La poesía ecuatoriana: ¿Una invisible experiencia de frontera? Por Vladimiro Rivas Iturralde
El presente artículo fue publicado originalmente en Alforja. Revista de Poesia, número XVI, primavera 2001.
La poesía ecuatoriana: ¿Una invisible experiencia de frontera?
Vladimiro Rivas Iturralde
A decir de José Ángel Valente, la escritura poética es una aventura peligrosa, un desafío al lenguaje instituido como "patrimonio" cultural intocable por los sistemas totalitarios —embozados o no. La poesía es la palabra insólita, no catalogada, de antecedentes escasamente conocidos, no filiada, que aparece sin documentación o con insuficientes piezas de identidad. Palabra cuya simple aparición denuncia el funcionamiento patrimonial del poeta español, el espacio sutil —la frontera— entre lo visible y lo invisible. Y aunque la poesía “resuena intramuros”, emerge de una frontera de lo humano situada en un territorio exterior a la ciudad y al ágora. Experiencia de frontera, ajena a las funciones prácticas, la poesía impugna el lenguaje dominante, ya sea aproximándose al silencio, ya sea imaginando nuevas formas de expresión.
La escritura poética en el Ecuador, a lo largo de su trayectoria —que quizás se circunscribe al siglo XX—, está marcada sin embargo por un plegamiento, por una doble condición de frontera: no sólo es ajena la funcionamiento patrimonial del lenguaje, sino que emerge en las fronteras de un territorio cultural que la torna apenas visible, por la casi invisibilidad misma de la “ciudad” y el “ágora”. En efecto, el mismo Ecuador es casi un no-lugar, un territorio de las márgenes, un país que lleva el nombre de una “línea imaginaria” —como ha repetido algunas veces uno de sus novelistas contemporáneos más destacados, Javier Vasconez. O, más precisamente, es un cruce de una “línea imaginaria” con los Andes y el Pacifico... Un Extremo Occidente que combina el trópico y el frío, la desmesura de las catedrales salvajes labradas sobre el granito por los vientos de altura y granizo, con la intrincada red
vegetal de las tierras bajas.
Todavía a inicios del siglo XX el Ecuador era un paisaje natural apenas desbrozado, un territorio poco habitado: Quito y Guayaquil, sus principales ciudades, llegaban, hacia 1920, apenas a los cien mil habitantes. Se podía recorrerlas de un extremo a otro en una tarde. Sólo en 1908 se terminó de construir el Ferrocarril del Sur que las unió por fin; a partir de entonces, se podía ir de una a otra, serpenteando entre plantaciones de cacao, de frutas tropicales, de nevados, de campos de maíz y papas, en dos días. Ese camino, de la capital al puerto, recorrerían para el exilio, cada uno en su día, los tres poetas quiteños que inauguraron la moderna poesía ecuatoriana: Jorge Carrera Andrade (1902-1978), Gonzalo Escudero (1903-1971) y Alfredo Gangotena (1904-1944). Antes, las comarcas que eran Quito, Guayaquil y Cuenca Caamaño, Fierro, Silva, Moreno Mora. El modernismo ecuatoriano, tardío y epigonal, deja sin embargo una profunda huella en la historia de nuestra cultura; la voluntad de poesía. Voluntad que se afirma en un poeta vanguardista que, solitario, se esfuerza por instaurar un gesto, entre dadaísta y ultraísta, a inicios de los años veinte: Hugo Mayo.
