La imaginación telúrica en la lírica de José Natarén. Arcelia Lara Covarrubias
La imaginación telúrica en la lírica de José Natarén
Arcelia Lara Covarrubias
I
Leemos los poemas de José Natarén como una obra episódica que bien podría conformar una composición musical, tal vez una sonata, en que las partes pueden escucharse de manera aislada, con variaciones que matizan y divagan, pero en la que algunos tópicos se repiten como un standard autoalusivo y que indudablemente configuran una unidad. [Precisamente el significado de “composición” es conformidad de retales; el “ponerse con” de cada elemento involucra saber integrarse en un todo orgánico].
Tras esta intuición inicial, supondríamos que los poemas pueden leerse en tres momentos: el primero constituido por los dos poemas iniciales; el segundo, que consideraría el III, el IV, el V y el VI, y el último, para el VII y el VIII. Los primeros dos indican la pregunta por el quién autoral, que no es sino otra manera de la pregunta por el ser. El inicial rasgar el silencio (en I) que indaga sobre el ser, un tanto genérico, de la voz poética deviene en asunción ontológica —desolada, oscura, vacua— de un ente (ser-ahí) pequeño, enfermo, que al borde de la horca no dice “aparta de mí ese cáliz”, sino que está dispuesto a tragar la “substancia amarga”, el “agrio placebo” y entregarse a la “caída necia” en las “gélidas falanges” de la “serpiente roja de la danza”. “Ahí” aparece la imagen que nos llevaría a establecer un parentesco con Stravinsky, no el que consagra la primavera sino el de El pájaro de fuego.
En la segunda parte (el desarrollo) podríamos hacer una división interna en binas: los poemas III y IV, que se caracterizarían como “Del relámpago”, y V y VI que se unifican por el tópico de la sombra y la niebla. En el poema III el acento sube y en IV se enfatiza aún más; algo hay del ímpetu tonante de Janáček. El comienzo, “la furia del relámpago resuena/ el trueno que sale de su boca”, nos recuerda al atribulado Job cuando dice “Truena Dios maravillosamente con su voz; Él hace grandes cosas, que nosotros no entendemos” (37:5), y acaso no sea tan diferente del Zeus que lanza rayos. Aunque en general el rayo suele indicar la potencia vivificante que suministra la chispa de la vida, en el poema destaca su poder letal, “serpientes que incendian mi garganta/ serpientes en las venas, serpientes en el pecho”; la lengua se torna incendiaria, envenenada de fuego arrasador. No es, sin embargo, sino hasta en el IV que el rayo adquiere su sentido hierofántico pleno; el filo del oxímoron que enumera a modo de letanía “el astro de tiniebla se derrumba,/ rota torre, derriba nuestro cuerpo/ vaso de sombra, cáliz del dios ciego/ de amor enfermo” indica la contradicción fundamental de la creación: el sol se oscurece y deja de ser el astro rey (se derrumba); la torre (alta por excelencia como apuntaba Borges) se rompe —cierta resonancia del zigurat mesopotámico se mezcla con la torre de Babel— y dios es indiferente (ciego) a su creación en la que, irónicamente, en tanto que Destructor, se refleja.
En los poemas V y VI, más que un tema en común se aprecian tintes semióticos que conducen a un descenso del tono que, sin embargo, no conduce aún al silencio: el desánimo, la desesperanza y el desconsuelo impregnan los versos con opacidad perentoria. En el V, Jerusalem no es más la esperanza del pacto, lo único que queda son las sinagogas del engaño (manicomios, cárceles, cementerios) y, no obstante, conservan el eco raigal promisorio, así sea solamente como promesa frustrada: “De ti sólo persiste raíz de sol amarga”. En el VI, la luz fosca de la luna conduce al silencio; tras la niebla surge la duda que, cual genio maligno cartesiano, pone en tela de juicio la muerte y el sueño, que conservan, como pensaba Villaurrutia, una relación gemelar. Podemos remitirnos al pasaje de una de las cartas del apóstol de los gentiles: “Ahora vemos por espejo, oscuramente” (1ª. Corintios, 13:12); sabemos, empero, que en el poema no habrá un futuro en que “veremos cara a cara”.
