El Kavafis de Tsirkas. Por Guadalupe Flores Liera

 

 

 

 

 

Originalmente este ensayo fue publicado en Alforja. Revista de Poesía, número 38.

 

 

 

 

El Kavafis de Tsirkas

 

Guadalupe Flores Liera

 

 

Es sabido que sobre la obra de Konstantinos Kavafis ha predominado una interpretación, aquella que se refiere a su “idiosincrasia sexual”, para emplear los términos de Timos Malanos, el iniciador de esta escuela. Malanos representa la estrechez de un sistema de análisis que lo atribuye todo a complejos sexuales y que, en el caso de Kavafis, lo reduce a la imagen de un sujeto hedonista, autista, automarginado, sin interés por nada que no sea su persona o su obra. Afirma Malanos que está “en posición de asegurar que sus conocimientos [los de Kavafis] sobre asuntos contemporáneos son nimios e insignificantes”. El poeta, según este enfoque, aparece sometido a una idea fija que convierte a la poesía en un subterfugio para engañar a la sociedad enemiga que le impide vivir sus inclinaciones sexuales con plenitud. Ni la calidad, ni la hondura, ni la profunda conmoción que los poemas de Kavafis nos producen, ni su inamovible permanencia en el tiempo, ni la cantidad de lectores que suma permiten seguir creyendo en una lectura tan pobre y reduccionista. Pensar que el interés por la historia y la cotidianidad, la curiosidad insaciable por el detalle, la erudición, la ausencia de autoengaño, la sobriedad de las observaciones atentas a la incambiable naturaleza humana, la afición a lectura y a la investigación apuntaban a buscar recursos para enmascarar un “sentimiento innombrable” es verdaderamente reducir una obra a su mínima expresión. Y no se puede leer partiendo de presupuestos. Kavafis no fue nunca amigo de la confesión, nadie recuerda de él sino frases cargadas de significado profundo de carácter existencial o agudas observaciones sobre el acontecer de su tiempo, pero jamás de su ser íntimo. Era un magnífico y gustoso conversador, un gran curioso de la actualidad social y política, se llamaba a sí mismo “devoraperiódicos”; su homosexualidad era ya asunto público en su tiempo, no la ocultó, no la disfrazó, no la justificó, no la discutió, no tenía por qué propagarla a los cuatro vientos; la tenía asumida, como tenía asumidas sus ideas y su carácter; su sexualidad era él mismo, parte de su ser, de su arte y de su naturaleza.

Desgraciadamente, el de Malamos es un punto de vista aún no del todo superado en el sentido de que se repite incansablemente desde 1933, año en que el poeta dejó de existir y, por tanto, de ejercer su derecho a la réplica. Desde ese momento, con una falta de aprecio escalofriante por parte de sus amigos —el primero, Malamos— que dan rienda suelta al chisme, se empieza a leer su obra como si se tratara de un diario íntimo lleno de escabroso y picante contenido.

Es gracias a Giorgos Seferis que en 1946 se inaugura una nueva propuesta de lectura: “Fuera de sus poemas Kavafis no existe. Y, como creo, una de dos cosas ha de ocurrir: bien continuemos comentando su vida privada, prolongando las gracejadas de una mentalidad provinciana y, por consiguiente, cosecharemos lo que sembranos; bien partiendo de su cualidad básica, la unidad, atenderemos a lo que dice su obra, en la cual se consumió gota a gota junto con todos sus sentidos.” Poco es, insiste Seferis, lo que se puede apreciar de un texto si se lee a través del ojo de la cerradura.

Y ésta es la línea que con toda seriedad y profundidad sigue Stratís Tsirkas en sus dos espléndidos estudios, El Kavafis político (Kedros, Atenas, 1971, 294 pp.) y Kavafis y su época (Kedros, Atenas, 1958, 501 pp.), que son el motivo de estas páginas que no pretenden más que ser una reseña y un homenaje a la obra, particularmente en esta ocasión, de Tsirkas, y que por fortuna ha ido ganando terreno en el campo de la interpretación de la obra kavafiana porque está hecha con comprensión y con conocimiento del terreno. De él son las afirmaciones que abren este artículo: se trata de la mirada de un escritor griego de Egipto sobre otro escritor griego de Egipto, tendida con admiración y respeto, con erudición y sabiduría.

“A un lado y más allá de lo ‘hedonista’, lo ‘histórico’ o lo ‘filosófico’, hay un Kavafis político, por supuesto no en el sentido del metido en la política, ni del ‘afiliado’, sino en el del hombre que continúa la tradición familiar de interesarse por lo social”, comienza por anotar Tsirkas para centrarnos en el contenido de sus observaciones y, a continuación, añade que con la profunda percepción de la historia y de la política, Kavafis reflexionó mucho en los destinos del helenismo y procuró, mediante sus símbolos históricos, trazar una política para la sobrevivencia del mundo helénico, con especial insistencia en el de la diáspora, a la cual él pertenecía y, antes que nada, a la de la lengua helénica. Para Kavafis, en todo momento, el núcleo de su teoría vital giró alrededor de este asunto; el logro de este objetivo era la base para la permanencia de innumerables esfuerzos enterrados bajo el peso de la historia. Tsirkas sigue atentamente el derrotero de esta búsqueda en el pensamiento kavafiano y nos recuerda el momento —revelado por el mismo Kavafis— en el que el poeta cambia el punto de apoyo donde descansaba su esperanza de proyección en el tiempo y la traslada al mundo de lo poético. Asimismo, Tsirkas repasa los momentos de la vida de Kavafis como articulista en los diarios alejandrinos de la colonia griega, donde abiertamente toma posesión en defensa de asuntos que afectan al helenismo. Helenismo, aclara Tsirkas, como idea y como ideal de cultura y de sobrevivencia, no como sinónimo de Grecia en particular y con sus fronteras.

