La bruja de Amherst: Emily Dickinson. Por Luciano Pérez

 

 

 

 

La bruja de Amherst: Emily Dickinson

 

Luciano Pérez

 

 

 

LAS MEJORES MUJERES POETAS han sido visionarias más allá del tiempo y el espacio. De Safo a santa Teresa de Jesús, de sor Juana Inés de la Cruz a Emily Dickinson, la palabra femenina en su más alto nivel de expresión ha volado en el fondo del océano, nadado en los aires y desenterrado de los abismos una lámpara que enciende sílabas al contacto con el cartílago azul de la poesía.

Un poema es un encantamiento, y por eso la condición “hechiceril” de los poetas, y sobre todo de las poetas, no puede ponerse en duda. Son brujas que se apoderan de nosotros de pies a cabeza, y no nos sueltan porque no queremos ser soltados. Nos fascina el cautiverio en que nos tienen, esas amadas hechiceras líricas.

Como Emily Dickinson, la poeta de Nieva Inglaterra, la bruja siempre vestida de blanco que vivió voluntariamente encerrada en el ático de su casa del pueblo de Amherst, cerca de Boston. Mientras que su contemporáneo Walt Whitman era aclamado en todas partes como el poeta universal por excelencia, el poeta de todos y de cada uno, el héroe verbal que desplegaba sus energías de pionero a lo largo de Estados Unidos, Emily Dickinson, en cambio, prefirió escribir una obra silenciosa, nunca salió de su pueblo, y poco se supo de ella mientras vivió. Sólo una vez le publicaron algunos poemas, y aparecieron sin su nombre.

 

 

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NUEVA INGLATERRA, cuyo territorio abarcaba los actuales estados de Massachusetts y Maine, fue una de las trece colonias originales que fundaron los ingleses en tierras americanas. Fue el emporio de los puritanos, esos severos protestantes que veían con malos ojos a los indios paganos, y que no toleraban ningún apartamiento de la Biblia, ni siquiera entre ellos mismos. Pero sobre todo, no querían a las mujeres, y muestra de esto fue la cacería de brujas que se desató en 1692 en el pueblo de Salem, donde Abigaíl Williams, una inquieta y juguetona muchacha, armó un gran revuelo con sus ceremonias secretas. “A la bruja no la dejarás que viva”, dice la “ley de Dios”, y no quedó ninguna en Salem, tras una serio de escalofriantes ejecuciones por parte de la autoridad pertinente.

En Nueva Inglaterra no hubo ninguna simpática princesa Pocahontas, como en Virginia. Las mujeres eran consideradas peligrosas, y había que reprimirlas con dureza. Cuando Anne Hutchinson, en 1634, quiso hacer valer los derechos religiosos de las féminas, provocó una oleada de horror, de tal modo que se la llamó la Jezabel americana, en alusión a la reina bíblica que se opuso a los designios de Dios. La Hutchinson fue expulsada de Nueva Inglaterra, y tuvo que irse a lo que es hoy Rhode Island. Donde murió durante un ataque de los indios.

De esa gente dura y misógina eran los Dickinson, que se establecieron desde el siglo XVII, ellos mismos parte de las familias honorables que se enorgullecían de su origen inglés. Nathaniel Dickinson fue el bisabuelo de Nathán Dickinson Jr., el cual engendró a Samule Dickinson, el cual engendró a Edward Dickinson, el cual engendró a Emily Elizabeth Dickinson.

Nuestra poeta nació el 10 de diciembre de 1830, hija del ya mencionado Edward, abogado y diputado, así como tesorero del Amherst College, y de Emily Norcross, una mujer poco notable, completamente apagada por la personalidad del esposo. La Dickinson tenía un hermano mayor, Austin, de escasa relevancia, y una hermana menor, Lavinia o Vinny, que tendría gran importancia en la vida de Emily.

Mientras que los hombres de la familia Dickinson siempre tenían proyección como hombres públicos, las mujeres casi nunca aparecían fuera de casa. El padre de Emily, siempre ocupado en mil asuntos, era muy respetado, en Washington todos sabían de él. Y sin embargo, de la hija de este político nadie estaba enterado de que existiese siquiera.

