El sueño que titila en la penumbra. Los ecos de María Zambrano en dos poemas de Luis Rosales. Por Carolina Solís Molina
El sueño que titila en la penumbra. Los ecos de María Zambrano en dos poemas de Luis Rosales
Carolina Solís Molina
En un principio el humano no conocía a la tragedia, se sabía hijo de Dios y vivía en su paraíso sin tener noción del bien o el mal; no fue sino hasta que por entre los árboles del Edén reptó la tentación, cuando fue arrojado a la tierra y condenó a sus descendientes al dolor y la muerte.
Según María Zambrano, en un intento por recuperar lo perdido, surgen la filosofía y la poesía. Si bien las dos son movidas por el anhelo de verdad, la creación poética está aún más permeada por la nostalgia; el poeta se niega a olvidar que, antes de ser arrojado al mundo, vivía en un estado de plena inocencia.[1]P Por ello es posible decir que a la poesía tiene inicio en el recuerdo.
Ahora bien, ¿cómo es que el poeta es consciente de este sueño primero? Para la filósofa malagueña, “el recuerdo de un origen […] es búsqueda de luz”[2] y ésta nunca se revela en plenitud, sino en breves instantes de “rayo, penumbra, claroscuro”[3]. Entiendo que por esto el poeta, intenta fungir como puente, entre la verdad y el humano, utilizando a la palabra como herramienta. Es como si abriera los brazos, a pesar de la angustia que supone nombrar lo intangible, y aceptara la presencia de fantasmas que, tras de sí, no dejan más que una estela de luz.
Luis Rosales, poeta y ensayista de la generación del 36, tiene una obra poética que gira en torno a la memoria, la importancia de nombrar lo vivido y la búsqueda. El último poemario que él concluyó (aquel que es motivo de este breve escrito), Diarios de una resurrección, tiene inicio en el amor y desemboca en el trascurrir del tiempo y la naturaleza humana.
Si bien es cierto que el poema, del que hablaremos a continuación, puede ser interpretado desde más de un frente, nuestro interés estará fijado en la luz, en ese claroscuro del que habló Zambrano y que Rosales encuentra en el tacto, el encuentro con el otro. “La ola inmóvil”, poema de verso libre, es el instante congelado que (quizá) sucede al acto sexual:
Lo que se ve es un cuerpo en la penumbra,
un cuerpo que en la noche de amor tiene la plenitud de una ola inmóvil,
que está siempre en su altura de dominio.
¿Nunca has pensado, amiga mía, que el cuerpo al
desnudarse está más junto?
y luego,
en el momento en que lo miras,
cobra su exactitud porque el mirar lo va configurando.
Todo consiste en la transmigración,
y hoy al verte he sabido
que el tacto es el recuerdo más antiguo que tiene el hombre,
y a veces puede aterrorizarnos
con su temblor de miel
lenta y originaria y envolvente.[4]
Del fragmento anterior es pertinente detenernos en el verso subrayado. Para Rosales el contacto físico, íntimo, lleva de vuelta a lo primigenio, y es parte del proceso de transmigración. Y es necesario detenerse en este último término porque, dentro de algunas cosmovisiones, este acto supone una existencia anterior que, según nuestra interpretación y la filosofía de Zambrano, es la que impulsa la búsqueda del poeta.
El cuerpo de ser amado está en la penumbra, desnudo y cercano al de la voz lírica. Durante un instante, de plenitud de ola inmóvil, se revela una parte ínfima de esa luz plena que, a pesar del temor que permea el encuentro con lo primitivo, lleva a este sueño primero “con su temblor de miel/ lenta y originaria y envolvente”. El siguiente fragmento no hace más que reafirmar lo anterior:
Hay zonas de tu cuerpo que en la sombra relumbran
y tienen un calor reberberante
y un temblor desciñéndose que es la memoria de su
origen,
y ya sabes que a veces
el cuerpo participa de la luz
pues el que toca lo cierto muere,
y noche adentro sientes que la profundidad del mar se
hace inmediata
con el roce más leve
pues lo profundo aterra: es desnacer,[5]
Para Zambrano, el des-nacer representa un intento por “anular nacimiento, cancelando el tiempo y toda tensión vital”[6] y es una vía, propia del budismo, que también llevaba al encuentro con la verdad, en su estado más pleno y primigenio. Entendemos que, para Rosales, este desnacer, es producto de la intimidad y, si bien no podemos afirmar que anule el nacimiento, es posible decir que también tiene relación con suprimir “toda tensión vital”.
