El lenguaje es Matria. Por Mariana Bernárdez
Fotografía: Rogelio Cuéllar
El lenguaje es Matria
Mariana Bernárdez
Quizá en estos tiempos de incerteza seamos testigos de un cambio mayor al que pensamos, ¿asistimos al nacimiento de otro modo de ser hombre?, sea cual sea la respuesta, lo único cierto es la pertenencia al lenguaje.
El día de hoy nos reúne una pregunta que me ha rondado con su sombra, y que hace una pausa para tender entre sus orillas el abismo sobre el que se vive, y recuerdo un fandango que recitaba mi abuela: “Yo vi bajar un día a una paloma/ a un arroyuelo claro a beber;/ por no mojarse la cola/ levantó el vuelo y se fue;/ qué paloma tan señora.” Nunca supe qué miraba porque su voz desgastada no impedía el movimiento de sus manos imitando el vaivén de la paloma, y yo, azorada, imaginaba el atardecer en su pueblo blanco que nunca conocí, pero que conformó la geografía íntima de mi infancia, reflejo de agua donde ella y yo aún nos encontramos.
La pregunta despliega su frontera entre un punto de partida y uno de llegada, propone una aventura que da inicio al sueño preciado de la libertad y al ejercicio más propio que tenemos, me refiero al habla que en su gracia nos distancia y nos vincula con el mundo. El don del lenguaje es matria. No sólo heredamos nudos y silencios, historias con sus heridas y su desmemoria, aquello que hace del cuerpo entraña y estancia; sino que adquirimos a través suyo el poder que da el nombrar y en esa acción adquirimos la capacidad de dar razones, de contar aquello que somos.
En el limo del habla se cita la caída y la tentación; en su mar sabemos de lo imposible y de lo perdido, de aquello que se dice algo y es lo otro. Se traza un rumbo desconocido que habrá de volverse pertenencia y comunidad de sentido: ahí de donde se es, de donde se creció, aunque el paisaje se recomponga en el deambular, porque lo propio en todo viaje es la odisea y el destino.
El lenguaje se nos enreda en los ojos, se enrama, se torna espesura, arboleda y pájaro que canta. Al pronunciarlo traemos lo muy de antes que ha ido diciendo su misterio de boca en boca hasta llegar a la nuestra para nacernos. Se está en la vida y hacemos moradura en los días. Queda lo vivido, ese río que es un pájaro amaneciendo, esa secreta escala disfrazada. (San Juan de la Cruz) que es una huella en el viento.
¿Quién entonces habrá de recordar y para qué? ¿Qué salvará de la fatalidad?, ¿qué desesperación habrá de consolar?, ¿qué queda después sino el cielo? Y lo escrito, ¿será capaz de trocar el pan ácimo en el amor que mueve el sol y las estrellas (Dante, canto XXXIII, 145)? La pasión semilla la nostalgia por el altozano de lo pleno, memoria de lo inasible que irrumpe con su ferocidad en cada letra que silabea.
La extrañeza y el esplendor guían nuestra capacidad de evocar lo ausente, de recobrar en su expresión un sentido de presencia (R. Xirau), algo que transgrede los límites de lo conocido: ese pulso donde lo reverente es más que un miedo profundo porque la palabra brota y abre la realidad, manifestando el ansia de futuro. La apuesta trae los dados cargados porque el tan preciado tiempo es un cántaro de barro que se quiebra con facilidad…, y desciframos los símbolos, las señales, temiendo siempre lo irreparable y dejándonos quemar por un deseo de permanencia.
La detención de un movimiento: la flecha que no alcanza a su presa por quedar suspendida en el aire, pero la hebra se enreda y se anuda en la madeja, juega al equívoco para tocar el reino de las imágenes que se ubica en nuestro interior… [para] contemplar las ideas con los ojos[1]. Y prodigiosamente se teje la urdimbre de una verdad que escapa por la dicha refinada que hay en huirse[2]
De dónde este impulso de apresar lo inapresable, de dónde la fuerza para burlar el polvo y el olvido, cuál el alcance de esta obsesión que lleva tenazmente a ir hacia adelante y lograr un propósito, una cala vital. Octavio Paz escribe uno de los poemas más bellos y significativos del siglo XX, “Hermandad”: “Soy hombre: duro poco/ y es enorme la noche./ Pero miro hacia arriba:/ las estrellas escriben./ Sin entender comprendo:/ también soy escritura/ y en este mismo instante/ alguien me deletrea.”
Lee el pescador el mar como el médico el cuerpo, ¿y el poeta? lee el asombro y el transparentar del corazón, y pone su empeño en aquello que perdura, porque “No es la muerte lo que nos permite entendernos, sino la poesía”[3]. La pulsión creadora oscila en un movimiento pendular donde los opuestos se translumbran: así el reflejo de la paloma que vuela mientras sacia su sed en el arroyuelo claro. Fontanar.
La pregunta me ronda, ¿cómo puede ser la palabra mediadora?, y entre sus letras se tiende una trampa, hay un cazador furtivo escondido en la mata apuntando certeramente a mi pecho. De atinar a responder, ¿no sería tanto como afirmar que se sabe cuál es el origen del origen? Y yo no lo sé, como tampoco sé cuántas hebras hay en una madeja, pero lo que sí sé de cierto es este “Poema de amorosa raíz” de Alí Chumacero:
Antes que el viento fuera mar volcado,
que la noche se unciera su vestido de luto
que estrellas y luna fincaran sobre el cielo
la albura de sus cuerpos.
