La poesía de Giosuè Carducci (Valdicastello, 1835-Bolonia, 1907), por Benedetto Croce. Traducción: Guillermo Fernández
Este ensayo forma parte del libro Poesía y no poesía (UNAM, 1998), pp. 411-420
Carducci
Benedetto Croce
Terminaré esta serie de notas con el nombre de Josué Carducci, de quien años atrás hice un amplio estudio en busca del origen, el carácter y las diversas formas y periodos de su poesía, incluyendo su obra de historiador y de crítico. No tengo la intención de cambiar ni de agregar aquí nada del retrato que de él hice en ese tiempo, ni de volver sobre lo ya dicho. Pero quiero aprovechar la ocasión que me ofrecen estos ensayos sobre literatura europea del siglo XIX, a fin de reafirmar el grado y el lugar que le corresponde y protestar contra el juicio que aún lo considera como poco más que un literato respetable y patriota italiano, digno de la veneración de sus compatriotas pero no tanto como para despertar el interés en círculos más amplios: en fin, un espíritu nada genial, un poeta de escasa inspiración, doctor imitador de los clásicos y de algunos poetas franceses y alemanes modernos. Y dado que, a propósito de lo que escribí sobre Manzoni y Balzac, he visto que en algunas revistas extranjeras se me acusa de haberme dejado arrastrar (así, literalmente) por la “tendencia propagandista que (y con el riesgo de parecer demasiado cándido) al hablar de filosofía y de historia, lo hago con la buena conciencia de ser y de mantenerme libre, siempre, de apegos políticos y nacionales. Comportarme de otro modo me parecería necedad, porque no se crean ni se destruyen grandezas espirituales con la “propaganda” (como se creyó hacer en tiempos de la guerra), y sólo se logra destruir la propia seriedad para encontrarse, al fin, mal con uno mismo. No voy a decir cómo y cuánto es apreciado Carducci fuera de Italia; tampoco examinaré si son grandes o pequeños los obstáculos opuestos a una mayor divulgación de su obra, y, mucho menos, haré votos para que esos obstáculos desaparezcan. La belleza poética, como la verdad filosófica, no se desmorona por el hecho de que la conozcan muchos o pocos, y, en el fondo, aunque sean muchos los admiradores y alabadores, siempre serán pocos los entendidos, los únicos que tienen el derecho de admirar y de alabar. Así, pues, dirijo estas palabras a los entendedores.
La fortuna mayor o menor, la resonancia más fuerte o más leve varía con la variación de los tiempos y de las condiciones sociales; es un asunto que concierne no a esa poesía y a esa filosofía, sino a las virtudes, deficiencias, necesidades y disposiciones de esas sociedades y esos tiempos. Ahora, incluso en Italia, la poesía de Carducci no posee el espíritu de las nuevas generaciones, las cuales piensan dar una prueba de su exquisitez y profundidad de su sentimiento con mirar de arriba abajo, desdeñosas, la obra del tosco profesor de Bolonia. Desde luego, este problema no se debe a Carducci; si acaso, a las nuevas generaciones y a la disciplina ética y estética a las cuales convendría someterlas, al menos para formar en ellas un sentimiento nacional y patriótico más serio, que no puede desligarse de la reverencia a la tradición y a la historia, y, así entendido, no incurrir en un estrecho nacionalismo, sino en el vigilante cuidado de un patrimonio ideal que conservar, unido al de otros pueblos, para formar con ellos la viva y concreta humanidad. El exotismo, al que se tema con justa razón, no es tal sino cuando actúa caprichosamente, aislado de la tradición; pero cuando se ensancha en el tronco de ésta, no debe llamarse exotismo, sino (como bien decía Goethe) Weltliteratur.
