Giacomo Leopardi por Benedetto Croce. Traducción: Guillermo Fernández
Este ensayo forma parte del libro Poesía y no poesía (UNAM, 1998), pp. 131-150
Giacomo Leopardi (Recanati, 1798–1837)
Traducción: Guillermo Fernández
Benedetto Croce
El espíritu doloroso del poeta italiano Giacomo Leopardi muy pronto fue agregado a la pléyade de otros espíritus desgarrados y desconsolados, que desde fines del siglo XVIII habían venido surgiendo por doquier y cantaban al género humano, perdido ya en un universo sin Dios, su fúnebre canto desesperado. Para entender su rápida fama y gloria de poeta, parece imposible no tener en cuenta ese surco de dolor y de nobleza que él llevaba impreso en la frente, de esa marca que reconocen los corazones fraternos. Al contenido sentimental de su poesía se debió, especialmente, que Leopardi pudiera superar sin esfuerzo los obstáculos que a un escritor de educación clásica, de lenguaje clásico y docto, de clásicas hechuras, debían oponérsele en aquellos tiempos de fervoroso romanticismo literario, ante el predominio de una literatura tendiente a la popularización, al desenfreno, a la facilonería verbosa. Y por ese contenido sentimental y pesimista consiguió la notoriedad y estimación europeas, cuando por un duro prejuicio aún se cría que en la provinciana Italia ya no podía nacer algo de valor universal. Y desde entonces su nombre resplandece junto con los de otros poetas y personajes poéticos que representan el “dolor del mundo”: Werther, Oberman, René, Byron, Lenau, De Vigny, Musset y algunos más; y puesto que el filósofo del pesimismo sistemático le rindió homenaje al pesimista italiano, fue colocado junto al de Schopenhauer. Las comparaciones y paralelismos entre Leopardi y Byron, Leopardi y Lenau, Leopardi y De Vigny, Leopardi y Schopenhauer, han dado pábulo a innumerables ensayos y disertaciones.
En el periodo del resurgimiento italiano, Leopardi fue el “poeta de los jóvenes”, de los jóvenes liberales, que preparaban la guerra y la revolución: algo que no debe asombrarnos si se recuerda el nexo pasional italiano entre el romanticismo sentimental y el sentimiento nacional, el descontento generoso y el generoso anhelo, el dolor del mundo y el dolor de la patria. Por tal motivo, aun prescindiendo de los poemas propiamente patrióticos, aquellos jóvenes sintieron que un hombre como Leopardi, casi en virtud de su propio pesimismo, era uno de ellos, y que (como dijera uno de aquellos jóvenes) “si el destino le hubiese prolongado la vida hasta el cuarenta y ocho”, lo habrían visto al lado de ellos, como “confortador y combatiente”.
Sin embargo, ese mismo joven, que luego sería un crítico insigne, tras algunos años de venerar en Leopardi al a portador de verdades y al maestro de vida, debió aceptar que ya no había tiempo de dudar, gemir e imprecar, que el dolor humano es “semilla de libertad”, que se puede sufrir pero esperando y actuando, y por eso era conveniente “poner aparte a Leopardi, al Leopardi maestro de vida.
