La dignidad del ebook como libro hecho y derecho: Una defensa de los escritores y lectores todoterreno, por Violeta Orozco
Este ensayo entra en consideración sobre el soporte del libro y las posibilidades de sus formatos. Por ello, al final de este trabajo, el lector puede encontrar el enlace a otro trabajo, El arte nuevo de hacer libros, de Ulises Carrión.
La dignidad del ebook como libro hecho y derecho:
Una defensa de los escritores y lectores todoterreno
Violeta Orozco
"La computadora y la publicación en internet están desmaterializando la literatura. Cada vez más el libro deja de ser el objeto típico de la literatura. La producción textual está dejando de necesitar un sustento físico. La literatura está en transición: deja de ser una productora general de objetos verbales tangibles (libros) para convertirse en un flujo inmaterial de información digital”. Heriberto Yépez. Poética PC
El papel del ebook como libro sin papel
El golpe que ha sufrido la materialidad a inicios del 2020 con el advenimiento de la pandemia de Coronavirus está cambiando (suspiren lectores conservadores) nuestra manera de leer. Nuestra relación con la materialidad ha dado un giro irrevocable. Mientras lo tangible deviene oscuramente amenazante, una nueva dimensión cobra sentido: la de la vista y el sonido. Con todas las bibliotecas estatales y locales cerradas, los libros que pedíamos prestados de las bibliotecas ya no están al alcance de nuestros dedos. Las librerías están cerradas, los libros que le prestamos a nuestros amigos potencialmente infectados. De pronto las bibliotecas más importantes del mundo se ven en la necesidad de digitalizar sus contenidos para los académicos e investigadores que las necesitan. Los lectores fetichistas suspiran, incrédulos de que ya no puedan acariciar sus adquisiciones más preciadas en el Gandhi de la esquina. Las revistas que los aficionados leían en el Sanborns están clausuradas hasta nuevo aviso. Una nueva criatura alza su silueta en el atardecer extraño de esta era tactilofóbica: el ebook. Creado por la primera librería de libre acceso “Proyect Gutemberg”, el primer ebook dio su primer vahído a orillas de 1971 de la mano de Michael Hart, un estudiante de ingeniería de la Universidad de Illinois quien digitalizó y distribuyó gratuitamente en la versión precursora del internet ARPANET, versiones de libre acceso a textos como la Declaración de la independencia de los Estados Unidos, la Constitución norteamericana, la Biblia y posteriormente clásicos de la literatura y libros de dominio público. Había nacido la idea un libro sin papel.
Originalmente patrimonio de los viajeros y los lectores a la vanguardia, esos que leían todo: los letreros, las partituras, las etiquetas de los cereales, los jeroglíficos algebraicos, el alfabeto griego o cirílico, los pioneros de MSN Messenger, los correos electrónicos, los SMS, los escaneos, las fichas bibliográficas y museográficas, los dibujos de Nazca vistos desde el aire y todo aquello que tuviera el potencial de ser descifrado como un sistema de signos medianamente inteligible, el ebook no era más que un medio más para acceder a una serie de mensajes intraterrestres que agrupábamos bajo el nombre de Literatura. A los lectores todoterreno, poco nos importaba dónde leyéramos: en el smartphone o en la Tablet, en la laptop o en el Kindle, el chiste era acceder al contenido. Yo leí The waves de Virginia Woolf en fotocopias, porque en ese entonces el internet no había llegado a México y los smartphones estaban a años luz de distancia. Pero estaba desesperada por acceder al texto original. Las fotocopias eran tan viejas que las letras estaban casi borradas y el papel estaba recubierto de una era antiquísima. Todavía no existían los escáneres personales fuera de la Universidad. Así fue que me acostumbré a leer y a escribir en cualquier superficie. Todo servía: la mano, las servilletas, los panfletos que me regalaban en la calle, los calendarios pequeñitos que vendían en el mercado del sábado en Azcapo. Hasta de las cajas de cartón de mi abuela y el papel Kraft que usábamos para hacer alebrijes arrancaba pedazos en la secundaria cuando olvidaba mis cuadernos en la casa. Nunca discriminé una sola superficie como espacio potencial de escritura o de lectura.
