La narrativa moderna: Virginia Woolf. Traducción Juan M. Esquivel
Toda traducción es caminar sobre la linde de un desfiladero. Cuando Fernando Salazar Torres me propuso traducir Modern Fiction de Virginia Woolf lo dudé, ni de lejos soy conocedor del trabajo de esta gran escritora; sin embargo, apenas comencé a leerla no pude resistir el encanto de su inteligencia y de su humor (¿existirá algo más atractivo?).
Por otra parte, me sorprende la vigencia de este ensayo de hace casi un siglo, es como leer un texto reciente y cuya trascendencia no se limita a la narrativa, sino se despliega sobre distintos campos de la creación literaria; el escritor de poesía —por poner un ejemplo— se verá muy enriquecido tras su lectura.
Y esto es así porque La narrativa moderna cuestionó profundamente el quehacer literario en lengua inglesa de su época, y para ello Woolf empleó un elemento característico del mundo anglosajón: la ironía, esa «sutileza expresiva capaz de una mayor eficacia que la palabra gruesa», como alguna vez la definiera Borges. Actualizando su tradición la londinense sentó el edificio crítico de este texto.
Probablemente, actualizar una tradición sea actualizar el lenguaje, pues éste está vivo y nos lo exige. Algunos como el reputado Mauro Armiño aseguran que cada cincuenta años las palabras se nos vuelven obsoletas… Así, esta traducción es un esfuerzo humilde por ofrecer a todo público este clásico de la ensayística inglesa; quienes se acerquen, por añadidura, también conocerán dos facetas un tanto veladas de la Woolf: la de ensayista y una excelente crítica.
La narrativa moderna
Virginia Woolf
Traducción Juan M. Esquivel
Al hacer cualquier examen, aún el más libre y laxo, a la narrativa moderna, no es difícil dar por sentado que la práctica actual de este arte es de algún modo una mejora sobre la anterior. Con herramientas simples y materiales primitivos, podría decirse que Fielding lo hizo bien y Jane Austen aún mejor, ¡pero comparemos sus oportunidades con las de nosotros! Ciertamente, sus obras maestras tienen un extraño aire de simplicidad. Y aunque la analogía entre literatura y, por poner un ejemplo, el proceso de hacer motores difícilmente se sostendría más allá del primer vistazo es de dudar que en el curso de los siglos, aun cuando hemos aprendido mucho sobre máquinas, hayamos aprendido algo acerca de hacer literatura. No estamos escribiendo mejor; todo lo que podemos decir es que nos mantenemos en movimiento, un poco en esta dirección, otro tanto en aquella, pero con una tendencia circular, si es que pudiéramos ver desde un pináculo lo suficientemente elevado el trazado completo de la carretera. Apenas es necesario aclarar que no pretendemos, ni siquiera momentáneamente, pararnos sobre ese terreno ventajoso. Desde la planicie, entre la muchedumbre, cegados por la tierra, envidiosos volteamos la mirada hacia esos felices guerreros, cuya batalla está ganada y cuyos méritos lucen un sereno aire de deber cumplido; apenas podemos abstenernos de susurrar que la batalla no fue tan dura para ellos como lo ha sido para nosotros. El historiador de literatura decidirá: él dirá si ahora estamos al inicio o al final o bien a la mitad de un gran periodo de prosa narrativa, hacia abajo en la llanura es poco lo visible. Sólo sabemos que ciertas gratitudes y hostilidades nos inspiran, que ciertas sendas parecen llevarnos hacia tierras fértiles y otras hacia la arena del desierto; y sobre esto, quizás valga la pena intentar alguna explicación.