Pero será con Carrera Andrade, Escudero y Gangotena que la poesía ecuatoriana adquiera la concreción de esa voluntad artística: tres poetas que tienen un cabal sentido de lo contemporáneo, que incorporan, cada uno por su personal vía, las nuevas formas de expresión poéticas de las vanguardias. Los tres tuvieron una particular manera de vincularse a la poesía francesa. Gangotena escribió gran parte de su obra en francés y publicó en Francia, apadrinado por Max Jacob. Con Gangotena viene al Ecuador, en 1928, su moderna poesía francesa. Escudero traduce, a su vez, los poemas franceses de Gangotena. Para Gangotena, vástago de una familia terrateniente, el español de su última poesía será una lengua extraña, muerta; logra así una lengua poética en la que puede plasmar su rotundo exilio (su encierro en Quito, ajeno por completo a su grupo social y a los escritores y artistas contemporáneos) y su desamparo, su angustia existencial. Escudero, luego de caminar por caminos próximos al surrealismo y la poesía española de la generación del 27, acabará por producir una lengua poética de extraño rigor constructivo, heredera a la vez de Góngora y Mallarmé. Carrera Andrade, más comunicativo y diverso, transitará a lo largo de sus libros con la fuerza de sus analogías, por vastos ámbitos de nominación del mundo, hasta llegar a la inquietud del Hombre planetario. Y aún más lejos, hacia la poesía jovial de sus últimos años no exenta sin embargo de inquietud y, por momentos, de angustia, poesía en la cual los “misterios terrestres” son ya parte del lenguaje que brota de la más profunda intimidad del poeta.
Junto a las de estos tres grandes poetas vienen otrass voces que, por momentos, alcanzan indudable altura: Jorge Reyes, Miguel Angel León, Augusto Sacoto Arias, Miguel Angel Zambrano. Y luego otra voz excepcional, César Dávila Andrade (1919-1967), otro poeta del exilio ¿Desde donde resuena la voz poética de Boletín y elegía de las mitas, de Poesía del Gran Todo en Polvo? El poeta cuencano parte desde los umbrales del modernismo hacia el Neruda del Canto general. Y de Neruda, a Vallejo —el camino que a su turno recorrieron dos generaciones de poetas, hasta fines de la década de los años sesenta. Luego, de pronto, inventa en las fronteras un lenguaje intempestivo para hurgar en la historia del mestizaje, en las ruinas de lo indio (Boletín...), para finalmente desembocar en la enigmática y abismal palabra de su último ciclo, palabra cercada, acuciada por el silencio, cuya intensidad termina por devastar las pretensiones de un sentido comunicable. Sin embargo, su extraña significancia provoca el estremecimiento que emana de la gran poesía, el estremecimiento del rayo que nos corta la carne y nos quiebra el hueso.
La invisibilidad del Ecuador ha contribuido a acentuar la invisibilidad de los cuatro poetas en quienes se afianza lo que podríamos llamar, por comodidad, nuestra “tradición lírica”. Excepto la obra poética de Carrera Andrade, que fue ampliamente comentada y citada en Hispanoamérica y España, en Francia, Inglaterra y Estados Unidos, por críticos y poetas como Gabriela Mistral, Pedro Salinas u Octavio Paz, los otros poetas han permanecido casi en la oscuridad. Más, en el caso de Carrera Andrade ha sido usual restringir la rica expresión del poeta a un par de aspectos formales, convertidos en prejuicios: poeta de la naturaleza y los objetos, poeta de una enorme capacidad para la invención metafórica. El joven Gangotena fue elogiado por Max Jacob, Cocteau, Jules Supervielle, Henry Michaux. Pero más tarde su nombre se oscurece, incluso en su país de origen, en el que se lo toma casi por extranjero, al punto que hay hasta hoy un desconocimiento de su poesía en español. ¿Cuántos han penetrado en los desiertos de la última poesía de Dávila Andrade o en el gozo y la luminosidad de la palabra poética de Escudero?
En los cuatro poetas fundamentales se advierte ya el doble pliegue del extrañamiento: el de la palabra poética frente al lenguaje “patrimonial” y el de la “rareza” dentro del lenguaje poético epocal, aunque la “rareza” de Carrera Andrade sea muy tenue frente al radical extrañamiento de los otros tres.
