montero, con quienes Salvador mantuvo siempre una cordial cercanía.

La presente entrevista tuvo lugar en Mérida, en el apartamento de un amigo en el año de 1974, cuando Salvador contaba 46 años y yo 24. La transcribo ahora para actualizarla y ofrecerla a los lectores del siglo XXI, buscando también rendir un homenaje a este gran escritor nuestro, a este amigo y maestro literario a quien consideré siempre el más grande, humilde y auténtico de todos, celebrando la suerte de haberlo conocido y tenido tan cerca durante tanto tiempo, disfrutando de su generosidad, de su buen trato, de su comprensión y de su inteligencia jocosa. Bendigo tu memoria, padre mío, Salvador.

G.J.E.

 

 

DIÁLOGO ABIERTO

 

 

Gabriel Jiménez Emán. - -Hemingway decía que las entrevistas le hacían perder el tiempo; García Márquez las toma solo como un juego, hasta el punto de contradecirse dando respuestas diferentes a una misma pregunta; a Neruda realmente le sacaban de quicio; Truman Capote dijo una vez que le gustaba más contestar buenas entrevistas que escribir. ¿Qué opinas de las entrevistas?

Salvador Garmendia.  -Yo con las entrevistas tengo más bien un criterio de solidaridad con el entrevistador, solidaridad que ellos retribuyen luego con un poco de publicidad que también es interesante para nosotros. De modo que nos compensamos en esto: nos quitan un poco de tiempo, nos dan un poco de publicidad y por ahí nos arreglamos.

 

 

GJE. - -Recientemente leí que la edición húngara de Los pequeños seres se había agotado en dos meses. Asimismo, es sabido que Día de ceniza y Los pies de barro, especialmente, han tenido enorme difusión continental. Es decir, tú estás por Venezuela a la vanguardia literaria de América, cosa que no ocurre con otros excelentes narradores y poetas de aquí. ¿Qué opinión te merece esta situación?

SG.- -Eso se debe a un poco de suerte por un lado, y de tenacidad por el otro; te das cuenta de que mi primer libro, Los pequeños seres, se publicó en 1959, cuando justamente la dieron el Premio Municipal de Literatura. Ya ese mismo hecho, el de aparecer publicado, no dejó de ser un poco de suerte, porque fue justamente el año después de la caída de Pérez Jiménez cuando se despertó un nuevo ambiente, una nueva atmósfera en el país. De pronto la gente joven comenzaba a trabajar, a publicar sus cosas, y había tenido una actitud responsable y seria en la lucha contra Pérez Jiménez. Esa gente tuvo oportunidad de salir al público con cierta aureola; eso por supuesto provocó un ambiente favorable para que una novela recién publicada recibiera el premio municipal de prosa, un premio que, casi sin ninguna excepción, hasta ese momento, estaba consagrado a figuras de trayectoria, ya catalogados en el país como escritores nacionales; resultaba entonces algo raro que un escritor joven, que acababa de publicar su libro, ganara el premio municipal de prosa, y sin duda eso se debió al ambiente, al momento particular que vivía el país.

Bueno, eso al comienzo, Yo te decía: algo de tenacidad, porque desde entonces yo he continuado publicando libros; he insistido en publicar, en escribir continuamente, y es natural que estos libros fueran tomando éxito; es decir, Los pequeños seres no fue un libro aislado que se publicó hace cuatro años y que el lector olvida, fue un libro que no se quedó atrás, sino que produjo otros que sin duda fueron despertando interés en el lector.

 

 

GJE. -¿Qué cambios fundamentales –y excúsame lo conceptual de la pregunta- podrías enunciar en la dinámica creadora desde Los pequeños seres hasta Los pies de barro?

SG.- -Yo no creo que haya habido cambios fundamentales en mi literatura desde la aparición de Los pequeños seres; más bien pienso que ha habido una especie de evolución progresiva, lenta, gradual… mis libros están llenos y a veces recargados de obsesiones, cosas en las que yo insisto continuamente; estas obsesiones son como pistas que me llevan a descubrir un poco la realidad, y a penetrar cada vez más adentro y alcanzar zonas nuevas del mundo, de los seres humanos y de la sociedad que a mi particularmente me interesan; yo sigo esas huellas, esas pistas que yo he ido marcando, insisto en ellas tratando de llegar a conclusiones más definitivas, por eso me he aferrado a esos procedimientos que se repiten, a esos personajes que vuelven a aparecer en otro libro, en otras circunstancias, con otros nombres, pero que a veces son los mismos.

