Friedrich Nietzsche y la poesía, por Luciano Pérez García
Friedrich Nietzsche y la poesía
Luciano Pérez
I
Hace veinte años, el 25 de agosto del 2000, se cumplió un siglo de la muerte de Friedrich Nietzsche, uno de los pensadores más celebrados e influyentes de todos los tiempos. Él, junto con Platón, Eckhart, Pascal, Schopenhauer, Heidegger, Santayana, Wittgenstein, es uno de los aristócratas del espíritu. Si alguien ha dejado una profunda huella en la cultura auténtica del siglo XX, y continúa siéndolo en el XXI, ése es Nietzsche. Y por cultura auténtica entendemos no la que está en las academias, en las burocracias culturales, sino más bien aquella que se pone en contra de su propia época, aquella que es rebelde a todo, como definía Herbert Marcuse a la cultura verdadera. Ser culto es ser inconforme, inadaptado, irreverente, nihilista, desilusionado. Nietzsche fue todo esto, y no hay otro mejor que él para señalar el inicio de otra manera de ver las cosas.
Así que son ya ciento veinte años de que murió el más grande filósofo de la era moderna. El único que fue el primero en darse cuenta de que la civilización occidental no sólo era un desastre, sino también un fraude, y lo proclamó abiertamente, ya desde su libro juvenil El origen de la tragedia, donde además recomendaba como medicina para la catástrofe, que entonces nadie veía, nada menos que el arte, una conjunción de poesía y música como la del teatro griego, que Nietzsche creía representada sublimemente por Richard Wagner. Hasta entonces, Marx incluido, todos los filósofos tenían la creencia de que el progreso humano era irreversible y que la felicidad estaba al alcance de la mano. Pero ya la poesía había presentido y advertido lo contrario: Hölderlin supo que teníamos que buscar otra Grecia que nos rescatara del tiempo de penuria que se apoderó de la vida.
Nietzsche recogió la herencia holderliniana para enfrentarse a los eruditos y académicos, porque éstos presentaban una Grecia feliz, inventora de las ciencias y de las artes, cuyo modelo racional había que continuar. Pero eso no era Grecia, y Nietzsche lo expuso con palabras que no se le perdonaron nunca: los griegos sabían reír, pero también llorar; eran unos revoltosos que necesitaban explayar sus frustraciones, sus melancolías, sus miedos, y por eso crearon la tragedia, ese arte único, del que por desgracia desconocemos el fondo musical, que le era imprescindible. Los mitos griegos hablan de un mundo de venganzas, de monstruos, de sombras, y no de un esplendor y contento que jamás existieron.
De ahí que Nietzsche no tolerase al que él consideraba el menos griego de los pensadores, a ese Sócrates que estaba anunciando un mundo extraño que no tardaría en llegar: el cristianismo, que llevaría a la ruina al mundo entero. Porque es posible tolerar al judaísmo, esa religión fuerte e imperecedera, dotada de un corpus literario, el Antiguo Testamento, donde los hechos de un gran pueblo nos llenan de admiración, al margen de que estemos o no de acuerdo con sus ideas religiosas. En cambio, el cristianismo traía consigo una moral que debilitaba los ánimos, que proclamaba el inminente fin del mundo y que sólo veía como única opción para vivir el someterse al magisterio de la Iglesia.
Pero no todos los cristianos se hicieron débiles. Lo cierto es que el mundo medieval estuvo lleno de figuras enérgicas, y hubo reyes y papas, supuestamente seguidores de Cristo, que mostraron tanta ferocidad como los infieles mismos. El papado renacentista fue visto por Nietzsche con buenos ojos. Los orígenes evangélicos estaban siendo ya olvidados y muchos clérigos entendían mejor los diálogos platónicos que la Biblia. E Renacimiento le estaba dando la puntilla a una religión que ya había perdido sentido. Después de todo, la idea de Dios que tenían los grandes místicos, del Meister Eckhart a Tomás de Kempis, de Hildegard von Bingen a Angelus Silesius, ya no concordaba con las Escrituras, pero tampoco con los decretos conciliares y las bulas papales. Cristo había muerto y en el Vaticano estaba por proclamarse esta verdad gracias al Papa Borgia.
Es entonces que ocurre el suceso más escalofriante, según el pensamiento nietzscheano: un monje agustino, y alemán tenía que ser, el doctor Martin Lutero, vino a darle una nueva vida al cristianismo al declarar la supremacía de la Biblia frente a los falsos profetas de la Roma católica. Cristo resucitó y la Reforma se extendió por Europa, sufriendo así el catolicismo su más grande derrota. Fue en los países que se hicieron protestantes donde la ciencia inició su prodigioso despegue. La propia filosofía alemana es un producto nato de los ideales del protestantismo. Goethe, Kant, Hegel, el propio Marx y, por consiguiente, Nietzsche, se formaron dentro de la ideología protestante.