Entre los poetas posteriores a Dávila Andrade no faltarán aquellos signados por la “rareza”, como Francisco Tobar y Francisco Granizo. O poetas que hagan de la experimentación la vía para saltar más allá de los límites del “lenguaje patrimonial”, como Jorge Enrique Adoum y Efraín Jara Idrovo. U otros que pongan en tensión el lenguaje del poema como efecto de su angustia existencial y religiosa, como Carlos Eduardo Jaramillo, David Ledesma, Ileana Esquivel y Fernando Cazón Vera.
La cuestión del origen, la inquietud que deriva de sentirse lanzado a este extraño cruce entre una línea imaginaria y los Andes, a este borde del Pacífico, es también la inquietud por nuestro mestizaje, por el prolongado barroquismo en nuestra historia cultural, por la extrañeza misma de nuestro español. ¡Ah, esta habla andina cargada de gerundios y de inflexiones mendicantes! ¡Ah esta habla porteña, ávida de rapidez para el engaño mercantil, habla que se disuelve en una cadena sonora insignificante (es decir, en una cadena de puros significantes)! La palabra poética, una vez y otra, vuelve a poner la cuestión del origen. Con Carrrera Andrade. A su modo, con Gangotena. Con Dávila Andrade. Luego, con Adoum.
Los jóvenes poetas de los años sesenta y setenta (Euler Granda, Rafael Larrea, Antonio Preciado, Julio Pazos, Humberto Vinueza, Fernando Nieto Cadena) buscaron formas expresivas vinculadas al lenguaje coloquial; algunos intentaron reinterpretar la historia, a veces con ironía y hasta sarcasmo. Javier Ponce fue por otra vía: la comprensión de que el texto es siempre un palimpsesto y el uso del collage le permitieron reinsertar el lenguaje de los libros de hacienda y otros testimonios en el texto de una poesía narrativa que, sin embargo, contiene una fuerte y desgarrada expresión lírica del protagonista poemático.
Alexis Naranjo encontró su propio atajo: partió de una imaginería cuasi barroca que se fue depurando, desde sus primeros poemas, hasta llegar a textos de una extrema concisión expresiva. Por mi parte, en buena parte de mi poesía, intenté seguir otras huellas, entendiendo, al igual que Ponce, que el texto es siempre un palimpsesto, y me aventuré en búsqueda de formas expresivas que diesen cuenta de la desgarradura del individuo entre las ruinas y los fragmentos culturales de este mundo andino, de este Extremo Poniente del mundo.
Los poetas jóvenes y las poetas mujeres que surgen en los últimos años del siglo XX, a riesgo de cometer alguna injusticia, podrían caracterizarse por su mayor insistencia en la experiencia personal y el coloquialismo que, a veces, conducen a una expresión confesional, y por el predominio de formas epigramáticas. Hay en ellos un marcado esfuerzo por desembarazarse de la Historia. En algunos poetas, la experiencia del individuo solitario y desolado de la ciudad —la ciudad sin nombre del fin de siglo, la pura experiencia urbana, se ha constituido en el argumento del poema.
La escritura poética es siempre una experiencia solitaria, de frontera. Va a contracorriente de los usos de los lenguajes, desamparada, en deriva inquietante. Para nosotros, poetas de los Andes ecuatoriales, el desafío se acrecienta por las condiciones de páramo que adquiere la vida cultural en la “ciudad”, por la ausencia de “ágora”. No tenemos revistas; los periódicos dedican generalmente escuetas reseñas a los libros y no brindan espacio a la crítica. Las pocas editoriales que publican poesía difunden los libros o las plaquetas con enorme dificultad en una comunidad de lectores que, en el país, no llega a doscientas o trescientas personas. No faltan críticos, y, sobre todo, en los últimos años, excelentes críticas, mas no encuentran quién publique sus ensayos. El Ecuador, en lo que a poesía se refiere, no es un mercado interesante para editoriales extranjeras, en consecuencia, la poesía de los ecuatorianos apenas si se conoce fuera de las fronteras del país. Un joven poeta no haya estímulos; apenas hay dos premios dignos de consideración en el país, el Aurelio Espinosa Pólit, que se otorga, en poesía, cada cinco años, y el Dávila Andrade- Bernal, cada tres años. Su monto permite al joven poeta comprar el traje para la ceremonia de cobro del premio y, tal vez, para un pequeño festejo con los amigos. Ni el Estado ni institución alguna concederían una beca o un incentivo a un joven escritor, como acontece en México o España. La poesía se ha convertido, sin duda, en una cuestión de iniciados.