 

 

GJE. -He sabido que tu próximo libro, Memorias de Altagracia, será enmarcado en un contexto diferente del de la ciudad, que se trata de historias desarrolladas en un ambiente mágico de provincia, en el Barquisimeto de años atrás. ¿Podría implicar esto un capitulo nuevo e inusitado en tu obra, un aspecto que recién ahora comenzarías a trabajar?

SG.-Fíjate que esto incide directamente en lo que estábamos hablando. Este libro –ya lo leerás cuando aparezca- podría parecer un salto, una etapa diametralmente distinta, nueva en mi trabajo. Sin embargo, no es así; porque si tú observas los libros anteriores, encuentras que empieza a asomarse ese mundo desde el principio, es decir, los personajes de mis novelas viven en Caracas y reaccionan en una realidad que es la capital; sin embargo, ellos siempre van hacia atrás, buscan un pasado y tratan de encontrar algún hilo que les permita establecer una cierta coherencia en su existencia, una cierta explicación de por qué están vivos, de por qué existen, de por qué hacen lo que hacen todos los días, y al mirar hacia atrás encuentran esos rasgos de la infancia –que es mi infancia, no queda más remedio- y que asoman allí como pequeños brotes que no se desarrollan, que apenas nacen; luego en libros posteriores esa zona especial se va enriqueciendo, va creciendo, se va expandiendo más. Ya en Los pies de barro esa zona cubre un buen espacio de la novela; la novela está bastante penetrada de más vueltas al pasado, de esas evocaciones, de una zona un poco indecisa de la infancia donde aparece la magia, el misterio, el sueño, de todo aquello que nos desapareció de las manos en un momento dado, y que quizás sea para nosotros lo fundamental. Este libro aparece justamente cuando por primera vez yo me alejo del país por largo tiempo, paso un año en España, y se cierra esa especie de perspectiva de que siempre se habla con respecto al país, y con respecto a uno mismo, cuando se encuentra con una realidad que no es la nuestra, y que en muchos aspectos es diametralmente distinta. Una vez en España, encontré que esa zona que apenas se había entrevisto, y en la cual no me había atrevido a penetrar totalmente, se me iluminaba de golpe, y me vi con los recursos y con los instrumentos en la mano para acometerla en seguida, en forma total. De ahí entonces que escribí estas Memorias de Altagracia, que están totalmente en la atmósfera de la infancia.

 

 

GJE. -¿Qué podrías decirnos de tu primera obra, publicada en Barquisimeto hace muchos años, creo que en la Asociación Mosquera Suárez?

SG.- A ese libro, llamado El parque, lo recuerdo muy vagamente, no te podría hablar de él, pero estoy seguro de que en ese pequeño libro están presentes estas obsesiones de que te hablé, las cuales continúan desarrollándose en mis trabajos posteriores. Pero lo que muy vagamente recuerdo de esta novelita, es que se hallan allí los gérmenes de esos personajes que yo demarqué después con más fuerza.

 

 

GJE. –Pienso que el boom, la publicidad, los esquematismos temáticos que imponen a veces las ideologías, y especialmente muchos sociólogos, han contribuido a oscurecer los alcances reales de la literatura hispanoamericana. ¿No crees que existe un descuido de las dimensiones interiores del hombre, y por el contrario, por una exagerada polémica acerca de las formas?

 

SG.- Creo que hay exageradas polémicas de todo, no solamente de formas. Se ha especulado demasiado. Estamos en una época de excesivas especulaciones. Yo pienso que el mundo debió ser mucho más llevadero para un escritor hace cincuenta o cien años, cuando la crítica no era esa especie de industria que es hoy; el escritor tenía sus zonas íntimas y personales mucho más reservadas, cuando le era permitido escribir sin tanta interferencia y sin tantas exigencias continuas y compulsivas, como las que hoy sufre el escritor en todas partes del mundo.

