Juan Rulfo: Barda tirada en un campo verde. Ensayo de Marisa Martínez Pérsico

 

Juan Rulfo: Barda tirada en un campo verde

 

Marisa Martínez Pérsico

 

Ha sido a partir de la década del ’80 cuando el mundo comenzó a atender con justicia la producción fotográfica del escritor mexicano Juan Rulfo [1], cuyo archivo alcanza la sugerente cantidad de seis mil negativos. También su inserción en el universo cinematográfico es notable: escribió once títulos [2]. Su filmografía incluye Talpa (1955), El despojo (1960), Paloma herida (1962), El gallo de oro (1964), La fórmula secreta (1964), En este pueblo no hay ladrones (1964) [3], Pedro Páramo (1966) [4], El rincón de las vírgenes (1972), ¿No oyes ladrar los perros? (1974), Pedro Páramo (el hombre de la Media Luna) (1976) y El hombre (1978), algunos de cuyos guiones están basados en cuentos de El llano en llamas (1953), dos son adaptaciones de su famosa novela Pedro Páramo (1955), y los demás fueron escritos especialmente para la pantalla.

Muchas veces se han conjeturado los motivos por los que Rulfo desarrolló una producción literaria potente pero numéricamente escasa; este punto ha sido tema de entrevistas, como la ofrecida a Joaquín Soler Serrano en el año 1977, a través de Televisión Española. La ansiedad de un público ávido por consumir novedades, que se lamentaba por la destrucción del manuscrito de su primera obra (El hijo del desconsuelo, a manos del autor), y alimentaba la persecución implacable de la pregunta por la ‘eterna novela’ La cordillera (prometida durante años por Rulfo pero jamás publicada, como en un ejercicio de ironía macedoniana), son episodios que navegan a contracorriente de su voluntad explícita de alejarse de los circuitos comerciales, así como de rechazar el sayo de ‘escritor profesional’. [5]

Juzgar su capacidad creativa por la profusión de su obra es desconocer la coherencia sin fisuras que rigió su universo. Basta con leer sus textos, observar sus fotografías, apreciar la estética despojada de sus filmes, atender a su oralidad en las entrevistas televisivas (esa voz entrecortada, monocorde, lenta, que hilvana vocablos vacilantes, repetidos, y que roza por momentos el balbuceo) para comprender que el núcleo de su creación es el silencio, la atracción de lo no dicho. El silencio, que es una de las materializaciones físicas de la soledad, encuentra su correlato en una biografía de orfandad prematura, de encierro, de sucesivas pérdidas [6], así como en una geografía identificable. [7] Al decir de Boixo, “la soledad de Rulfo es también la misma soledad que tienen sus personajes (…) por eso huye del aplauso del público, de las entrevistas, de la notoriedad”. [8] A pesar de lo conflictiva que puede resultar esa transposición directa de la biografía a la obra, según advertía Roland Barthes en la década del ’70, en el caso de Rulfo su vida nos ofrece numerosas claves para desentrañar ese laconismo esencial, que atraviesa corpus y cuerpo, como si se trataran de idéntica materia.

Es la imagen –que, como dijimos, Rulfo exploró a través del cine, la literatura, la fotografía– una figura que opera por condensación, pues apela a despertar asociaciones mentales en el receptor pero sin caer en el despliegue sintagmático ni en el derroche visual (‘derroche’ en el sentido de que una imagen lograda sugiere, no explicita por exceso). En su conferencia sobre la imagen poética en la poesía gongorina, Federico García Lorca la define como aquella figura capaz de “unir dos mundos antagónicos por medio de un salto ecuestre que da la imaginación” y cita al cineasta Jean Epstein: la imagen “es un teorema en que se salta sin intermediarios desde la hipótesis a la conclusión”. [9] Dada la transversalidad de la imagen a lo largo del universo rulfiano, hay que considerar sus guiones y fotografías como metatextos de su narrativa. Y aceptar que el universo creativo de este escritor no se restringe a la mera producción editorial. Su poética de la oquedad la trasciende.