Quizá mi superficie favorita era la arena de la playa, que me forzaba a escribir un número fijo de versos en el tiempo justo en que tardaba en llegar la marea a deshacerlos, los cuales debían tener una métrica exacta, el tiempo cronométrico que distaba entre dos olas. En aquel entonces ni siquiera existían las cámaras personales instantáneas, por lo que yo sabía que todo lo que llegara a escribir en la arena sería permanentemente efímero. Nunca imaginé que diez años después estaría leyendo sobre superficies reciclables, en las que tinta electrónica estuviera desapareciendo a ritmo de 250 palabras por minuto, mucho más rápido de lo que tardaba mi ola en dejarme la pizarra blanca, lista para volver a dibujar las palabras que quisiera. No me importaba que se borraran. De niña concebía la escritura como una palabra en movimiento, que se movía a medida que volteaba la página, los personajes muriendo o naciendo al ritmo de mis descubrimientos. No me gustaba releer porque no me gustaba revivir a los muertos. Para las novelas tenía como una especie de voto de no relectura, porque las historias terminadas eran para mí sagradas, debían dejarse en paz como las vidas terminadas. Pero la poesía era diferente, la poesía se me hacía un género hecho para releer y revisitar hasta conocer cada piedra del paisaje, la comisura de cada vereda.
Yo crecí con libros impresos, audiolibros en casete y Elepés compitiendo por un espacio en la biblioteca de mi papá, o más bien, conviviendo amablemente en el mismo espacio, sus lomos tocándose entre sí a pesar de la incompatibilidad de sus dimensiones. En el cumpleaños número siete de mi hermano le regalé un casete que le había grabado leyendo con mi voz porque siempre me pedía que se lo leyera. Era su libro favorito: Strange tales from the land of grass. Los audiolibros también me servían para arrullarme, pero yo seguía sin encontrar una solución para el problema de cómo leer a altas horas de la noche sin que mi padre me cachara. Me conseguí una lamparita que metía abajo de mi cobija, pero él lograba ver el resplandor por debajo de las cobijas oscuras y siempre me la quitaba. Años después resolví el problema de la lectura nocturna con un aparato que era un sueño convertido en realidad: el Kindle, un lector electrónico que logré contrabandear por medio de mi tía que nos visitaba del gabacho porque el invento todavía no llegaba a México en 2007. Lo más increíble es que aparte de la luz integrada (sólo en la versión Paperwhite), la pantalla del aparato, a diferencia de la computadora, no lastimaba la vista. El papel electrónico: una revolución tecnológica, que según me explicaban mis amigos físicos, era una superficie opaca perfectamente análoga a la reflectividad de la hoja de papel, diseñado para reflejar exactamente la misma cantidad de luz que ésta. Contenía también la tinta electrónica, inventada en 1996, microcápsulas negras cargadas positivamente y las blancas negativamente que se distribuían en la pantalla cuando se produjera una corriente para configurar el display.
Pero el Kindle no era suficiente para mis crecientes necesidades lectoras, cada vez leía yo más pedefes y no me acomodaba a leerlos en la computadora, especialmente no en esos dinosaurios que tenían a principios de los dosmiles. Tuve que conseguir un Ipad, que tristemente no funcionaba con tinta electrónica. La ventaja fue que ahí podía no sólo almacenar enormes bibliotecas electrónicas (porque las físicas ya no cabían en mi casa), sino reproducir mis audiolibros en el nuevo formato que estaba sustituyendo al CD: el mp3. Los walkman y los discman, ese invento que traía loquita a mi generación en la secundaria en los noventas fueron destronados rápidamente por los Ipods, todos esos aparatos relevándose en un lapso de menos de cinco años.