Pero Nietzsche no quiere ya ser protestante ni tampoco católico. Es más, se niega de plano a seguir siendo cristiano, algo del todo inusual, inaudito. Porque una cosa era hacer patentes los errores del cristianismo, que en todo caso quizá pudieran remediarse; pero otra muy distinta venía a ser la oposición misma a Cristo y lo que éste representaba. Cierto, aunque Hegel todavía se dijo cristiano, en su sistema apenas tenía cabida el Redentor. Marx no creía en Jesús, aunque le simpatizaba por su amor a los niños. Schopenhauer ya fue más bien un budista, pero de esto no se supo mucho en su momento. En cambio, la completa proclamación de Nietzsche de su repudio al cristianismo tuvo que escandalizar a mucha gente, empezando por su piadosa familia. Él podía sentir que Cristo fue una figura trágica, incomprendida, pero le parecía inaceptable todo lo que su doctrina de salvación implica.
En todo caso, Nietzsche ya no acudió, con toda su fascinación por los griegos, al mundo helénico para integrar el mensaje que lanzaría. Hölderlin todavía lo hizo, con ese Hiperión y ese Empédocles que nunca agotan su encanto. Gracias a estos dos poemas, y también al Origen de la tragedia, los griegos ya no serían más los héroes de la razón sino los del sentimiento, lo cual tenía completo sentido para el movimiento romántico alemán. Pero Nietzsche quiso que el personaje que expresara sus ideas fuese un hombre de Oriente, Zaratustra, el profeta de los iranios, que después, ya islamizados, se convertirían en persas.
Pocos libros han tenido tanta trascendencia, tanta proyección a futuro, como el Así habló Zaratustra, el legado poético de Nietzsche, un regalo para todos los espíritus libres. Además de que ese texto es una fiesta de la lengua alemana, su importancia para la época moderna está todavía lejos de haber sido escrutada a fondo. Un libro para todos y para nadie, que ha estremecido por igual a poetas y a pensadores, que obliga a construir todo de nuevo, que impulsa a abrir otros cielos para otra tierra, donde al fin seremos lo que realmente somos, superándonos a nosotros mismos, fundadores de una cultura diferente, de una pasión distinta a todo lo conocido. Algo que los modernos han buscado intensamente, de Dadá a los beatniks, de Henry Miller a John Lennon, de Marlene Dietrich a los comics de Gatúbela y Marvila.
Así habló Zaratustra anuncia el fin del Supermono, el hombre, y el nacimiento de éste a su máxima posibilidad, el Superhombre, que tantos malos entendidos provocó, pues el hitlerismo se apropió del concepto para nacionalizarlo; esto es, que ya no se trataba de la superioridad del nuevo hombre universal, sino del nuevo hombre alemán, lo cual significó un evidente empobrecimiento de la idea original de Nietzsche. Es comprensible, aunque no justificada, la furia de los marxistas hacia los escritos nietzscheanos, y el eminente Georg Lukács hizo de nuestro filósofo un precursor directo del proyecto fantasioso del Tercer Reich, que llevó a Alemania a la catástrofe. No, Nietzsche ya no pensaba en términos puramente germánicos sino universales, incluso cósmicos. Alemania no le dio más que la lengua, pero él tenía miras tan altas que ningún nacionalismo podía seguirlo.
Alemania ya no significaba para Nietzsche gran cosa, y vio con disgusto cómo se había convertido en un pueblo de consumidores de salchichas y bebedores de cerveza. No había ya nada de la antigua nobleza de los germanos que impresionaron al historiador romano Tácito; ni nada de la potestad aristocrática del Santo Imperio, que de Carlomagno, Otón, Barbarroja y Carlos V, había terminado lastimosamente en la monarquía austro-húngara, desaparecida en 1918. Nietzsche, como Goethe, pensaba que la nación alemana nada tenía que aportar, pero que los alemanes como personas valían mucho. Nada tuvo que ver, entonces, con el nacionalsocialismo.
Para Nietzsche, el heroísmo no podía concretarse en las hazañas militares, sino en otro tipo de aventuras. Un poeta, por ejemplo, puede vivir peligrosamente, sobre todo si se ve acosado por la incomprensión y la intolerancia. Pero esa misma situación hará que el poeta se burle de los filisteos que impiden que la auténtica poesía se dé a conocer. Al poner en evidencia a sus enemigos, el poeta se anima a expresar toda la fuerza visionaria de que está dotado. Porque un poeta no es un mero rimador o versolibrista. Un poeta tiene que ser un vate, un profeta, alguien que desafía al mundo con la energía contundente de sus versos.
Véase Nietzsche, poeta él mismo. Con la sola fuerza de sus aforismos de Más allá del bien y del mal, del martilleo constante de El Anticristo, y sobre todo de la fortaleza poética de Así habló Zaratustra, ese precursor y hermano de todos nosotros creó un mundo al que todavía no llegamos, pero en el que espiritualmente habitamos desde hace mucho tiempo.