Y también nosotros debemos ponerlo aparte, en la nueva y atenuada forma que ha revestido este concepto falaz, la del Leopardi gran pensador, y que esas argumentaciones y doctrinas puedan encontrar un lugar en la historia de la filosofía. No hay que olvidar la desilusión que produjo el Epistolario al salir a la luz. ¿De qué modo estas doctrinas, a las cuales habíamos atribuido valor especulativo, no son más que el reflejo de los sufrimientos y miserias de un individuo; de las enfermedades que lo aquejaron, de las dificultades familiares y estrecheces económicas, del vano deseo de un amor de mujer jamás conseguido? A decir verdad, no era preciso esperar estas revelaciones biográficas o autobiográficas para advertir la calidad de tal teorización. La filosofía, tanto la pesimista cuanto la optimista, es siempre pseudofilosófica, filosofía para el uso privado, por la lógica razón de que todo puede convertirse en objetos de juicios estimativos o desestimativos, porque de todo es posible decir bien o mal, salvo de la realidad de la vida, la cual crea a aquélla y adopta para sus fines las categorías del bien y del mal; de ahí que el elogio prodigado o la censura infligida a la realidad, en el fondo no tiene más consistencia que la de un movimiento pasional, motivado por el buen o mal humor, felicidad, ligereza, intolerancia, capricho, favorables y desfavorables contingencias. La seria y genuina filosofía no ríe ni llora; se dedica a indagar las formas del ser, el obrar del espíritu, y sus progresos están marcados por la siempre más rica, múltiple y determinada conciencia que el espíritu adquiere de sí mismo, y los filósofos que se autodenominan optimistas o pesimistas, únicamente valen como filósofos por la contribución que, más allá de su optimismo o pesimismo, aportan a las indagaciones, pongamos por caso, lógicas, éticas o a parecidas clases de problemas, y sólo por esto entran en la historia del pensamiento, que siempre es historia de ciencia y de crítica. Pero esta parte, que es la filosóficamente factiva, Leopardi no proporciona sino dispersas observaciones, sin profundidad ni sistema, porque le faltaba disposición y preparación especulativas, y tampoco en la teoría de la poesía y del arte, en la cual meditó a menudo, logró nada nuevo e importante, nada rigurosamente concebido. “Esto que digo (se preguntaba con ingenuidad en el diálogo de Timandro y Eleandro, acerca de las proposiciones sobre el mal y el dolor), ¿son verdades principales o accesorias en la filosofía?”; y ahí mismo se contestaba que en ellas se reunía “la substancia de toda la filosofía”. Y tal era su engaño y el de tantos otros que, al repetir en forma de solemnes filosofemas las quejas sobre la vida que es dolor y sobre la vida que es un mal, no sólo imaginan que filosofan sino que o hacen de modo supremo. Si así fuera, la filosofía habría concluido su obra desde hace siglos, desde que el hombre es hombre, porque esas proposiciones afectivas han salido siempre del pecho del hombre y son estribillos comunes.
También conviene deducir la tara en otra exageración reciente, surgida con la aparición del Zibaldone, en el que Leopardi fue anotando sus pensamientos durante muchos años. No hay duda de que puede aprenderse mucho de Leopardi sobre el ejercicio del arte literario, máxime en nuestros tiempos, que lo han descuidado; pero hay mucho que aprender igualmente de otros escritores que estudiaron el arte, algunos de primer orden como él: Fóscolo y el recíprocamente aborrecido Tommaseo, gran conocedor de los secretos del idioma y del estilo, y de otros, como Cesari y Puoti, no tan importantes pero sí cuidadosos y sutiles como solían ser los puristas; en otro aspecto, mucho se puede aprender también de Manzoni y de los manzonianos. Todos ellos maestros o modelos en sentido absoluto, porque Leopardi no podía ser “modelo” (esto es indudable) sino de sí mismo, y quien no quiere volverse imitador pedestre debe crear de sí y para sí el propio modelo. Por consiguiente, son inútiles las disputas sobre el supuesto camino que Leopardi trazó a las letras italianas, camino que no siguieron y que convendría seguir. La lengua y estilo de Leopardi estaban bien en él, pero su contemporáneo Manzoni no podía ni debía adoptarlos por la sencilla razón de que el espíritu de éste no era el mismo de aquél y mucho menos el de las generaciones sucesivas, el de Carducci o el de Verga.
Las consideraciones que he venido haciendo no son más que una serie de eliminaciones, cosa que hago a menudo, con la intención de desalojar problemas insubtanciales de la poesía leopardiana, lo único que nos importa aquí. Llegar o regresar a ella, porque la poesía de Leopardi ha sido estudiada en Italia muy bien y con mucha agudeza, sobre todo por aquel joven patriota del cuarenta y ocho, Francesco de Sanctis, que fue uno de los primeros en ponerla muy en alto y enlazarla al espíritu europeo, y que después, ya viejo y cercano a la muerte, retomó aquellas investigaciones sobre “el poeta predilecto de su juventud”, y empezó a escribir acerca del poeta de Recanati uno de sus libros más acuciosos y meditados, que, por desgracia, quedó inconcluso. Después de De Sanctis, ha continuado la investigación crítica sobre la poesía leopardiana, con muchos y buenos frutos en los últimos años. No obstante, aún queda algo por decir o aclarar sobre el carácter general de ese arte y es conveniente resumir los conceptos para entenderla y juzgarla.