Después de haber hecho esta aclaración, ¿que qué es lo que deseo significar con las palabras “grado y lugar que le corresponden a Carducci en la literatura europea del siglo XIX”? Algo muy sencillo. Si este sostiene con firmeza el criterio de lo que es poesía genuina, poesía clásica, y a la luz de éste vemos a los millares de autores que surgieron en Europa durante tal siglo, esos millares acaban por mermar tanto que, a la postre, permanecen unas cuantas decenas: pocas decenas de ingenios libres, cada cual con su propia fisonomía pero todos iluminados por el común rayo de la poesía; y sólo ellos deben formar, en varios grupos, el cuadro representativo de esa literatura. Es muy corta la lista de los poetas llamados “mayores”; y, sin embargo, en ella encontramos entremezclados a poetas menores y no poetas. De modo que el lugar de los poetas se halla ocupado con frecuencia por aquellos que tuvieron cierto poder y fama gracias a otros motivos o méritos. Me parece que en una selección más rigurosa (a la cual las notas de este libro procuran proporcionar cierta ayuda) ya no es posible dejar fuera, como se ha hecho hasta la fecha, a los poetas italianos de principios del siglo XIX, Fóscolo, Leopardi, Manzoni, y que, de entre los poetas de la segunda mitad de ese siglo, es conveniente agregar a Carducci, en lugar de otros grandes nombres que pueden encontrar un mejor lugar en otros géneros. En el dominio de la poesía, Manzoni –tal vez por vivir recogido en sí mismo y por no haber hecho ruido en el mundo con sus aventuras personales y gestas políticas- ocupa ese justo lugar al cual no puede aspirar Byron, por mencionar a alguien muy famoso. Se diría que tal afirmación se debe a mi patriotismo, y no podré negarlo; pero la verdad es que tal afirmación se debe a mi amor por la poesía, y, a la vez, por amor a la exactitud en los conceptos, es decir a la filosofía.
Y vuelvo a Carducci, de quien vi una inesperada prueba de la calidad superior de su arte cuando, en uno de sus últimos inviernos, tuve todo el tiempo para leer poemas, dramas y novelas de la literatura europea de los últimos cincuenta años, y, asqueado de tanto impresionismo, simbolismo, sensualismo y verismo, ensalzados como artes superfinos, me sentí de pronto llevado a revocar dentro de mí, por contraste, la genuina y sobria poesía de Carducci, en la cual siempre están trazadas con seguridad las líneas fundamentales y esenciales, y que –ante aquellas formas sin sustancia, aquellas manchas de colores, aquellos lenocinios, todo aquel montón de cosas de blandos y confusos contornos- se erguía con sencillez y firmeza monumental. ¿Cuántas de su tiempo (pensaba) pueden equiparársele en Italia, en Francia, en Alemania? Y fue entonces que me topé con una frase de Mauras que, en uno de sus libros, llamaba al poeta de Bolonia le divin Carducci; y me halagó pensar que ese agudo descubridor y perseguidor del decadentismo y del “mujerilismo” literario, al hacer la misma confrontación que yo, experimentara un sentimiento idéntico o semejante al que yo había experimentado.
Naturalmente, al habalr del “grande” o del “divino” Carducci, nos referimos al Carducci en su punto de perfección, en sus momentos de plena autonomía poética: al Carducci del Canto de marzo y de San Martino, del Comune rustico, de la Faida, de la Canzone di Legnano, de Rimembranze di scuola y de Davanti San Guido; de la Chiesa lombarda, de la Stazione, de Mors, de la Aurora, de Presso l’urna di Shelley y de otros poemas o fragmentos de poemas pertenecientes a las Odi barbare y a las Rime nuove. No debe escandalizar el hecho de que gran parte del volumen que reúne sus poemas completos esté lleno de imitaciones literarias, puesto que Carducci tenía que aprender de algún modo su arte; y si luego no rechazó esos experimentos, fue porque, filólogo él mismo, sabía que lo que hubiera rechazado no podría abolirse en el mundo de los hechos, y que los futuros editores rescatarían y publicarían ese material, haciendo caso omiso de su rechazo. Y el hecho de que una buena parte esté compuesta de versos de ocasión, muy convencionales en la forma, era casi inevitable en un joven poeta testigo de los acontecimientos de los años cincuenta y nueve y sesenta. También es cierto que escribió invectivas y polémicas en verso, imitando a Víctor Hugo, a Barbier y a Heine; pero no hay necesidad de hacer hincapié en la falta de originalidad en esos textos ocasionales; sí en el progreso que testimonian en el joven toscano, que crece en la estrecha y recoleta vida provinciana, víctima de la pedantería literaria de Florencia. Gracias a esas imitaciones y a desahogar sus furores políticos, fue librándose poco a poco de los estrechos vínculos clasicistas. Al igual que otros de nuestros mayores poetas, Carducci se demoró un buen tiempo en las llanuras literarias antes de llegar a la cumbre, al sacro bosque de las Musas: fue servidor mucho tiempo, antes de conquistar la libertad; pero esa demora y esa servidumbre fueron tan saludables que, en las obras de quienes no siguieron ese itinerario, se advierte siempre una especie de carencia. Lo mismo puede decirse de la erudición, en la cual se regodeaba con frecuencia y, a veces, embotaba su poesía hasta ocupar el lugar de ésta, pero, por otra parte, la erudición fue un alimento de su alma y de su fantasía. Y, como otros de nuestros grandes poetas del siglo XIX, no hizo de la poesía una profesión: nunca dejó su labor de filólogo, de crítico, de profesor, y dejó que la poesía lo visitara cuando ella quisiera visitarlo. Otra clase de poeta y de artista ha aparecido después en Italia, procedente de ejemplos fuereños, especialmente parisinos, modelado en el “poeta de teatro”, de poeta que escribe dramas, novelas y poemas para empresarios teatrales, editores de lecturas amenas y empresarios periodísticos. La poesía es una flor demasiado rara para presentarse a esta clase de labranza extensiva.