Estos escritos proporcionan otra clave de su pensamiento: demuestran que su intención es hacer periodismo, polemizar y poner en claro que su posición es contraria a la ocupación inglesa. En momentos políticos delicados, Kavafis se declara por la devolución de los mármoles del Partenón y por la unión de Chipre con Grecia. Estos datos, el hecho de haber conocido personalmente al poeta, así como haber vivido intensamente la vida de la ciudad donde Kavafis realizó su obra, dan a Tsirkas material suficiente para emprender su lectura y, por supuesto, desmienten la imagen de un escritor de espaldas a la realidad de su tiempo. Kavafis estaba en contra de las medidas represoras de las fuerzas de ocupación contra el factor heleno, algo que exacerbó su nacionalismo. Tsirkas observa que Kavafis no recurrió a las épocas helenística y grecorromana porque en ellas pudiera hablar más libremente de “su amor”, sino porque bajo la máscara imperialista de Roma existen analogías aplicables al imperialismo británico en la zona del Mediterráneo Oiental durante los años de vida del poeta. Conforme pasa el tiempo, nos dice, la percepción histórica de Kavafis, que antecede, fertiliza cada vez más su percepción política y al final, probablemente a raíz de la catástrofe de Asia Menor, las dos percepciones se vuelven una sola.

Es pertinente recordar las palabras con que Robert Lidell comienza su biografía de Kavafis: “De la antigua Alejandría helénica no se salvaron sino el nombre y la ubicación, pues los romanos no dejaron sino insignificantes ruinas tras ellos. Los árabes, que en otras partes construyeron monumentos colosales, aquí produjeron únicamente catástrofes. Un pueblo miserable se levantó por siglos en el punto donde estuvo la ciudad de Alejandro y de los Ptolomeos”, etc. Lo mismo podría decirse de la Alejandría de Kavafis respecto de la ocupación inglesa. Y para Tsirkas, como para Kavafis, tal era el espíritu de la época cuando escribían. Ha pasado ya el tiempo de las glorias de la comunidad griega de Alejandría; los antiguos aristócratas, los fundadores de esa bonanza, los próceres, los prohombres, los de alto rango, a los cuales pertenecía su familia, han sido desplazados por los ocupantes ingleses y los colaboracionistas, entre los cuales se cuentan los nuevos ricos griegos, los arribistas, los de segundo rango que han hecho su fortuna sin más objetivo que el dinero. Este segundo rango constituye el nuevo régimen; la dirigencia acomodada de la colonia griega de Egipto, en cuyo espacio se formó la percepción política de Kavafis, se encuentra en choque con la nueva clase que la dirige, esos anglófilos de segunda que luego de la derrota de Grecia en la guerra de 1897 se encuentran alineados con los aliados. Kavafis pone rostro a esta decandencia; los de segundo rango constituyen el estatus, Egipto no es ya sino un protectorado británico y el capital colonial desempeña el papel de un servidor valioso, no hay esperanza de una política independiente en Egipto.

Kavafis relacionaba cronológicamente el mundo del Egipto y la Siria grecorromanos con los de los siglos XIX y XX. Pronuncia incluso la frase Pax Romana, que refleja algo que se encuentra en el fondo de la conciencia histórica de su tiempo como analogía: la de la Pax Britannica. Kavafis reconoce en el papel del imperio británico en relación con la “cuestión de Oriente” a la figura misma de la funesta Roma frente al mundo helénico de aquella otra época. Kavafis era —y lo expresó sin rodeos en sus conversaciones— partidario de la idea de que el principal responsable del infortunio y el retraso de Grecia fue siempre la política exterior inglesa, tal y como está contenida en la “cuestión de Oriente”, y que sin Chipre y sin Egipto, Inglaterra perdía el control del canal de Suez porque se quedaba sin su arteria vital. Asimismo, no ignoraba que fue Inglaterra quien de manera más sistemática impidió la disolución del enfermo imperio otomano y contribuyó con ello a que no desapareciera una de las fuerzas rivales de Grecia.

El Kavafis histórico ve sus poemas como testimonios fieles de algo y por eso los fecha cuidadosamente; sabe que son la síntesis estética de los reflejos de la realidad inmediata en su conciencia, así como su reacción a ésta en un determinado momento; que la realidad y la conciencia fluyen y cambian y que no es posible que tengan la unidad admirable que sólo posee la visión poética. No hay poeta que insista tanto en el dato cronológico; su historicismo no es sino un recurso sabiamente concebido para llevar a cabo los paralelismos y analogías de dos mundos que le interesan. El poeta mismo señaló siempre la gran influencia que en su poética tuvieron las Vidas paralelas de Plutarco.

Tsirkas insiste en cada página en que la crítica en general no ha mostrado interés por explorar la realidad que sirvió de marco a la obra kavafiana, sino que se ha visto al poeta como un monstruo sagrado apartado del mundo, encerrado claustrofóbicamente en una problemática de carácter estrictamente íntimo; sus estudios, recuerdos y lecturas —principalmente Seferis— lo condujeron a conclusiones diametralmente opuestas. La primera, que Kavafis no se valió de la historia sólo para generalizar situaciones desde el punto de vista de su propia experiencia, de su vida erótica —lo hace muchas veces—, sino porque de la historia y varios de sus periodos requirió personajes y situaciones que pudieran servirle de paralelismo con los de su tiempo. Kavafis procedía de otra época; su mente y su alma estaban cargadas de imágenes desconocidas y prácticamente inconcebibles para sus contemporáneos más jóvenes. Sus vivencias sociales e históricas formaban en su interior un venero del cual brotaba la esencia de su poesía; el trabajo paciente e insistente, casi artesanal, de sus versos tenía por objeto valorar y elevar a símbolos las enseñanzas de su propia experiencia: todo lo que vivía y sentía se convertía en poema. Sin embargo, no podía proyectar todo esto de manera directa. Alcanzó la edad adulta y se formó intelectualmente en un periodo en el que el esplendor y la decadencia convivieron y se fundieron. Atrás quedaba lo que Kavafis consideraba la gran época dorada de Egipto, la de la burguesía colonial a la que había pertenecido su familia. Este espíritu continuó alimentando la atmósfera de su clase muchos años después, cuando Egipto y la burguesía colonial habían decaído por completo.

