Mis viajes con Tolstói. Por Selma Ancira
Este ensayo fue publicado originalmente en Alforja. Revista de Poesía, número 32.
Mis viajes con Tolstói
Selma Ancira
El 12 de septiembre de un ya lejano 1974 llegué a Moscú por primera vez. Sólo tenía 18 años y me sentía dispuesta a conquistar y a dejarme conquistar por una Rusia que apenas conocía gracias a ciertas composiciones de Rachmáninov, alguna novela de Dostoievski leída, no recuerdo por qué razón, en inglés, y muchos relatos de amigos de mis padres que habían estudiado en aquellas remotas tierras y llegaban contando maravillas del pueblo ruso y de la sensibilidad de los eslavos.
Mi encuentro con la patria de Pushkin fue atroz. Nada que ver con las imágenes románticas que una y otra vez habían acudido a mi mente cuando, sola en la sala de mi casa de San Jerónimo, pasaba largas horas escuchando cantar a Boris Christoff bellísimas canciones de contenido incomprensible que estimulaban mi fantasía y me hacían imaginar de mil maneras mi llegada y mi futura vida en Moscú.
Una vez allá, aquella Rusia cubierta de nieve con la que tantas veces había soñado se convirtió en una Moscú salpicada de lodo y de lluvia. Mi triunfal ingreso en las aulas de la Universidad Estatal de Moscú se esfumó cuando fui obligada a subirme en un tren destartalado que me condujo hasta Vorónezh, una pequeña ciudad perdida en medio de la nada y a la que me habían destinado para que aprendiera el idioma. Los largos y románticos paseos por los frondosos bosques que rodean Moscú quedaron reducidos a elementales caminatas por calles asfaltadas que llevaban de la residencia estudiantil al famoso “mar de Vorónezh”, una presa sin ninguna gracia.
Desesperante la imposibilidad para comunicarme, grasosa e insulsa la alimentación en los comedores estudiantiles, humillante la cuarentena a guardar por proceder de un país exótico, ajeno y riguroso el clima, extraña la Naturaleza, infinitas las privaciones… Demasiado, se podría pensar, para una adolescente mexicana acostumbrada a la comodidad y la abundancia.
Sin embargo, poco a poco la violencia de esas primeras impresiones se fue diluyendo. Vorónezh, con sus calles arboladas y su gente silenciosa, comenzó a serme familiar. Las primeras clases de ruso prometían dar luz al mundo misterioso que se ocultaba detrás del alfabeto cirílico. Con el paso de los días comencé a entablar amistad con algunos estudiantes igualmente extranjeros, e igualmente solitarios y desvalidos.
No obstante, muy poco tiempo después de haber llegado a Vorónezh pedí mi traslado a Moscú. Seguramente lo hice bajo los efectos del primer impacto, pues por proceder de un país sumamente remoto y sumamente extraño apenas bajar del tren fui conducida hasta unos baños públicos y obligada, bajo la mirada amenazante de una mujer robusta con un espantoso pelo de estropajo, a restregarme la piel y a enjabonarme la cabeza para, horas más tarde, pasar una humillante revisión médica, que no impidió que, a pesar del estado saludable en que me encontraron los galenos, las autoridades universitarias decidieran recluirme en un edificio aislado hasta haber cumplido la cuarentena obligatoria para quienes procedíamos del tercer mundo. Esto, aunado a mi deseo de recibir una educación no sólo filológica sino humanista y poder visitar los museos de la capital, asistir a la ópera, al ballet y al teatro, me impulsó a solicitar la ayuda de la embajada de México. Gracias a las gestiones de Carlos Lagunas, a principios de octubre, cuando el otoño apenas despuntaba, dejé la vida que acababa de iniciar en ese remoto rincón de Rusia y volví a Moscú. Volví a Moscú entonces, y un año después, y dos, y tres, y cinco, y ocho…, y de nuevo volví a Moscú hace unos meses, en agosto, pero ya no como una estudiante ávida de aprender la lengua para descubrir la literatura y adentrarse en la vida de un pueblo, sino como la traductora que el tiempo ha hecho de mí.