La relación entre Edward y Emily fue buena, aunque no había mucho trato. El sometimiento de la hija hacia el padre era total, pero ella no lo pasaba tan mal. Al estar con Edward fuera de casa, no estorbaba en las labores creativas de su hija. Él se permitía de vez en cuando ser más amable con Emily, y ésta le quedó muy agradecida cuando le regaló un perro, al que quiso mucho y le puso por nombre Carlo. En otra ocasión, el obsequio fue una buena cantidad de libros, sólo que le advirtió que sería preferible que no los leyera, pues podían turbar su mente. ¿Para qué se los regaló entonces? Es seguro que Emily no le hizo ningún caso, para bien de su espíritu.

La Dickinson acudió a dos escuelas, primero a la Amherts Academy, y luego al internado de Mount Holyoke Female Seminary. No concluiría sus estudios preparatorios por enfermedad. De su estancia en el segundo colegio quedaría un testimonio eterno: ni más ni menos que el famoso retrato suyo, el único que al parecer se tomó, que es tan conocido. Ahí está Emily a los diecisiete años, con un rostro no muy agraciado, pero no del cual se desprende cierta ironía, dotado de unos ojos donde la inteligencia luminosa se hace factible. El lazo en el cuello es una aportación de su hermana Vinnie. Este retrato conserva entonces la única imagen de nuestra poeta, y ya en él es posible advertir toda la intensa interioridad de que haría gala en sus versos. Es el retrato de la artista adolescente.

 

 

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AL VOLVER del colegio ya no quiso salir de casa, y no porque el padre se lo impusiera del todo, aunque él se lo agradeció mucho. Para Emily estar en su ático propio significó habitar un cosmos personal, una dimensión para ella sola y nadie más. Y fue donde se dio a la callada tarea de escribir poemas y cartas que hoy sorprenden y revelan a una de las más grandes personalidades de la literatura estadounidense y universal.

Así que se apartó por voluntad propia del mundo exterior, para vivir mejor su intimidad. Se convirtió en una monja para sí misma, vestida invariablemente de blanco, y muy pocas veces podían verla los vecinos, que ya murmuraban sobre esa extraña solterona, un poco loca y sin la menor intención de casarse. Ella estaba feliz de que la considerasen así, y de hecho había alarde de que en otra época la hubieran quemado por bruja. También le gustaba llamarse gnomo, y sobre todo, curiosamente le agradaba ser “el único canguro entre la belleza”, según su propia expresión. Encerrada en su ático, no había conversaciones impertinentes que la distrajeran de sus alquimias poéticas.

Fuera de ir a la escuela, sólo una vez salió al mundo, y fue para concursar en una feria agrícola de Amherts, donde presentó un sabroso pan de centeno, con el cual ganó un premio que consistía en setenta y cinco centavos, único dinero que obtuvo en su vida. Fue la única ocasión, también, en que se habló de ella en los periódicos, gracias a ese pan. Lo que la gente no sabía era que Emily no sólo horneaba panes, sino versos, y mucho más deliciosos. Claro está que su padre prefería ese rico pan a los poemas, si es que alguna vez se enteró de éstos.

Fue importante que se hermana menor, Vinny, quien tampoco se casó, estuviera al lado de Emily, puesto que se ocupaba de los asuntos materiales de la casa, como mujer práctica y anda afín a los intereses políticos de su hermana mayor. Vinny adoraba a los gatos (a quienes, como apuntó socarronamente Emily, consideraba sólo un poco debajo de los ángeles), sobre todo a un tal Buffy, que siempre estaba en pleito con el perro Carlo, para desesperación de ambas hermanas.

Vinny fue la que, al morir Emily en 1886, descubrió en el ático de ésta una caja llena de extraños cuadernos, los manuscritos con la poesía de la bruja de Amherst. Nada de eso se había publicado, excepto siete poemas que aparecieron anónimamente en un periódico de poca circulación. En estos cuadernos había mil setecientos poemas, y Emily encargó que se quemaran una vez hubiera muerto. Vinny, lejos de hacerlo así, se dio a la tarea de lograr que se publicaran, convirtiéndose así en una bienhechora de la literatura.  Lo cierto es que Emily no estaba preocupada de si sus versos se publicaban o no. Ellos eran como una carta enviada que se había perdido antes de llegar a su destino. “Mi negocio es cantar. ¿Qué diferencia hace el que nadie me escuche? ¡Tal vez se reirán de mí! ¡Tal vez los Estados Unidos se reirán de mí! Pero no me voy a detener por eso”, escribía, orgullosamente.

