Ensayo sobre Antonin Artaud, por Salvador Gallardo Cabrera
El espacio Artaud
Salvador Gallardo Cabrera
En la concha del apuntador
Desde la segunda mitad del siglo XX, las grandes filosofías y las creaciones artísticas decisivas han estado entretejidas con el espacio, con las estructuras ahuecadas, los bloques fluidos, los filamentos espesos y las puntas de espacios, antes que con el tiempo. “El espacio reina…”, lee una voz en off al inicio de Pierrot el loco, de Godard. Los saberes y los poderes, nuestras subjetividades y discursos, se dan entre espacios. Y cuando el tiempo aparece no es sino como un juego de distribución entre elementos que se reparten en el espacio.
Puesta en escena
Antonin Artaud fue uno de los primeros exploradores del espacio. Sus exploraciones conocieron dos fases: la de la postulación de un nuevo arte teatral ligado al espacio, y la que lo llevó a revelar la forma en que la vida entra en el espacio: “cómo en el espacio se vuelve a encontrar el fondo de la vida”. La primera fase estaba ligada aún al surrealismo, la segunda deviene de su visita a México (nunca hay que entender por “México” un país, sino una zona de intensidad), y señaladamente de su viaje a la sierra Tarahumara. Es esta segunda fase de exploración la que toca con mayor fuerza a nuestro presente: la torsión del espacio a la vida provoca un espasmo que todavía nos alcanza. Es ese espasmo, esa torsión inaudita, la que persiguieron Deleuze y Foucault en los textos en que buscaron una manera distinta de aproximarse a la noción de vida, un espacio situado fuera de lo vivido y de la intencionalidad subjetiva, como una errancia sin desembocadura, sin promesa, trazada en la línea de la vida en tanto inmediatez absoluta. Agamben habla de la “casualidad” de que Deleuze y Foucault hayan escrito esos textos al final de sus vidas. Pero no hay casualidad alguna. Hay necesidad y gracia: la necesidad que pesa físicamente, la gracia que va siempre por delante.
Tramoya
“El teatro es un arte del espacio”, escribió Artaud en 1936, desde México, “y solamente pesando sobre los cuatro puntos del espacio, puede tocar a la vida”. En sus trabajos sobre el teatro de la crueldad y del teatro y su doble, Artaud había precisado cómo opera la espacialidad teatral a través del gesto, el movimiento y el ruido, un teatro liberado del texto y de la trama donde las acciones desfondan las palabras, abren un hueco para que el inconsciente actúe fuera del ámbito de la razón y de la lógica, y creen así otro lenguaje en el espacio, un lenguaje de sonidos, gritos, luces, onomatopeyas, un lenguaje que escapa a lo humano y deja entrar las fuerzas afásicas y cósmicas. El arte de la crueldad busca en las danzas y en los ritos mágicos no occidentales una sensibilidad más compleja y refinada, y si es “sanguinario e inhumano” es porque manifiesta el conflicto “donde la vida se eleva contra nuestro estado de seres constituidos”. Artaud descubre en los códices mexicanos (para él los diversos pueblos indígenas formaban una sola cultura) una “ciencia del espacio” con sus dioses “móviles”, trenzados en líneas, que proporcionan un medio concreto para comprender la formación de la vida. Arrojando línea sobre línea, los artistas que pintaron los códices poblaron el espacio, cubrieron el vacío, ese punto de indeterminación donde se espesa la materia, en donde se tejen las fuerzas, las líneas -el “vacío” o el “punto muerto” de Artaud resuena en el “afuera” de Blanchot y de Foucault-. Una línea zigzaguea por encima de la cabeza de Tlaloc, por ejemplo, se convierte “en un medio melódico y rítmico de superponer el pensamiento al pensamiento”, se diversifica en el espacio, creando múltiples orientaciones. Esa espesura de líneas de fuerza -los hilos y máquinas de la tramoya de un teatro- “invitan a no petrificarse en sí mismo, sino a marchar”; nos muestran la fuerza de la que hemos salido, y en un mismo giro, la posibilidad de salir de uno mismo o la forma de entrar en algo distinto. El espacio y la vida en una torsión inmanente.
