La risa detrás del velo: Poesía de mujeres afganas. Por César Sandino Alvarado de la Cuesta
En el presente ensayo se trata de dar cuenta cómo, frente a una sociedad opresiva y misógina, las mujeres de la etnia pastún en Afganistán han encontrado canales insospechados de liberación mediante el canto y la risa.
La risa detrás del velo: Poesía de mujeres afganas
César Sandino Alvarado de la Cuesta
I
¿Cuántos de nosotros, cuando escuchamos la palabra “Afganistán”, no imaginamos terrorismo, fanáticos religiosos o mujeres tapiadas de pies a cabeza bajo el peso ignominioso de un burka? ¿Cuántos de nosotros no pensamos inmediatamente en guerra, en Osama Bin Laden y en un país perdido entre las llanuras polvorientas de una región imprecisa y nebulosa que se enmarca bajo el término genérico de Medio Oriente? Nos imaginamos de todo, mientras sea brutal y salvaje, menos la felicidad, el amor o la risa. Pero resulta que en esos lugares, contrario a lo que la propaganda fabricada por Estados Unidos nos quiso hacer creer, también ocurre la poesía, también se sueltan carcajadas desternillantes y se pronuncian blasfemias en contra del orden establecido. En una palabra, en Afganistán también se vive.
No quiero normalizar aquí el hecho de que, desde hace más tiempo del que se recuerde, el país centroasiático haya vivido bajo innumerables guerras, ocupaciones coloniales y conflictos étnicos y religiosos; tampoco me propongo romantizar que sus sociedades se hayan regido, en múltiples ocasiones, bajo preceptos ultraortodoxos y moralizantes, misóginos y vindicativos la mayor parte del tiempo, pero quisiera dejar constancia de que, ante la narrativa oficial que sólo nos proyecta balas, muerte y destrucción, también existe su contraparte: la creación, el regocijo y el divertimiento.
A raíz de la guerra desatada por los ataques terroristas a las torres gemelas, muchos de nosotros escuchamos por primera vez las palabras “talibán”, “islamista” y “Afganistán”, y las aprendimos a demonizar al relacionarlas con los bárbaros e incivilizados. En ese tiempo, veíamos las acaloradas peroratas de George W. Bush, patrióticas y vacías, contra cualquiera que se atreviera a mostrar un ápice de deslealtad a la causa norteamericana. La televisión nos mostraba una y otra vez las traumáticas escenas de personas cayendo de los rascacielos neoyorquinos, pero en cambio nos presentaba imágenes de los bombardeos estadounidenses como simples luces que se encendían en la oscuridad. De un lado, el sufrimiento humano personificado, del otro, la indistinción de lejanas lucecitas que asemejaban a fuegos pirotécnicos. Así aprendimos que en Estados Unidos las personas sufrían de verdad, mientras que del lado afgano no había cuerpos que encarnaran los efectos producidos por esos inocentes destellos en medio de la noche de Kabul.
También por esos años aprendimos más sobre la cultura de los salvajes islámicos, quienes vivían entre cabras y desiertos, cubiertos con turbantes y luengas barbas al estilo de Alí Babá y sus 40 ladrones. Emblemática, sobre todo, era la manera en cómo se nos enseñaba a las mujeres de aquella región: figuras fantasmales escondidas debajo de un burka azul, sometidas inhumanamente a los designios y caprichos de unos hombres fanatizados por la religión del Profeta. No es que durante el régimen talibán (1996-2001), e incluso antes y después de él, bajo el código de honor de las tribus rurales que ahí habitan, la situación de la mujer no fuera oprobiosa e indignante, pero en Occidente y sus países satélite nos hemos hecho a la idea de que las mujeres afganas se encuentran totalmente subyugadas a la voluntad masculina y los preceptos del Corán. La imagen del burka promovida por la propaganda norteamericana no sólo nos hizo creer que la mujer afgana estaba tapada del cuerpo, sino también del espíritu y la mente. Al final, esos pedazos de tela y la propaganda televisiva lograron su cometido: llegamos a invisibilizarlas en cuanto seres pensantes y sintientes. Pero resulta que, a contrapelo de lo difundido, esas figuras espectrales eran todo, menos lo que nos hacían creer.