¿Qué cosa fue la vida de Leopardi? La vida, o sea el proceso espiritual en el que el hombre configura y expresa el sentir propio, determina y particulariza el pensamiento propio, afirma en la acción sus aspiraciones y, en fin, explica el germen que llevaba en sí, realizando el propio ideal con cierta extensión y substancialidad. La suya fue, por decirlo con una imagen burda pero eficaz, una vida estrangulada. El adolescente que se adiestraba con gran fervor y asiduas fatigas para convertirse en filólogo, docto en lenguas, literaturas y antigüedades clásicas, para estar junto a los gigantes de estos estudios, entre los Mai y los Borghesi, quizás entre los Nieburh, los Müller y los Böckh; el joven que pedía y anhelaba tembloroso las dichas del amor y se abría a ímpetus muy nobles y a obras patrióticas y humanitarias; el poeta que tal vez se preparaba en él mediante ejercicios y experiencias, sobre todo en el rapto de los sueños, ese joven se sintió, en cuanto quiso encaminarse hacia la gloria y el amor, atado y sometido por la fuerza bruta de la que él llamó “Natura enemiga”, que truncó sus estudios, le prohibió las intensas palpitaciones del corazón y lo condujo a encerrarse en sí mismo, en su miserable prisión fisiológica, obligándolo a combatir día tras día para soportar mediante linitivos el malestar y los continuos sufrimientos físicos que lo atormentaban. La renuncia final a la filología, marcada por la entrega de sus cuadernos de los estudios juveniles a De Sinner, no tuvo un motivo intelectual; no fue, como para otros, el abandono de un campo de trabajo para dedicarse a otro distinto o más amplio, sino simplemente una necesidad impuesta por los ojos, que no cumplían con su oficio; por la imposibilidad de llevar a cabo una labor constante y metódica. Y la misma dolorosa necesidad, junto con las dificultades económicas, determinó el carácter de su vida vehemente, los cambios de domicilio, en busca de mejores condiciones físicas, morales, de trabajo más o menos adecuado; la continua intención de hallar nuevos acomodos, en los cuales nunca se sintió bien y sólo tuvo, raras veces, alguna tregua, algún periodo tolerable o algún respiro pasajero. Si se piensa en otras vidas, no calmadas y felices sino agitadas y borrascosas, como la de Ugo Fóscolo, por ejemplo, saltará a la vista que éste vivió y pudo desarrollarse, cosa que no pudo hacer el pobre Leopardi.
La solemnidad de la historia, que reinstala en el ánimo el drama de la humanidad y suscita admiraciones y entusiasmos; las sublime filosofía, que investiga la mente humana y, con la luz obtenida en ella, esclarece los misterios del universo y ayuda a comprender la realidad; la política, en la cual se genera, amando y luchando, la nueva historia; el amor y la familia, que perpetuamente restituyen el mundo niñez y juventud; éstas y otras formas de laboriosidad humana fueron para Leopardi cosas ajenas y distantes; no disfrutó de tales alegrías ni de tales dolores. “Tronco que sentía y penaba”, vivía para sí, sólo para sí mismo, con el problema elemental de respirar y vivir. Y cuando hallaba algún alivio; cuando por algunas horas o algunos días le era posible retomar una actividad, el tema contemplado y meditado en esos breves intervalos no podía ser otro que su misma condición atribulada, esa prisión que lo tendría cautivo para siempre. Y del pecho le brotaba la queja por lo que hubiese podido ser y no era, por la incumplida palabra de la naturaleza. Y en el intelecto se le fue formando un juicio que, poco a poco, adquirió visos de teoría filosófica sobre el mal, sobre el dolor, sobre la vanidad e inutilidad de la existencia, y que intrínsecamente, como hemos dicho, era una queja, una amargura, un sentimiento larvado, proyección racionante del propio estado infeliz. a esta queja, a esta teoría de la queja y de la acusación, se restringía su horizonte espiritual; aquí, en la contemplación y en la reflexión sobre este misterio del dolor, estaba la única fuente de inspiración de su fantasía, el único punto de meditación de su pensamiento.