Kavafis fue colocado por el destino —nos dice Tsirkas— en el corazón de una ciudad que protagonizó muchos de los más dramáticos capítulos de la historia mundial, que su elaboración poética transubstanció hasta dotar de profundo simbolismo en el que quedó cristalizada la intuición primera de que estaba viviendo la historia en el instante en que sucedía. Y Kavafis fue siempre un apasionado de la historia, antigua y moderna. Su niñez en Alejandría, su adolescencia en Inglaterra, su primera juventud en Constantinopla, su regreso a una Alejandría que ya no es la misma, sus viajes a Atenas contribuyen a que sus horizontes culturales e ideológicos se ensanchen. Sobre todo su estancia en Constantinopla resulta fundamental, se trata del esplendor y la gloria del imperio bizantino, cuyas huellas resplandecían aún en “la reina de las ciudades”, como era conocida: sede del patriarcado ecuménico y de su corte, el barrio de Fanari, el capital bancario griego, el comercio, las instituciones filantrópicas, los renombrados colegios, los establecimientos de todo tipo, la población. El eje Atenas-Alejandría-Constantinopla adopta en su interior una perspectiva especial, adquiere poderosas dimensiones. Se trata del centro y de sus grandes colonias, las que forman el helenismo periférico. De la ciudad de Constantino parten los hilos, ésta es la verdadera capital del helenismo, la sede de su continuidad y de su unidad, desde los antiguos tiempos heroicos hasta esos días. Kavafis vio en el comercio una gran fuerza civilizadora (en “Ítaca” realiza su encomio). Y Alejandría es la ciudad donde se jugó la suerte de Egipto y, con ella, la de la colonia griega, su comercio y sus instituciones.

La época de su nostalgia es la de Mohamed Alí, quien dejó que el capital comercial-marítimo griego tomara en sus manos prácticamente todo el comercio exterior de Egipto y en que el país se convierte en uno de los graneros de Europa. Sólo que los monopolios del bajá impiden que se extienda el comercio inglés en el Medio Oriente, básicamente porque ven en su fuerza militar la amenaza que interrumpe su camino hacia la India. En 1838 Inglaterra firma con el sultán —es decir, con Turquía— un tratado comercial que abroga los monopolios egipcios, poco después, en 1839, el bajá sufre el ataque sorpresivo del ejército otomano; en la histórica batalla de Netzib éste último resulta derrotado y el imperio otomano comienza su desmoronamiento, pero lo salvan las grandes potencias. Los ingleses incitan levantamientos en Siria, bombardean Beirut, se apoderan de los puertos, aíslan al hijo del bajá de Egipto y envían una flota ante Alejandría, con lo que el bajá es obligado a ceder y aceptar obediencia sin condiciones; su poderosa fuerza militar es aplastada por las cinco fuerzas europeas que firman un tratado que no tiene más fin que defender sus particulares intereses. Con el Tratado de Londres de 1841, que concede el virreinato de Egipto a Mohamed Alí, con derechos de sucesión hereditarios, Egipto escapa a la soberanía absoluta de la Puerta y se convierte en “asunto de interés europeo”, el bajá es obligado a recortar gastos militares y a liberar el comercio.

Después de explicarnos detalladamente este panorama, Tsirkas resume: “Con la política de equilibrio de fuerzas en Europa y con la consigna del status quo, protegieron a la carroña de Constantinopla por unos cien años y cubrieron a los Balcanes, el Mediterráneo y el Cercano Oriente de sangre y de oscuridad. Lo llamaron la cuestión de Oriente.” A partir de esta época el gran capital europeo irrumpe y se esfuerza, con ayuda de los banqueros, por controlar y someter la vida económica de Egipto. Y el obstáculo más serio con el que se topa es el bloque compacto y profundamente enraizado de los comerciantes griegos. Para desplazarlos y aplastarlos utiliza todos los medios a su alcance, desde “asociarse” con ellos, hasta excluirlos burdamente de las instituciones de crédito. El crac sobreviene en 1876. Ismael, el heredero del bajá, declara la suspensión de pagos, con lo cual las puertas de Egipto se abren de par en par a los ingleses. Inglaterra se hace de inmediato del control absoluto, forma el “ministerio europeo”, los ingleses asumen la cartera de economía y los franceses la de obras públicas.

A partir de ese momeno empieza a llegar desde afuera el personal encargado de los servicios públicos y administrativos, expresamente, a montones, con astronómicos sueldos asignados, aunque no sepan nada del idioma ni de las costumbres locales, al tiempo en que el país acelera su camino hacia la miseria. La especulación, la concesión de contratos para la ejecución de obras y servicios entre el “gobierno” y los diferentes “contratistas” están a la orden del día. El objetivo era desmontar la maquinaria estatal egipcia, ridiculizar al gobierno ante los ojos de sus súbditos y frenar toda reforma legal y administrativa que pudiera, bajo cualquier forma, perjudicar los intereses de los acreedores extranjeros. La “matanza de cristianos” del 11 de junio de 1882 entra en este marco. La propaganda política trabaja con el alarmismo, convence a los europeos para que cierren sus negocios y se vayan; por otro lado, crea un enorme problema social con los naturales arrojados al desempleo. Mientras tanto, puertos y ciudades egipcios se llenan de la presencia militar de las potencias. Gran Bretaña declara que en Egipto se halla provisionalmente para imponer el orden y para afianzar el poder del jedive, a quien ella misma ha humillado con su intervención e imposición de condiciones; el bombardeo e incendio de Alejandría destruyeron el comercio, ese comercio que fue el orgullo del helenismo y el objeto de las envidias de Europa.