II
Entre los talibanes, el grupo más numeroso étnicamente hablando lo constituyen los pastunes, una comunidad etnolingüística que vive entre los territorios de lo que hoy conocemos como Afganistán y Pakistán, y que se encuentra fuertemente ceñida a un código de honor milenario conocido como pashtunwali. La resultante simbiosis que se dio entre el islam y el pashtunwali tuvo consecuencias desastrosas para la libertad femenina, pues se llegó a considerar a la mujer como uno más entre los bienes de posesión del hombre. Con todo, eso no impidió que las mujeres encontraran resquicios de independencia y rebeldía por medios insospechados. Uno de esos resquicios lo constituyen los cantos que ahí se entonan desde hace siglos y los cuales reciben el nombre de landays.
El landay es un breve canto compuesto por dos versos de nueve y 13 sílabas, cuyo significado literal en lengua pasto significa “pequeña serpiente venenosa”. Este nombre no podría ser más justo, dado que efectivamente los landays descollan por ser breves y ponzoñosos, satíricos y mordaces. En especial, en el caso de las mujeres pastún, sirven para fustigar el sistema de valores preestablecido y para rebelarse frente a las rígidas normas a las que se encuentran sometidas.
Durante la década de los setenta del siglo pasado, el poeta y filósofo afgano Sayd B. Majrouh (1928-1988) se encargó de recopilar algunas de estas composiciones de tradición oral entre las caravanas de refugiados por la guerra afgano-soviética. Majrouh hacía hincapié en el doble sometimiento, físico y moral, en el que se hallaba sumergida la mujer pastún.[1] Por el lado físico, la mujer ha tenido que desempeñar históricamente los más arduos trabajos domésticos: cuidar y criar a los hijos que no son pocos; hacer la comida y los trabajos de la cocina; atender al ganado (ordeñarlo, alimentarlo y apacentarlo); urdir la lana y coser la ropa; moler los granos, preparar la harina y cocinar el pan; ir por el agua al río cuando menos dos veces por día; ayudar a los hombres en los trabajos estacionales, entre muchas otras labores más.
Sin embargo, la considerable carga física de sus trabajos no es lo que de verdad aflige a la mujer pastún, en cambio, sí lo es el sojuzgamiento moral del que es objeto. Desde su nacimiento, cuando el padre se entera de que es una niña, parece que esto significara una deshonra, pues actúa como si estuviera de luto, mientras que en el nacimiento de un varón sale con efusividad a echar tiros al cielo. Desde pequeña, la mujer es ofrecida en matrimonio a las familias de otros clanes, sin preguntarle después si está de acuerdo o no con tal decisión. Luego, cuando finalmente pasa el momento de las nupcias, el marido (que bien puede ser un viejo o un niño) no se digna a comer con ella ni a estar a su lado, pues es considerada como un ser inferior. De esta manera, toda su vida la pasa en condiciones de desprecio, de subordinación y humillación. Ante una realidad tan desesperante y opresiva, Majrouh se preguntaba lo siguiente:
¿Cuál puede ser entonces su reacción [de la mujer pastún] ante tal estado de cosas? Aparentemente es la completa sumisión. Ella cumple su trabajo como un reloj. Acepta y soporta los valores masculinos que la vuelven un objeto más entre otros.
Pero si miramos un poco más de cerca resulta que esta situación es sólo aparente. En el fondo de su ser es una mujer contestataria. Ella protesta. Y su protesta toma dos formas: el suicidio y el canto.[2]
La primera forma está prohibida por el islam y tenida por cobardía por el código tribal. Mientras que la segunda, materializada en los landays, también está vetada para las mujeres, sobre todo cuando estos hablan de amor. Por dicha razón, la creación de landays es anónima y se ciñe a los espacios estrictamente femeninos, como las bodas, donde las personas son separadas de acuerdo con su sexo, o al momento de recoger agua del río, una actividad restringida al actuar femenino que permite a las mujeres reunirse y entonar sus versos sin el temor de que los hombres las castiguen.
Según Majrouh, tres son los grandes temas que se pueden divisar en los landays femeninos: el amor, el honor y la muerte.[3] Pero todos ellos están atravesados y amalgamados por un sentimiento en común que les da congruencia y sentido, a saber, el de la rebeldía y la protesta. Ya antes de morir el poeta afgano dejó varios escritos en los que resaltaba el papel de la mujer como sujeto creador de los landays más memorables, y en los que se había encargado de ejemplificar y reflexionar sobre los ejes temáticos mencionados. Por esta razón, lo que aquí me interesaría mostrar es otro cariz que atraviesa la triada temática, el cual vendría a revelarnos una imagen de la mujer más allá de la figura sometida por el infame burka. Ese aspecto es el de la risa.