Ciertas veces se ha querido ver en Leopardi a poeta filósofo; cosa que, después de las explicaciones que hemos dado, no sólo resulta siempre inexacta en su caso sino en el de todo poeta. Su fundamental condición de espíritu no era la filosófica, sino sentimental, incluso podría definirse como un atascadero sentimental, un vano deseo y una desesperación tan condensada y violenta, tan extrema, que invadió la esfera del pensamiento con el fin de determinar conceptos y juicios. Es más, siempre que esa disposición anímica empezaba a salirse de ese ámbito y a comportarse como posición doctrinal lograda, con pretensiones de crítica, polémica o sátira, aparecía esa parte de la obra leopardiana francamente viciada: la mayor parte de los Opúsculos morales y, en verso, la Palinodia y los Paralipómenos. Doctrinalmente, se metió en un callejón sin salida, en una lucha estéril. Consideraba que la vida era un mal, que era preciso vivirla con la amarga conciencia de este mal radical; y se encontraba con otros hombres que, a este respecto, pensaban y sentían de modo diferente, porque podían disponer de sus fuerzas físicas, de sus nervios serenos, de un alma equilibrada, dominados y animados por la alegría de vivir, embriagados de amor; que veían los dolores y reveses de la vida como contratiempos ocasionales cuando éstos habían pasado, que los afrontaban y superaban cuando eran víctimas de tales contratiempos; hombres que no pensaban de continuo en la muerte, resignados consciente o inconscientemente al antiguo proverbio que dice que la muerte no concierne a los vivos, porque están vivos; ni a los muertos, porque están muertos. Y le hubiera gustado persuadir a estos hombres de que estaban equivocados y debían compartir con él su desesperación. Pero no se puede razonar con el sentimiento. En la fachada de una casita rústica del Tirol podía leerse hace algunos años (no sé si todavía) unos versos en alemán, que decían: “Vivo ¿pero por cuánto tiempo? Moriré sin saber dónde ni cuándo. Voy a no sé dónde, y, pese a todo, me asombro de estar tan contento. Señor Jesucristo, ¡protege mi casa!” Leopardi no sólo se asombraba sino que le disgustaba que los hombres, pese a todo, estuvieran tan alegres; y los llamaba cobardes, quería confundirlos, avergonzzarlos, convertirlos, o sea infundir en ellos, por medio de razonamientos, su personal estado de ánimo; por eso recurría, como se hace en los discursos oratorios, a la ironía, al sarcasmo y a lo grotesco. Por tal razón, los Opúsculos morales de este tipo tenían que resultar muy fríos: vanos esfuerzos de ofrecer representaciones cómicas (que no puede engendrar el espíritu polémico y mucho menos el malhumor, sino la alegría y la serena imaginación); personajes que no pasan de ser simples nombres; diálogos que no son monólogos; prosa muy trabajada pero superficial, que con frecuencia tiene algo de vaniloquio académico. En verso y en prosa se burló de la fe del nuevo siglo, del continuo aumento y ampliación del espíritu humano, de progreso; se mofó del liberalismo y de las tentativas de reformas y revoluciones, de los estudios de economía, de ciencias sociales y de la filosofía de los tiempos nuevos que se afirmaba en los grandes pensadores alemanes; de la filología que se tomaba la libertad de romper los esquemas tradicionales y descubrir parentescos entre las lenguas indoeuropeas, y, en fin, de cualquier cosa que tuviera indicios de vitalidad, de inventiva, de audacia. Ciertas veces, al leer los diálogos de los Opúsculos morales, recordamos una y otra vez los Dialoghetti (no soy el primero en tener esa impresión, la misma la tuvo Páscoli), escritos por la pluma reaccionaria del conde Monaldo; y la semejanza se debe no sólo a la común predilección literaria por ese género académico, por las reiteradas imitaciones de Luciano, por los “parangones de Panaso”, sino también al espíritu augusto, tardío, reaccionario, a la antipatía por todo lo nuevo y viviente. Experimentamos tales cosas en la visión que se le ofrece al repatriado Renzo, que le parece ver las facciones de Gervaso en la cara de Tonio, víctima de la peste y delirante: “La peste, quitándole el vigor del cuerpo y de la mente, había desplegado en su cara y en cada uno de sus gestos un pequeño y velado germen de semejanza que tenía con el hechizado hermano”. Hay algo de malsano en esas prosas y en esas palinodias y paralipómenos; y el mismo De Sanstis viose obligado a hablar de la “risa mala” que advirtió ahí, de las “cuchilladas” que el escritor quiere dar “con la alegría de quien se venga”, y de la “enemistad por la estirpe humana”, en la cual “se percibe la repulsa”.