La fotografía Barda tirada en un campo verde nos muestra un muro de ladrillos que surca el cuadro de lado a lado. Se trata de una tapia zigzagueante, sin principio ni fin, que por asociación nos sugiere la forma de una serpiente reptando en el desierto, entre matas calcinadas, amarillentas, en una tierra yerma. Su título es un contrasentido: no hay verde ni campo en esta panorámica. Es una imagen bíblica, no sólo porque la serpiente es la encarnación demoníaca que aparece en el Génesis, sino por semejanza con una de las escena del Éxodo 3:1–4:17, la de la zarza ardiente, cuando Moisés echa su cayado al medio del campo y Dios hace el milagro de convertirlo en una culebra para demostrar su poder, mientras una zarza espinosa arde en el desértico Monte Sinaí, sin consumirse nunca por el fuego. Como sabemos, Moisés es el encargado de conducir a los hebreos a la Tierra Prometida. Según Cristina Fiallega, una de las corrientes interpretativas predominantes que recaen sobre Pedro Páramo –además de la corriente histórico-sociológica de Blanco Aguinaga, Franco, Sommers, Dorfman, y la corriente textual de Befumo, Boixo, Lenk, Portal–, es la corriente mítico-universal: “El entramado entre vida y muerte y la ausencia del tiempo y el espacio han servido de base al desarrollo de esta corriente que tiende a ubicar el mensaje rulfiano en un contexto simbólico-mítico. Al desarrollo de esta corriente ha contribuido, también, la presencia en el texto de un viaje, un padre, un hijo, una madre. Así, dentro de la tradición griega, se ha visto la búsqueda del padre: Pedro Páramo=Ulises; Juan Preciado=Telémaco; Juan Preciado= Edipo y Orfeo; Susana=Electra. Dentro de la tradición hebraico-cristiana, Juan Preciado=Moisés, en búsqueda de la Tierra Prometida; Donis y su mujer=Adán y Eva; Comala=Paraíso perdido. Dentro de la tradición mexicana, Juan Preciado=Quetzalcoatl; Pedro Páramo=Huitzilopochtli”. [10] Esta corriente ha sido practicada por Fuentes, Ortega, Freeman, Peralta, Ferrer. La imagen fotográfica de la barda, entonces, reforzaría la asociación bíblica practicada por la corriente mítico-universal, a través de la escena de la zarza ardiente como episodio de búsqueda de la Tierra Prometida, que en el caso de Juan Preciado es el rastreo de la identidad de su padre, es decir, su origen biológico.

Los elementos que se observan en la fotografía conectan con el campo semántico de la aridez, la soledad, el desamparo, la miseria, la muerte, desarrollados tanto en la narrativa (novela, cuento) como en los guiones de Rulfo. En la fotografía no hay personas, los vegetales parecen secos por el azote de la canícula. Como afirma el padre Rentería, en Comala hasta las semillas de guayaba se mueren: “aquí las traje a morir” [11], se lamenta. Barda tirada en un campo verde semeja el retrato de Comala tras el deceso de todos sus habitantes. En la citada entrevista de Juan Rulfo con Reina Roffé, el escritor insiste en la deficiente calidad de la tierra de Jalisco, argumentando que es culpa del maíz, gran destructor de la tierra, que la conduce lentamente a su completa erosión. Rulfo, en una sentencia que correlaciona demografía y geografía, deduce que el hermetismo de la gente deriva de las condiciones adversas del terreno.

 Cabe destacar que la palabra barda tiene varias acepciones. Según leemos en la 22da. edición del DRAE, puede ser un “seto, vallado o tapia que circunda una propiedad”, una “cubierta de sarmientos, paja, espinos o broza, que se pone, asegurada con tierra o piedras, sobre las tapias de los corrales, huertas y heredades, para su resguardo”; puede significar, también, “maleza o matojos silvestres” así como “nubarrón oscuro, alargado y de mal aspecto, que sobresale pegado al horizonte”. Casi todas estas acepciones presentan una connotación negativa, de amenaza o de límite.

La fotografía parece dar color y forma a la descripción del cuento “Nos han dado la tierra”, incluido en la antología con el significativo título El llano en llamas, donde los protagonistas, “después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada” encuentran algo: el ladrido de los perros. Y el narrador reflexiona: “Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo.” Allí las lagartijas “corren a esconderse en la sombrita de una piedra” pero los campesinos suspiran por la árida tierra que el gobierno les ha otorgado: “nosotros, cuando tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh?” [12] La misma lamentación del campesino –no exenta de crítica hacia la revolución mexicana– la encontramos en el guión de La fórmula secreta: “Se nos regatea hasta la sombra,/ y a pesar de todo así seguimos/ medio aturdidos por el maldecido sol/ que nos cunde a diario a despedazos/ siempre con la misma jeringa/ como si quisiera revivir más el rescoldo./ Aunque bien sabemos/ que ni ardiendo en brasas/ se nos prenderá la suerte”. [13] Las brasas son sinécdoque del infierno (o de la ‘boca’ del infierno, como analizaremos luego), y también se las menciona en Pedro Páramo, cuando Juan Preciado, camino a Comala, se cruza con el baqueano Abundio. El intercambio es el siguiente:

–Hace calor aquí– dije.