III
Acostumbrados por la propaganda a visualizar a las mujeres afganas como mártires de la injusta sociedad islámica, nos hemos olvidado de la capacidad agentiva y creadora que pueden llegar a tener. Aun más, paternalistamente nos hemos formado una idea de su vida, la cual, bajo esta óptica, sólo puede atestarse de congoja, suplicio y padecimiento, dejando de lado sus poderosos momentos de rebelión. Pero los landays nos vienen a demostrar que por más opresiva que llegue a ser una sociedad siempre podrán encontrarse canales de liberación. Una de las expresiones en las que dicha liberación se manifiesta es a través de la burla y el humor.
Las mujeres pastún gustan de escarnecer a los hombres en sus propios valores, los cuales se encuentran codificados (como vimos arriba) en un sistema conocido como pashtunwali. Una de las fuentes de deshonor para el pastún islámico proviene justamente del temor a la batalla, de rehuir a algún combate o de no mostrar la suficiente gallardía y arrojo. Todas las anteriores son causas suficientes para que las mujeres ridiculicen a quienes se comportan de esta manera y les nieguen incluso el derecho a gozar de sus favores amorosos:[4]
¡Oh, amor! Si tiemblas tanto en mis brazos,
¿qué harás cuando de las espadas cruzadas broten mil relámpagos?
...
En la batalla de hoy, mi amado le dio la espalda al enemigo.
Me siento humillada por haberlo besado anoche.
...
Para ti, el polvo, pero nunca más mi boca:
te escondiste cuando los hombres partieron al combate.
El sistema de valores que habían erigido los hombres es puesto así, por una ironía de la dialéctica, en manos de las mujeres pastún, quienes son las que ahora juzgan a los varones en su propio juego. Incluso las mujeres llegan a divertirse, un tanto con sadismo e inquina, cuando logran que los hombres vayan hasta el extremo de sus propias creencias, por ejemplo, cuando ven como un entretenimiento, un motivo de chanza y sorna, la carnicería bélica de la que los hombres forman parte:
¡Mi amor! Date prisa y alcanza las trincheras
que aposté tu cabeza con las chicas del pueblo.
Ocurre también a menudo que los padres negocian el matrimonio de sus hijas con hombres demasiado viejos, frente a lo cual, las mujeres expresan su desagrado y molestia. Si bien les está prohibido deslindarse de este matrimonio indeseable o hacer declaraciones en público, en cambio, fustigan a aquellos matusalenes en sus cantos ocultos, bien sea por sus defectos físicos, por la decrepitud de sus características, o bien, por su infame desempeño sexual:
Hacer el amor con un hombre viejo
es como cogerse un arrugado tallo de maíz ennegrecido por el moho.
...
Enrollaste un grueso turbante alrededor de tu cabeza calva
para ocultar tu edad, ¿para qué, si ya casi estás muerto?
...
¿No te da vergüenza, con tu barba blanca?
Acaricias mis cabellos y yo río para mis adentros.
...
Que esta roca me aplaste con su peso,
pero que nunca me roce la mano de un marido viejo.
Sucede también con frecuencia que la mujer ridiculiza al fuerte guerrero pastún por no ser lo suficientemente brioso como para resistir toda una noche en vela gozando del placer carnal, lo cual golpea el centro de una hombría basada muchas veces en el poderío sexual:
A tu lado soy hermosa, boca tendida, brazos abiertos.
Y tú, como un cobarde, te dejas mecer por el sueño.
...
Si duermes no tendrás más que polvo,
pertenezco a los que velan por mí toda la noche.
...
Uno muere de deseo de verme un instante,
el otro me echa de la cama diciendo que tiene sueño.
Pero si el intrépido guerrero pastún no logra satisfacer a la mujer, ella siempre puede encontrar la forma de hacerlo. Esto ya implica un alto grado de ofensa y vituperio al honor del hombre, porque significa que la mujer puede (¡oh herejía!) sentir placer y gritarlo a los cuatro vientos, y también, que no necesita sólo de un varón para gozar, cuando puede tener tantos amantes como se le vengan en gana:
¡Vete, amigo mío, y buen viaje!