Es conveniente detenernos un poco en este aspecto, en vista de la frecuente torpeza al habalr de dichas obras, considerándolas como obras de arte, fantasía y pensamiento; pero apresurémonos a agregar que esa “mala risa”, ese desahogo de rabia, hay que achacárselo a la naturaleza, su cruel madrastra, al enfermo Leopardi (a lo cual se refiere el libro de Ranieri, más realista de lo permitido), y el poeta de Recanati merece nuestra reserva y piedad de críticos, y que, en todo caso, no modifica en lo más mínimo nuestro juicio sobre la íntima nobleza del carácter de Giacomo Leopardi. El burlón del liberalismo tuvo a todos sus amigos en el bando de los liberales, y el despreciador de los hombres no anhelaba otra cosa que amar y ser amado. ¡Oh, si un rayo de sol hubiese ahuyentado de sus venas la enfermedad que lo envenenaba y el marasmo que lo apesantaba! De haber sido así, de inmediato se habría puesto en pie y, con un asombro más grande que el percibido en el Risorgimento, habría mirado el mundo con nuevos ojos, visto la dispersión de la negra maraña de sus fantásticos pensamientos, y la fuerza de su trabajo, existente en el fondo, abríase desplegado generosa y benéfica.
En lo tocante a lo artístico, hay que buscar al Leopardi sano y genuino lejos de las ironías, de sus polémicas y sátiras, lejos de la “mala risa”. Busquémoslo cuando se expresa con seriedad y emoción, en el mejor Leopardi de esos mismos Opúsculos, en algunas páginas del diálogo entre Timandro y Eleandro, que tanto se acercan al tono de las más bellas cartas del Epistolario. A este respecto, es preciso notar que la cuestión debatida hasta nuestros días acerca de la “prosa” leopardiana –clásica, marmórea, según algunos; artificiosa, según otros, y algunos más en la interminable disputa sobre si su prosa es conveniente o no para la literatura italiana- carece absolutamente de significado. No cabe duda de que la prosa leopardiana está más viciada donde la concepción misma y el tono están equivocados, cuando la fuerza y con mucho trabajo mendiga algunos gracejos; pero muy bella donde se funde realmente con el pensamiento. Incluso en ciertas partes de los Paralipómenos, que contrastan en ciertas partes con la estridencia general de ese largo poema, Leopardi abandona la tensión irónica, la chanza deliberada, y se expresa con sencillez, como en las conocidas octavas sobre Italia o en el apóstrofe a la bella Virtud, versos que se quedan para siempre en nuestra memoria. Sin embargo, después de este criterio de desconfianza que inspira el Leopardi polémico e ironista, otro se impone y hay que tener presente ante el Leopardi serio y conmovido, el Leopardi todo lleno de su dolor y de su afligido pensamiento.