En el tercer momento, el de cierre, el tono baja hasta alcanzar el silencio en una especie de caída. El poema VII se enuncia desde la montaña, que no es el lugar en que los hombres hablan con Dios ni el habitáculo de la corte olímpica griega ni la cumbre desde donde el pueblo elegido experimenta una epifanía ni el Monte Carmelo que hay que ascender para entrar en contacto con la trascendencia divina. La montaña es, de manera muy física, el lugar que conecta los órdenes de la altura y de la superficie. Este poema se enlaza con el II; no sólo por la anáfora (“Ahí” en el II y “Aquí” en el VII), sino porque el ente empequeñecido por la epilepsia, grano de sal, del II decide cerrar los ojos, guardar silencio. El VIII y último es el fin de la agonía; la soga aprieta y el aliento se consume; sobreviene, entonces, el silencio. El ¿quién? del primer poema se responde con un “alguien”, que observa, pero que ya no respira.
II
Aunque los poemas de Natarén manifiestan una infinita desolación, su lirismo no corre por el derrumbadero sentimental; sus industrias verbales tienen un carácter diferente al del regodeo en el sufrimiento. Para decirlo en una frase: no se trata de impudicia martirológica. En lugar del llanto de la plañidera, el poeta elige recursos de un orden más complejo, acaso intelectual, en el que la adjetivación se convierte en bisturí para hacer los cortes distales de la experiencia suicida.
Del adjetivo podría decirse lo que de los juicios (kantianos): los hay analíticos (si se menciona un rasgo constitutivo o que se asocia naturalmente al sustantivo y cuyo sentido se penetra mediante el análisis) o sintéticos (cuando agregan algo que no está en el sustantivo y que aumenta nuestro conocimiento de él). En la poesía de Natarén encontramos fundamentalmente calificación sintética; por ejemplo, en “epiléptico grano de sal color enfermo” descubrimos que un “grano de sal” (además de ser pequeño, salobre y compacto) es, en el poema, “epiléptico” y que su “color” no es relativamente cristalino, sino “enfermo”, y aquí, a la audacia calificativa, se le suma la gramatical, porque hace que un sustantivo cumpla oficio de adjetivo. Cuando leemos el verso tomamos en cuenta tanto lo que no se dice por obvio como lo que sí se dice y que nos remite al suicida, a una conmoción en la que a la pequeñez se ligan las convulsiones y la pérdida de transparencia: turbulencia física y tribulación existencial.
En ciertos momentos la atribución adquiere matices sinestésicos: las impresiones visuales se identifican con las auditivas: luz y voz conforman una unidad enunciativa; de ahí que cuando dice “mientras la luz se agota en mi garganta”, entendemos que el verso, una vez dicho, ha dado paso al silencio (oscuridad). Sin embargo, esta sinestesia no constituye un hallazgo aislado que pudiera interpretarse como indeterminación de un estado de ánimo —abandono, acabamiento, desesperanza— sino que deliberadamente se ha ido tejiendo a lo largo de los poemas una vía que no sólo conjunta los dos sentidos más colonizadores en la experiencia perceptual humana, sino que indica una nueva ruta sensitiva: “entre más luz […] más sonido”.
Abunda en los poemas la calificación por oxímoron; así, tenemos, por ejemplo, “terrible inocencia”, en la que el calificativo niega una de las cualidades que se atribuye al sustantivo. De manera incisiva, el verso “En la caricia hiriente de la soga bienhechora” expresa dos oxímoros que, sin embargo, en el contexto del poema diluyen la contradicción porque, en efecto, para el suicida, la “soga” obrará de acuerdo con su propósito, de ahí que sea “bienhechora”, y su roce se traduce en una “caricia” porque aproxima a la deseada muerte; eso no quita, empero, que resulte “hiriente”. Confabulado con este sentido, el siguiente verso señala la circunstancia en la que sucede esa caricia: “en el instante pétreo de la herida” y nos percatamos de que “el instante”, que por su fugacidad vuela alígero, aquí se solidifica, se vuelve “pétreo”, impenetrable.