Pienso que esto obedece mucho a los mecanismos de la industria de la comunicación y de la información, que ya es un gigantesco aparato que está por encima de nosotros, y nos envuelve completamente. Ojalá podamos volver a una situación más sosegada para el escritor; ojalá la creación pudiera reservarse a una parte más íntima de la persona, y estuviera menos lanzada al público y al exterior. Esto es inevitable, dada la época que vivimos. Sin embargo, yo no lo creo enteramente positivo.

Las excesivas especulaciones oscurecen la literatura, la complican, llenan de exigencias al escritor y coartan por completo su libertad. Es muy difícil que un escritor hoy se sienta libre del todo, puesto que se ve demasiado rodeado de responsabilidades que él tiene que afrontar, y a veces que acatar, en la literatura. Por eso pienso que vivían más felices o por lo menos más tranquilos, los escritores de hace un siglo, que los de hoy.

 

 

GJE. -Hoy, por ejemplo, muchos críticos se han enfrascado en un problema de terminología. Pongamos por caso, la archirrepetida polémica de la “literatura comprometida”, que ha terminado por cansarnos.

 

SG.- Sí, el escritor siempre está comprometido, no quiere y no puede evitarlo. Él se siente comprometido con la sociedad, consigo mismo, con la vida… en otras épocas el escritor participó más activamente en los procesos sociales y en la vida política. Lo que pasa es que ahora hay más imposiciones. Entonces no se trata del hecho general de comprometerse, sino de comprometerse con determinada cosa, y a veces se ha llegado hasta la sutileza, y entonces se explota la conducta y la vida personal del escritor buscándole pequeñas fallas, pequeños traspiés para juzgarlo, para acosarlo a veces, cosa por lo demás absurda. Parece que se pretendiera que el escritor fuera una especie de superhombre que no tiene debilidades ni pequeñeces, ni se le permite equivocarse ni vacilar en un momento dado, como si fuese una especie de ser escogido, perfecto.

El político, por ejemplo, vive de equivocarse. Parece esta una virtud del político: retractarse para tomar un nuevo camino, para iniciar una nueva empresa. En cambio. al escritor no se le permite: cuando un escritor por desgracia se equivoca, se hunde definitivamente, no tiene salvación posible.

 

 

GJE. -¿Cómo fue que te decidiste a novelar, qué te impulsó a hacerlo?

 

SG.- Me es imposible contestar –al menos para mí-- concretamente a esa pregunta. Sin embargo, te puedo asegurar, al menos hasta donde recuerde, que me sentí siempre inclinado al hecho de contar, y desde que empecé a escribir, un poco por juego o por afición secreta en los años de mi adolescencia, me llamó siempre la atención poder narrar algo, poder hacer una historia.

 

 

GJE. -¿Has escrito versos, o sentido impulsos de escribirlos? ¿Un posible libro de poemas?

 

SG.- Casi estoy seguro que no. Ya estoy un poco viejo para cometer ese tipo de error adolescente. Me refiero al hecho de escribir versos específicamente, porque la poesía es otra cosa. La poesía necesariamente no tiene que ver con los versos, hay versos que no tienen nada de poesía por dentro; en cambio, hay textos en prosa llenos de una maravillosa poesía. Nunca me sentí inclinado a escribir propiamente poesía, sin embargo, creo que he estado perseguido continuamente por la poesía, y que nunca he luchado contra ella, sino que he tratado de dejarme vencer más bien por ella. Es posible que en algunos momentos mi prosa haya podido alcanzar la altura suficiente y necesaria para entrar en el campo mismo de la poética.

 

 

GJE. - ¿Crees tú que haya propiamente una narrativa, o mejor, una literatura auténticamente venezolana? Si la hubiera, ¿podría equipararse de algún modo a la novela norteamericana, desde John Dos Passos hasta la Generación perdida?

 

SG. --En primer lugar, no podríamos establecer esa especie de paralelo o comparación entre la literatura norteamericana y lo que podría ser una literatura venezolana. Tendríamos que partir del hecho de que Norteamérica es un inmenso país que ha influido de una manera determinante en el desarrollo histórico de la humanidad en este siglo.