Zona de iluminación
Así que la torsión del espacio a la vida que modula las creaciones artísticas y filosóficas decisivas de nuestra época no hace, desde Artaud, un bucle para reencontrar el mundo griego, situado siempre encima de las cosas para explicar su formación, sino que irradia desde la espacialidad móvil, en marcha, de los indígenas mexicanos. El teatro de la crueldad podía nutrirse aún del suelo griego, la torsión del espacio a la vida, no. Hay que releer los episodios del viaje de Artaud a la sierra Tarahumara desde ese desfase. Ese mismo desfase hizo que los trabajos de Foucault sobre la biopolítica se cortasen y se suspendieran en el estudio de un espacio móvil: el flujo de los granos en la segunda mitad del siglo XVIII. El bios que precede a las políticas destinadas a la población en su conjunto no puede hacerse con el sentido completo de la vida. Hay algo que se escapa, algo que fluye entre una política constituida como programa poblacional y la vida plena. Un algo irreductible también a la distinción entre bíos y zoé, tan cara a Agamben. Para Artaud el espacio es ese algo que permite sondear las fuerzas, los afectos, los saberes y los poderes. En Pour en finir avec le jugement de dieu, Artaud mostró que el juicio de dios es el poder de organizar -los cuerpos, la vida- hasta el infinito. Artaud, escribe Deleuze, “presenta ese cuerpo sin órganos que dios nos ha robado para introducir el cuerpo organizado sin el cual su juicio no podría ejercerse. El cuerpo sin órganos es un cuerpo afectivo, intensivo, anarquista, que tan sólo comporta polos, zonas, umbrales y gradientes”. ¿Qué mueve a ese cuerpo intensivo si no es una potente vitalidad que abre un espacio nuevo, un espacio sin dios-organización? La vida plena, ese concepto deleuziano que viene de Spinoza, tiene también una línea que proviene de Artaud: el espacio en el que madura la vida.
Escenografía
No hay escenografía en el teatro de la crueldad. Algunas mojigangas de diez metros de alto, instrumentos musicales “grandes como los hombres” que funcionan como personajes, objetos con formas y destinos desconocidos. Ningún telón de fondo. ¿Han visto actuar a Artaud? En Napoleón (1927), la bella película de Abel Gance que debía ser proyectada en tres pantallas paralelas con imágenes de acciones simultáneas, Artaud hace de Marat. Es tal su fuerza de imantación que con un gesto atrae una tempestad, con el movimiento de su brazo cayendo, después de recibir la puñalada, cae la Revolución entera. El rito rarámuri del jícuri (Artaud escribe “ciguri” o “peyote”, y usa siempre “tarahumara” por “rarámuri”) es la confirmación de que el teatro de la crueldad es una vía para quebrar lo real constituido, un arte del espacio que corre el riesgo de tocar la vida. Los hechiceros rarámuris son grandes actores y danzarines, durante toda la noche restablecen las relaciones perdidas “con gestos triangulares que cortan extrañamente las perspectivas del aire”. Después de haber participado en el rito, Artaud vive los tres días más felices de su vida. Salvo una escueta mención en El rito del peyote, Artaud jamás volvió sobre esos días. En una reciente investigación etnográfica, John Forester demuestra que esos tres días pudieron coincidir con un viaje a Paquimé, la antigua ciudad de la cultura Casas Grandes. Si eso fue así, entonces Artaud habría realizado en México un viaje a lo largo y ancho de tres regiones ecogeográficas: montañas, valles y desierto. Tal vez por ello, encantando como estaba, nunca regresó realmente a Europa: sólo lo hizo su doble.
Salvador Gallardo Cabrera (Tanque de los huizaches, Aguascalientes, 1963). Ha publicado, entre otros, La mudanza de los poderes. De la sociedad disciplinaria a la sociedad de control (ensayo, Aldus, 2011), Estado de sobrevuelo (poesía, Bonobos, 2009), Sobre la tierra no hay medida –una morfología de los espacios- (ensayo, Libros del Umbral, 2008), Las máximas políticas del mar (ensayo, Colegio Nacional de Ciencias Políticas, 1998), Sublunar (poesía, JGH editores, 1997), Cadencia y desprendimiento (INBA, 1983). Sus ensayos y poemas han sido recogidos y traducidos en antologías, revistas y suplementos literarios de México, Francia, España, Canadá, Estados Unidos y Rumania. Es miembro del consejo editorial de las revistas Sibila (Brasil) y de Tierra baldía (México). En 1983 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven. Es doctor en filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México donde es profesor en la Facultad de Filosofía y Letras y en la de Arquitectura.