Y sin embargo, aun cuando las canciones las percibíamos como unidades autónomas, independientes y completas, había muchos escépticos en mi generación de millenials fetichistas que no le querían dar al ebook el lugar tan especial que merecía dentro de la historia de la cultura, y sobre todo, dentro de la historia de nuestras vidas híbridas, en donde se combinaban distintas tecnologías de comunicación y medios digitales, que surgieron cuando muchos de nosotros ya estábamos grandes, y no por eso dejamos de incorporarlas gradualmente a nuestra forma de vida. Muchos de nosotros habíamos pasado toda la primaria y gran parte de la secundaria investigando en enciclopedias, libros, revistas, periódicos y demás fuentes impresas. En la prepa, yo todavía frecuentaba las hemerotecas. El ebook era un inmigrante recién llegado a un territorio más bien hostil para las nuevas tecnologías de lectura. Se le veía con sospecha: "¡va a desplazar a los libros impresos!" (que de por sí estaban clasificados como especies en peligro de extinción)", "¿quién lo dejó entrar? ¡Es un colado, llamen a la aduana!, "¡va contra los derechos de autor, alguien lo está distribuyendo libremente!", se le discriminaba por sus diferencias fisionómicas:"¿Cómo se atreven a llamarse libros, si ni siquiera tienen hojas?" En efecto, habíamos recorrido un largo camino desde los pergaminos medievales, y era normal que hubiera lectores que se aferraran a sus prejuicios (medievales). Después de todo, la ilusión de la solidez del libro es la ilusión de la solidez de la obra de arte que Walter Benjamin había llamado "el aura" de una obra de arte en su famoso ensayo "la obra de arte en la era de la reproductibilidad mecánica." Benjamin argumentaba que "aun a la reproducción más perfecta de una obra de arte le falta un elemento: su presencia en el tiempo y en el espacio, su existencia única en el lugar en donde suele estar." Esta presencia en el tiempo y en el espacio era lo que él entendía por "el aura". Tal vez al escuchar la palabra aura imaginemos automáticamente un halo de luz encima del libro descendiendo desde las nubes (o la novela de Fuentes), pero Benjamin se refería más bien a la falta del componente físico de la obra de arte, que es sólo una representación, una pálida copia de algo. Tiempo y espacio. El Kindle ya no tiene páginas, mide sobre todo, tiempos de lectura. "Faltan 3 hrs, 55 minutos para terminar el libro", "2 min para el final del capítulo", locación 14867 de 156,779.
El ebook, en efecto, parece no tener presencia. Es un fantasma que no ocupa lugar, que toma la forma del dispositivo en el que estemos leyendo. Puede ser tan pequeño como un celular, tan grande como la pantalla de nuestra computadora de escritorio. El ebook no parece tampoco tener esa sacralidad, el peso que tiene el libro como objeto estético, como talismán de los escritores y de los lectores. La violencia de un acto tan tabú como quemar o romper un libro revela inmediatamente la sacralidad del libro. Ver un libro quemado o desgarrado es casi como ver un cuerpo deshecho, la destrucción de una totalidad y una unidad orgánica y vital que fue concebida como algo permanente, sólido, durable. Algo que fue hecho para ser cuidado y respetado, pasado de mano en mano, de generación en generación. La preservación del cuerpo de los libros es una de las tareas más delicadas de la humanidad, que tiene a su cargo la existencia de miles de incunables, libros antiquísimos guardados en cuartos en condiciones especiales de presión y temperatura para que no se desintegren. Frente a las bibliotecas electrónicas, a veces las bibliotecas, los almacenes de las editoriales pueden parecer cementerios de libros, esperando en silencio. Claro que los libros duran más que los humanos, pero también en ellos está cifrada la historia de la humanidad. No por nada libros como Fahrenheit 182 o eventos como la quema de la biblioteca de Alejandría son entendidos como eventos catastróficos, que auguran la destrucción de una cultura, de una parte irrecuperable de la humanidad.