Por lo tanto, la forma de Carducci no es impresionista, sino esencial o, si así se quiere, clásica. En su verso sentimos la honda respiración de su pecho poderoso, que se eleva del mundo práctico y nos transporta al mundo ideal, allá donde (como él mismo lo dijera en una carta) “en un instante se abraza y compadece al universo”.
Asciende la Aurora:
Tu Sali e baci, o dea, co ‘l roseo fiato le nubi,
baci de’ marmorëi templi le fosche cime.
Ti sente e con gélido fremito destasi il bosco,
spiccasi il falco a volo con rapace gioia;
mentre ne l’umida foglia pispigliano garruli i nidi…[1]
Desciende la Muerte:
Quando a le nostre case la diva severa discende,
da lungi il rombo de la volante s’ode,
e l’ombra de l’ala che gélida avanza
diffonde intorno lúgubre silenzio.
Sotto la venïente sipiegano gli uomini il capo…[2]
Pero no menos intensa es su pincelada al pintar las pequeñas cosas. El niño sumerge en las agua del Clitumno a la oveja renuente; la madre adusta canta, descalza y sentada, amamantando a una creatura a la puerta de su casa,
una poppante volgesi e dal viso
tondo sorride…[3]
El poeta vuelve a ver en sueños a su madre, todavía en la flor de sus años, que lleva de la mano al hijo, un párvulo con rizos de oro:
Andava il fanciutello con piccolo passo di gloria[4]
Una joven mujer implora arrodillada en una iglesia lombarda y, en el fervor de su plegaria, levanta un poco la cabeza:
umido a la piumata ombra del nero
cappello il nero sguardo luccicò…[5]
la estación de trenes, en el lluvioso amanecer otoñal, está representada con realismo, pero también transfigurada e idealizada:
Van lungo il nero convogglio e vengono
incappucciati di nero i vigili,
com’ombre; una fioca lanterna
hanno, e mazze di ferro; ed i ferrei
freni tentati rendono un lúgubre
rintócco lungo…[6]
De entre tantas imágenes y versos que acuden a la memoria, basten éstos para tener conciencia de los que es el estilo carducciano.
Sabemos que en los poetas el estilo puede ser clásico y romántico el tema abstracto, es decir unilateral, parcial, exagerado, enfermo, que encuentra su humanidad universal, su mesura y su equilibrio, únicamente cuando se eleva y alcanza el rango de poesía. Por ejemplo, tal es el caso de Leopardi, o, con diferentes experiencias vitales, de Baudelaire y de Maupassant, que fue una especie de Leopardi parisino. En Carducci es esencial e integral no sólo el estilo, sino también su manera de sentir el mundo, razón por la cual cierta vez lo definí poeta-vate, poeta heroico, “uno de los últimos poetas homéridas”. La batalla, la gloria, el canto, el amor, la dicha, la melancolía, la muerte, todas las humanas cuerdas fundamentales resuenan y concuerdan en su poesía, que realmente pertenece a la que Goethe llamaba “poesía tirtaica”, adecuada a preparar y consolar al hombre en las luchas de la vida con la eficacia de su tono alto y viril. No es quizás su entera humanidad uno de los menores motivos por el cual su poesía es muy escasamente aceptada en estos tiempos en que la salud y el vigor parecen cosas inferiores, y la sencillez una cosa pobre; sin embargo, ella forma el carácter de todos los grandes espíritus. Y si pocos tuvieron ese carácter en la literatura europea de la segunda mitad del siglo XIX, Carducci estuvo entre esos pocos. Al recordar su obra, nos sentimos tentados a decir la frase con la cual Carducci anheló y saludó la evocada imagen de Torcuato Tasso, cuando éste llegó a la épica Ferrara del Renacimiento:
D’Italia grande, antica, l’ultimo vate or viene![7]
[1] Subes y besas, oh dea, las nubes con rosado aliento,
besas de los marmóreos templos las tristes cimas.