En otras ocasiones el calificativo genera una representación mental muy vívida: “luz inédita”, “relámpago en la zarza”, “serpiente en roja danza” son ejemplos en que se enfatiza el carácter visual; pero también hay otros casos en los que domina el oído: “susurro en el vacío”, “mudo largometraje” que, en estos casos, se muestra como ausencia de sonido. La calificación deviene imagen, pero su uso no deriva en sensualidad, sino que opera como un índice de la idea, una idea que no se pretende certeza enunciativa porque “la imagen nunca miente ni dice la verdad”, leemos en un verso que nos recuerda aquella frase de Heráclito: “El dios [Apolo] no afirma ni niega, solamente señala”. Tenemos, entonces, que las imágenes usadas por Natarén no involucran de manera primordial los sentidos, sólo de modo deíctico, como señales, porque la intención es formar la unidad de un ente que, como tal, no existe en la experiencia práctica. Se trata de imágenes visionarias.
Muy cercanos a éstas hasta casi confundirse, encontramos los conceptos emotivos, que formalmente se estructuran como cualquier concepto —género más diferencia específica, según la recomendación aristotélica o, en términos gramaticales, como una frase que se estructura con un sustantivo más la palabra o palabras que lo modifican—, pero semánticamente cuajan en unidad semiótica: “palacio de la sabiduría”, “templo de cristal” o “raíz de sol amarga”; por citar algunos ejemplos. Un “palacio de la sabiduría” —pongamos por caso— no es cualquier palacio en el que se cultiva el saber, sino un lugar específico, diferente al resto de los palacios; “palacio de la sabiduría” es un concepto que no puede fragmentarse sin sufrir merma semántica.
No son pocos los versos en los que el adjetivo va formando una trama en la que a un sentido figurado se le suma otro y a éste, otro. A tal manera de yuxtaponer las imágenes visionarias, Carlos Bousoño llama visión, y se caracteriza no por la suma de significados, sino porque se sintetizan en una unidad dinámica intuitiva. Para muestra, un botón. No podríamos leer el verso “Caravana de espectros en fuga de sus ojos” desde un estricto literalismo ni segmentándolo en imágenes visionarias e interpretándolas por separado. Desde una lectura literal tendríamos que suponer, primero, que los “espectros” desfilan; luego, que su desfile se organiza en “caravana”, es decir, que conserva un cierto orden. Por otro lado, los espectros estaban presos o confinados; la palabra “fuga” nos lo sugiere, y finalmente, el lugar de su prisión era “sus ojos”. Si, en cambio, hacemos una lectura como suma de imágenes, tendremos que resolver cuáles son éstas: ¿“caravana de espectros” o “espectros en fuga”? Atendiendo a la recomendación hermenéutica de Bousoño de leer las visiones intuitivamente como el desarrollo o flujo de lo metafórico (visionario), tenemos que la voz poética habla de la experiencia del suicida ante un mundo espectral que, precisamente, en el momento de tener la soga en el cuello va vaciándose. La ruta de la muerte se transita en la desnudez (despojarse de los recuerdos espectrales, en el poema), idea semejante a la del mito en que la llama de la memoria va apagándose en su recorrido por el Leteo, el río del olvido.
En algunos momentos las visiones se traban con otras figuras, como en los versos “¿Qué herida más sangrante que la luz?/ ¿Qué ceguera más limpia que el silencio?”. Lo primero que notamos es que estamos ante preguntas retóricas que no pretenden, por supuesto, ser respondidas. En este caso, más que interrogar, la voz poética nos invita a reflexionar en una consideración metafórica, nos impele a que interpretemos, en primera instancia, y a que busquemos en ese orden figurado otras alternativas. Pero, bien mirado, tampoco se trata de visiones, sino de una forma velada de la definición que, siguiendo la estructura típica, podrían quedar de la siguiente manera: “La luz es una herida sangrante” y “El silencio es una ceguera limpia”. Tenemos, entonces, que un término se define con un concepto emotivo; en el primer verso, el sentido figurado se manifiesta en el enlace del sujeto con el predicado; en el segundo, además del enlace, se encuentra en la imagen visionaria “ceguera limpia”, que involucra una figuración todavía mayor. Pero las preguntas que estamos analizando no son ontológicas del tipo ¿A es B?, sino que, dando por sentado que A es B, se incluye una antonomasia, ¿hay un A más B que A? Estas preguntas retóricas observan un paralelismo sintáctico, su construcción es idéntica: Qué+sustantivo+más+adjetivo+subordinación sustantiva; el sentido, adicionalmente, indica la antítesis luz-ceguera.