Nuestra discusión, entonces, no es con los clásicos, y si hablamos de discutir con los señores Wells, Bennett y Galsworthy en parte se debe al mero hecho de que, al ser de carne y hueso, sus obras tienen una imperfección viviente, jadeante, cotidiana que nos permite tomarnos las libertades que queramos con ellas. Pero también es verdad que mientras les agradecemos por los miles de «regalos», nos reservamos nuestra «gratitud» incondicional para los señores Hardy, Conrad, y en mucho menor grado, por el señor Hudson de The purple land, Green mansions y Far away and long ago. Los señores Wells, Bennett y Galsworthy persistentemente han avivado y decepcionado tantas esperanzas que nuestra gratitud hacia ellos adquiere más la forma de un reconocimiento por habernos mostrado lo que podrían haber hecho, pero no hicieron; lo que ciertamente no pudimos hacer, aunque igualmente, tal vez, no deseamos hacer. Ninguna frase resumirá el agravio o la queja que debemos presentar contra una mole de obras tan abundante en volumen y que incorpora tantas cualidades, lo mismo admirables como lo contrario. Si intentáramos formular nuestro decir en una palabra diríamos que estos tres escritores son materialistas. Debido a que no les preocupa el espíritu sino el cuerpo, es que ellos nos han decepcionado, y nos dejan con el sentimiento de que pronto la narrativa inglesa les volteará la espalda, tan amablemente como sea posible, y se marchará, aunque sólo sea hacia el desierto, por el bien de su alma. Naturalmente, ninguna palabra alcanza el centro de tres objetivos separados. En el caso del Sr. Wells es muy evidente el desacierto. Y aun con él esto indica a nuestro pensamiento la mezcla fatal de su genio, el gran terrón de arcilla que se ha combinado por sí solo en la pureza de su inspiración. Pero quizás, el señor Bennett es el peor culpable de los tres, en cuanto que es el «mejor trabajador» por mucho. Puede hacer un libro tan bien construido y solido en su artesanía que ni el más exacto de los críticos podría encontrar la grieta o fisura que pueda derrumbarlo. No deja ni siquiera un resquicio entre los marcos de las ventanas o una hendidura en los bordes. Y, sin embargo, ¿no se está rehusando la vida a vivir ahí? Ese es un riesgo que el creador de The Old Wives’ Tale, George Cannon, Edwin Clayhanger y tantas otras figuras bien podrían declarar superado. Sus personajes viven en la abundancia, incluso inesperadamente, pero nos queda preguntar ¿cómo viven y para qué viven? Cada vez más ellos nos parecen, aun desertando de la fastuosa villa de Five Towns, que gastan su tiempo en algún cómodo vagón de tren de primera clase, presionando innumerables campanas y botones; y el destino al cual viajan con tanto lujo se va convirtiendo en un incuestionable éxtasis sin final derrochado en el mejor hotel de Brighton. Apenas podría decirse del Sr. Wells que es un materialista en el sentido de que se deleita con demasía en la solidez de su estructura. Su mente es espléndida con sus simpatías y le permitir dedicar mucho tiempo en conseguir que las cosas sean ordenadas y substanciales. Es un materialista por pura bondad del corazón, llevando sobre sus hombros el trabajo que deberían hacer los oficiales del gobierno; y en esa plétora de ideas y detalles apenas tiene tiempo para considerar la importancia que poseen la aspereza y la crudeza en el carácter de los seres humanos. Sin embargo, ¿habrá crítica más perjudicial tanto a su tierra como a su cielo que aquella de ser habitadas aquí y en el más allá por sus Joans y Peters? ¿Acaso la inferioridad de su naturaleza no deslustra a cualquier institución o ideal proveídos por la generosidad de su creador? Ni aun respetando profundamente la integridad y humanidad del Sr. Galsworthy encontraremos lo que buscamos en sus páginas.
Si adhiriéramos una etiqueta a todos esos libros y en ella estuviera escrita la palabra materialistas, estaríamos diciendo que sus autores escriben sobre cosas sin importancia; que malgastan una inmensa habilidad y un inmenso empeño por hacer aparentar lo trivial y transitorio como verdadero y durable.