Kavafis vive con intensidad estos hechos tan ligados al destino de su familia; sin embargo, lo que más lamenta es la presencia del grupo anglófilo en el seno de la comunidad helénica, que acabó por desplazar a los fundadores, igual que se desplazó a los herederos de Mohamed Alí, degradados todos en chusma que compite por ver quién es el primero en rematar al país a los extranjeros. Todo por un dinero que no tiene ya en su mente el carácter civilizador de que reviste los tiempos de su niñez, ahora se trata de un vulgar y obsceno enriquecimiento. El granero de Europa, donde el capital griego desempeñó tan importante papel, no es ya la zona de abundante materia prima y mano de obra barata, sino un erial improductivo y que paga a precio de oro los productos que su “protector” importa. En este marco, un buitre más para la población es el Servicio de Riego, en uno de cuyos departamentos Kavafis prestó servicios treinta años. En general, los ingleses hicieron por arruinar y destruir todo organismo con carácter internacional para sustituirlos por entidades de apariencia egipcia: se trataba simple y sencillamente de la expresión sombría y brutal del sometimiento de Egipto al gran capital. Banqueros hebreos, levantinos y griegos monopolizan el dinero y controlan el mercado bajo la sombra protectora de los comisionistas, agentes y concesionarios ingleses. Y la Compañía de Riego, otrora muestra de perfecto sistema de canalización establecido por los franceses, corre la misma suerte. Innumerables familias aristocráticas comienzan a decaer desde el momento en que se ataca todo lo que tiene relación con el capital o comercio no controlado por ingleses. Algunas estrellas —como la de la familia Kavafis— se apagan, y otras ascienden en el panorama —los Salvagos, Zervoudakis, Benakis— al servicio del capital inglés.

Este “espíritu de la época” y sus consecuencias en un modo de vida es el que refleja fielmente Kavafis en su obra. Pero Kavafis no podía proyectar sin máscaras su verdadera opinión sobre estas cosas, ni el producto de sus experiencias y observaciones histórico-sociales, sobre todo por razones de sobrevivencia. Tenía miedo al clamor público y la persecución. En el medio en que vivía y del cual dependía económicamente, eran muchos los que toleraban —cuando no lo cultivaban ellos mismos— el “liberalismo” sexual; el político era el que perseguían implacablemente. En su propia casa todos dependían del capital inglés para sus actividades, aunque no se conservan datos para saber a ciencia cierta hasta qué grado habían sido ganados ideológicamente por los ocupantes. Lo que sí está fuera de duda es que a los 29 años Kavafis se inicia en la lucha por la sobrevivencia. Hasta entonces otros llevaban el peso de su manutención y nada —ni muertes ni crisis ni bancarrota— lo había puesto contra las cuerdas; sólo la muerte de su hermano Pedro en 1891 revirtió para siempre esta situación. Su ingreso en la Compañía de Riego significa el derrumbamiento definitivo de su mundo. Ahora debe pactar, aceptar la caída en la escala social y conocer, por razones económicas, el aislamiento y la inseguridad en el interior de la jungla en que se había convertido Alejandría a finales del XIX. “La satrapía”, “El cortejo de Diónisos”, “Consumado”, “La ciudad”, “Troyanos” o los proscritos “Albañiles” y “La intervención de los dioses” transmiten esta visión pesimista de la vida, la imagen de las relaciones sociales que presenta es la del convencionalismo. Él mismo se ve obligado a descender en la escala, convertirse en empleado con un suelo exiguo y avanzar en pos de Susa y Artajerjes. Sus expedientes en la Compañía de Riego son todos positivos, los reportes anuales lo confirman como “útil y digno de confianza”, “diestro lingüista y traductor”, “muy inteligente y diligente, but a trifle overdeliberate” y “sobresaliente”. Un reporte de un ingeniero que solicita para él un aumento, afirma: “Recomiendo entusiastamente al Sr. Kavafis […] Being a Greek he can never expect to get into the permanent staff. Hay otros funcionarios excepcionales, aunque ni por asomo tan útiles, que reciben salarios más altos.” Kavafis trabaja como eventual y sus vacaciones son sin goce de sueldo. Así lo subraya en 1897 a un inspector de Riego al solicitar otro aumento: “Hice siempre lo que estuvo en mis manos para que se sintieran satisfechos y confío fervientemente en haberlo logrado. Agradezco todos los esfuerzos de su parte para que mi solicitud resulte aceptada y tengo el honor de confirmarme como su seguro servidor.”