No es posible negar cierto estatismo en esta condición espiritual, que es punto extremo y conclusión de un proceso interior; por tal motivo, en su forma objetiva, refleja y teórica, se presenta como un dogma inculcado y creído y, en su forma subjetiva, casi un epígrafe puesto en la propia y cerrada vida. Parece que tampoco de ello pueda brotar la lírica que, para serlo, es siempre íntimamente épica y dramática a la vez; multiplicidad reunida en unidad y mundo externo que vuelve a encontrarse como un mundo interno. La exposición de una serie de pensamientos, de un catecismo pesimista y el hecho de afirmar una resignación desesperada, de una renuncia o de una continua negación, están más allá o más acá de la poesía. Por eso la didascalia pesa tanto en los cantos de Leopardi, dispersa en todas partes, con su tono prosaico, aun sin ocupar toda una composición, como La epístola a Pepoli o una casi entera como La retama, malamente comparada a la didascálica del Paraíso dantesco, porque a menudo se asemeja más bien a la del Dante que, al abordar las dulces rimas de amor que solía buscar para sus pensamientos, versificó la canción sobre la nobleza y otras semejantes. Tales son los versos de La retama: “Natura noble aquella/ que a levantar se atreve…” Otras veces, más que didascálica es oratoria, acto de acusación, serie de interrogantes hechas a un acusado, a la virtud, a la naturaleza, al misterio de las cosas –como en Bruto o en el Canto nocturno. Y con semejante frecuencia hallamos en los cantos leopardianos la afirmación del dolor como de un hecho histórico, de un reconocimiento o una refutación; y esto se manifiesta en un cierto tono seco, en frases sumarias y descarnadas que no son la vida en acto sino el compendio reflejado de la vida, su conceptualización. El breve canto A sí mismo puede valer como ejemplo de esta epigráfica que no parece ser lírica: “… Murió el extremo engaño/ que yo creí eterno/ Murió. Bien siento/ que de amados engaños/ no sólo la esperanza, el ansia ha muerto…” Ciertamente, el tono aquí es tan doloroso, tan afligido, tan desolado, tan ajeno a la coquetería del dolor, que siempre produce honda impresión y una especie de reverencia. Pero, por otra parte, es imposible dejar de reconocer que en éste y otros casos parecidos tenemos, más que poesía, una anotación de sentimientos y de propósitos, que no van más allá del círculo del individuo. Una cosa opuesta se observa en algunos raros casos (sólo un par de veces) en que nuestro poeta intenta expresar directamente la plenitud del cariño: el intenso cariño que hizo resurgir en él un ardiente deseo, en Consalvo; la otra, cuando abrió de nuevo su ánimo a las conmociones de la vida, en Resurgimiento. Pero en Consalvo hay algo de esos solitarios devaneos amorosos de los cuales Ranieri fue testigo algunas veces; y en Resurgimiento, el ánimo expresado no encuentra la forma propia y adecuada, y el autor lo acomoda en la cuna de las estrofitas metastasianas, entre descriptivas y cantantes.
Podrán preguntarnos: -¿Dónde está entonces la poesía de Leopardi? Aquí no, tampoco más allá. ¿Se requiere insinuar que Leopardi nunca fue poeta?
-Pues bien; dónde se halla la poesía de Leopardi ha sido señalado ya por la común conciencia crítica, la cual, tras haber acogido con frialdad los Opúsculos morales; rechazados los Paralipómenos y la Palonodia; acusada de prosaísmo La retama y otros cantos, de manera resuelta y por obra de De Sanstis, que hizo poner el grito en el cielo a los fanáticos del patriotismo (desde Settembrini hasta Carducci), reconoció igualmente que las primeras canciones no son más que oratoria de escuelita; que de las parenéticas o exhortativas se salvan poéticamente sólo algunos pasajes y que hay que ver con muchas reservas todas las restantes. Admiraba, eso sí, los llamados “idilios”, los juveniles y los posteriores, los pequeños y “los grandes idilios”. Me parece