III
Aunque los poemas de José Natarén revelan una trabazón semiótica cuyo resultado es conceptual; ello no va en demérito de las cualidades eminentemente líricas. La contextura rítmica del poemario, aunque no es inmediatamente evidente, permea todos los poemas. Las operaciones efectuadas en la parte material de la lengua son constantes y se articulan tanto a nivel fonológico como sintáctico. La anáfora, por ejemplo, usada con discreción pero con persistencia, se encuentra desde el primer poema (“¿quién?”), igual que en el segundo (“ahí”, “qué”), en el VII (“aquí”) y en el VII (“alguien”). La correspondencia del primer poema con el último —que señalamos al inicio— se confirma con el uso anafórico: ¿quién?/alguien, y la del II con el VII: ahí/aquí.
La aliteración suele presentarse subrepticiamente, pero cuando brota, los sonidos persisten como una obsesión auditiva. “Mas el tiempo espada lanza y violenta el viento viejo augurio”, dice el verso, y destaca el inicio en /a/ para luego desplazarse a la iteración en /vi/ en el segundo hemistiquio. La propuesta prosódica va de la abertura máxima, que pasa al apoyo labial con un eco en /e-o/ propiciado por la rima interna (tiempo-viento-viejo) y termina con un dominio de vocales cerradas en “augurio”. En el verso “la radiación arrastra astros” se produce una suerte de tracción por la constancia de la vibrante /r/; pareciera que en el momento en que se pronuncia el verso sucede, en efecto, un arrastre: forma y contenido se confabulan.
Algunas aliteraciones involucran más de un sonido; ya cercanas a la paronomasia encontramos expresiones que parecieran juegos de palabras como “antigua angustia”, “palpita, daga la pupila”, “rota torre” y “grita en las grietas”. En cada caso, sin embargo, más allá del ludismo auditivo hay una sugerencia semántica fuerte. En un par de ocasiones se registra reduplicación, como en “Serpientes incendian mi garganta/ serpientes en las venas, serpientes en el pecho”, que suponen además una enumeración panegírica. La serpiente es uno de esos motivos que aparecerá en varios poemas; su simbolismo merece ser comentado aparte.
Finalmente hay que revisar el rasgo en el que se juega el oficio de poeta: la versificación. El tratamiento rítmico del verso es lo que nos dice que estamos ante un poema pleno y no frente a una composición poética de indefinición genérica. En el caso de los poemas de Natarén, enunciados desde una polimetría —no se trata de verso libre— encontramos ciertas preferencias en sus esquemas métrico-rítmicos. Los decasílabos suelen aparecer de vez en vez como en “¿Quién es el autor de los luceros?”, “y en la obscuridad florecen nombres”, “lágrimas de azufre cicatrizan”, entre otros. El alejandrino se presenta con relativa frecuencia, como en “Relámpago en la zarza, susurro en el vacío”, “De ti sólo persiste raíz de sol amarga” y “Serpientes en las venas, serpientes en el pecho”, con la distribución clásica isométrica heptasilábica; pero también con una distribución irregular como en “agrio placebo contra el dolor del nacimiento” (con un hemistiquio de 5 sílabas y otro de 9). También se encuentran algunos con una sugerencia de lectura en tres partes, como en “Palpita, daga la pupila, ojo de serpiente” (3, 6, 5) y “epiléptico grano de sal color enfermo” (5, 4, 5).
Con abundancia detectamos en los poemas de Natarén endecasílabos, el rey de la métrica española, dicen algunos, que por su dificultad (frente a la facilidad del octosílabo) se arroga el título de “verso culto”. Lo encontramos en “substancia amarga agita la memoria”, “ y en “boca en templo de cristal”; este último con la complicación adicional de que termina en palabra aguda, igual que en “eriza la retina mineral”. A veces el verso incluye algún término esdrújulo como “en el instante pétreo de la herida” o “la furia del relámpago resuena”. Las palabras esdrújulas suelen comprometer el ritmo del endecasílabo, pues, ya de suyo son, a partir de la sílaba tónica, un pie dactílico de difícil acomodo; en los versos en que Natarén las emplea sale bien librado, pues evita los acentos en quinta y séptima sílabas. En caso de que la acentuación no cuadre con el ritmo, la decisión del poeta es quebrar el verso, como en “cáliz del dios ciego/ de amor enfermo”, recurso que con la cesura nos invita a una lectura más pausada.