Volví a la Moscú de Chéjov y de Goncharov, a la Moscú de Tsvetáieva y de Pasternak, pero también a la Moscú de mi primera juventud. De inmediato me sentí como en casa al pasear por sus pintorescos callejones y sus grandes avenidas, al confundirme con su gente, con sus transeúntes taciturnos, pero sobre todo al encontrarme con los amigos de antaño, incondicionales, eternos, que hacen que, a pesar de los implacables cambios que la fisonomía de la ciudad ha sufrido, siempre me sienta, como en el pasado, parte de ella. Llegué a Moscú; dos días más tarde, los invitados a la conferencia internacional dedicada a la memoria de Lev Tolstói en el 175 aniversario de su nacimiento debíamos salir a Tula. La Universidad de Tula lleva el nombre de Tolstói. Hace relativamente poco se creó allí una cátedra para el estudio de la herencia espiritual del autor de Resurrección. Las personas que integran esa cátedra y el director del Museo Tolstói en Moscú, Vitali Borísovich Rémizov, fueron los organizadores del encuentro. Debíamos de ser unos 40 participantes, entre ellos algunos extranjeros de lugares tan diversos como Polonia, Japón, Alemania, Canadá o México, y un invitado de honor de nacionalidad francesa, Ilyá Ivánovich Tolstói, bisnieto del Conde Lev Nikoláievich, un anciano sensible y sonriente que se preocupa y se dedica a cuidar y a enaltecer la memoria de su bisabuelo.
La víspera de la inauguración de las jornadas visitamos la hacienda de Yásnaia Poliana. Para mí fue una experiencia diferente, mucho más íntima, honda y conmovedora que en anteriores ocasiones. Vi habitaciones generalmente no abiertas al público, oí explicaciones e hipótesis sobre distintos momentos de la vida del escritor que no se dan a los visitantes habituales, pude detenerme sin prisa frente a los libros de la biblioteca y descubrir la existencia de volúmenes en 35 idiomas diferentes y conversar con gente que se ha dedicado en cuerpo y alma al estudio de la obra, de la vida y del pensamiento de Tolstói. Yo acababa de salir de un largo periodo de entrega casi absoluta a la obra del escritor. Durante los últimos cuatro años, mi vida —en Barcelona— había transcurrido entre Yásnaia Poliana y Moscú. Las emociones, las ideas, las aventuras y desventuras, las contrariedades, las alegrías de Tolstói y su familia habían sido las mías. Recuerdo con cuánta emoción viví el nacimiento de Seriozha, el primogénito, y con qué infinita tristeza asistí a la muerte de Masha, la hija que Lev Nikoláievich más quería y la que le era más cercana. Viví con consternación el momento en que el escritor, todavía muy joven, perdió parte de su hacienda por deudas de juego y, mucho más adelante en el tiempo, también pasé noches en vela cuando el Santo Sínodo decidió excomulgarlo. Sabía, desde la perspectiva de hoy, que nunca se le concedió el Premio Nobel de la Paz y, sin embargo, cuando a principios del siglo XX comenzaron a correr en Rusia los rumores de que Tolstói podía ser el elegido, se me ocurrió pensar que viajaría a Estocolmo para recibirlo. A lo largo de cuatro años de convivencia cotidiana con el conde fui descubriendo los pliegues más íntimos de su vida, sus preferencias y sus aversiones, sus amores y sus desamores, de modo que en esta ocasión cada objeto, cada libro, cada retrato, cada rincón de la casa me resultaba conocido y me hacía evocar momentos de mi vida con él.
Lev Nikoláievich está sepultado en Yásnaia Poliana; no hay monumento funerario ni lápida, no hay cruz. Sólo está el féretro cubierto de hierba en verano y de nieve en invierno, siempre con un ramo de flores que algún lector agradecido ha depositado encima. Es el lugar donde Tolstói y sus hermanos, de niños, enterraron una varita verde con extrañas incisiones que ellos interpretaron como una inscripción. Decían que quien lograra descifrarla daría la felicidad a los hombres: nadie se enojaría nunca más y los seres humanos, todos, aprenderían a amarse. Tolstói eligió ser enterrado allí, en el lugar de la varita verde que fue para él y para sus hermanos símbolo de amor entre los hombres. Las jornadas en torno a la obra de Tolstói transcurren como si la varita verde hubiera sido encontrada. ¡Cuánto respeto, cuánta armonía reina entre los participantes! Durante el día las ponencias tocan los más diversos temas y por la noche departimos en banquetes en los que, a la usanza rusa, los brindis son pensados y hechos para realzar y ennoblecer las cualidades de la persona por la que se brinda. Se brinda por todos y cada uno de los presentes. La atmósfera no puede ser mejor. En Tula me entero de que en Rusia, además de casi un centenar de escuelas que educan a los niños siguiendo los preceptos pedagógicos de Tolstói y utilizando los libros de texto que Lev Nikoláievich creó hace más de cien años, hay un orfanato donde los niños son tratados de acuerdo con las ideas de educación que había desarrollado el escritor. Pido que me lleven. Quiero ver a esos niños huérfanos que crecen de manera diferente. La visita que hice al orfanato de Yásnaia Poliana fue, sin lugar a dudas, uno de los momentos más intensos de mi viaje. Son sólo 56 criaturas, de 2 a 18 años. Visito todos los salones, hablo con todos los niños, y salgo de allí conmocionada por múltiples razones, entre otras porque sentí la fuerza de la enseñanza de Tolstói que es capaz de hacer que una criatura desprotegida, recién abandonada por una madre alcohólica, tenga una mirada luminosa.