Debemos admitir que estamos exigiendo demasiado, y más aún, que nos es difícil justificar nuestro descontento explicando qué es lo que exigimos. No formulamos una pregunta de la misma manera todo el tiempo. Sin embargo, ésta reaparece con insistencia cuando al terminar la novela la soltamos y en la cumbre de un suspiro nos decimos: ¿valió la pena? ¿Cuál es el punto de todo esto? ¿Podría ser, que debido a los extravíos que de tiempo en tiempo padece el espíritu humano, el magnífico aparato para atrapar la vida del Sr. Bennet haya aterrizado en el lado incorrecto por una o dos pulgadas? La vida se escapa; y tal vez sin ella nada valga la pena. Emplear una figura como ésta es una confesión de vaguedad, pero apenas aclararíamos esta cuestión hablando de la realidad como los críticos tienden a hacerlo. Admitiendo la vaguedad que aflige a toda la crítica de novelas ponemos en cuestión la que para nosotros, en este momento, es la forma de narrativa más en boga, la cual antes de acercarnos nos aleja de lo que buscamos. Ya sea que la llamemos vida o espíritu, verdad o realidad, ésta, la cosa esencial, se ha movido al frente o atrás y se rehúsa a seguir embutida en esos ropajes mal confeccionados que le hemos proveído. Sin embargo, continuamos construyendo perseverante y conscientemente nuestros treinta y dos capítulos empleando un diseño cada vez más lejano de la visión en nuestras mentes. Buena parte de la enorme labor de demostrar solidez, similitud con la vida, en una narración no es meramente un trabajo desperdiciado sino mal enfocado, al grado de oscurecer y borrar la luz de la idea original. El escritor parece constreñido no por su libre albedrío, sino por algún tirano poderoso y sin escrúpulos que lo tiene sometido para que le provea tramas, comedias, tragedias, romances y un aire de veracidad que lo envuelva todo de una manera tan impecable que, si todos sus personajes cobraran vida, se encontrarían completamente vestidos al último grito de la moda. El tirano es obedecido y la novela hecha a su gusto. Pero algunas veces, y más a medida que pasa el tiempo, nos llega la duda, un espasmo de rebelión conforme las páginas se van llenando del modo acostumbrado: ¿es así la vida? ¿Así deben ser las novelas?
Mírese a profundidad y la vida, eso parece, está muy lejos de ser “así”. Examínese por un momento una mente ordinaria en un día ordinario. Esa mente recibe una miríada de impresiones, triviales, sorprendentes, sutiles o grabadas con filo de acero, que le llegan de todas partes, una lluvia incesante de innumerables átomos y conforme ellos caen, conforme ellos mismos se van formando en la vida del lunes o del martes, el acento también, pero de manera diferente al viejo estilo; el momento de importancia no vino de aquí sino de allá. En consecuencia, si un escritor fuera un hombre libre y no un esclavo, si pudiera escribir lo que desea y no lo que le imponen, si pudiera basar su trabajo en sus propios sentimientos y no en las convenciones, no habría trama, comedia, tragedia, romance o catástrofe en el estilo asumido, y quizás, ni un solo botón tejido al estilo de los elegantes sastres de la calle Bond. La vida no es una serie de farolas organizadas simétricamente; la vida es un halo luminoso, una funda semitransparente que nos envuelve desde el principio de la conciencia hasta el final. ¿No es la tarea de un novelista conducir este espíritu variante, desconocido e incircunscripto, sin importar lo complejo o aberrante que se pueda mostrar, con la menor mezcla de ajeno y extraño que le sea posible? No estamos aduciendo meramente valor y sinceridad; estamos sugiriendo que el carácter propio de la narrativa es un poco distinto de lo que la costumbre quiere hacernos creer.
En todo caso, de esta manera buscamos definir la cualidad que distingue el trabajo de varios escritores jóvenes, entre los cuales el Sr. James Joyce es el más notable, de aquella de sus predecesores. Ellos se esfuerzan por acercarse a la vida y preservar con mayor exactitud y sinceridad lo que los motiva e interesa, incluso si para lograrlo deben descartar la mayoría de las convenciones típicamente obedecidas por el novelista. Registremos los átomos mientras caen en la mente en el orden en que lo hacen; tracemos el patrón, en apariencia desconectado e incoherente, que cada mirada o suceso apunta en la consciencia. No demos por sentado que la vida existe con mayor plenitud en lo generalmente visto como grande que en lo comúnmente visto como pequeño. Cualquiera que haya leído The Portrait of the Artist as a Young Man o el que por mucho promete ser un trabajo más interesante, Ulysses, ahora publicada en Little Review, habrá