 

 

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NADIE EN Estados Unidos se enteró que en la segunda mitad del siglo XIX había surgido una de las grandes figuras de la literatura. De hecho las letras estadounidenses comenzaban ya a ser reconocidas en el mundo entero, y había en ellas dos tendencias completamente opuestas: una optimista, la “auténticamente americana”, que venía de Benjamín Franklin y que logró gran expresión en la prosa de Mark Twain y en la lírica de Walt Whitman; la otra, de corte pesimista y de influencia europea, estaba representada por los integrantes de lo que se llamó “la trilogía de las tinieblas”: Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthone y Herman Melville. Ninguno de estos tres últimos creía en los beneficios de la civilización estadounidense, entonces en plena expansión imperialista.

La Dickinson está, desde luego, del lado negro, a diferencia de su contemporánea Louisa May Alcott, la triunfal autora de la popular novela Little Women, indudablemente optimista. La Alcott sí fue muy reconocida y elogiada en su momento, y sus libros alcanzaron gran difusión, pesa a su escasa profundidad. La obra de Emily, en cambio, sólo hasta nuestro tiempo está siendo conocida y valorada.

La Alcott estuvo, además, comprometida con el patriotismo yanqui durante la Guerra Civil, mientras que la Dickinson apenas se dio por enterada de ellos. Quizá sabía, como lo entendió el propio general Ulises Grant, que ese temible conflicto entre hermanos era un justo castigo infligido por Dios a Estados Unidos por haberle hecho la guerra a México. Guerra esta última que apoyó con entusiasmo Whitman, en uno de los rasgos innobles del poeta de la fraternidad universal. La Dickinson, por su parte, como ha pasado antes y después con muchos otros escritores, no quería saber nada de la supremacía estadounidense. Para ella no había más patria que la poesía.

 

 

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CUANDO LEEMOS los poemas de Emily nos encontramos con la sorpresa de que son ya muy modernos. No obstante, la época en que fueron escritos, notamos en ellos una atmósfera donde la ironía, la ambigüedad deliberada y una concisa profundidad, se dan la mano para lograr unas piezas líricas de una rareza agradable para nuestro gusto.

Para empezar, la forma. Son versos breves, muchas veces cortados con guiones, en un estilo telegráfico que hilvana mensajes y propuestas de tal intensidad que uno queda prácticamente electrizado. Emily no teme llegar al prosaísmo, y siempre mantiene un ritmo interno que en pocas ocasiones necesita de la rima. El fondo es todavía más impresionante. El tipo de cosas que expresa la Dickinson sólo podía ser entendido por una sensualidad ya educada por las vanguardias. A pesar de que ella se formó en la lectura de las venerables autoras inglesas Jane Austen, las hermanas Brontë, George Eliot, Elizabeth Barrett Browning, realmente no se parece a ninguna de ellas.

No hay cosa mejor que la enigmática poesía de la bruja de Amherst. Cuando nos habla de "semillas de sonrisas que en lo oscuro florecen", o de que "la mucha locura es el más divino sentido", o de que el petirrojo, miembro de las clases trabajadoras del transporte, “registra en crónicas plateadas el nombre de la Dama", nos sentimos por completo afines a ella.

A pesar de sus raíces puritanas, no se tienta el corazón para declarar en uno de sus poemas, que la Biblia "fue escrita por hombres apagados", así que le hizo falta un autor como el poeta Orfeo, que arrebatara con entusiasmo.