Sin embargo, y esto es fundamental para nosotros, los poetas ecuatorianos no podemos dejar de mirar —al igual que Carrera Andrade, Escudero, Gangotena y Dávila Andrade— más allá de nuestras fronteras. No nos ven, pero procuramos verlos. Tenemos que permanecer atentos a la poesía que se escribe más allá de nuestras fronteras geográficas. Esta mirada, esta escucha atenta tiene sus dificultades. Nos llegan los textos de los poetas contemporáneos en nuestra lengua por vías diversas: dos o tres ejemplos que aparecen en una librería, algún ejemplar que viene en la valija de un amigo, la fotocopia que pasa de mano en mano hasta que se diluyen los versos.
Nuestra escritura entraña un diálogo, o más bien una deriva constante hacia la poesía de nuestros contemporáneos (hacia la poesía que se escribe hoy, hacia toda la poesía que se mantiene viva en nuestra lengua y hacia lo que nos llega de otras lenguas). Una deriva por y hacia las fronteras, que explica por qué cada uno de nosotros se exija a sí mismo ir hasta el extremo: hacia la invención de nuevas formas de expresión o hacia la terrible confrontación con el silencio. En los últimos años, esa tensión llevó a Javier Ponce a escribir Texto en ruinas o me arrojó a mí mismo en las inclementes horas de la escritura de Inventando a Lennon, mientras Alexis Naranjo se aproximaba peligrosamente al silencio en El oro de las ruinas. Continuábamos, con ello, a nuestra hora y con nuestras personalísimas experiencias, una "historia" que viene desde Orogénie y Tempestad secreta de Gangotena, Biografía para uso de los pájaros, Familia de la noche, El hombre planetario y El alba llama a la puerta de Carrera Andrade, Estatua de aire e Introducción a la muerte de Escudero, Boletín y Elegía de las mitas y Poesía del Gran Todo en Polvo de Dávila Andrade, “historia” que pasa por Muerte y caza de la madre de Granizo, Sollozo por Pedro Jara de Jara Idrovo y Curriculum mortis de Adoum; que sigue a través de De sol a sol de Preciado, de Levantamiento del país con textos libres de Pazos. Que continúa hoy con los novísimos poetas. ¿Es esto una historia o más bien una deriva, un torrente al modo de los ríos que se abren paso en los Andes hacia el Pacifico o el Amazonas, tenaz, sostenido en su propio impulso, y que sin embargo más allá de este Extremo Poniente se torna invisible o aún desconocido?
Vladimiro Rivas Iturralde (Latacunga, Ecuador) es profesor, investigador universitario y escritor. Tiene una maestría en Letras Hispánicas por la UNAM. Ha escrito ocho libros de relatos, tres de ensayos, una novela y múltiples artículos sobre ópera. Los principales son Relatos reunidos (2019), Desciframientos y complicidades (ensayos, 1981), César Dávila Andrade: el poema, pira del sacrificio (ensayo, 2008), Repertorio literario (ensayos, 2014), El legado del tigre (novela, 1997). Algunos de sus cuentos han sido traducidos al inglés, francés, alemán, italiano, portugués y búlgaro. Próximamente aparecerá su libro Noches de ópera, una colección de artículos. Es colaborador de Pro Ópera desde 1998.Vive en la Ciudad de México.