Las lecturas continúan en Moscú. El día del aniversario del escritor, en un acto de amor, casi me atrevería a decir de veneración, centenares de hombres y mujeres acuden con flores hasta los distintos monumentos que de Tolstói hay en la ciudad. Tolstói se cubre de dalias y de margaritas. El Museo ha elegido ese día para inaugurar su nueva exposición. Vitali Borísovich lleva muchos años preparándola. Todo está a punto. Nos hemos reunido para celebrar al gran escritor. Hablan los especialistas rusos, hablamos los invitados extranjeros, un adolescente toca al piano el vals que compuso Tolstói, un muchachito en edad preescolar nos recita el cuento Filipok con una soltura digna de un actor consagrado, el conjunto de música folclórica rusa Levshá interpreta las melodías populares que Tolstói prefería. Es un ambiente de fiesta donde a todos nos une el amor por el autor de esa prodigiosa novela que es La guerra y la paz.
Ese día tuve una sorpresa gratísima. La visita al museo termina en una sala donde se exhiben algunas de las traducciones de las obras de Lev Nikoláievich hechas a lo largo de más de un siglo a los más diversos idiomas. Del hindi, por mencionar un idioma para mí muy lejano, al inglés o el alemán. Y allí, entre los pocos libros elegidos, encontré mi primer volumen de los Diarios en la edición de Era. Me sentí inmensamente honrada. Tolstói murió en Astápovo, un apartado lugar en la estepa rusa, de difícil acceso, en donde se ha creado un modesto museo que recuerda los últimos días de la vida del escritor. Vitali Borísovich nos invita a Ilyá Ivánovich y a mí, a hacer un viaje a Astápovo. Van también dos chicas que trabajan como guías en el Museo de Moscú. Son muchas horas de viaje. En el trayecto hablamos de Tolstói, de la inmensidad de la tierra rusa, de la belleza de la tierra rusa, de la atracción que esta tierra ejerce en determinadas personas.
Llegamos a Astápovo muy tarde por la noche. Nos está esperando un banquete en el Museo. Cenamos de nuevo a la usanza rusa, es decir, con brindis y palabras amables para todos. Afuera, el silencio es imponente. La Luna es la Luna de la estepa. Una Luna distinta. Al terminar de cenar Vitali Borísovich nos propone una visita al museo. Una visita nocturna. Tolstói murió de noche. Recorremos las habitaciones. Yo reconstruyo mentalmente los últimos días del escritor. Cuando llegamos a la habitación donde agonizó veo que una de las chicas rusas que viene con nosotros está llorando. Llora desconsoladamente. También a Raísa, nuestra guía, se le quiebra la voz mientras nos relata las últimas horas de vida de Tolstói. Me pregunto cuántas veces habrá repetido esa historia y sin embargo siguen llenándosele los ojos de lágrimas… Nos dice que al día siguiente de la muerte del escritor centenares de personas acudieron en peregrinación hasta Astápovo para despedirse de él. Aquella noche había Luna llena y el perfil de Tolstói se dibujaba en la pared contra la que se apoyaba el camastro. Un trabajador de la estación ferroviaria, con un pedazo de carbón, trazó ese perfil sobre el papel tapiz. El trazo todavía se conserva. Nos permiten entrar en la habitación y verlo. Todo es tan emotivo, tan conmovedor, que ahora soy yo quien siente el embate del llanto.