En sus conversaciones con amigos, sin embargo, Kavafis afirmaba odiar a la Alejandría de su tiempo bajo ese nuevo régimen de ocupantes y colaboracionistas. “El ‘destino’, que sentía que le cerraba todas las posibilidades de ser feliz, era de tipo económico, era el hundimiento respecto de la posición paterna”, aclara Tsirkas, y añade: “En La ciudad nos ofrece una de las ‘eternas’ condiciones humanas, seguirá conmoviendo en tanto existan hombres desgarrados porque los sueños de la juventud resultaron falsos.” En 1894 Kavafis siente ese cerco que lo ahoga y expresa la conciencia de la vanidad de los esfuerzos humanos. Murallas y La ciudad expresan la soledad y el cautiverio de los prohombres reflejado a través de su conciencia artística, cuando agonizaba el XIX y el brillo de la —a su juicio— época dorada se apagaba velozmente. En esta nueva época, Kavafis carece moral y económicamente de las “cualidades” que se necesitan para ascender, ve que el desbordamiento de esta nueva nobleza parasitaria se canaliza en placeres cada vez más costosos y violentos: la guerra, el mantenimiento del ejército, el relajamiento de la moral oculta bajo el puritanismo fariseo que, a su juicio, exhibe groseramente la fracción dirigente de la colonia griega durante los años de la presidencia de E. Benakis. Opta por no condescender más de lo que ya se ha visto obligado ante lo que ve como podredumbre social, se encierra en sus ideales “superados”, pero que lo hacen distinto a quienes le construyeron ese muro insalvable que lo separa del mundo que fue suyo. El dolor tan grande procede precisamente del pensamiento de que son “los suyos” quienes lo excluyeron, mientras que él es parte de ellos aunque sea marginado y venido a menos. Sobre Murallas dejó muchos testimonios en conversaciones con amigos: era su protesta por su exclusión de la vida social de Alejandría por razones económicas e, indirectamente, una crítica a esa casta sin clase, parte de la colonia griega, que decidió por su cuenta quién era y quién no “aristócrata”. Para Tsirkas, el espíritu de la poesía kavafiana alrededor de 1896 era comunitariocolonial y moralizador, quizá pesimista, aunque estoicista “de la resistencia, lo llamaríamos hoy, aunque altivo y aristocrático”. Y subraya al poema Termópilas como punto de orientación. Ésta no es la Alejandría que conoció de niño y contribuyó a abrillantar su padre, es la de los usurpadores, los charlatanes y los arribistas, la de Heráclides y la de Balas (Demetrio Soter: 162-150 a.C), la de los que reverenciaron a Roma y lograron su apoyo, por cuya cuenta combatieron, traicionaron y se beneficiaron. Igual que Termópilas, “Que el dios abandona a Antonio” es la esencia de un hombre decepcionado de la sociedad y de la política. Los nuevos ricos no sólo desplazan a los próceres, sino que se apropian de su gloria y sus títulos y abren las puertas del comercio que tradicionalmente les pertenecía a los extranjeros. Y el punto culminante de esta decepción es la disolución del Banco de Alejandría en 1884 y la renuncia de Th. Rallis a la presidencia de la comunidad, considerados los dos fuertes nacionales que impedían el paso al expansionismo británico.

Kavafis era consciente de que la colonia griega de Alejandría carecía de una tradición literaria; se vio obligado a buscarse la suya, a aceptar e imitar los modelos filológicos de “la otra Grecia”, que vivía en otra fase de desarrollo económico e ideológico, al mismo tiempo había conocido las corrientes europeas en boga y las había asimilado, le ayudaron a encontrar soluciones a problemas de armonía, forma y contenido; la conciencia de la decadencia, bajo la bandera estética de los décadents gana constantemente terreno. Pese a ser amigo y admirador de la cultura inglesa, expresó claramente que sentía enorme antipatía por su política, sobre todo por su tendencia al expansionismo. Este hecho definió su posición no sólo ante la política griega sino también la egipcia, así como sus relaciones con los mienbros destacados de la comunidad helénica. Kavafis era un conservador, un portador de la ideología de los fundadores de la colonia griega, a los que veía como una casta económica, pero con educación y clase, que llevaba en Egipto y Sudán la delantera, hasta que fue desplazada por el odiado contrincante poderoso, con ayuda de capital griego —su esbirro con dinero, pero sin clase—. Tsirkas señala que la antipatía ante quienes los desplazaron llevaba a Kavafis al engaño de considerar su posición como equivalente a una lucha antiimperialista, a veces con tintes derrotistas revolucionarios, que contribuía a reforzar a las fuerzas patrióticas egipcias.

Tsiskas cita muchos poemas que demuestran de forma incontestable la directa resonancia de la realidad egipcia en la obra kavafiana y, lo más importante, revelan su verdadera posición ante la ocupación inglesa, al tiempo que desmienten fehacientemente la idea de que “el presente no lo inspiraba”, puesto que esto no significa que no le interesara. La fijación de Malamos y su escuela en la imagen de un Kavafis a quien sólo los paroxismos de la carne preocupan o, cuando mucho, la pasión por la “eterna belleza”, conduce a la negación de todo un periodo histórico en el helenismo de Egipto, algo que a Kavafis fundamentalmente interesaba.

Repetimos que Tsirkas no niega las vivencias íntimas del poeta ni sostiene jamás que éste no viviera conforme a sus inclinaciones; cree simplemente que dado su carácter introspectivo y su posición social sus experiencias fueron pocas y menos atrevidas de lo que se supone. Incluso señala que para servir a sus poemas de contenido erótico se apropia de lo que se divulga de la vida íntima de su hermano Pablo. Por otro lado, la vida desenfrenada de Pablo, conocida en su tiempo, desmiente la versión del desgarramiento psíquico por la necesidad frustrada de realizar un tipo de amor irregular. Para Tsirkas, Kavafis se encontraba perfectamente cómodo dentro de su heterodoxia amorosa. La exclusión que sentía no era en absoluto por razones de sexualidad dispar, sino de carácter social. En concreto, el periodo en que escribe y publica sus primeros poemas eróticos y proclama abiertamente su incuria, de todas las épocas tendría que ser la menos adecuada para manifestarse, sólo que a la “clase conservadora de los comerciantes alejandrinos”, que parece tan estricta, Kavafis la conoce por dentro, y era tanto y de tal especie lo que sabía que todo sentimiento de culpa por su inclinación le hubiera parecido desde cualquier punto de vista exagerado. En este ambiente cosmopolita y “libre” vivía con normalidad, antes de dejar de ser “de sociedad”.