Venezuela es, por lo contrario, un país colonizado por los grandes poderes del mundo, que la condicionan en las fases sociales, económicas, políticas… y también en la literatura. No podemos nunca tener un nivel igual al de un país que más bien es el imperio. Es completamente imposible un paralelo allí. La posibilidad de que exista una literatura venezolana es algo que estaría condicionado al desarrollo posterior del país, al legado de Independencia que seamos capaces de ir adquiriendo; a la posibilidad de desarrollarnos como un país que nos sea propio, auténtico, identificado en el mundo. Esto es obra de un proceso que ahora estamos viviendo. Por ahora nuestras manifestaciones literarias y artísticas seguirán siendo vacilantes, estarán siempre acusadas de influencias, responderán a ondas que fatalmente llegan de los países que nos dirigen como potencias económicas y culturales, y es esta lucha y este mismo conflicto el que va generando la posibilidad de una literatura propia.

 

 

GJE. - ¿Podría explicar eso el desarraigo y el carácter conflictivo de sus personajes?

SG.- Sí, gran parte de mis personajes buscan su identificación a través de su propia vida, como el país la busca también, sin encontrarla, porque aun nuestra propia historia está escamoteada, no la poseemos, no somos dueños de ella, no tenemos siquiera el respaldo de una tradición coherente; es decir, nos encontramos frente a un país informe que no nos pertenece totalmente, trabado en su evolución, el cual no ha sido analizado y comprendido en su proceso histórico. El hombre de mis novelas es un hombre de multitudes, pero es un hombre solo, que ni siquiera está solo consigo mismo, porque no es dueño de su individualidad; está cercado, rodeado de cosas que lo devoran.

 

 

GJE. --¿Serias capaz de hablarnos de algún tipo de influencias plásticas o musicales en tu obra?

 

SG.- Las influencias en general son algo muy esquivo, muy incierto, son muy difíciles de precisar sobre todo para el artista, para el escritor. Ese es un proceso a veces inconsciente, la absorción de cosas en las cuales no nos ponemos a pensar, pero que dejan una huella firme, profunda en la mente, en el espíritu.

Yo recuerdo que Emir Rodríguez Monegal, en una entrevista que me hizo, decía que en mis novelas había influencias de Residencia en la tierra, de Pablo Neruda. Eso causó cierto revuelo entre los amigos de Caracas, que decían en general, que eso era absolutamente absurdo. Aparentemente es así. Sin embargo, cuando Rodríguez Monegal dijo eso, algo en lo cual yo nunca había pensado, recordé, sí, que yo solía leer mucho ese libro en los años de mi adolescencia, un poemario que realmente me impactó cuando lo leí por primera vez, yo lo leía con asombro y con cierta perplejidad, porque se revelaba ahí un universo poético absolutamente desconocido para mí. Nuestro más cercano vínculo de modernidad era el modernismo de Darío, y de repente tropezamos con una poesía donde aparecen los elementos de la realidad, crudos, desnudos, con toda su fealdad, su mundo de objetos toscos y vulgares. Sin embargo, de aquello se despertaba un caudal poético extraordinario, nos impresionó muchísimo, lo releíamos, tratando un poco de desentrañar lo que había en todo aquello.

Conscientemente, yo no me he sentido nunca influido por Residencia en la tierra, pero al mismo tiempo eso indica gran agudeza por parte de Monegal, al que, sin yo haberle mencionado esa circunstancia, pudo rastrear aquello y hacerlo notar. Que sea cierto o no, yo mismo no lo podría asegurar.

Así pues, es muy difícil saber exactamente aquello que en un momento dado nos influye, llega a penetrarnos. De apoderarse de ciertas regiones de la mente.

 

 

GJE. –Quisiera que me pudieras nombrar a otros críticos que hayan indagado esas zonas, que hayan tratado de encontrar destellos importantes en tu obra. ¿Podría ser Ángel Rama uno de ellos?

 

SG.- Te diré, justamente ahora que has mencionado a Ángel Rama, él es un crítico que me sorprendió muchísimo, con un trabajo que publicó en la revista Eco, de Colombia. Ante los esquemas que siempre se mencionan para interpretar mi obra –lo sucio, lo escatológico-, él pasa un poco por encima de eso y empieza a describir cosas muy interesantes. Yo le escribí una carta que me había revelado aspectos que yo creía haber logrado, haber conseguido.