II
Hay que insistir en que Nietzsche está considerado no sólo como pensador, sino también como poeta. Fue un autor de muchos poemas, una buena parte de ellos coleccionados en la primera parte de La Gaya Ciencia y otros en la serie de Ditirambos dionisiacos. Por otro lado, muchos pasajes de Así habló Zaratustra son prácticamente poesía en prosa, aunque también se incluyen versos.
Nietzsche siempre enfatizó su total apego a Hölderlin, y se ganó la enemistad de los académicos al proponer al autor de Hiperión como ejemplo de la más alta poesía. Las universidades nada querían saber de un poeta que murió loco y cuyos poemas eran incomprensibles para los profesores. Pero Nietzsche impulsó a su favorito Hölderlin, y sobre el ejemplo de éste quiso estructurar sus propios textos líricos. Sin embargo, existen diferencias entre ambos. Mientras que Hölderlin se prodigó a través de vastos himnos y elegías, con versos largos y a veces de complicada textura, Nietzsche quiso hacer versos más cortos y concisos, sin darles carácter hímnico o elegiaco. En los dos vates el aliento poético alcanza grandes alturas, aunque Hölderlin estaba mejor dotado métricamente, y además era mucho más profundo, profundidad que se compenetraba bien con cada una de las palabras. Nietzsche es más modesto en su versificación y también procura ser menos solemne; es también menos aéreo en su lenguaje, si lo comparamos con Hölderlin, mas su intención es directa y pega en el blanco.
Por supuesto que la poesía de Nietzsche está más relacionada con su pensamiento filosófico, y se mantiene dentro de los cauces de éste, mientras que Hölderlin era completamente libre al respecto. Nietzsche, por cierto, muestra en sus poemas una sensibilidad moderna. No en balde ya existían Las flores del mal. Y no en balde Baudelaire admiraba a Wagner, el maestro y amigo de Nietzsche.
La vida de Nietzsche fue también la de un poeta. Ya no quiso seguir dando clases en la universidad de Basilea, que lo fastidiaban mucho, y prefirió vagar por ciudades, pueblos, valles y montañas de Suiza y de Italia. Hubo un momento en que tuvo el proyecto de radicar en México, en alguna planicie donde el clima fuera beneficioso para su organismo. Sin embargo, no fue posible. Algunas veces se encerraba en sus habitaciones por las intensas jaquecas que padecía, y otras veces caminaba por los bosques; en uno de estos paseos se encontró con el fantasma de Zaratustra. Según Nietzsche, Así habló Zaratustra lo escribió con el aire montañés llenándole los pulmones. Otros libros, como El Anticristo, de lucidez visionaria, se redactaron sufriendo él de fuertes dolores.
Nietzsche, miope y cada vez más fatigado y enfermo, se nos presenta a través de su obra como un hombre incansable y cuyos ojos ven muy lejos. Sus palabras, a medida que pasaban los años, le salen más irónicas y contundentes. La locura le llegó a principios de 1889, en las calles de Turín, cuando sintió compasión por un caballo que estaba siendo azotado; se acercó al animal, le acarició la cabeza, y con lágrimas en los ojos había dejado Nietzsche la realidad para siempre. Fue trasladado a Suiza y luego a Alemania, y los médicos lo proclamaran incurable. Su madre se hizo cargo de él, y la hermana se apropió su obra para darle a ésta una significación antisemita y progermánica que no tenía. En su vida de locura era presa de ataques de rabia, pero también tenía momentos serenos, perdida su mirada como viéndose a sí mismo hacia dentro, hasta que falleció en 1900. Para el poeta no sólo el ser humano es lo más grande, sino también los caballos, los gatos, las plantas, las piedras, las nubes.
Damos a continuación uno de sus poemas más representativos, en traducción del autor de este ensayo-homenaje, “Nur Narr, nur Dichter”, (“Sólo loco, sólo poeta”).
Luciano Pérez. Es originario de la Ciudad de México, nacido en 1956. Egresó de los talleres literarios del INBA, donde fue discípulo de los escritores Agustín Monsreal y Sergio Mondragón. De 1986 a 2006 laboró en la Subdirección de Acción Cultural del ISSSTE, primero como promotor de talleres literarios, y de 1989 a 1998 en la revista cultural del instituto, memoranda, donde fue secretario y luego jefe de redacción. De 2007 a 2012 estuvo en Ediciones Eón, como redactor y corrector, y después como editor en jefe. Desde 2013 se ha dedicado a traducir del alemán al español, tanto para la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, como para Editorial San Pablo. Narrador, ensayista y poeta, ha publicado los siguientes libros: Cacería de hadas (1990), Cuentos fantásticos de la Ciudad de México (2002), y Antología de poetas de lengua alemana (2006). Actualmente es editor de la revista cultural en línea Ave Lamia, y aquí publica sus ensayos literarios, históricos y de cultura popular, además de cuentos de corte fantástico, así como también traducciones de autores alemanes.