Nunca en Alejandría se sintió un rechazado o un paria por sus costumbres sexuales. Por ellos, incluso, compara el relajamiento de costumbres de su tiempo con el de la época grecorromana; en ambas épocas la voluptuosidad desbocada se hallaba a la orden del día. Los jóvenes desenfrenados de aquella Alejandría de finales del xix no tenían más que cruzar una calle de su propio barrio y alzar una cortina para encontrarse en un templo del amor al aire libre, bajo las miradas de los vecinos. Si acaso, añade Tsirkas, el drama de Kavafis fue con sus propios miramientos y con su carácter reservado e introvertido; por idiosincrasia y formación detestaba el exhibicionismo, como había visto hacer en Inglaterra y en el ámbito fanariota, de los gentlemen y los aristócratas, que fue el que lo educó. Más aquejado vive Kavafis por lo que le impide vivir como antes de tener que ingresar a la Compañía de Riego. Además de esto, Tsirkas señala que en la actualidad ni simbólica ni alegóricamente se tiene por seguro que Kavafis hablara de “su amor”, porque se da el caso de que, en su obra, nombres, fechas y datos son artificios y máscaras para ocultar a los ignorantes lo que debían seguir ignorando. Se trata de elementos cuidadosamente seleccionados para contener el mayor número posible de analogías con aquello que verdaderamente quiere expresar, pero erraríamos si afirmáramos que el poeta usó la máscara para hablar exclusivamente de sus experiencias particulares: sentimientos permanentes de interés universal es lo que quiere expresar, porque Kavafis no identifica mecánicamente lo pasado con lo actual, sino que filosofa, profundiza y relaciona. Se detiene en los episodios que necesita para dramatizar los sentimientos y conserva sólo lo que tiene alguna semejanza con su propia biografía. En otras palabras, estiliza para asemejárseles, sin alejarse por ello de la verdad histórica; imitando el alma de su héroe expresa sentimientos que tal vez directamente no tuvo o que no podía formular de la manera en que se formulan y los reviste con los símbolos que toma en préstamo de sus lecturas del momento. Tsirkas cita innumerables ejemplos a los que pudo llegar ayudado de las anotaciones que se conservan de Kavafis: El banco del futuro procede del capítulo Bancos musicales de la novela Erewhom, de Samuel Butler; La ciudad, de James Thomson, Dante, Leopardi; Muros, de Thomas Hardy y James Thomson; Che fece…, de Dante; Esperando a los bárbaros, de K. Rangavís y Plutarco; Termópilas, de Babis Ánninos y Ánguelos Blakhos.

Uno de los ejemplos más apasionantes que cita es el que corresponde a Esperando a los bárbaros, donde Kavafis hace referencia a la batalla de Omdurman (Sudán) del 2 de septiembre de 1898, y las derrotas consecutivas del Mahdí y de su sucesor Abdullahi Ibn Mohammed por lord Lithener, cuando Sudán quedó convertido en condominio angloegipcio. El Phare d’Alexandrie publicó el domingo 4 y lunes 5 de septiembre de 1898: “Anteayer, viernes, 2 de septiembre de 1898 [13 años después de la matanza realizada por Gordon en Khartoum], el ejército vencedor de Serdari Qitsener Bajá destruyó a las tropas del califa Abdullahi y consiguió tomar la tan ansiada revancha de la civilización en contra de la barbarie.” Kavafis fecha en esta época su conocido poema, pero no lo publica, tal vez debido al temor de verse en aprietos ante sus superiores ingleses. Los hechos de Sudán son para Tsirkas una luz, como lo es en otros casos el Bizancio de 350 d.C. o la Roma de Camilo narrada por Plutarco. Tsirkas nos recuerda: “No hay por parte de Kavafis el empleo arbitrario de la historia. El emperador, los ciudadanos que esperan los honores de los bárbaros para librarse de la ‘civilización’, son el jedive Abás II, son las colonias tradicionales de extranjeros, son el pueblo de Egipto, mientras que la ‘civilización’ tiene el significado de ‘ocupación’.” La desaparición dramática de los bárbaros del poema corresponde exactamente a la inesperada derrota del mahdismo —que emprendiera campañas contra el tráfico de esclavos y que se levantara en armas contra la dominación extranjera— luego de ininterrumpidas derrotas a los ingleses durante trece años.

Las fuerzas armadas de la ocupada Egipto desplazadas a las puertas de la ciudad de Omdurman acaban con los últimos intentos de rebelión en contra del expansionismo, se pone fin a la existencia de los “bárbaros” y con ello acaba la revolución de Sudán que había durado 18 años, hecho que además significó la expulsión de muchos comerciantes griegos establecidos en Sudán desde principios de siglo, con el pretexto de que habían colaborado con los alzados. La esperanza de que las cosas cambiaran en Egipto a través de una ansiada revolución no consiguió rebasar las fronteras de Sudán. Con “Esperando a los bárbaros” el poeta dejó claro que “creía que la civilización no nos había traído la felicidad y que esta colosal entidad conocida como ‘civilización’ es tan perfecta, sus tentáculos abrazan tan apretadamente a nuestro planeta, que cada intento por escapar, por regresar a la vida primitiva es inútil”. Además de que “por la manera en que la civilización nos tiene sojuzgados es un esfuerzo inútil esperar a los bárbaros”, y los bárbaros, literalmente, eran la nostalgia de un tipo de vida que no será ya nunca más. El poema fue escrito cuatro meses después de los hechos. Para Tsirkas no es necesario siquiera analizar las razones que impidieron a Kavafis publicar éste y otros poemas; son evidentes: la bestialidad del imperialismo es denunciada de manera tan descriptiva que incluso después de su dimisión de la Compañía de Riego peligraba con perder su serena actividad creadora. Porque la ocupación laboral del poeta en esa oficina era, si bien correlativa a una prebenda, también un motivo de pesadumbre, pues ahí tenía que soportar la mezquina observación de sus compañeros, la soberbia, la estupidez e incompetencia de sus superiores, así como la rutina y la conciencia del gasto estéril de sus capacidades y de su tiempo. Y Kavafis trabajó con sistema y porfía para poder lograr su independencia económica y su tranquilidad.

