Joseph Brodsky. Nota para un aniversario. Por Ricardo San Vicente
Este ensayo fue publicado originalmente en Alforja. Revista de Poesía, número 30, otoño, 2004.
Joseph Brodsky. Nota para un aniversario
Ricardo San Vicente
Tal vez no sea muy relevante recordar que Joseph Brodsky nació hace 60 años [82 años]; las fechas, se dirá, son convenciones (que el escritor, por cierto, celebraba). Pero el aniversario es motivo suficiente para honrar una vida intensa y fértil y un buen pretexto para recordar al poeta.
Para mí, Brodsky representa una fluida amalgama de nobleza y transgresión. A la elegancia rítmica del verso siempre Brodsky añade un tropezón travieso; a la imagen majestuosa, el trazo furtivo de un graffiti. Brodsky es la versión noble, poética, del narrador Dovlátov: en ambos la mirada de quien ve romperse el cristal de una ventana convive con la necesidad de narrar o cantar las coordenadas del percance.
En toda aquella generación leningradense de la década de 1960 vivía la voluntad de elevarse como la aguja del Almirantazgo al amanecer, de remedar la aristocrática belleza del Palacio de Invierno que, visto desde la fortaleza-prisión de Pedro y Pablo, parece surcar impávido las potentes aguas del Neva; el deseo de trazar en su alma las líneas exactas de la Perspectiva Nevski. No en vano Brodsky y muchos más pensaban que la cultura, el arte y lo mejor de Europa fluían de los muros de Petersburgo, Petrogrado, Leningrado.
Pero era aquella ciudad demasiado perfecta para dar cabida a los hombres y a su tiempo. La transgresión, o el gesto irreverente parecen humanizar la perfección. Dovlátov redondea el absurdo; Brodsky rompe la bola de cristal para que sus añicos brillen con más calor. No es de extrañar que ambos fueran más que amigos y admiradores el uno del otro. Volviendo a Brodsky, desde sus primeros pasos hay un claro deseo poético de recomponer las leyes del espacio y el tiempo, de buscar y crear su propio reino de la palabra. Es cierto que nace en la Unión Soviética. La mente escindida entre lo bueno impuesto y lo mejor vedado mira inquieta a la pupila del policía. Pero poco a poco, todo este orden grotesco tampoco importa mucho: el poeta, en este mundo perfecto, crea el suyo y, mientras puede, ríe. Lo importante es la propia obra del poeta, que se construye dando voz a su mirada.
Fragmento inacabado
En medio de la cena se levantó y, tras abandonar
la mesa, se dirigió afuera. La Luna brillaba
como en invierno; las negras sombras del zarzal
volcadas sobre el perfil de la empalizada
se dibujaban en la nieve con tanta claridad
que se diría que allí hundieran sus raíces.
Alrededor ni un alma. Latir del corazón.
Tanta es el ansia de todo ser
viviente por superar toda frontera,
por desbordarse a lo alto y ancho, que
basta con que sólo asome una estrella,
sea cual sea, para que al instante mismo
el entorno se torne presa, no nuestra,
sino de nuestros sueños.
1972 (?)
Nuestra mirada es un agujero negro que engulle la luz de la estrella, luz que nos arroja a su vez el fuego de millones de miradas. Y este vaivén, en el mundo del poeta, es algo que sólo entiende Jesús.
Sorprende lo recurrente de este motivo evangélico. El nacimiento del dios hombre cristiano es un motivo cíclico de Brodsky, hasta su muerte. El misterio de la Navidad resume, con el rítmico pulido de una imagen, una de las piedras angulares de nuestra cultura. Dios hecho hombre, al margen de los designios divinos, remite en Brodsky a la voluntad divina de los seres humanos, al deseo de alcanzar y dar lo mejor de nuestra humanidad. Pero donde el poeta detiene su inquisitiva y nunca del todo expresada atención es en la mirada del niño, en quien mira y es mirado. Ojo y estrella cierran una línea de ida y vuelta por la que fluye nuestro ser. Y, de pronto, uno descubre una palabra que Brodsky casi siempre elude, pero cuyo sentido el poeta acaricia en este mirar, que es Amor. Algunas palabras, se diría, nunca se deben pronunciar.
¿Y la transgresión? Hay ruptura en el noble escandir el verso que tropieza en su rítmico andar para hacer patente la cadencia. Hay menosprecio a la norma y a lo que se da en llamar buen gusto. Como hay sarcasmo en la carne de cerdo humana de un Omnistán cualquiera —sea Afganistán entonces o Chechenia hoy—, o en las banderas rojas que han recogido en su color todo el rubor de la vergüenza. Pero eso es sólo un mirar desde lo alto, es muestra de la clara conciencia del poeta de ser él el instrumento de la Lengua.
La transgresión nace, a mi entender, de la voluntad suprema de dominar el tiempo, de hacer en la poesía añicos el espacio. El poeta errante y vagabundo, arrancado de su tiempo y de su país, detiene en su obra pasado, presente y futuro para abrirse al espacio. Su teoría poética de la relatividad establece que el ayer puede llegar mañana. Y a nosotros nos permite acariciar la idea de que el mejor Brodsky está por venir, en sus nuevos lectores.
Presentamos a nuestros lectores una muestra de poesía de Joseph Brodsky.
Joseph Brodsky (Leningrado, 1940-Nueva York, 1996). Varios traductores
Ricardo San Vicente es profesor de literatura rusa en la Facultad de Filología. Ensayista y traductor, ha traducido la obra de Tolstói, Zóschenko y Shalámov —en la que trabaja todavía—y es el responsable de la traducción al español de Voces de Chernóbil, hasta ahora la única obra de Svetlana Alexievich vertida al castellano.
Joseph Brodsky (Leningrado, 1940-Nueva York, 1996) Poeta y ensayista ruso. Este autor se convirtió, al igual que Ajmátova, su "madrina poética" y descubridora, en memoria cultural de su generación y, por azares del destino, en el más grande regalo que hizo Rusia a Occidente. Sus interlocutores poéticos (Homero, Virgilio, Horacio, Dante, T. S. Eliot, W. H. Auden), se encuentran entre lo más distinguido de la tradición occidental, eso que él llamaba la "sociedad de los poetas muertos". De su trabajo inicial cabe destacar los libros Versos y poemas (1965) y Parada en el desierto (1970), que aparecieron publicados por primera vez en Nueva York. Privado de reconocimiento en su país y tras ser condenado a trabajos forzados acusado de "parasitismo social", se vio obligado a emigrar de Rusia en 1972. Su conocimiento de la poesía inglesa, y su enraizado sentido del aislamiento y la melancolía, le llevaron a cultivar una poesía de meditación nocturna, como el largo poema Elegy to John Donne (1967). De su período en el exilio, que constituye la mayor parte de su vida, cabe destacar los poemarios El fin de la bella época (1976), Parte de la oración (1977), En Inglaterra (1977), Nuevas estancias a Augusta (1983), Urania (1987) y Paisaje con inundación (1996). Su poética, obsesionada con las contradicciones entre el espacio, el tiempo y los sentidos, es una de las más relevantes del siglo XX, y le hizo merecedor del premio Nobel de Literatura en 1987. Publicó, además, dos obras de teatro y un gran número de ensayos recogidos en varios volúmenes, entre ellos Del dolor y la razón (1995). Por expreso deseo suyo, sus cenizas se enviaron a Venecia.