advertido alguna teoría de esta naturaleza en las intenciones del señor Joyce. Nosotros, con sólo una parte, lo suponemos antes que afirmar, pero sin importar la intención del todo, no cabe duda que es de la mayor sinceridad y que el resultado, por difícil o desagradable que lo juzguemos, es innegablemente importante. En contraste con aquellos a quienes hemos llamado materialistas, el Sr. Joyce es espiritual; él está preocupado por revelar a toda costa los destellos de esa profunda llama que fulgura sus mensajes por medio del cerebro, y con el fin de preservarla ignora con total valentía todo lo que le parezca adventicio, sea probabilidad, coherencia o cualquier otra cosa de estas señalizaciones que por generaciones sirvieron para sostener la imaginación del lector cuando era llamado a imaginar lo que no puede ver ni tocar. La escena del cementerio, por ejemplo, con su perfección, su miseria, su incoherencia, sus súbitos rayos de significancia, indudablemente se acerca tanto a la agudeza del pensamiento que es difícil no aclamarla como obra maestra, al menos en una primera lectura. Si queremos la vida misma, aquí la tenemos con seguridad. De hecho, nos encontramos tanteando muy torpemente si intentamos expresar que más queremos y porqué una obra con tanta originalidad, sin embargo, fracasa al compararla —y para esto debemos usar ejemplos elevados— con Youth o The Mayor of Casterbridge. Fracasa debido a la pobreza comparativa de la mente del escritor, así podríamos decirlo de manera simple y acabar con este asunto, pero podemos ir más lejos. Preguntémonos si no estamos encaminando nuestro sentido de ser hacia una habitación iluminada, aunque estrecha, confinada y cerrada, en vez de una amplia y libre, por alguna limitación impuesta tanto por el método como por la mente. ¿Será el método lo que inhibe la creatividad? ¿Es debido a éste que no nos sentimos ni joviales ni magnánimos, sino centrados en un yo que a pesar de su tremor de susceptibilidad nunca abraza aquello fuera de sí mismo y más allá? ¿El énfasis puesto, acaso didácticamente, sobre la indecencia contribuye al efecto de algo burdo y aislado? ¿O es simplemente que en cualquier esfuerzo de tal originalidad es más fácil, en especial para los contemporáneos, sentir lo que falta que nombrar lo que otorga? En cualquier caso, es un error detenerse a examinar «métodos». Cualquier método es correcto, todo método es válido, cuando permite expresar lo que deseamos expresar cuando somos escritores; ello nos acerca más a la intención del escritor cuando somos lectores. Este método tiene el mérito de acercarnos a lo que estábamos preparados para llamar la vida misma. ¿Acaso no sugirió la lectura de Ulises cuánto de la vida se excluye o ignora? ¿Acaso no fue impactante abrir Tristram Shandy o incluso Pendennis y convencernos no solo de que hay otros aspectos en la vida, sino más importantes aún?
Como sea, el problema que hoy enfrenta el novelista, como suponemos lo fue en el pasado, es crear medios para ser libre de escribir lo que desee. Debe tener el valor de decir que su interés no está ya en «esto» sino en «aquello»: sólo con ese «aquello» deberá construir su obra. Para los modernos, «aquello», el punto de interés, yace muy próximo a las oscuras regiones de la psicología. Por lo tanto, de inmediato el acento cae un poco diferente: el énfasis estará sobre algo hasta ahora ignorado; en seguida, otra forma de bosquejo se vuelve necesaria, una distinta y difícil de asir para nosotros, incomprensible para nuestros predecesores. Solamente un moderno, acaso nadie como un ruso, se habría interesado tanto por las circunstancias que Chéjov ha trasformado en el cuento que tituló Gusev. Algunos soldados rusos yacen enfermos a bordo de un barco que los lleva de vuelta a casa. Nos son dados unos cuantos restos de sus conversaciones, de sus pensamientos; luego uno de ellos muere y se lo llevan. La conversación continúa entre los otros por un rato, hasta que el propio Gusev muere y como si fuera «una zanahoria o un rábano» es lanzado al mar. El énfasis descansa en lugares tan inesperados que al principio pareciera que no hay énfasis alguno; entonces, cuando los ojos se acostumbran a la penumbra de una habitación y distinguen los objetos en ella, podemos ver qué completa es la historia, qué profunda y con qué verdadera obediencia a su visión Chéjov ha elegido esto, aquello y lo otro, acomodándolos juntos para componer algo nuevo. Mas es imposible decir «esto es cómico» o «esto es trágico», ni estamos seguros si realmente deberíamos llamarlo cuento, pues nos han enseñado que los cuentos deben ser breves y redondos mientras Gusev es vago e inconcluso.