Antes que luz, que sombra y que montaña
miraran levantarse las almas de sus cúspides;
primero que algo fuera flotando bajo el aire;
tiempo antes que el principio.
Cuando aún no nacía la esperanza
ni vagaban los ángeles en su firme blancura;
cuando el agua no estaba ni en la ciencia de Dios;
antes, antes, muy antes.
Cuando aún no había flores en las sendas
porque las sendas no eran ni las flores estaban;
cuando azul no era el cielo ni rojas las hormigas,
ya éramos tú y yo.
La razón mediadora en el decir poético ayuda a sostenerse en la vida, porque la poesía es la distancia más corta entre dos puntos; y a veces, la más larga. Su hilo se recoge al igual que la serpiente anilla su cuerpo para luego hilvanarse sudario o lienzo o túnica o manto que cubre la desnudez de quien lanzado a vivir no da importancia a los quiebres que doblan su tallo y arrancan la corola de su hermosura.
Es medianoche, el barco ha partido, la playa y sus rocas se extienden por siempre en su caligrafía insondable, el oleaje altera el dibujo cotidiano, la marea, las gaviotas… El mar, sentenciaba mi padre, todo lo cura…, y el aire huele a yodo y a sal, y el barco es una isla que se aleja de la guerra y de la muerte, sus manos, en aquel entonces, apenas alcanzaban la baranda… Años más tarde en su cartón de migrante expedido en París se leerá en las señas particulares “corto de la pierna izquierda”. Los hermanos y yo no atinábamos nunca a saber por cuál de las dos era cojo, porque en la memoria lo único que importaba era la inmensidad de su amor. “La barca…, la barca…/ con sólo decir la barca/ huele a marisma la boca/ y sabe a sal la palabra.” Siguen vibrando en nosotros los versos de Manuel Benítez Carrasco como la imagen de sus dedos sosteniendo el Cohiba mientras los recitaba.
Las tardes eran breves, y la avidez interminable…, la poesía y su piedad, su conmiseración, su alba y su blancura, su noche sosegada, su silencio en rumoroso caudal, su interminable mediación. Lo ha escrito María Zambrano: “El poeta quiere una, cada una de las cosas sin restricción, sin abstracción ni renuncia alguna. Quiere un todo desde el cual se posea cada cosa […] Quiere la realidad, pero la realidad poética no es sólo la que hay, la que es; si no la que no es.”[4]
Y quién no ha mirado el firmamento buscando una seña que le revele la buenaventura del camino secreto, quién no ha querido deslavar la tristeza, llorar para desterrar la pesadumbre y encontrar otras coordenadas de navegación, donde quizá la partida y el destino carezcan de importancia frente a lo verdadero.
El lenguaje es un poema, una postal del palacio de Topkapi, una fotografía que ha perdido sus colores, un komboloi griego con el que desgrano mis querellas, un ideograma, un bisonte en la cueva de Altamira, un tintineo en las rutas del fuego, un grano del desierto, la luna llena en Maputo o los flamingos en la Costa do sol; el ojo de agua en el manglar de Celestún…, ese hilo que enhebra los momentos en una significación impar, doblez donde lo diverso es posible bajo el signo de lo mismo…, una palabra hallada, un caracol en el que ha quedado apresado el sonido del oleaje, una espiral por la que suben y bajan las estrellas.
Padre tiene la cabeza llena de estrellas
poco dice en enigmas de su visión oracular
pero mide el pálpito del día
al seguir los caprichos de la luz
trazando el contorno de la niebla
Despacio bebe a sorbos el elixir del olvido
como si en sus aguas bautismales encontrara al fin
la clave para desvelar el misterio
como si importara certeza alguna
cuando sus labios faltan a la promesa de ser
Y ya siendo silencio
lejana debe parecerle
esta otra orilla
desde la cual
lo miro alejarse
en resplandor.[5]
[1] (Gary Lachmann, El conocimiento perdido de la imaginación, 2020, p. 87 ss
[2] Verso tomado del poema de Ramón López Velarde “La mancha de púrpura” y que se lee la dicha refinada que hay en huirte.
[3] Ursula K. Le Guin, Lavinia, 2008, p. 15
[4] María Zambrano en Filosofía y poesía. México: FCE, 1939, p.11.
[5] Mariana Bernárdez. Nervadura del relámpago. Estado de México, Ceape, 2019.
Mariana Bernárdez, poeta y ensayista; realizó estudios de posgrado en Letras Modernas y en Filosofía especializándose en el vínculo entre poesía y filosofía; aborda una tradición de autores para quienes la poesía sobrepasa la orilla del lenguaje eficiente y comunicativo. Sus diferentes oficios le han acercado a autores definitivos en la literatura mexicana como Dolores Castro, Ramón Xirau, Raúl Renán, Angelina Muñiz Huberman, entre otros. Su trayectoria enlaza la creación poética con el ámbito académico y el editorial. Es una de las voces más singulares de su generación por su concepción metafórico-simbólica; Ha sido traducida al inglés, italiano, portugués, catalán y rumano; cuenta con más de una veintena de libros publicados entre poesía y ensayo; algunos títulos Don del recuento, 2012. Nervadura del relámpago, 2013. Escríbeme en los ojos, 2013; traducido al portugués por Nuno Júdice, 2015. En el pozo de mis ojos, 2015; Aliento, 2017, traducido al portugués por Nuno Júdice, 2018. Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte (2018-2021) en el área de Poesía.
Fotografía: Gabriela Bautista