que basta guardarse de materializar esta predilección en un elogio exclusivo y total a ciertos poemas particulares, y entenderla en su sentido ideal y profundo, para obtener el criterio que pueda discernir la verdadera poesía de Leopardi. El cual, como hemos dicho, fue un “excluido de la vida”; pero no a tal punto que en su juventud no hubiera soñado, esperado, amado, gozado y llorado, y que después, en ciertos momentos, no hubiera sentido que vivía y que su ánimo se abriera de nuevo a las trépidas conmociones. En estos momentos en que él –en el recuerdo próximo o lejano- volvía a verse unido con el mundo, su fantasía actuó poéticamente: porque la poesía podrá ser todo lo que se quiera, pero nunca una cosa fría y acósmica. Son los momentos de Noche del día, de la Vida solitaria, de El infinito, de El sábado en la aldea, de La calma después de la tormenta, de Los recuerdos, de Silvia. Aquí su palabra adquiere color, su ritmo se vuelve dulce, flexible, lleno de armonías y de íntimas rimas; la conmoción tiembla y se refleja en la pura y brillante gota de rocío de la poesía. El efecto es tanto más poderoso cuanto más esos momentos de vida, esas miradas dirigidas al mundo circundante –no para rechazarlo sino para acogerlo con simpatía-; esos ímpetus del deseo, esas esperanzas amorosas, ese enternecimiento y esa suavidad tienen algo de furtivo, han sido arrancados al duro destino que apremia en torno, al hielo invasor, y se expresan con el recato, la modestia y la castidad de quien dice las cosas no acostumbradas ni en él mismo. De ahí su particular encanto, que hace palidecer a tanta literatura de ricos y vivaces colores. ¿Quién no lleva en la memoria y en el corazón las imágenes que afloran en ella, las divinas imágenes, las figuras de muchachas, aspectos paisajísticos, obra de gente humilde? ¿A Silvia en el telar, que canta en mayo perfumado, con la mente llena de un vago sueño; y el joven señor que deja los papeles y tiende al oído al escuchar esa voz, y une su sueño al sueño de la joven –las noches en el jardín de la casa paterna, el cielo estrellado, el canto de la rana, la luciérnaga que vaga junto a los matorrales; y las voces domésticas, alternadas tras los muros, mientras el deseo y el pensamiento navegan en el infinito-; la tranquila aldea la noche del sábado, con la joven con flores en las manos, para adornarse al día siguiente; la viejecita que habla del pasado y los niños que saltan y gritan; el azadonero que vuelve a su mesa perca, pensando en el día de descanso; el herrero y el carpintero que, cuando ya todo duerme, apresuran el cumplimiento de sus trabajos, como lo indican las luces todavía encendidas en sus talleres; la noche del día festivo, llena de tristeza, con el recuerdo del canto que se oye morir poco a poco, alejándose; la solitaria orilla del lago, “de taciturnas plantas coronado”, junto al cual se sentaba y abandonaba, inmóvil, como la inmóvil naturaleza; la impresión de la vida reanimada tras la tormenta, y otras semejantes, nuevas y eternas creaciones? Y las palabras definitivas, como: “¡Cuánta beldad resplandecía en tus ojos ruiseños y huidizos!”, y los versos perfectos: “Llega el viento y el sonido de la hora/ desde la torre del burgo”; “Dulce y clara es la noche sin viento…”
Con estos recuerdos de vida alcanzan la poesía esos otros momentos en que Leopardi se recoge en el mundo intelectual tan querido y, por así decirlo, ama el amor y la muerte a la vez, como en el hermoso Pensamiento dominante y en Amor y muerte, que, aun en la forma meditativa, no son didascálicos; y no didascálico sino dramático es Aspasia, en el que, tras el naufragio del último amor, se refugia en la firme orilla del intelecto y reencuentra su fuerza al teorizar y explicarse a sí mismo lo que ha sucedido; la vieja seducción vibra todavía en el aire, pero él cree haberla dominado y superado gracias a la tranquilidad del pensamiento.