En los poemas que comentamos se encuentran, por supuesto, otros metros, tanto de arte menor (trisílabos, tetrasílabos y, sobre todo, heptasílabos) como de arte mayor (eneasílabos, versos de 12 y 13 sílabas). A pesar de la heterometría, podemos pensar que los que escapan a las preferencias señaladas no son sino variaciones rítmicas de una constante; la sugerencia de que se trata de una composición musical, misma que indicábamos al inicio para referirnos a la estructura con un fuerte apoyo en la versificación: sobre un esquema más o menos constante se introducen divergencias que, sin embargo, no alteran de manera fundamental el tempo del conjunto.
IV
Hemos señalado algunas de las cualidades de la lírica de Natarén. La estructura y las figuras retóricas que operan en la semántica y en la lógica delatan el rasgo conceptual, y las operaciones expresivas que van de las recurrencias fonológicas a los esquemas métricos indican el ritmo interior. Sin embargo, pareciera que nos encontramos apenas en los soportales de su propuesta. Intentando arribar a una interpretación que describa su poética tendríamos que fijar los trazos que delimitan el cuadrante en el que se mueve. Aquí valdría seguir el enfoque de Gastón Bachelard que propone que la literatura elige rutas específicas (fenomenológicas) que constelan los diversos recursos y sentidos de las obras. Según el filósofo, cuando estamos ante una obra digna de llamarse tal percibimos una coherencia imaginativa que se rige por una ontología elemental (en el sentido de los presocráticos que distinguen un elemento como fundador del cosmos); de esta manera hay poéticas acuáticas, telúricas, ígneas y aéreas. ¿En cuál o cuáles de éstas podríamos inscribir los poemas de Natarén?
En el intento de responder esta pregunta nos atenemos al peso simbólico del poemario que tratamos. Según Bousoño, en la poesía el símbolo —ese signo que ha adquirido densidad significativa desbordando el oficio semántico de la palabra— puede ser externo o interno: en el primer caso es un precipitado que la cultura fue elaborando en el discurrir de la historia; en el segundo, la carga semiótica se establece en el seno de la obra misma. Bachelard llama a este proceso imaginación y su producto es el conjunto de imágenes, caracterizadas como complejos (agrupación de significados que se sintetizan en el psiquismo del poeta y que se remontan a tiempos ancestrales). Apercibámonos de que la denominación bachelardiana no empata con la definición retórica de imagen, ni siquiera con la de imagen visionaria; estamos frente a un arrastre que opera en diferentes niveles de la lengua, de su materialidad y de su significación, pero sobre todo de sus raíces arquetípicas.
De acuerdo con esta perspectiva, la carga semiótica de los símbolos (imágenes arquetípicas) de los poemas parece indicar que nos encontramos ante una poética de la tierra, materializada principalmente en la serpiente, uno de los símbolos de la ensoñación telúrica. Su cualidad reptante la mantiene imantada al polvo y le confiere un dominio especial. En ciertas culturas se le asocia con la salud y la longevidad; de ahí que se haya tomado el caduceo de Hermes como representación de la medicina. Pero no es esta dirección la que siguen los poemas de Natarén; en ellos, por el contrario, destaca la calidad ponzoñosa. Por otro lado, en Occidente suele simbolizar la sabiduría; en los poemas que comentamos, empero, el saber no es bien asegurado, sino que se alude a él desde su inestabilidad dialéctica, en que el zizagueo pone ante una afirmación su opuesto, como en el verso “Hermoso es lo feo y es feo lo hermoso”, que nos recuerda a Macbeth. Algunas de las preguntas retóricas se plantan sobre ese terreno movedizo: “¿soy el haz o el envés?”, “Y los sueños… ¿sueños son? y los muertos, ¿muertos están?”, y aquí la retoricidad es retórica. Por supuesto que no se pretende encontrar una respuesta, pero la perplejidad es auténtica; se trata de dudas existenciales que calan profundamente, en las que la voz poética se está jugando su orden ontológico. ¿Quién soy?, ¿estoy dormido?, ¿la muerte es la absoluta y definitiva pérdida del sí-mismo? Estas cuestiones implican que, antes de ser expresadas, el enunciador se había percatado de la poliedria del ser, de su indefinición fundamental.