Te siente el bosque y se despierta con temblor frío,
el halcón alza el vuelo con rapaz alegría,
y en las húmedas frondas bisbisean gárrulos nidos…”
[2] Cuando a nuestras casas baja la diosa severa,
de lejos se oye el retumbo de la volante
y la sombra del ala que gélida avanza
difunde en torno lúgubre silencio.
Bajo la que llega doblan los hombres la cabeza…
[3] una lactante vuelve la cabeza y sonríe
[4] Andaba el muchachillo con pasitos de gloria
[5] húmeda en la emplumada sombra del negro
sombrero la negra mirada brilló…”
6 A lo largo del convoy van y vienen
como sombras los garroteros vestidos
de negro; llevan una débil
linterna y mazos de fierro; los férreos
frenos probados lanzan un lúgubre
y largo tañido
[7] ¡De la grande y antigua Italia, llega el último vate!
Giosue Carducci (Valdicastello, 1835 - Bolonia, 1907) Poeta italiano, premio Nobel de Literatura en 1906, que defendió un clasicismo pagano frente a las tendencias decadentistas y románticas de su época. Estudió humanidades y literatura en Florencia, donde se doctoró en 1856. Con algunos compañeros fundó el grupo de los Amigos pedantes, de orientación anticatólica y antirromántica. Este gesto enérgico está presente en "Himno a Satanás" (1863), composición popular en su época en la que exaltaba la rebeldía, la libertad, la ciencia y el progreso. Cronológicamente aparecieron Rimas (1857), Levia Gravia (1868, que publicó con el seudónimo de Enotrio Romano por su contenido anticlerical), Poesías (1871), Primavera helénica (1872), Nuevas poesías de Enotrio Romano (1873), Odas bárbaras (1882, 1889, 1893), Yambos y épodos (1882), Rimas nuevas (1887) y Rimas y ritmos (1899). El contenido jacobino, la exaltación de las virtudes laicas y del espíritu republicano y la reacción contra la "solitaria abstracción semita" del cristianismo se concreta en "un culto a la forma que no es otra cosa que amor a la naturaleza".
Esas formas, que van del soneto de Rimas nuevas a las estrofas sáficas y los dísticos elegíacos de las Odas bárbaras, fundan un realismo que convirtió a Carducci en "poeta de la historia", según Benedetto Croce, y en el "vate nacional" de Italia. Sin embargo, sus mejores composiciones son las que se alimentaron de sus recuerdos de infancia, de los afectos y de la memoria, sobre todos las incluidas en Rimas nuevas. Curiosamente, son aquellas donde su voluntarioso clasicismo deja traslucir las representaciones más puras de la poesía romántica.
Benedetto Croce. (Pescasseroli, 1866 - Nápoles, 1952) Filósofo, historiador y crítico literario italiano cuya obra ha ejercido considerable influencia, sobre todo en los campos de la estética y de la historia. Cursó sus primeros estudios en un colegio barnabita de Nápoles, donde estudiaban los hijos de la alta sociedad napolitana. A los diecisiete años perdió a sus padres y a una hermana, víctimas de un terremoto. Trasladado a Roma, el nuevo ambiente y la compañía de su primo Silvio Spaventa lograron levantar su estado de ánimo. En 1903 fundó la revista La critica, en la que colaboró algunos años Giovanni Gentile, y que fue el medio de expresión del pensamiento de Croce. Fue nombrado senador, pero con el ascenso al poder de Mussolini renunció a todo puesto de responsabilidad pública, convirtiéndose en el guía moral del antifascismo a partir de 1925. A finales de 1924 rompió su amistad con Gentile, precisamente por diferencias políticas. Con la caída del fascismo y el fin de la Segunda Guerra Mundial volvió a la vida política, trabajando en la reconstrucción del partido liberal. En 1948 se retiró a la tranquilidad de sus estudios en Nápoles.