Es verdad que raras veces los momentos poéticos informan cabalmente los cantos de Leopardi, y casi siempre, o siempre, acaban en oratoria, didascalia o en ese estilo seco y epigráfico que ya hemos señalado. En El sábado en la aldea, la escena poética que hubiera debido sugerir con sus mismas pinceladas la idea del gozo esperado, el único y verdadero gozo, el gozo de la fantasía, sólo está comentado por una reflexión crítica, apesantada por una alegorización que suena a retórica exhortación al “gracioso jovencito”. Incluso en A Silvia, que es quizá su obra maestra, la “Esperanza” de la última parte tiene mucho de abstracto, y no sin razón (aunque se equivoquen en los hechos) algunos intérpretes y muchos lectores confunden la Esperanza con Silvia, reavivándola con esta fusión, creyendo que el poeta habla de una jovencita y no de una alegoría, “cara compañera de mis primeros años” de deleites, de amor y de sucesos. Este paso del tono poético a otro, o de la poesía a lo que no lo es, aridecimiento de la poesía, sólo se podría mostrar con el examen de cada poema: examen muy bien llevado a cabo por De Sanctis en su inconcluso libro sobre Leopardi y por otros estudiosos más recientes. En tal examen particular puede verse con mayor nitidez lo que suele llamarse el estilo poético de Leopardi: la lengua, la sintaxis, los metros. Elegido siempre como estilo de humanista refinado que, al exponer sus pensamientos o al decir sus afectos no podía recurrir a palabras y modos convenientes para otros poetas de distinta procedencia y formación, más sociables y populares, el recanatense también supo ser sencillo e inmediato, sin abandonar la distinción y la solemnidad; pero en otras ocasiones, en ciertas maneras rítmicas y en cierta fraseología, llega a sucumbir a fórmulas literarias metastasianas y arcádicas, como en Amor y muerte, por ejemplo: “Otras cosas tan bellas/ no habrá en todo el mundo ni en las estrellas”; y en El sábado en la aldea, donde, además del “jovencito”, disgustan la “doncellita” y el “ramito de rosas y de violetas”, melindres indignas de aparecer en ese poema. Porque –y ésta será la última de las observaciones críticas y metódicas propuestas en estas breves notas- no hay que dejarse distraer por la gran corrección, propiedad y elegancia con que se presenta la poesía de Leopardi, sino mirar más allá y observar que bajo esa irreprensibilidad literaria, si no se advierte nunca un vacío en el pensamiento y en el sentimiento, en lo poético sí es posible encontrar los puntos fuertes y los débiles, la plenitud y las carencias, y afirmar que la poesía de Leopardi es mucho más azarosa de lo que uno cree o piensa. En ella hay mucha aridez, prosa, formalismo literario; pero también poesía muy dulce, muy pura y armoniosa; y tal vez esos impedimentos, que preceden o siguen los libres movimientos de la fantasía y del ritmo, ayudan a percibir mejor el milgro de la creación poética.
Giacomo Leopardi (Recanati, Italia, 1798 - Nápoles, 1837) Escritor italiano. Educado en el ambiente austero de una familia aristocrática provinciana y conservadora, manifestó precozmente una gran aptitud para las letras. Estudió en profundidad a los clásicos griegos y latinos, a los moralistas franceses del siglo XVII y a los filósofos de la Ilustración. A pesar de su formación autodidacta, impresionó muy pronto a los hombres de letras y los filólogos de su tiempo con su erudición y sus impecables traducciones del griego, especialmente de la Ilíada de Homero y la Eneida de Virgilio. Su frágil salud se resintió gravemente a causa de esa dedicación exclusiva al estudio y murió de cólera.
Benedetto Croce. (Pescasseroli, 1866 - Nápoles, 1952) Filósofo, historiador y crítico literario italiano cuya obra ha ejercido considerable influencia, sobre todo en los campos de la estética y de la historia. Cursó sus primeros estudios en un colegio barnabita de Nápoles, donde estudiaban los hijos de la alta sociedad napolitana. A los diecisiete años perdió a sus padres y a una hermana, víctimas de un terremoto. Trasladado a Roma, el nuevo ambiente y la compañía de su primo Silvio Spaventa lograron levantar su estado de ánimo. En 1903 fundó la revista La critica, en la que colaboró algunos años Giovanni Gentile, y que fue el medio de expresión del pensamiento de Croce. Fue nombrado senador, pero con el ascenso al poder de Mussolini renunció a todo puesto de responsabilidad pública, convirtiéndose en el guía moral del antifascismo a partir de 1925. A finales de 1924 rompió su amistad con Gentile, precisamente por diferencias políticas. Con la caída del fascismo y el fin de la Segunda Guerra Mundial volvió a la vida política, trabajando en la reconstrucción del partido liberal. En 1948 se retiró a la tranquilidad de sus estudios en Nápoles.