Los comentarios más elementales acerca de la narrativa inglesa moderna difícilmente pueden evitar hacer mención de la influencia rusa, y si los rusos son mencionados uno corre el riesgo de sentir que escribir sobre cualquier narrativa salvo la de ellos es perder el tiempo. Pero si deseamos conocer acerca del alma y el corazón, ¿dónde más encontraremos una profundidad comparable? Si estamos cansados del materialismo de nuestra narrativa, aun el menos importante de los novelistas rusos tiene por derecho de cuna una reverencia natural hacia el espíritu humano. «Aprende a ser semejante a las personas… Pero que esta simpatía no sea con la mente —es fácil con la mente—, sino con el corazón, con amor hacia ellos.» En cada gran escritor ruso parecemos discernir las características de un santo, si es que la simpatía por el sufrimiento de los demás, el amor hacia ellos y el esfuerzo por alcanzar alguna meta digna de las más altas exigencias del espíritu constituyen la santidad. Y es ese santo en ellos el que nos confunde con un sentimiento de nuestra propia trivialidad irreligiosa y convierte a muchas de nuestras novelas más famosas en superficiales y engañosas. Sin embargo, las conclusiones de la mente rusa, aunque comprensivas y compasivas, quizás son de la más infinita tristeza. De hecho, sin temor a equivocarnos, podríamos hablar de la inconclusión de la mente rusa: es la sensación de que no hay respuesta, de que la vida —examinada honestamente— presenta una pregunta tras otra, y éstas deben dejarse resonar una vez concluida la historia en un interrogatorio sin esperanza, lo que nos abandona a un profundo resentimiento y finalmente a la desilusión. Quizás los rusos tengan razón, indudablemente ven más lejos que nosotros y sin los grandes impedimentos de nuestra visión. Aunque quizás estamos mirando algo que a ellos se les escapa, ¿o por qué habría de mezclarse esta voz de protesta a nuestra melancolía? La voz de protesta es la voz de una civilización otra y antigua que parece haber gestado en nosotros un instinto para gozar y luchar más que para sufrir y entender. La narrativa inglesa, desde Sterne hasta Meredith, da testimonio de nuestro deleite natural por el humor y la comedia, por la belleza de la tierra, por las actividades intelectuales, y por el esplendor del cuerpo. Pero las deducciones, cualesquiera que obtengamos de comparar dos narrativas tan inconmensurablemente lejanas, será fútil salvo que nos inunden con la visión infinita de las posibilidades del arte y nos recuerde que no existe límite hacia el horizonte, y que nada —ningún «método», ningún experimento, ni siquiera el más salvaje— está prohibido, sólo la falsedad y la simulación. «El material propio de la narrativa» no existe: todo material es propio para ella: cada sentimiento, cada idea, cada cualidad del cerebro y del espíritu se pueden emplear. Ninguna percepción es errada. Y si pudiéramos imaginar que el arte de la narración cobrara vida y se pusiera de pie entre nosotros, indudablemente nos exigiría que la hostiguemos y violentemos; también que la honremos y amemos, sólo así se renueva su juventud y se asegura su soberanía.
Virginia Woolf (Londres, 25 de enero de 1882-Lewes, Sussex, 28 de marzo de 1941) fue una novelista, ensayista, escritora de cartas, editora, feminista y escritora de cuentos británica, considerada como una de las más destacadas figuras del modernismo literario del siglo XX. Durante el período de entreguerras, Woolf fue una figura significativa en la sociedad literaria de Londres y un miembro del círculo de Bloomsbury. Sus obras más famosas incluyen las novelas La señora Dalloway (1925), Al faro (1927), Orlando: una biografía (1928), Las olas (1931), y su largo ensayo Una habitación propia (1929), con su famosa sentencia «Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si va a escribir ficción». Fue redescubierta durante la década de 1970, gracias a este ensayo, uno de los textos más citados del movimiento feminista, que expone las dificultades de las mujeres para consagrarse a la escritura en un mundo dominado por los hombres.
Juan Manuel Esquivel (Ciudad de México, 1980) es licenciado en Ciencias de la Comunicación por el Tecnológico de Monterrey. Ha participado en talleres y cursos literarios en la Casa del Lago y otros centros culturales. Además de ensayo y traducción también escribe poesía, misma por la que ha sido invitado al programa Al compás de la letra en Radio UNAM. Actualmente es parte del comité editorial de la revista literaria Murmullo de Paloma y prepara su primer poemario.