La tierra no es el “reino de este mundo” como irónicamente podría decir Alejo Carpentier. Cuando el verso declara “He visto los reinos de la Tierra”, sabemos que no está hablando de la Tierra prometida por Dios a su pueblo, sino más bien alude a una tierra mundanizada, pervertida por el dolor, la misma que le hace exclamar al poeta “ay de ti”, refiriéndose a Jerusalem. Otro símbolo propio de la ensoñación telúrica que aparece en los poemas es la raíz, que pierde sus cualidades provechosas (“raíz de sol amarga”), pues ya no es apta para la floración porque el fuego la ha esterilizado. Descubrimos, entonces, que en la obra de Natarén hay connivencia de varias poéticas en tanto que, aunque dominan las imágenes de tierra, las de fuego y las de aire se confabulan con la primera. Los símbolos ígneos se solidarizan con los telúricos, pero su sentido se subvierte: el sol es un “astro de tinieblas” y el fuego se silencia (“¿dónde más enmudece el fuego?”). El calor no es cobijo y, lejos de representar la llama de la vida, se convierte en amenaza flamígera de consunción, todo lo arrasa y lo consume.
En la poética telúrica, piensa Bachelard, el espacio se ensueña desde opuestos dentro/fuera y bajo/alto; los símbolos de interioridad y de superficie —la casa, los cofres, etc.— suelen imaginarse como resguardo; los de exterioridad y altura, como liberación. No es extraño, entonces, que éstos se asocien con la poética aérea. Imágenes como el árbol o la montaña participan tanto del simbolismo de la tierra como del aire. Los altozanos ayudan a fijar el ensueño aéreo de la liberación; el cuerpo respira desahogadamente e intercambia su esencia con el mundo. En los poemas de Natarén el significado es precisamente el contrario. En el poema VIII dice: “Tres noches de pie de la montaña”; la cima ofrece una visión panóptica de la tierra, ha vislumbrado sus reinos; pero el resultado no es liberador, la conciencia de la pequeñez propia suscita una conmoción extrema, de ahí que se pregunte “¿De dónde el vértigo a cerrar los ojos?”. Las tribulaciones del suicida se asemejan a las de Jesús en el Monte de los Olivos que al experimentar el presagio de la muerte suda sangre. En el poema sabemos que no vendrá ningún ángel a confortarlo. Este es el momento en el que la voz poética podría increpar: “Elohim, Elohim, ¿lama sabactani?”.
El cuerpo en la horca queda suspenso entre los dos planos, el del árbol y la montaña. El suicida —la voz poética que lo expresa— sabe que “Más allá de las mitologías, la imaginación fruto del bien y del mal/ persevera la caída, persiste en espera del sol”, porque el árbol del bien y del mal, ahí donde la serpiente tentó al hombre y lo hizo caer, constituirá el instrumento para regresarlo a la tierra, para que, como la raíz, se entierre; mas, como ya habíamos visto, no se trata de la raigambre de la vida sino de una inhumación: “Todo vuelve al vientre de su madre”, la tierra, el paraíso perdido, que no será más la madre nutricia donde brotan y fructifican los seres. La imagen de este verso alude al simbolismo del retorno al útero materno, a una especie de des-nacimiento en que se vuelve a la indefinición del ser. Tras comer el fruto prohibido el hombre supo del bien y del mal, pero no fue como dios, la serpiente inoculó su ponzoña en el saber del hombre.
Si, como es obvio, el fuego es símbolo cardinal de la poética ígnea, la luz que produce, en cambio, se ubica más bien en la ensoñación aérea, piensa Bachelard. Por esta razón en el último poema captamos la sinestesia entre lo lumínico y el aire como una identificación. El viento –el ruaj de los judíos y pneuma para los griegos— es el aliento del demiurgo que da vida; su creación, como la del arte, es una obra que carga su esencia espiritual. He aquí el último poema:
Mientras la luz se agota en mi garganta
alguien devuelve el aire contra el viento.