–Sí, y esto no es nada –me contestó el otro–. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija. [14]

Podríamos asociar la forma sinusoidal, zigzagueante, casi onírica del vallado con los círculos concéntricos infernales que nos ofrece Dante en su Divina comedia, y con la propia Comala, de la que Juan Preciado no logra salir. Como en la barda, existe ‘un lado de acá’ y ‘un lado de allá’: es la frontera entre la vida y la muerte. Esto se hace patente cuando el personaje pregunta a la hermana de Donis:

– (…) ¿Cómo se va uno de aquí?

–¿Para dónde?

–Para donde sea

–Hay multitud de caminos. (…) Yo creía que Sayula quedaba de este lado. Siempre me ilusionó conocerlo. Dicen que por allá hay mucha gente ¿no? [15]

Juan Preciado se había cruzado ya con Abundio en la frontera de tránsito entre ‘el lado de acá’ y ‘el lado de allá’. Por eso el papel de Abundio se puede interpretar como el de un Virgilio degradado, médium entre dos mundos. Pero también puede ser Caronte, el barquero del Hades, de acuerdo con la descripción que de él hace Eduviges Dyada: “El bueno de Abundio. ¿Así que todavía me recuerda? Yo le daba sus propinas por cada pasajero que encaminara a mi casa. Y a los dos nos iba bien. Ahora, desventuradamente, los tiempos han cambiado, pues desde que esto está empobrecido ya nadie se comunica con nosotros. (…) Nos llevaba y traía cartas. Nos contaba cómo andaban las cosas allá, del otro lado del mundo, y seguramente a ellos les contaba cómo andábamos nosotros”. Es fácil reconocer aquí una reformulación de prosapia griega: el pago del óbolo, el viaje, la labor de guía de los muertos.

En este pasaje también podemos identificar lo que señala Boixo en su estudio denotativo de la novela: “existe una serie de ambigüedades, relacionadas de modo particular con la frontera entre la vida y la muerte. Lo menos relevante es que el lector se encuentre con personajes muertos que actúan como si estuvieran vivos –desde la época clásica la literatura ha recreado el mundo de la muerte–, sino que lo que le inquieta es la dificultad para situar a los personajes a uno u otro lado de esa frontera”. [16] Volviendo a la fotografía: si la barda es el lindero que divide la vida de la muerte, ¿de qué lado se encuentra el fotógrafo? O más aun: ¿de qué lado está el espectador? Si miramos la tapia desde una Comala desierta, el mensaje –aceptando la lógica del planteo rulfiano– es que cualquiera que la observe estará necesariamente muerto. Y esto no debería resultarnos llamativo, puesto que los muertos de la obra de Juan Rulfo compiten en actividad con los seres vivos.

La vacilación que menciona Boixo es la misma que experimenta el lector de Otra vuelta de tuerca, de Henry James, o el espectador del film Los otros (Amenábar, 2001). Nos adentramos así en el territorio de lo fantástico [17], que interpela la capacidad del receptor y le exige un esfuerzo extra, de lector activo o lector macho, según la cuestionable taxonomía de Julio Cortázar. Esta pesquisa a la que enfrenta la novela de Rulfo obedece, en parte, a lo que Gabriel García Márquez llamó “su carpintería secreta”. [18]