El libro, entendido como un lenguaje material, un formato universalmente inteligible (todo mundo cree entender lo que quieren decir las personas cuando dicen “un libro”) es un referente no solo de una época sino de una forma de pensar, de una forma de cultura que se materializa en un espacio físico (el libro impreso, la biblioteca como el archivo de la humanidad). Pensar en la posibilidad de un libro sin el libro (esto es, el ebook) es salirse un poco del molde (thinking outside the box o más bien, thinking outside the book). Un libro, en tanto unidad de sentido, es también una unidad de pensamiento: el libro de las preguntas, el libro de Job, el libro del estudiante universitario, historia mínima de la historia en Mexico, historia mínima del libro, libro mínimo del libro.
En efecto, (casi) todo cabe en un librito, sabiéndolo acomodar, pero ¿qué pasa cuando el libro deja de ocupar espacio? En el famoso tratado del segundo fénix de los ingenios, el ilustre Ulises Carrión, autor de El nuevo arte de hacer libros (en este tiempo), tal vez ya no parece tan descabellado concebir al libro dejándolo de pensar como objeto. “Un libro es una secuencia espacio-temporal” (decía Ulises) o un libro es una secuencia temporal (15 minutes left till end of book) diría el ebook. El Duchamp Mexicano, como le llamaba cariñosamente Federico Campbel a Carrión, originario de Veracruz y traducido/transterrado al holandés, nos diría que “el lenguaje escrito es una secuencia de signos expandiéndose en el espacio, la lectura de las cuales ocurre en el tiempo”. Y nosotros siempre tan obsesionados con “la edición”. Si bien el libro electrónico es fundamentalmente una secuencia de signos expandiéndose en el espacio virtual también es un libro hecho y derecho, con plenos derechos y poderes (pregúntenle si no a Library Genesis, que es el Pirate Bay de los librófilos o a Archive.org, que acaba de recibir una demanda millonaria esta semana por contrabandear libros de parte de los autores y las bibliotecas). Por supuesto que la edición es importantísima, pero cuando uno está desesperado por conseguir el libro, lo lee hasta en engargolados. Y sin embargo, como decía Carrión, “Un libro no es un estuche de palabras, un saco de palabras, un soporte de palabras”. Bien lo pudo haber escrito santa Teresa hablando de la teología negativa del ser, todo lo que NO es el libro. En efecto, un ebook no es un receptáculo físico, un mero repositorio de palabras. Pero ¿que sí es? Sabemos que, por ejemplo:
Un libro es un lenguaje
Un libro es un proceso
Un libro es un libro es un libro es un libro
Un libro es.
Todo lo demás no tiene existencia.
O al menos, no tanta. (Un texto no es un libro, a menos que un editor/escritor lo decida)
Todo puede ser (metido dentro de) un libro.
Los límites de mi (idea del) libro son los límites de mi mundo (Wittgenstein sin cadenas) que viene de la proposición original del Tractatus Lógico filosóficus (1921);
“Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo.” (Wittgenstein con cadenas)
Lo que pasa es que a Carrión también lo comparaban con Wittgenstein, el matemático (y filósofo y aforista y lógico y excéntrico) vienés cuyo amor y entrega al lenguaje lo hizo dejar de publicar por treinta años después de finalizar su celebérrimo Tractatus con la lapidaria frase: “sobre lo que no podemos hablar debemos guardar silencio”. Carrión fue un poco menos extremo y simplemente se exilió y dejó de escribir poesía, al menos en el sentido tradicional.