Alguien nos observa.
Alguien no respira
Sabemos que, con la soga al cuello, a la vez que se va exinguiendo la llama vital, se apaga el aliento creador; cesa el canto y la vida. La voz poética guarda silencio.
Desde de la fecundidad simbólica de estos poemas nos percatamos de que se trata de una creación auténtica; los símbolos no son el resultado de una densificación conceptual producida por la historia y la cultura. Natarén somete sus imágenes a un proceso de transvaloración con el que trastoca el orden epistemológico y su posible acarreo ético. Así, se instaura un simbolismo original, porque origina un mundo singular en el que los significados se reconfiguran en el interior de cada poema.
CODA
Al final se encuentran los poemas “¿Quién conoce a Ian Curtis?” y “¿Quién llama a la puerta?”, que leemos como uno solo: el tono, el estilo y el tema así nos lo sugieren. La diferencia con los del bloque anterior —sobre todo de estilo y de tono— nos hace otorgarles un lugar aparte; no obstante, el tema y la repetición de algunos versos delatan el aire de familia. Podríamos pensar que estamos ante un cover de los ocho poemas anteriores; éstosn dos ayudan, incluso, a catalizar el sentido de aquéllos, pues la ideación de los primeros se cristaliza en un caso concreto: el suicidio de Curtis por ahorcamiento, las letras sombrías de sus canciones y, en fin, el halo contracultural y desolado del punk.
Lo que en los primeros poemas pudiera parecernos minimalista por su brevedad y autocontención, en los últimos se transforma en flujo de conciencia, abundancia del largo aliento. La devastación expresada en ambos bloques de poemas tiene un carácter íntimo en los primeros; en los segundos parece adquirir dimensión cósmica: “La radiación arrastra astros hacia el centro, hacia la puerta que se abrió hace 15 mil millones de años”. Leemos los del primer bloque como poemas; los segundos, más bien los escuchamos; son el canto de la tribu, nuestro canto.
En los primeros captamos los ecos de Shakespeare, de Calderón, de Paz, de Gorostiza; en éstos, sin que hayan desaparecido los versos que nos remitieron a los poetas, se destaca mayormente el canto delirante de un Milton, un Vallejo o un Dámaso Alonso que se enfrentan a dios, un dios ciego. En los primeros aparece la serpiente, reminiscencia necesaria del Génesis; en los últimos, el reptil se transfigura en el dragón del Apocalipsis. El ambiente sombrío se torna lúgubre en éstos: “Oscuro original”. El lenguaje que allá —dada la estructura cerrada de cada poema— nos parece potencia numinosa semejante en profundidad a las imágenes del rey David, acá se transforma en un tono estentóreo, profético. El desencanto que apreciamos en los primeros aquí se vuelve desesperación herética: el verso “¿Quién nos llama a rezar una oración de nadie?” casi nos invita a sentir simpatía por el diablo.
Arcelia Lara Covarrubias. Cuenta con las licenciaturas en Lengua y literatura hispánicas por la ENEP (hoy FES) Acatlán y en Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras, donde también estudió la maestría en Literatura española. Doctora en Humanidades (Teoría literaria) por la UAM Iztapalapa. Hizo una Estancia de Actualización en la Universidad Autónoma de Madrid y otra en la Universidad de Extremadura (en Cáceres, España). Profesora Titular C de Tiempo Completo Definitiva en el CCH Naucalpan (UNAM). Ha impartido cursos en licenciatura y posgrado en la FES Acatlán. Ha participado con capítulos para 12 libros sobre su especialidad, así como con artículos para las revistas Ritmo, Poiética, La experiencia literaria, Eutopía y Signos. Didáctica de la lengua y la literatura, entre otras. En 2016 publicó el libro de cuentos Lucina nunca duerme. En 2006 recibió la Distinción Universidad Nacional para Jóvenes Académicos; en 2014, el reconocimiento Sor Juana Inés de la Cruz, y en 2019, el Premio Universidad Nacional.