Existen similitudes entre Comala y otros infiernos literarios. En la obra de Dante, el infierno se presenta como una selva cerrada, intransitable, situada “al pie de una colina, en el punto donde terminaba un valle que tanta angustia había infundido a mi corazón”. [19] En el Canto Tercero, cuando Dante ya ha superado la catábasis o descenso a los infiernos, describe que “se oían ayes, lamentos y profundos aullidos (…) la diversidad de hablas y horribles imprecaciones, los gemidos de dolor, los gritos de rabia y voces desaforadas y roncas”. [20] Otro infierno literario es el que atraviesan el astrólogo Schultze (ficcionalización de Xul Solar) y Adán Buenosayres (ficcionalización de Leopoldo Marechal) en Adán Buenosayres (1948), cuando se proponen descender a la Ciudad de Cacodelphia, ‘la ciudad atormentada’. El método de catábasis es singular, puesto que se accede al infierno por la hendidura de un ombú (árbol simbólico de la pampa), después de atravesar un túnel descendente: “cuando un declive del páramo nos llevó hasta el mismo pie del ombú, tenía yo la noción extraña de haber caminado infinitamente por una tierra incógnita.” [21] Ya en el infierno, Adán-Dante lo describe así: “Igual aridez revelaba el suelo que pisábamos a tientas y que crujía debajo de nuestros talones como si lo formaran cristales de sal o detritus calcificados. Un rumor indefinible, parecido al del mar o al de las multitudes, llenaba el ámbito, creía y bajaba rítmicamente como las mareas. (…) A medida que avanzábamos y crecía la luz, también se intensificaba el rumor indefinible que habíamos escuchado en la bruma, pero en el cual distinguíamos ahora el diapasón de mil acentos humanos, de mil voces ni tristes ni alegres que se entretejían y resonaban largamente como en el interior de una caverna”. [22] No obstante, la lectura que efectúa Jorge Volpi del infierno rulfiano es distinta, no homologable a tradiciones anteriores. Para él, Comala no sólo no tiene nada que ver con la Comala real sino tampoco con el infierno: la Comala de Rulfo –él dice haber elegido el nombre por la referencia al «comal» en el que se calientan las tortillas y, por tanto, a su cercanía al fuego– no es una metáfora del inframundo o del Hades; se trata, por el contrario, de algo peor: un sitio intermedio, una orilla, una especie de trampa en la que algunas almas continúan penando, incapaces de encontrar consuelo o, al menos, la certidumbre del castigo eterno. La lectura de Volpi ofrece un giro distinto dentro de la crítica, pero no se opone a ella. Los atributos con que la tradición griega, renacentista o contemporánea ha designado al infierno (calor, tormento, castigo, infertilidad) se trasladan a ese locus de incertezas que Volpi identifica en Comala, una senda de tránsito pero sin posibilidad de futuro, que está “en la boca del infierno”, pero no en su interior.

Para finalizar, el tópico de la orfandad involucra, en la obra de Rulfo, varios niveles: individual, colectivo y universal. Individual, porque si tomamos el caso de Juan Preciado, es literalmente huérfano de padre y madre. En la esfera biográfica, Juan Rulfo compartió una suerte similar. Es universal, porque la desolación de un hombre es espejo de la desolación de su raza, destinada a penar comunitariamente sin consuelo, en Infierno o Purgatorio, sin opciones de superación. Es colectiva, porque rezuma mexicanidad: al leerla asistimos a la crítica velada por el desamparo de un gobierno que no protege a su pueblo, de una revolución cuya reforma agraria no es liberadora, sino que perpetúa la miseria. Pero, además, podríamos identificar en la obra de Rulfo el complejo que Octavio Paz ha reconocido en las raíces de la mexicanidad (El laberinto de la soledad, 1950) a partir del trauma identitario generado por la Conquista: la experiencia del mestizaje ha sido dolorosa, porque el pueblo surgió de una 'violación' míticamente representada por el complejo de La Chingada y por la traición de la Malinche.¨

[1] El libro coordinado por Carlos Fuentes en 2001, Juan Rulfo, fotógrafo, explica que la colección Homenaje Nacional (1980, revisada en 1982 como Inframundo) ha sido producto de la primera exposición de sus fotografías. En la página oficial del escritor se indica que actualmente se encuentra en preparación un libro de cien fotografías seleccionadas por Andrew Dempsey y Daniele De Luigi, quienes consultaron la totalidad del archivo fotográfico del escritor y efectuaron una selección representativa. Cabe destacar que la afición de Rulfo por la fotografía comenzó en los años ’30. Fue esporádicamente publicando en los años ’40 y ’50 algunas de ellas en revistas y efectuó exposiciones durante los ’60, sin demasiada repercusión.

[2] Juan Rulfo, El gallo de oro y otros textos para cine, Madrid, Alianza Editorial, 1985.

[3] En este film actúan, entre otros, Luis Buñuel y Carlos Monsiváis.

[4] El guión ha sido escrito por Carlos Fuentes y Carlos Velo, entre otros colaboradores.

[5] Como reconoce J.C. González Boixo en el estudio preliminar de Pedro Páramo editado por Cátedra, Rulfo insistía en considerarse un escritor aficionado. La imagen del escritor profesional no puede serle más distante.