Llegamos al hotel. Probablemente el único del lugar. Al entrar se siente un penetrante olor a insecticida. La temperatura se acerca a los cero grados. Dentro y fuera. Pregunto si no hay calefacción. La mujer que está de guardia me recuerda que estamos a principios de septiembre y la calefacción se enciende a mediados de octubre. Es cierto, lo había olvidado. Las puertas de todas las habitaciones están abiertas. La misma parca mujer se dirige a nosotros con una sola palabra: “Elijan.” Cada uno escoge el cuarto donde pasará esa noche y la siguiente. Veo un lavabo pero no veo el baño. Pregunto por él. Me informan que está del otro lado del pasillo. ¿Y la regadera? También se encuentra en el pasillo, junto a los baños, pero no hay agua caliente. El desconcierto es momentáneo, la reacción casi inmediata: si Tolstói pudo vivir en una habitación tan sencilla como la que Ozolin le cedió, yo sobreviviré sin baño, sin ducha y sin calefacción. Estoy en Astápovo, ¡qué importa la comodidad! No tiene ninguna importancia, como no la tiene la escasez de alimentos, ni el frío, porque todo queda compensado por el lado humano, por la calidez, por la cordialidad de los rusos.
A la mañana siguiente me despiertan los sonidos metálicos de una banda. Mi ventana se ha empañado durante la noche. No logro ver qué está pasando en la calle. Salgo y descubro que el pueblo entero está de fiesta. Las niñas llevan inmensos lazos blancos en el pelo y ramos de flores en las manos. También llevan flores las mujeres y los hombres. Todos se han engalanado para celebrar el aniversario de Lev Nikoláievich. Junto con los vecinos del lugar recorremos detrás de la banda las calles del pueblo hasta llegar al monumento a Tolstói. Una vez allí nos dan la bienvenida y hablan del escritor distintas personalidades locales para después cedernos la palabra a nosotros, los huéspedes. Terminados los discursos, uno a uno los habitantes de Astápovo depositan los ramilletes a los pies del monumento. Una vez más, Tolstói se cubre de flores.
De vuelta en Moscú estuve varias semanas trabajando cotidianamente en la biblioteca del museo. Vitali Borísovich puso a mi disposición todos los libros, los manuscritos, las ediciones soviéticas y presoviéticas que podían resultarme necesarias para completar mi trabajo. Una tarde, cuando ya estaba a punto de cerrar mi cuaderno, una de las empleadas del museo llegó a invitarme de parte de Rémizov a hacer una visita a la casa moscovita de Tolstói. Todavía era de día, pero la noche no tardaría en caer. Acepté el ofrecimiento, guardé mis libros y salí de la biblioteca. Vitali Borísovich había organizado, para los directores de los museos literarios de Moscú, un recorrido por la casa de Jamóvniki. Esa misma casa de la que Bunin, en su brillante ensayo “La liberación de Tolstói”, dice: “Qué jardín tan extraordinario, qué casa tan inusual, qué misteriosas y llenas de significado aquellas ventanas iluminadas: detrás de ellas estaba él.” A pesar de que no es largo el camino que separa el Museo Tolstói de la casa de Jamóvniki, llegamos cuando ya se ha puesto el Sol. Hace frío. Los árboles comienzan a desdibujarse en la oscuridad. Los senderos ya sólo se adivinan. Desde el fondo del jardín se ve la casa con las ventanas iluminadas. La luz es muy tenue, es luz de velas: la iluminación propia del siglo xix. Alguien está tocando al piano los nocturnos de Chopin que a Tolstói más le gustaban. La casa parece habitada. Tengo la sensación de que en cualquier momento aparecerá Lev Nikoláievich. Es tan viva esta impresión que cuando llego a su estudio y veo su escritorio, me sorprendo de no encontrarlo trabajando. Estoy tan acostumbrada a verlo allí, escribiendo…
Durante todo el recorrido nos acompaña el piano. Chopin y Rachmáninov. Pienso en Shaliapin. ¡Deben de haber sido maravillosas las veladas musicales en Jamóvniki! Shaliapin cuenta en sus Memorias que una gélida tarde de enero fue a visitar a Tolstói y cantó, acompañado al piano por Rachmáninov, varias romanzas. Entre ellas El viejo caporal, con música de Dargomyshski y letra de Béranger. “Lev Nikoláievich estaba sentado frente a mí, con las manos metidas tras el cinturón. Yo lo miraba de vez en cuando y pude darme cuenta de que seguía mi rostro con interés… Cuando con lágrimas pronuncié las últimas palabras del soldado al que iban a fusilar: ‘Que Dios les conceda volver a casa’, Tolstói liberó su mano del cinturón y se secó dos lágrimas.”
En Jamóvniki todo evoca la sensibilidad de este hombre descomunal, contradictorio, extraordinario. Un hombre al que le dolía el mundo y que exhortaba a la humanidad a vivir sin maldad, a aprender a perdonar, a no responder al mal con el mal, ni a la violencia con la violencia. ¡Si la humanidad lo escuchara!