Otro ejemplo revelador que cita Tsirkas es el que se refiere a “27 de junio de 1906, 2 p.m.”: “Para los egipcios y para quienes conocen al menos un poco de la historia de Egipto, el 27 de junio de 1906 significa lo que el 3 de mayo para todo español o el 1 de mayo de 1944 para todo griego: el ajusticiamiento grupal de inocentes por los ocupantes de su patria.” En concreto, el hecho hace referencia a la tragedia de Densuai, cuando una unidad británica de dragones se traslada del Cairo a Alejandría y se detiene para acampar cerca de Tala; por la tarde varios de ellos realizan una visita a Densuai, donde se entretienen practicando tiro al blanco en las palomas que crían los campesinos y prendiendo fuego a un pajar, mismo que se extiende a las casas vecinas y produce víctimas. Como respuesta se producen protestas, los ingleses disparan contra la multitud soliviantada que los desarma y golpea. Como represalia, los ingleses organizan un juicio con jurado compuesto por ingleses que prohíbe la apelación y la gracia. Merced a las declaraciones de los oficiales de su Graciosa Majestad, cuatro egipcios son condenados a la horca, dos a cadena perpetua, seis a trabajos forzados, otros a cárcel, otros al azote público. Con este poema, Kavafis denuncia la inhumana decisión del jurado especial y se identifica con la ola de conmoción que el hecho injusto produjo en la conciencia todo hombre honrado. Iusef Hussein Selim, “el bien formado cuerpo adolescente”, el nombre del segundo joven ahorcado, es el ahorcado del poema, su nombre aparece anotado a lápiz en el manuscrito del poema que se conserva. Tsirkas nos recuerda que, además de tomar posición frente a un hecho real, Kavafis recurre en cuestión estilística a lo que aprendió estudiando a Shakespeare: que el estremecimiento en la poesía se consigue con la brusca alternancia de lo terrible con lo bello.

Estos son sólo ejemplos, nos dice Tsirkas, del conocimiento del poeta de su realidad, pero también de su arte; mostró siempre gran interés por la creación culta y popular de Egipto, de la que afirmó tenía enormes similitudes con la de Grecia; los cantos fúnebres, por ejemplo, con sus formas y tópicos, influyeron grandemente en él y los incorporó a su técnica, así como los usos del tiempo y la relatividad de su duración (“18 años, 18 días…”). Según ciertas informaciones recogidas por Tsirkas, Kavafis tuvo de pequeño una nana egipcia que lo inició en los cantos populares y en la lengua. Sea como sea, Kavafis dejó anotado, a propósito de su lectura de críticas sobre Jude, The Obscure, de T. Hardy, novela donde está el origen de Murallas, que “la observación fidedigna de la vida, atesorada en una gran obra, parece a lo mejor trivial durante un periodo cronológico, pero es seguro que con el tiempo dará sus frutos. Algo sale al final. Al cabo de algunos o de muchísimos años”.

Asimismo, Tsirkas explora en lo que hay más allá de ese parteaguas señalado en su vida y su obra por el mismo Kavafis. En este año (en que “Antonio se despide de Alejandría”), Kavafis leva anclas. Sus ambiciones, sus ideales y su visión del mundo se modifican; deja de ser definitivamente gente “de sociedad” y de preocuparse de lo “público”; pacta su tregua con la “gente mala” y se concentra en la mirada que ha elegido para examinar las cosas: se burla de los ideales que en otro tiempo lo hirieron. Se desnuda de las pasiones y se convierte en esencia de la comprensión humana, con mirada histórica y sonrisa escéptica. Adopta carta de naturalización en el extenso “nuevo mundo helénico” que surgió de una admirable expedición panhelénica: Alejandría, Antioquía, Seleusis, etc. Será la época en que ya se ha instalado totalmente en la decadencia. Para entonces ha renunciado a la gran idea de su raza: la reconstrucción del imperio, como lo imaginó alguna vez, ya sólo puede conseguirse por la vía poética. Kavafis expresa así su decisión de permanecer fiel a su especie. Termópilas es el símbolo de la lucha heroica en la historia del hombre contra la barbarie. Tsirkas revela su sorpresa al descubrir que este poema fue escrito a raíz de la muerte del benefactor Salvagos, a quien Kavafis consideró salvador de la otra Alejandría, la de los próceres. En él eleva a símbolo —y a sí mismo con él— al guía espiritual de una comunidad, de una raza, pese a que las cosas se parecen cada día más a la imagen pesimista que en su interior cargaba. El ejemplo de Salvagos, su personalidad de luchador contracorriente, queda ligada a la disolución de los antiguos valores; en adelante cada quien velará para su propio santo, ya no hay otra perspectiva, no hay más camino helénico en el panorama. La línea de 1911 Kavafis no la trazó de manera arbitraria, dejó de ser “de sociedad” en el sentido más hondo de lo que esta renuncia significa en su vida y su obra, cambian sus objetivos, su poesía deja de ser social y moralizadora y se vuelve personalista y hedonista. Con 48 años, en el umbral de la vejez, lleno de aventuras, lleno de conocimientos, sabe que hay muchas cosas que ya no podrá hacer. Entonces descubre que el objetivo que se había planteado en la vida era inferior al desgastamiento y la amargura que le produjo. De haber mantenido el pensamiento por encima de las vanidades del mundo, de haberse enriquecido con emociones exquisitas de la carne y del espíritu no sufriría inútilmente por peligros imaginarios o por los enemigos que encontró en su camino. Ha obtenido reconocimiento gracias a lo que escribe persiguiendo y sufriendo por la recuperación del pasado descubre que llegó a donde quería por otro camino y que éste es infinitamente superior a lo que perseguía. Por eso la orientación de su vida se transforma radicalmente. La poesía se vuelve un fin en sí misma: poesía del placer y el placer de la poesía significan lo mismo. Kavafis se convence de que el secreto de la sobrevivencia del helenismo de la diáspora, el núcleo de su teoría vital, se consigue si cambia la base en donde hasta entonces descansaba su esperanza de proyección en el tiempo, si de lo social se pasa al espíritu, a lo poético, más fructífero porque salva del prosaísmo y apunta a la posteridad.