La contundencia de los versos de Emily lo deja a uno asombrado. Citamos al azar algunos, en su original: "The body borrows a revolver”; “true poems flee”; “the Belles of Paradise are few": "my friend must be a bird/ because it flies"; "best Witchcraft is Geometry”, etcétera. Toda su poesía está llena de imágenes encantadoras. Citemos algunos versos más, traducidos: "no necesito ninguna luz, veo mejor en la oscuridad"; "habito en la posibilidad, que es una casa más bonita que la prosa"; "morir es el premio de la vida"; el cerebro, "es más ancho que el cielo”, y es "más profundo que el mar", y "no es más que el peso de Dios"; "la Luna tiene manos de ámbar": "las arañas cosen el sudario del gnomo”; “una tumbatiene tamaño reducido/ pero es más grande que el Sol"; un poeta se hizo filólogo para llamar a las palabras, pero estas llegaron “sin ser llamadas”; de algo, no se sabe qué, dice que es tan suave “como la masacre de los soles asesinados por los sables de la tarde”...

No es posible resistirse a hacer una comparación entre Emily Dickinson y sor Juana Inés de la Cruz. Cada una le dio prestigio a la poesía en sus respectivos países (claro está que México era colonia española en la época de sor Juana, pero eso no inhibe su mexicanidad). Casa una ha sido constantemente redescubierta, analizada, homenajeada, interpretada. El movimiento de las feministas estadounidenses ha reivindicado a Emily como una de las suyas, así como el de las mexicanas lo ha hecho con sor Juana. A las dos se les han atribuido tendencias lésbicas, así como se ha dicho que tuvieron desengaños amorosos con uno dos hombres. Ambas tuvieron que enfrentar los prejuicios religiosos, los puritanos la una, los católicos la otra. Las dos son el asombro constante de cada nueva generación que se dispone a leerlas. Las dos son, y seguirán siendo, sumamente queridas por los escritores que gustan de la mejor poesía.

Por otro lado, hay diferencias importantes entre estas poetas. En cuanto que monja, a sor Juana la tenían constantemente ocupada en los asuntos del convento, por lo que ella hablaba del deseo de estar sola para poder escribir a gusto. Emily no tuvo ese problema. Y mientras que a sor Juana le impidieron al final seguir escribiendo, la Dickinson pudo hacer lo siempre. También es cierto que a esta última nadie la conoció en su momento, así que no tuvo oportunidad de sorprender al mundo con su poesía. Sor Juana, en cambio, sí era conocida como escritora, por eso la detectaron los clérigos misóginos y procedieron a callarla. A Emily nadie la calló porque nadie podía escucharla.

Emily Dickinson es más nuestra mientras más transcurre el tiempo. Esta “emperatriz del calvario” que desde su ático trazaba los planos de la sana locura, una esposa sin esposo que se proponía darle nombres a las cosas del Universo sin salir nunca de su casa. En la remota Amherts, Massachussets, fue hecha una serie de revelaciones insólitas que nos conmoverán siempre y que no agotarán su significado jamás. Porque, como lo advirtió la propia bruja, tiene más sentido decir buenas noches cuando es de día; además. “el amor es anterior a la vida y posterior a la muerte”, así que no hay más que asumir, en definitiva, la “península azul” de nuestro ático encantado.

 

 

 

 

 

Luciano Pérez. Es originario de la Ciudad de México, nacido en 1956. Egresó de los talleres literarios del INBA, donde fue discípulo de los escritores Agustín Monsreal y Sergio Mondragón. De 1986 a 2006 laboró en la Subdirección de Acción Cultural del ISSSTE, primero como promotor de talleres literarios, y de 1989 a 1998 en la revista cultural del instituto, memoranda, donde fue secretario y luego jefe de redacción.  De 2007 a 2012  estuvo en Ediciones Eón, como redactor y corrector, y después como editor en jefe. Desde 2013 se ha dedicado a traducir del alemán al español, tanto para la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, como para  Editorial San Pablo.

Narrador, ensayista y poeta, ha publicado los siguientes libros: Cacería de hadas (1990), Cuentos fantásticos de la Ciudad de México (2002), y Antología de poetas de lengua alemana (2006).  Actualmente es editor de la revista cultural en línea Ave Lamia, y aquí publica sus ensayos literarios, históricos y de cultura popular, además de cuentos de corte fantástico, así como también traducciones de autores alemanes.