Eres sólo uno de mis amantes, hallaré cien.
Llegado el caso, tampoco necesita de alguno de esos muchos amantes cuando ella sola puede procurarse el placer mediante las artes masturbatorias:
Desafortunado tú que no me visitaste anoche,
confundí el duro poste de madera de la cama con un hombre.
Pero la mujer pastún no se limita a zaherir al hombre en su sexualidad, en su apariencia física o en su hombría, en ocasiones llega al extremo de intercambiar los papeles de la violencia, aunque sea de manera simbólica. Amparada en la broma y el juego, es ella quien se pone en la posición de fustigar al amante, quien sorprendido a causa de esta actitud no sabe sino montar en cólera al verse sobajado por aquella que se supondría inferior a él:
Mi amante no sabe bromear.
Con mis largas trenzas lo he azotado y, de pronto, se ha enfadado.
Como pudimos ver por los poemas citados anteriormente, la mujer pastún ha encontrado, en medio de una sociedad que la degrada hasta lo indecible, formas ocultas de rebelarse profundamente extremas, una de ellas es el canto vuelto poesía. Es un procedimiento extremo porque en la sociedad islamista pastún existe una interdicción al hecho de que las mujeres se expresen libremente acerca de su sexualidad, del amor o de lo que piensan sobre el sistema de vida. Ellas acatan en público los mandatos del hombre, pero nada más éste voltea se dedican con ingenio y jocosidad a trastornar los valores establecidos. Hay un viejo proverbio etíope que reza: “Cuando el gran señor pasa, el campesino sabio hace una gran reverencia y silenciosamente se echa un pedo”. Esta cápsula de sabiduría popular bien podría aplicarse con toda justeza a la forma en la que actúan algunas representantes de la etnia pastún cuando entonan sus landays.
Decía arriba que, cuando nos imaginamos Afganistán, figuramos situaciones violentas y salvajes, pero nunca circunstancias de alborozo o regocijo. Pues bien, los landays nos vienen a decir que todas nuestras creencias, en especial sobre la situación de las mujeres, son cuando menos epidérmicas. Si bien las condiciones de opresión y tiranía no son baladíes ni pasables por alto, lo que demuestran las creaciones poéticas de las mujeres pastún es que ellas no son sumisas ni dóciles, no se arredran ante la muerte ni el castigo Esto no significa que sus vidas no puedan ser desesperadas o trágicas, pero la próxima ocasión en que veamos la imagen de una mujer afgana tras un velo tal vez podamos imaginarnos algo más que un gesto compungido. Quizás podamos figurarnos algo tan caro como la risa: no una risa cualquiera, sino un gesto sardónico y descarnado, burlón y contestatario, una risa que nos demuestra que la poesía, así como la vida, siempre encontrará espacios para la libertad.
[1] Majrouh, Sayd B. “La femme contestataire. Un certain visage de la femme Pashtoune dans la poésie populaire de la langue Pashtô”. En Pasto Quarterly. Afganistan. Año 1, Volumen 1 (1997), p. 39.
[2] Ibid, p. 40. [La traducción es mía]
[3] Según la poeta Eliza Griswold, quien en 2013 sacó a la luz un magnífico ensayo-reportaje sobre su aventura en Afganistán para recopilar landays, cinco serían los temas esenciales que tocan estas composiciones: la guerra, la separación, la patria, el dolor y el amor. Si el lector quisiera consultar dicho texto, puede hacerlo en el siguiente enlace: https://static.poetryfoundation.org/o/media/landays.html
[4] A partir de aquí las citas que hago de los landays se deben a las traducciones de: Gustavo Osorio de Ita para Círculo de Poesía https://circulodepoesia.com/2013/07/poesia-de-afganistan/; Clara Janés en la traducción que hizo al libro de Sayd B. Majrouh. El suicidio y el canto. España: Ediciones del oriente y del mediterráneo, 2002; y a las mías propias.
César Sandino Alvarado de la Cuesta (ciudad de México, 1990). Estudió la licenciatura de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Es poeta y editor. Algunos ensayos suyos han aparecido en revistas electrónicas como La Fragua, Tercera Vía, Altura Desprendida y Periódico de poesía.