Es claro que en este poema aparece la relación binara eros-tánatos. La pequeña muerte que es propia de todo acto amoroso, despierta el deseo y el temor a partes iguales. Es un relámpago que tiene lugar cuando un cuerpo se comparte con otro, Aterra porque recuerda que nacemos para morir, pero también es deseable porque revela parte de la naturaleza humana.
Para introducir el siguiente poema, es necesario, volver a los fantasmas. Habíamos dicho que el poeta acepta enfrentarse a ellos, seguir el trazo luminoso que queda con su partida y nombrarlos. Lo que no dijimos es que esto puede generar una inmensa angustia; el poeta “se siente morada, nido, de algo que le posee y arrastra”[7], está cargado de instantes, relámpagos de sueño, tiene la necesidad de hablar, pero ello lo enfrenta a los límites del lenguaje y la soledad.
En “El Hilván” la voz poética expresa este dolor:
¿No has observado que en algunos momentos
—de cuyo número no quisiera acordarme—
la palabra nos suele convertir en un espantapájaros?
y alguien te hace mover los brazos contra tu voluntad,
hasta que llega ese momento en que precisas ser injusto,
en que precisas ser injusto para acabar con todo como
se chasca una nuez en la puerta.[8]
Ese “ser injusto” puede llevar a más de interpretación. Pero, para acoplarlo a la línea que hemos trazado a lo largo de este escrito, vamos a entenderlo como esta acción de hablar, aunque se exprese una “verdad que no le sirve a nadie para nada”[9], hablar. Porque de lo contrario, el dolor de saberse expulsado, de encontrarse en búsqueda de lo primigenio, resultaría insoportable.
Sabes que sólo grita quien se siente depuesto
y sumariado,
pues el grito obedece a un temor y es un modo en
enfrentarse al vacío...[10]
Y es que, si bien la mayor parte de la poesía de Rosales está plagada de esperanza, “El hilván” parece responder a un sentimiento de insuficiencia. No alcanzan “la penumbra, el rayo, el claroscuro”, no basta tampoco con que el poeta preste sus brazos, sus manos, su lengua; la verdad sigue sin mostrarse en plenitud.
pero tiene que hablar
únicamente
porque al hacerlo vive la más inútil intensidad que se
puede vivir.
Y todo queda entonces en el vano ademán de alzar los
brazos como un espantapájaros,
ya que nadie puede saber,
amiga mía,
cuándo comienza a avergonzarle lo que dice,
como a veces al tirar de un hilván se nos deshace el
traje;
pero se tira del hilván,
se intercambian andrajos y palabras,
se hace sufrir inútilmente
tal vez porque sabemos que la presencia de la vida en
la tierra quizá no es más que una titilación.[11]
Los versos anteriores, además de ser preciosos, fungen como resumen de este escrito y, quizá, de la labor poética misma. El poeta, a pesar del dolor, la soledad y la nostalgia, sigue hablando porque sabe que esto es lo máximo otorgado por su existencia terrenal. Buscar la luz, lo enfrenta al desencanto y (todo el tiempo) le recuerda lo que ha perdido. Pero como también sabe que esa memoria es la única brújula con la que cuenta, en esta titilante existencia en la tierra, sigue jalando del hilván, abrazando fantasmas, persiguiendo auroras.
Bibliografía:
Rosales, Luis, Antología, pról. Pedro Serrano, UNAM, México, 2011.
Russo, Ma. Teresa, “Trascendencia y transparencia: la metáfora de la luz en el pensamiento de María Zambrano”, [Web], Aurora: papeles de Seminario María Zambrano, no. 4, 2002, pp. 113-116, < https://www.raco.cat/index.php/Aurora/article/view/144945>, (9-octubre-2020).
Zambrano, María, Filosofía y poesía, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 1996, 4° edición.
[1] Zambrano, María, Filosofía y poesía, p. 97.
[2] Russo, Ma. Teresa, “Trascendencia y transparencia: la metáfora de la luz en el pensamiento de María Zambrano”, p. 114.
[3] Ibid., 115.
[4] Rosales, Luis, Antología, p. 27.
[5] Ibidem.
[6] Russo, Ma. Teresa, Op. Cit., p. 114.
[7] Zambrano, María, Op. Cit., p. 41.
[8] Rosales, Luis, Op. Cit., p. 30.
[9] Ibidem.
[10] Ibid., p. 31.
[11] Ibid., pp. 31-32.
Carolina Solís Molina (1999, Ciudad de México). Estudia Escritura creativa y literatura en la UCSJ, en 2015 ganó el primer lugar en la categoría de cuento del 18° Festival Universitario de Día de Muertos de la UNAM y es co-autora de Aquí no crecen las flores, una de las cuatro obras presentadas en las Microficciones Claustro 2020.