Salgo del museo y me dirijo al metro Park Kultury. Tengo la sensación de estar recorriendo, a pasos agigantados, el camino del siglo XIX al XXI. Conforme me alejo de la casa, me adentro en una realidad de alcoholismo y vulgaridad. Pero ahora ya nada puede enturbiar las impresiones de esta temporada vivida en la Rusia de Tolstói. Al salir del metro descubro que hay Luna llena. Una inmensa Luna color ámbar. La Luna de septiembre. Me siento feliz, con ganas de escribirle a mi hijo que he recuperado mi Rusia, que Tolstói me ha devuelto la Rusia profunda y espiritual de la que me enamoré hace ya muchos años y de la que hace una eternidad no me sentía tan cerca. /
[Barcelona, enero del 2004]
Leon Tolstoi (Rusia, 1828-1910). A partir del año 1844, Leon estudió en la Universidad de Kazán, instruyéndose en Leyes y Lenguas Orientales, pero abandonó sus estudios en 1847 descontento con los métodos educativos. Participó, a partir del año 1851, en diversas expediciones militares en el Cáucaso y en la Guerra de Crimea. Tolstoi comenzó a escribir en diversas publicaciones a mediados del siglo XIX, entre ellas la revista Sovremennik, fundada en la ciudad de San Petersburgo por Alexander Pushkin y dirigida en tiempo de Tolstoi por Nikolái Nekrásov. Su primer libro fue “Infancia” (1852), continuado por “Adolescencia” (1852-54) y “Juventud” (1857), una trilogía autobiográfica. En “Relatos de Sebastopol” (1855-1856) rememoró su época bélica. Más tarde publicó “Felicidad Conyugal” (1859). Su espíritu social y solidario le llevó a fundar una escuela en el año 1857 a la que asistían los hijos de los campesinos que trabajaban en su hacienda. También creó una revista denominada Yasnaia Poliana, en la que exponía sus idearios pedagógicos. En el año 1862 contrajo matrimonio con Sofia Andrejevna Bers, a quien el escritor llamaba Sonia. La pareja tuvo catorce hijos. La última etapa de su obra, marcada por varias desdichas, como la muerte de dos de sus hijos, se caracteriza por sus conflictos y reflexiones espirituales, éticas y filosóficas, bases de títulos como “Confesión” (1879), “En Que Consiste Mi Fe” (1882), “La Iglesia y El Estado” (1891) o “La Doctrina Cristiana” (1897), libros en los que pone de manifiesto su creencia en el amor y la humildad como base principal del ser humano. Por estos textos fue excomulgado por la Iglesia Ortodoxa en el año 1901. Escribió también trascendentales ensayos artísticos como “Qué Es El Arte” (1897). Leon Tolstoi murió en la estación de tren de Astapovo, Riazán (Rusia) el 20 de noviembre de 1910, cuando pretendía abandonar sus posesiones para incomunicarse en algún territorio solitario. Su singular tumba, sin nombre ni simbología, un túmulo de hierba, flores y hojas, se situó en un bosque de su finca en Yasnia Polania.
Selma Ancira [Berny] es una traductora mexicana, específicamente de literatura rusa y griega moderna. Estudió Filología Rusa en la Universidad Estatal de Moscú y realizó estudios de griego moderno y de literatura griega en la Universidad de Atenas. Su trabajo le ha merecido diversos reconocimientos nacionales e internacionales como la la Medalla Pushkin (2008), máxima condecoración con que Rusia distingue a los artistas extranjeros; el XII Premio de Traducción Ángel Crespo (2009), por su traducción de Viva voz de vida, de Marina Tsvietáieva, a quien introdujo para el público hispanoamericano; el Premio de Literatura Marina Tsvietáieva (2010), por sus traducciones de la poeta, que se otorga en la ciudad rusa de Elábuga; el Premio Literario Maximilián Voloshin (2010), de Ucrania; El Premio Nacional de Traducción por el conjunto de su obra (2011), de España; y el Premio de Traducción Literaria Tomás Segovia (2012), que se entrega en el marco de la Feria Internacional del Libro fil de Guadalajara. Entre los autores que ha traducido del ruso están Iván Bunin, Mijaíl Bulgákov, Fiódor Dostoyevski, Borís Pasternak, Aleksandr Pushkin y Marina Tsvietáieva. Del griego, Yorgos Seferis, Yannis Ritsos y María Iordanidu. Desde 1988 vive en Barcelona.