 

 

GJE. --¿Puedes especificar los aspectos asomados por Rama?

 

SG. –Yo no sabría decirte exactamente, pues se trata de un ensayo harto complejo. Lo que podríamos hacer después, es buscar la revista donde apareció ese ensayo y pormenorizar algo más. Sólo te diría que son descubrimientos de trascendencia.[1]

 

 

GJE. - ¿Cómo son las relaciones con la música? ¿Tienes algún compositor o intérprete de preferencia?

 

SG. _Pues bien… mira (pausa larga), hace mucho tiempo yo estudié música, estudié cuatro años de piano en edad de once, doce, trece años. Luego lo dejé para siempre.

 

 

GJE. - ¿Qué piezas tocabas?

 

SG.-Bueno, empecé con mis ejercicios, unos ejercicios que me enseñaba una tía mía vieja, que componía música religiosa, una vieja muy fina. Empecé a tocar pequeñas piezas como Para Elisa, de Beethoven; la Marcha Turca de Mozart. Después vino la desesperación de la adolescencia, y yo no me iba a someter a la disciplina del piano, que requiere de dos o tres horas de estudio al día. Pero a menudo tocaba, y luego me vino por un año un interés enorme en la música; incluso las primeras cosas que yo escribía por un periódico eran cosas sobre música clásica. Algo extraño, es verdad, pero fue una experiencia bastante interesante.

[1] Ángel Rama publicaría un año después un libro titulado Salvador Garmendia y la narrativa informalista editado por la Universidad Central de Venezuela en 1975, que puede haber sido la conclusión ya acabada del ensayo aludido por Garmendia.

Salvador Garmendia (Barquisimeto, 1928 - Caracas, 2001) Escritor venezolano considerado el mejor representante de la novela urbana en su país. La publicación de Los pequeños seres (1959), Los habitantes (1961) y Día de ceniza (1963) supuso la aparición en la narrativa venezolana de la temática de la alienación de los habitantes de las ciudades, ya iniciada por Guillermo Meneses, pero explorada en estas novelas con plena conciencia de que el mundo rural había sido destrozado irremediablemente. En este sentido, la obra de Salvador Garmendia se opone a la de Rómulo Gallegos, y puede ser vista como una empresa de demolición de los anteriores esquemas de la narrativa venezolana.

 

 

 

Gabriel Jiménez Emán es narrador, ensayista y poeta. En el campo del microrrelato ha publicado obras consideradas referentes del género en Hispanoamérica, como Los dientes de Raquel (1973), Saltos sobre la soga (1975), Los 1001 cuentos de 1 línea (1982), La gran jaqueca y otros cuentos crueles (2002) y Consuelo para moribundos (2012) e Historias imposibles (2021) y entre sus libros de cuentos más conocidos están Relatos de otro mundo (1988), Tramas imaginarias (1990) y La taberna de Vermeer y otras ficciones (2005), entre otros. En el campo de la ciencia ficción son conocidas sus novelas Averno (2006) y Limbo(2016) y dentro de la novela histórica Sueños y guerras del mariscal (1995) y Ezequiel y sus batallas (2017), y varias novelas cortas como Una fiesta memorable (1991), Paisaje con ángel caído (2002), El último solo de Buddy Bolden (2016) y Wald (2021). Ha publicado numerosos ensayos, algunos de los cuales se hallan en sus libros Provincias de la palabra (1995), El espejo de tinta (2007), Mundo tórrido y caribe. Cultura y literatura en Venezuela (2017), y sendos estudios sobre César Vallejo, Elías David Curiel, Franz Kafka, Armando Reverón, Rómulo Gallegos, y un ensayo sobre filosofía moderna, La utopía del logos (2021). Su obra poética se encuentra reunida en los volúmenes Balada del bohemio místico (2010), Solárium y otros poemas (2015), Los versos de la silla rota (2018) y Hominem 2100 (2021). En 2019 recibió el Premio Nacional de Literatura por el conjunto de su obra.