De esta forma, hablando con símbolos, tras la máscara de los fracasados, de los cansados, de los héroes vencidos, históricos o imaginarios, da cauce a su inclinación de criticar a la sociedad de su tiempo, sin afectar los cimientos de su mundo y sin destruir los puentes con los de su clase. “Emiliano Monai, alejandrino, 628- 655, d.C.”, explica Tsirkas, es la fecha del último límite cronológico de Alejandría. En 641 la segunda ciudad del imperio bizantino es tomada por los árabes y Egipto se convierte en una provincia musulmana. Su personaje adolescente imaginario vive una atmósfera de miedo y confusión en donde todos tratan de ajustarse a los cambios que impone el conquistador. Las analogías son evidentes hoy día en que sabemos que la clave del poema está en la fecha que acompaña al título. A través de la alegoría, Kavafis se libera, “las heridas”, “los puntos vulnerables”, “las mentiras”, “la maravillosa armadura” se refieren a asuntos de comportamiento político y social y no sexual. Las anotaciones que sus amigos salvaron del olvido así lo confirman. Kavafis identifica de forma lírico-dramática su destino personal con el histórico y encuentra al menos un factor común en la esfera de la actividad humana, el fracaso, que comparte con muchos de sus personajes, y que nos revela desde qué punto de vista contemplaba su propia genealogía dentro del marco político-económico de la Alejandría de su tiempo. El orgullo de los orígenes, el arrojo del alma no bastan para conquistar la fuerza y la riqueza, sino que se debe evitar el choque con la Historia, el “destino” del mundo, ya se llame expansionismo romano del siglo II, ya británico del XIX. Para Kavafis, si había que doblegarse y transigir, no debía ser a costa de sacrificar la dignidad, que podía sobrevivir merced al pensamiento y el arte.

Por todo lo anterior, Stratís Tsirkas se pregunta: “¿Es justo para un poeta, que hemos visto hasta qué punto era partidario de la fiel representación de la vida, que su obra sea caracterizada no por los temas que existen en ella sino por los que están ausentes y silenciados, como si se tratara de un partidario de la poesía pura?” Poeta quizá cerebral —nos dice Tsirkas— y muy probablemente alimentado de las teorías de Poe y Baudelaire — trabajo paciente, observación estricta de ciertas reglas, supeditación del sentimiento a la lógica, cálculo frío de los elementos que pueden conmover—, Kavafis gobernaba con insomne sentido de la responsabilidad la república de su poesía, y en esta república la desviación sexual no ocupó ningún lugar. No porque estuviera perseguida o porque fuera condenable, sino porque en su conciencia no se proyectó jamás como un problema moral. Respecto de los poemas de contenido erótico considerados por algunos críticos como “páginas de un diario”, Tsirkas afirma que Kavafis jamás hubiera cometido el error de ofrecer a la curiosidad pública tantos documentos sobre su vida íntima fechados, no fue hombre que dejara nada al azar. Pudo, sí, construir basándose en sus vivencias, pero todo estuvo siempre conducido por el pensamiento armónico y la sensibilidad reflexiva, y todo en él se corresponde, y todo en él es resultado de un trabajo intelectual exhaustivo que a veces necesitó años para cristalizar. Por esta razón escribió tan pocos poemas y porque su conciencia artística fue siempre de las más finas y de las más íntegras. Al mismo tiempo, para Kavafis el acto poético tuvo siempre el sentido de un “gesto aristocrático”, su conciencia poética rechazaba la mentira, temía que ésta rajara el cristal de la sinceridad y alterara el estremecimiento de la emoción; en el símbolo encontró las resonancias a significados que sólo él y sus muy allegados conocían.

De esta manera, Tsirkas consiguió sacar a Kavafis de la torre de cristal donde una cierta corriente crítica lo ha colocado y ponerlo ahí donde ocurre la historia, en la realidad que es su escenario, que tan bien conoció y reflejó en su obra. Y estos dos estudios a que nos hemos referido no son sino un ejemplo de la calidad admirable y deslumbrante de una producción caracterizada por el profundo humanismo de un intelectual que procedía de la tradición ilustrada y de los movimientos sociales revolucionarios que originó el marxismo. Tsirkas ha sido comparado con Mahfuz y con Oz por denunciar el intervencionismo en los asuntos internos de sus respectivos países. Una vez más, sólo podemos lamentarnos de la ausencia en nuestro idioma de una obra extraordinaria.

 

 

 

 

 

Guadalupe Flore Liera. Nació en la Ciudad de México, el 29 de diciembre de 1961. Poeta y traductora. Licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la unam. Cursó estudios de griego moderno en el Centro de Lenguas Extranjeras de la unam, la Universidad de Tesalónica y la Universidad de Atenas. Ha realizado trabajos de cuidado editorial y traducción para el fce, Editorial Patria, El Colegio de México y Mediodía. Ha colaborado, con reseñas y artículos sobre literatura griega, en Alforja, Debate feminista, La Jornada Semanal, Memoria, Páginas y Viceversa. Ha traducido del griego al español a autores como Nikos Kazantzakis, Giorgos Seferis, Niki Ladaki-Filippou y Vasilis Vasilikós, entre otros. Vive en Grecia desde 2003.