El nuevo arte de hacer libros de Carrión (1975) es una invitación a des-materializar o des-fetichizar al libro, a dejar de verlo como un objeto dado: “Un libro puede también existir como una forma autónoma y autosuficiente, incluyendo tal vez un texto que enfatiza una forma, un texto que es una parte orgánica de una forma: aquí comienza el nuevo arte de hacer libros”. (Y yo agregaría electrónicos a lo que indica Carrión ahí). El nuevo arte de hacer libros electrónicos ha liberado la idea que teníamos del libro como una totalidad material y una unidad física. Lo cierto es que no existe tal unidad, un texto siempre es parte de otro texto más grande (las obras completas, los poemas reunidos). Además, un libro electrónico ciertamente es una forma autónoma y autosuficiente, aunque no tenga corporalidad. No necesita tener dimensiones propias para tener un estatus digno de ciudadano libro, el ebook no es menos libro que sus pares impresos, aunque parezca más huidizo. Pero entonces quizá habría que preguntarnos desde cuando empezamos a fetichizar a las palabras, a creer que podíamos apropiárnoslas solo porque las teníamos clavadas en una página, tatuadas en unas fibras vegetales cosidas por un extremo. Sócrates tenía razón, como siempre. Dice la leyenda (escrita y documentada por Platón porque Sócrates, otro extremo, no escribía) que el maestro de Platón odiaba la escritura porque estaba seguro que iba a terminar con nuestra memoria. Nos íbamos a hacer flojos e íbamos a olvidar todo lo que escribíamos en vez de obligarnos a recordarlo. Desde luego que es posible que tengamos menos retentiva que los juglares que se sabían toda la saga homérica de memoria (y de lo que no se acordaban seguramente lo inventaban), pero sobre todo, el problema es que los lectores alocados tenemos una excesiva seguridad en una biblioteca que es menos sólida de lo que creemos. Los pergaminos no duran ya mil años.
En ocasiones parecemos olvidar que el patrimonio de la humanidad es intangible (como la música). La historia de la cultura está en los libros, sí, pero no de manera física, y alguien tiene que decodificarla. También está fuera de los libros, reproducida en las prácticas sociales y materiales que conforman nuestro modo de vivir. La escritura fue una forma de tecnología que nos permitió grabar, aunque no en tiempo real, aquello que considerábamos los logros más significativos de nuestra especie, entre otras cosas. Pero sobre todo, nuestro enamoramiento con el libro refleja una extraña noción, quizá un poco anacrónica: nuestro enamoramiento con la materia. Nuestra ilusión de poseer una idea o una historia sólo por tenerlas aprisionadas en letra muerta dentro de nuestro librero, ni siquiera dentro de nuestra memoria. La ilusión de la solidez. La ilusión de la solidez de las ideas. Hemos desarrollado una notación para producir, reproducir y transmitir nuestras ideas, una manera de fijar el lenguaje dentro de una superficie de celulosa. Pero es como querer ponerle un clavo a un río; el lenguaje no va a detenerse para que podamos capturarlo. Es como querer apresar el canto de las cuatrocientas voces del zenzontle (un pájaro mexicano para los gringos que estén leyendo) en notación musical. Podemos grabarlos con una grabadora, sí, y tal vez haya software ahora capaz de reducir sus sonidos a una combinación de sonidos básicos que se puede reproducir mediante un algoritmo. Aunque en rigor, y por obvio que esto suene, el canto no está en el papel. La poesía es este patrimonio intangible del espíritu que se encuentra en un espacio virtual, imposible de definir a menos que lo ubiquemos en el algún surco del córtex prefrontal. Y en ese caso de nuevo llegamos a la conclusión de que no importa el medio en el que escribamos, lo que importa es el mensaje, el cerebro lo va a decodificar igual, aunque haya diferencias de velocidad de absorción entre el libro, el audiolibro y el ebook. Por más que suene un pelín romanticón decir que tal vez escribir poesía es como tocar con las palabras, es cierto que el lector a ratos siente que la distancia entre escritor y lector, la distancia entre las palabras y las sensaciones deja de existir por un instante. Un instante inmemorial en que las neuronas espejo reproducen las imágenes y experiencias que leemos casi como si las estuviéramos viviendo.