[6] Rulfo nació en Apulco, pequeño pueblo perteneciente a San Gabriel, a su vez ubicado en el distrito de Sayula. Su infancia creció con la marca de la rebelión cristera (1926-1928). Su padre sufrió una muerte violenta; poco tiempo después fallece la madre. Vive un tiempo con su abuela materna y transcurre parte de su juventud en un orfanato de Guadalajara, que siempre recordará como una institución pseudo-carcelaria. En una entrevista con Joseph Sommers ha declarado: “Yo tuve una infancia muy dura, muy difícil. Una familia que se desintegró muy fácilmente en un lugar que fue totalmente destruido. (…) Nunca encontré ni he encontrado hasta la fecha la lógica de todo eso. (…) No se puede atribuir a la Revolución. Fue más bien una cosa atávica, una cosa de destino, una cosa ilógica”. Joseph Sommers: “Los muertos no tienen ni tiempo ni espacio (un diálogo con Juan Rulfo), en La narrativa de Juan Rulfo, México, Sep/Setentas, 1974, p. 20.

[7] Es posible trazar una cartografía de los escenarios donde transcurren las historias. Casi todos pertenecen a Jalisco: Sayula, Zenzontla, Talpa, San Gabriel, Apango. En una entrevista con Reina Roffé, en el año 1973, el escritor describe estos lugares de su infancia como “pueblos de tierra caliente, entre 800 y 900 metros de altura”. En: Juan Rulfo. Autobiografía armada, Buenos Aires, Corregidor, 1973, pp. 42-43. Esta descripción nos daría una clave para emparentarlo con las regiones infernales.

[8] J.C. González Boixo: Claves narrativas de Juan Rulfo, León, Universidad de León, 1983, p. 14. Incluso esta cualidad recae sobre el déspota, según estudia Francisca Noguerol Jiménez en su artículo “El dictador latinoamericano (aproximación a un arquetipo narrativo)”: el desprecio generalizado hacia quienes le rodean lleva al déspota a ser un individuo eminentemente solitario.

[9] Federico García Lorca: “La imagen poética en Don Luis de Góngora”. Disponible en: http://www.tinet.cat/~picl/libros/glorca/gl001204.htm

[10] Cristina Fiallega: Pedro Páramo, un pleito del alma. Roma, Bulzoni, 1989, pp. 54-55.

[11] Juan Rulfo: Pedro… op. cit, p. 130.

[12] Juan Rulfo: El llano en llamas, Madrid, Cátedra, 1991, pp. 39-41

[13] Juan Rulfo: El gallo… op. cit, p. 134.

[14] Juan Rulfo: Pedro… op. cit., p.68.

[15] Ibíd., p. 110.

[16] Ibíd., p. 28.

[17] José T. Espinosa-Jácome habla así del horror en la obra de Rulfo: “es uno de los elementos estéticos más sobresalientes del texto de Juan Rulfo que lo distancia del discurso de Miguel Ángel Asturias. Nos estamos refiriendo al horror, que es uno de los elementos de lo fantástico. El horror como una cualidad de lo narrado no existe en El Señor Presidente, que produce miedo debido a los crímenes y las acciones violentas, elementos que también aparecen en Rulfo, pero nosotros nos referimos específicamente al horror que produce la muerte a Juan Preciado ante su enfrentamiento con las ánimas de Comala”. En: La focalización inconsciente en Pedro Páramo, Madrid, Pliegos, 1996, p. 117.

[18] Gabriel García Márquez: “Nostalgias sobre Rulfo”, en La Jornada, México, 10 de enero de 1986.

[19] Dante Alighieri: La divina comedia, Barcelona, Montaner y Simón Editores, 1914, p.2.

[20] Ibíd., p. 13.

[21] Leopoldo Marechal: Obras completas, tomo III, Buenos Aires, Perfil, 1998, p. 419.

[22] Ibíd.

Marisa Martínez Pérsico (Lomas de Zamora, Buenos Aires). Poeta, narradora y docente universitaria radicada en Italia desde 2010. Se doctoró con una tesis sobre el movimiento de vanguardia ultraísta en ámbito transatlántico. Como poeta ha publicado Las voces de las hojas (1998), Poética ambulante (2003), Los pliegos obtusos (2004), La única puerta era la tuya (2015) y El cielo entre paréntesis (2017). Es investigadora correspondiente del CONICET y dirige en Roma Cuadernos del hipogrifoRevista de literatura hispanoamericana y comparada.Ha publicado ensayos y monografías sobre literatura española e hispanoamericana contemporánea así como artículos y estudios sobre lengua y traducción españolas, destacándose sus ediciones de teatro de Leopoldo Marechal y las de poesía de Joan Margarit y Luis García Montero.

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