Probablemente sea cierto que los ebooks no tengan tanta aura como los libros impresos. Después de todo, eso de andar oliendo los libros y pasando los dedos una y otra vez por el cuerpo del libro, trazando la orilla de la tinta en la hendidura que deja cada tipo móvil definitivamente no se puede hacer en la tableta. Además, tratándose de la poesía, que es un género literario tan visual en donde los blancos de la página, los márgenes, los espacios y el tamaño y el tipo de fuente son tan importantes, se puede sentir como una pérdida tener un libro en donde se pueden ajustar a voluntad estos parámetros. No debemos olvidar la Piedra Rosetta, aquella superficie que guardó los jeroglíficos de los egipcios durante milenios hasta que un lingüista francés los descifró. Fueron símbolos que duraron dormidos en el rostro de una piedra esperando a que alguien los leyera. Aunque no sólo escribíamos en el cuerpo duro de la piedra. La humanidad también aprendió a escribir en la arena, o en su prima hermana, el barro o la arcilla, en donde los sumerios guardaban las cuentas. Porque hablando de estéticas de la impermanencia, los griegos y los romanos, con todo y sus delirios de grandeza (y permanencia) usaban cuadernos de cera que marcaban con un punzón. En realidad, los humanos siempre hemos sido escritores todo terreno. Hemos escrito en la tierra y en la piedra, en la piel de los animales y en las fibras de las plantas y de los árboles. ¿Por qué habría de sorprendernos que hoy escribamos (y leamos) sobre el vacío, sobre un espacio sin espacio en el que cualquier combinación de letras es posible? Tal vez lo mejor de todo esto es que no tenemos por qué dejar el papel atrás. Ni siquiera hay necesidad de acabarse todas las plantas del planeta, existe ya un papel sintético, derivado del petróleo, y seguramente con el tiempo inventen uno que no dependa de los recursos naturales finitos no renovables. Los libros electrónicos no vienen a quitarle el lugar (ni el trabajo) a nadie, simplemente vienen a ofrecer un mayor acceso a una de las tecnologías más revolucionarias que tenemos: la tecnología de la escritura, que no sólo es un instrumento para el conocimiento sino para la expresión artística y el deleite de la imaginación y los sentidos. Será por eso que a los niños les gusta tanto escribir y dibujar sobre la arena, dejar su huella material sobre una superficie plana, lisa, finita sobre la que pueden armar mundos de extensión ilimitada, fuera del tiempo, del espacio, de toda noción de solidez.
El arte nuevo de hacer libros (fragmento), de Ulises Carrión. Traducción de Heriberto Yépez
Violeta Orozco (Ciudad de México, 1989). Poeta bilingüe, traductora y ensayista. Egresada de Filosofía y Letras inglesas por la UNAM, Maestra en Lengua y Literatura Hispánicas por Ohio University. Ganadora del Premio Nacional Universitario de Poesía José Emilio Pacheco 2014. Actualmente realiza el doctorado en Letras Hispánicas en Rutgers University en New Jersey, donde investiga poesía y performance feministas de chicanas y mexicanas, da clases y traduce poetas norteamericanas. Es autora del libro de poesía "El cuarto de la luna" (2020) publicado por editorial Literal. Ha publicado en revistas como Punto de Partida, Carruaje de Pájaros, La Palabra y el Hombre y en varias antologías de poesía de EU. Junto con la reconocida periodista peruana Claudia Cisneros, ha organizado múltiples lecturas de poesía multilingüe, feminista y activista en donde ha reunido a poetas de latitudes tan diversas como Estados Unidos, República Dominicana, Puerto Rico, Costa Rica, Arabia Saudita, Perú y Argentina en el colectivo "Speak up women" que fundó junto con ella. Actualmente está traduciendo el libro "Les reflets du verbe" del poeta algeriano Hamid Larbi.